Lucifer

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Lucifer

I

Había en el pueblo de… un pobre muchacho llamado Antero, el cual estaba en vísperas de casarse con Marcelina, una de las chicas más garridas de la comarca.

El hecho, hablo del matrimonio, iba a tener lugar contra el parecer de la tía Úrsula, especie de bruja de la aldea, porque hasta hace muy poco tiempo todos los pueblos retirados y de escaso vecindario han tenido el extraño privilegio de las brujas.

La tía Úrsula no decía la buenaventura, ni vaticinaba lo futuro, ni aun hacía mal de ojo. Sin embargo, pasaba por bruja; todos en la aldea le atribuían semejante honor, fundándose, y esto es grave, en que no podía permanecer en la iglesia «estando el misal abierto», achaque peculiar a todos los que se encuentran en flagrante delito de brujerías.

¿Por qué la boda de Marcelina y Antero desagradaba a la buena vieja?

¿Quién era capaz de averiguarlo?

—Mira —solía decir la tía Úrsula, hablando con cualquiera sobre el particular—, esa boda que se presenta con tan buenos auspicios hará la infelicidad de ambos contrayentes; Marcelina, que es rubia, tiene un lunar con pelo negro en la parte superior de la garganta; esto es un contrasentido; por lo general los lunares suelen ser del color del pelo de la que los tiene; además, Antero está prometido por su madre a Lucifer; a mí me consta que hizo el voto desesperanzada ya de tener un hijo. Una boda que se hace bajo circunstancias tan extrañas, no puede menos de tener un fin desastroso…

Lo del voto de la madre de Antero era hipotético: nadie, a excepción de la tía Úrsula, sabía una palabra sobre el caso; respecto al lunar, era cierto; pero hasta entonces ninguno había hecho la observación de que las rubias que tienen lunares negros estén predestinadas a la desgracia.

II

Sin embargo, en la aldea empezaron a parar mientes sobre algunas circunstancias que indirectamente se relacionaban con las aseveraciones de la bruja, respecto a la promesa que la madre de Antero había hecho.

Fijémonos en lo principal.

El mismo día en que nació el muchacho, compró su padre a unos gitanos un potro blanco, cordobés, de buena estampa y sangre viva, que se encabritaba y respondía al nombre de «Lucifer».

No hay que dudar que este nombre tiene malísima sombra.

Vale más que un caballo se llame Rayo, Relámpago o Huracán, que no que lleve el nombre del espíritu de las tinieblas.

Por lo demás la condición del animal correspondía a este nombre; era un bicho mal intencionado, voluntarioso y terco, y el jinete que lo montaba tenía la vida pendiente de un hilo, como vulgarmente se dice.

En el pueblo había hecho sus pruebas, dejando cojos y mancos a algunos que habían tratado de dominar su salvaje condición, y el padre de Antero se hubiera desecho ya de él, a no haberle contenido el cariño que el caballo manifestaba a su hijo.

En medio de los mayores accesos de su voluntad contrariada, la presencia del niño era suficiente para hacerle recobrar la calma: Antero era la única persona capaz de imponerle sus caprichos.

Según la ley de la naturaleza, ley no contrariada hasta entonces, a medida que el niño se hacía hombre, el caballo hubiera debido envejecer.

Pero no sucedió nada de esto.

Cuando Antero llegó a los veinte años, Lucifer, que ya tenía veintidós, parecía estar en la plenitud de la vida, en el lleno de sus facultades, y esta circunstancia no dejó de llamar la atención en la aldea, especialmente a las gentes a cuyos oídos habían llegado las extrañas palabras de la vieja Úrsula.

No era natural que un caballo a los veintidós años ostentase la misma fuerza y vigor que cuando tenía seis u ocho.

Y, en medio de todo, iba creciendo el cariño que uno a otro se profesaban.

III

Contra viento y marea, es decir, a pesar del efecto que en los dos jóvenes pudieran haber causado las palabras de la tía Úrsula, el día de la boda llegó, no sé si feliz o desgraciadamente.

Marcelina y Antero recibieron por la mañana las bendiciones del sacerdote, previa la lectura de la epístola de San Pablo y de las lágrimas que en tales casos es de rigor que derramen las personas más allegadas a la novia, mientras los estómagos de los convidados se preparan para digerir el tostón y los bollos rociados con vino y aguardiente.

Durante la ceremonia pasó una cosa extraña en casa de Antero.

Posteriormente se comprobó que, en el momento en que los novios cambiaban el «sí» que iba a unir sus almas por toda la vida, Lucifer, que, atado al pesebre daba señales de impaciencia, empezó a piafar de una manera desordenada, y a hacer los mayores esfuerzos para romper la cabezada que le sujetaba, lo que consiguió a poco.

Una vez en libertad, sus ataques se dirigieron contra la puerta, cuyas tablas hizo añicos con los cascos, hasta conseguir un espacio suficiente para que por él pudiera pasar su cuerpo.

En seguida tomó carrera y desapareció del pueblo, dejando una huella de polvo que le envolvía completamente.

Esta ocurrencia disgustó a Antero, que, al verse separado de su caballo favorito, empezó a recelar una desgracia.

Era la primera vez que esto sucedía.

Sin embargo, en otro día cualquiera, aquel disgusto le hubiera ocasionado una seria incomodidad.

Pero, ¿era justa esta preocupación, teniendo delante los encantos de Marcelina? ¿Debía la idea del caballo borrar de su imaginación la dicha que empezaba a saborear, dicha por tanto tiempo esperada?

Durante aquel día, el recuerdo del caballo vino más de una vez a sombrear su mente; pero eran nubes pasajeras que no enturbiaban lo más mínimo su amoroso deseo.

Solo cuando sus ojos se fijaban en el descarnado semblante de la tía Úrsula se estremecía a su pesar, y como habían llegado a sus oídos las palabras de la bruja, temblaba por su felicidad futura.

Es una mala costumbre de las brujas el asistir a las bodas, aun cuando no se las convide: su presencia solo sirve para turbar la alegría de los recién casados.

IV

Era la noche: noche clara, tranquila y serena, noche de luna y de felicidad.

Las más brillantes estrellas se habían dado cita encima de la casa de Antero para alumbrar su dicha; aquella noche dormían en los árboles del huerto mayor número de alondras y golondrinas, para despertar a los recién casados con sus suaves gorjeos; las flores exhalaban un aroma más penetrante y embriagador, y la brisa tenía más dulces y quejumbrosos suspiros.

El baile de la boda acababa de terminar; aún se oían a lo lejos las carcajadas de las últimas parejas rezagadas en las solitarias calles del pueblo, y los gatos de la vecindad dormían repletos bajo la mesa del festín.

Marcelina y Antero, solos en su aposento, se contemplaban con ese éxtasis encantador que adelanta para los novios la dulzura del Paraíso.

Nunca había estado más bella Marcelina; un ligero carmín coloreaba sus mejillas; eran las alarmas del pudor al verse sola por primera vez en presencia de un hombre que tenía sobre ella algún derecho.

Por su mente rodaban en confusión, y se perseguían unas a otras, esas dulces ideas que hacen enloquecer a las jóvenes.

Antero la asió de la mano y se la besó con arrobamiento.

De repente se oyó en la parte de afuera un furioso relincho.

Antero, acordándose de su caballo, se precipitó hacia la ventana.

—¿A dónde vas? —le preguntó Marcelina con dulcísima voz.

Pero Antero no la oía; allá abajo, en la puerta de la casa, estaba Lucifer cubierto de espuma.

Venía a buscarle.

Antero, en aquel momento, no se acordaba de la joven desposada, que seguía diciéndole con cierto reproche:

—Pero ¿a dónde vas?

Precipitose hacia la escalera, dejando detrás de sí las dulcísimas emociones de una noche de boda, porque Antero no debía volver a subir.

Abrió la puerta: Lucifer relinchó de gozo al sentir sobre los lomos la mano de su dueño, que comenzó a darle cariñosas palmadas.

V

Entonces Antero sintió que le flaqueaban las piernas, y cayó al suelo a los pies del caballo, hiriéndose la frente con los guijarros de la calle.

Quiso levantarse y no pudo.

Un extraño desvanecimiento se apoderaba de su mente.

En aquel momento sintió que la poblada cola del caballo le sacudía el rostro, y que la fuerte crin se enredaba entre sus ásperos cabellos.

Como si Lucifer hubiera esperado aquel instante, como si un látigo invisible hubiera caído sobre el cuarto trasero, dio un vigoroso bote y se lanzó en una vertiginosa y terrible carrera, llevando a su desdichado amo sujeto a la cola por el cabello.

—¡Lucifer! ¡Lucifer! —gritaba Antero entre ayes de dolor.

Pero aquella voz, lejos de contener al animal, parecía más bien precipitar su fuga.

Antero empezaba a perder el conocimiento.

A los últimos resplandores de su inteligencia, a los plateados rayos de la luna, vio que caminaban fuera ya del pueblo, cuyas casas se perdían en lontananza.

Y el caballo, en su precipitada carrera, le despedazaba, arrastrándole por la maleza.

Un momento después nada vio.

Era cadáver.

Así se cumplió la predicción de la vieja Úrsula; y desde entonces nadie dudó en la aldea de que el caballo era la encarnación de Lucifer, que se llevó a sus dominios un alma que le habían prometido.

A la mañana siguiente un labriego encontró a muchas leguas distante del pueblo el cadáver de Antero horriblemente mutilado.

Marcelina enloqueció en aquella noche de su boda, y desde entonces, asomada en la ventana, esperaba el regreso de su desventurado marido.

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