Lumen

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Capítulo 9

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Herr General.

—Sí. —Blaskowitz siguió leyendo—. No escribe usted como un soldado. Escribe demasiado bien para ser soldado. —Señaló una silla de respaldo alto—. Siéntese.

La hermana Irenka no solía mostrar sus emociones. Solo se notaba que estaba nerviosa por la forma en que se le tensaron los labios en una mueca convulsiva. Avisaron de inmediato al padre Malecki y, antes incluso de entrar en el convento, se preparó para oír malas noticias.

—Padre, se han llevado a la hermana Barbara.

Malecki cerró la pesada puerta a sus espaldas.

—¿Quién? ¿Cuándo? ¿Han informado al arzobispo?

—Esperábamos que acudiese usted a Su Eminencia por nosotras. Nos da miedo enviar a ninguna hermana fuera del convento después de lo que pasó esta mañana. Fue el mismo grupo que vino a registrar el convento la semana pasada, solo que esta vez fueron directos a la cocina. Ni siquiera le dieron tiempo de quitarse el delantal. Intenté hablar con ellos, pero no sirvió de nada. Salí del convento corriendo tras ellos y les pregunté adónde la llevaban, pero no contestaron, ni siquiera volvieron la vista atrás. La hicieron subir al camión y se marcharon. ¡El día de Nochebuena, padre Malecki!

Malecki respiró superficial y rápidamente para controlar el genio. No sabía por qué había mencionado al arzobispo: no esperaba apoyo por su parte; no si la persona implicada era una judía conversa. Se le pasó por la cabeza avisar a Bora, por supuesto, pero era posible que no estuviera en la oficina o tal vez decidiese no recibirlo.

—¿Cuánto hace de lo que me cuenta, hermana?

—Una hora, quizá. ¡Estábamos deseando que viniese por aquí! Por favor, intente averiguar qué se puede hacer.

Malecki lanzó un suspiro furioso.

—Ya me han arrestado una vez, hermana Irenka. Esta vez me echarán del país si no se me ocurre una solución mejor que dirigirme yo mismo a los alemanes.

Se marchó sin haber trazado un plan, tras hacerles a las hermanas la vaga promesa de que actuaría lo más rápido posible. No llevaba encima el número de teléfono de Bora, así que era imposible ponerse en contacto con él sin ir personalmente al cuartel general. Echó a andar en esa dirección con la corazonada de que ni el arzobispo ni el consulado americano se mostrarían de acuerdo.

El capitán Bora había salido, y no se esperaba que fuese a volver pronto. Malecki se dispuso a marcharse, seguido por la mirada curiosa del ordenanza y los guardias armados, cuando el ruido de unos pasos rápidos que bajaban la escalera lo hizo volverse. Un suboficial se acercó a grandes zancadas por el suelo recubierto de moqueta del recibidor.

—Es el padre Malecki, ¿verdad? —preguntó en un inglés con fuerte acento alemán.

—Sí.

—El comandante del capitán Bora desea verlo. Haga el favor de seguirme.

El despacho del coronel Schenck, que se encontraba en la segunda planta, era igual de austero que la celda de un monje. No había ningún objeto personal sobre su escritorio: ni fotografías de familia, ni una placa con su nombre, ni pisapapeles, ni cigarrillos. Las paredes estaban completamente desnudas.

Schenck irrumpió en la habitación con la misma energía de siempre cuando Malecki llevaba esperándolo unos cinco minutos junto al estirado suboficial.

—Bueno. —Se acercó a su escritorio y se sentó a medias sobre una de las esquinas—. ¡Así que es usted el sacerdote del capitán Bora!

Malecki le habría contestado con una respuesta ingeniosa si no hubiera venido a pedir ayuda. Se limitó a asentir con la cabeza.

—Entiendo el inglés mejor de lo que lo hablo —dijo Schenck—. Entiende alemán, ¿no es así?

Malecki dijo que lo había estudiado en la escuela y lo había olvidado prácticamente todo. Intentaba averiguar si Schenck se mostraría accesible, si podía sacar el tema de la difícil situación de la hermana Barbara sin empeorar las cosas. Dado que Bora nunca hablaba del resto de oficiales, no disponía de ninguna pista.

Con las manos sobre las rodillas, Schenck lo observó con un humor distante.

—¿Le ha pedido el capitán Bora que venga a verlo?

—No, he venido por iniciativa propia.

Ach so. ¿Ha dado con el asesino de la monja?

—Por desgracia, no.

—Entonces ¿qué hace aquí?

Malecki decidió arriesgarse.

—Creí que el capitán podría ayudar al convento a resolver una cuestión urgente. Una de las hermanas ha sido arrestada por las SS.

La cara curtida de Schenck no delató la más mínima reacción hostil ante la noticia.

—¿Por qué ha acudido a nosotros? ¿Tiene miedo de las SS?

—No por mí.

Con una sonrisa maliciosa, Schenck rodeó su escritorio y cogió el teléfono. Habló con alguien durante aproximadamente un minuto, sin apartar los ojos de Malecki durante toda la conversación. Malecki entendió que se refería a él como

der Amerikaner, pero el resto del diálogo se le escapó. Cuando terminó, Schenck volvió a tomar asiento en la esquina del escritorio.

—Parece que se equivocaba. —Eligió con cuidado el tiempo pasado—. No se han llevado a una monja, sino a una judía.

Antes era judía, coronel. ¡Se convirtió y ahora es una monja católica romana!

Schenck se echó a reír.

—Si un negro se pone un uniforme, ¿eso lo hace menos negro? Por supuesto que no. Sigue siendo negro. Y sé cómo tratan a los negros en América, padre Malecki. —Una orden brusca hizo que el suboficial volviese al despacho—. El sargento lo guiará hasta la salida. Y por favor, deje en paz al capitán Bora: esta clase de asuntos no merece su interés.

La mujer de la limpieza llevaba un pañuelo blanco atado a la frente con un nudo. Tenía las facciones huesudas y las mejillas coloradas, como muchas de las granjeras que Bora había visto en el campo. Cuando el capitán llegó al rellano que había frente a su puerta, la mujer le hizo una reverencia con las manos juntas y los codos flexionados, como si rezase. Irritado, en un primer momento pensó que querría darle las gracias por el aguinaldo, pero tenía una expresión de desolación en la cara.

En el alemán con acento de los provenientes de los Sudetes, le dijo:

—No es gran cosa,

panie kapitanie, pero si no la encuentran me harán responsable de la pérdida.

Bora no le había prestado atención. Había subido los peldaños de dos en dos, deseando cambiarse tras pasar dos días en el campo y antes de reunirse con el padre Malecki. Había encontrado una nota del sacerdote y sospechaba que algo iba mal, así que no le apetecía escuchar a la mujer de la limpieza en las escaleras.

—¿De qué me habla? —preguntó—. ¿Qué es lo que «no es gran cosa»?

—La toalla de mano,

panie kapitanie.

Impaciente, Bora giró la llave en la cerradura.

—No sé a qué se refiere. Explíquese, llevo prisa.

—Falta una de las toallas de mano y pensé que tal vez el capitán supiese dónde está.

Bora empujó la hoja de la puerta hacia dentro, pero no entró en el apartamento.

—Había cinco toallas de baño para cada oficial,

panie kapitanie. Cinco toallas de mano y cinco toallas para la cara. Tengo que bajarlas para que las laven todos los miércoles y domingos. Falta una de las toallas de mano y me dijeron que voy a tener que pagarla si no aparece.

Despistado, Bora entró en el apartamento y le indicó con un gesto que la siguiera.

—Enséñemelo.

Diez minutos más tarde, salía para el convento y su indiferencia se había convertido en preocupación.

El padre Malecki se reunió con él en la sala de espera y le informó de la visita que había hecho a Schenck.

—Me hicieron preguntas directas sobre la hermana Barbara, capitán. No tenía tiempo que perder y su comandante parecía un hombre accesible.

Bora se dio una palmada en el muslo con los guantes.

—Eso es lo de menos. No debió sacar el tema por dos motivos: el ejército es una organización completamente independiente de las SS y del Servicio de Seguridad y, al dar mi nombre como posible intermediario, ahora me resulta imposible tomar parte en el asunto.

—No veo cómo…

—Padre Malecki, en algún momento tendrá que empezar a decirme la verdad. Sabía que había una judía conversa en el convento y no consideró necesario informarme. Debido a su decisión, ha ocurrido algo que tal vez podría haberse evitado. ¿Qué más me está ocultando?

A regañadientes, Malecki le habló de los sueños de la hermana Barbara, aunque Bora no pareció demasiado impresionado por su relato.

—Es la historia completa, capitán. ¿Se puede hacer algo por ella?

—No le prometo nada.

—El arzobispo no está dispuesto a interceder. Como ve, es usted la única persona que puede hacerlo.

Bora pareció sentirse insultado.

—No intente convencerme apelando a mi sentido de la ética, padre. Tengo una carrera en el ejército.

Una hora más tarde, eso fue exactamente lo que le recordó Salle-Weber, después de escucharlo con todo el buen talante que estaba dispuesto a mostrar a un colega militar.

—Pierde usted el tiempo y presta su nombre a causas insignificantes. El otro día liberé al sacerdote porque confiaba en que sabía lo que hacía. Hasta me sacó el expediente

Lumen, solo para descubrir que no contenía nada de utilidad. Ahora mismo, estoy dispuesto a permitir que este encuentro no conste en acta si abandona su petición. Dese por vencido.

Bora tomó aliento.

—Como comprenderá, no le pido consideración porque sea judía de nacimiento. Puede que me resulte útil en relación con el caso de asesinato. No soy todo lo sensible que parece usted creer.

—Aun así, Bora. —Salle-Weber mantenía en equilibrio un lápiz entre el índice y el pulgar. Repantingado en su silla, no parecía tan corpulento como cuando estaba de pie—. Haría bien en reconocer un buen consejo en cuanto lo ve. —Se reclinó en su asiento hasta que el respaldo crujió ligeramente—. ¿Va a darse por vencido?

—Sí.

No era agotamiento físico, pero esa noche Bora se sintió más cansado de lo que lo había estado nunca. Hasta las escaleras que llevaban a su apartamento le parecieron un obstáculo al que no estaba en condiciones de enfrentarse.

Ver a Helenka al final de las escaleras no hizo más que empeorar las cosas. Se paró con la mano sobre la barandilla y miró hacia arriba.

—Señorita Kowalska —dijo desde donde estaba—, es tarde y no deseo hablar con usted. No sé quién le ha permitido entrar en el edificio, pero le pido que salga ahora mismo. No soy el mayor Retz y no recibo invitadas en casa.

Helenka sujetaba con fuerza un bolso de punto entre las manos sin guantes.

—Lo estaba esperando en la calle. Fue la portera la que me dejó entrar.

—Hablaré con la portera por la mañana. Haga el favor de marcharse.

—Capitán, es usted de lo más presuntuoso si piensa que he venido a pasar la noche con usted. Ni siquiera me cae bien.

—Y yo no la quiero en mi casa.

—Se trata de la muerte de Richard.

Bora subió las escaleras con lentitud, un escalón y después el siguiente.

—Me dijo que no podía añadir nada más. Sea lo que sea, estoy seguro de que puede esperar a que lo hablemos mañana, en un lugar menos comprometido para ambos. Buenas noches.

Llevaba puesto el perfume de violetas. Bora se escandalizó al darse cuenta de que, al verla, su cuerpo se resistía a su agotamiento y lo desmentía, porque físicamente no estaba cansado en absoluto. En pocos segundos, pasó del desdén a un estado de excitación moderada. Alcanzó el descansillo y, en cuanto puso un pie en este, Helenka pasó a su lado y empezó a bajar las escaleras.

Una curiosidad repentina por saber lo que quería decirle de Retz hizo que Bora se sintiese tentado de llamarla para que volviese. No lo hizo por orgullo; o tal vez no se sintiese lo suficientemente seguro de sí mismo como para invitarla a entrar en su casa en plena noche.

26 de diciembre

Cuando llamó al teatro el lunes por la mañana, Helenka todavía no había llegado para el ensayo. Kasia cogió su llamada.

—¿Quiere dejarle un mensaje?

—No.

Era obvio que el que llamaba era alemán. Sin ninguna razón de peso, Kasia se sintió segura de que era el oficial que le había señalado Ewa, el compañero de Richard. ¡Aquí mismo tenía una oportunidad de charlar con él, pero no hablaba polaco!

—Helenka suele llegar sobre las nueve —dijo muy lentamente para que la entendiese—. Por favor, vuelva a llamar a las nueve.

Bora le dio las gracias y colgó.

A sus espaldas, desde la puerta de su despacho, Schenck expresó su desaprobación.

—Capitán, ¿se está involucrando con mujeres polacas?

Bora se puso en pie y se giró.

—No, señor. No era una llamada privada. Tiene que ver con la muerte del mayor Retz.

—Bueno, ¿qué hay de eso?

—No estoy seguro.

Schenck no se mostró convencido.

—Manténgase alejado de las mujeres, independientemente de la razón por las que quiera verlas. Ahora que su esposa va a venir pronto, debe evitar a toda costa los estados de ánimo que puedan ocasionar una pérdida involuntaria de fluido seminal y un debilitamiento del plasma germinal.

—Creo que seré capaz de controlarme, coronel.

—No estoy tan seguro. —Schenck cogió el mapa con el itinerario que iba a seguir por la mañana del escritorio de Bora, le echó una ojeada y volvió a dejarlo sobre la mesa—. Hablando de otros asuntos en los que también anda involucrado: quiero que dé por finalizada la investigación en torno a la muerte de la monja lo antes posible. Si no consigue dar con una solución, redacte un informe provisional y haga algunas recomendaciones. A no ser que pueda demostrarme que la asesinó la clandestinidad polaca, por ejemplo, no hay razón para mantener las cosas en el aire. Quiero un informe completo dentro de dos semanas.

Bora no demostró ni un ápice de la decepción que le causaron las palabras de Schenck.

—¿Puedo ser completamente franco en mi informe?

—Naturalmente. Pero recuerde que yo también tengo una estufa en mi despacho.

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