Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 31

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En ese solitario paradero entre Coalmont y Ramsdale (entre la inocente Dolly Schiller y el jovial tío Ivor), examiné de nuevo la situación. Volvía a verme juntamente con mi amor, con la mayor claridad. Los intentos previos parecían fuera de foco, comparados con este. Un par de años antes, guiado por un inteligente confesor de habla francesa al que había revelado en un momento de curiosidad metafísica, un ocre ateísmo de protestante hacia la anticuada salvación papal, esperaba deducir de mi sentido del pecado la existencia de un Ser Supremo. En esas heladas mañanas de la escarchada Quebec, el buen sacerdote trabajó en mí con finísima ternura y comprensión. Le estoy infinitamente agradecido a él y a la institución que representaba. Pero, ay, me sentía incapaz de trascender el simple hecho humano de que ningún solaz espiritual que pudiera encontrar, ninguna eternidad litofánica que pudiera entregárseme, nada podía hacer que mi Lolita olvidara la insensata lujuria que le había contagiado. A menos que se me pruebe —a mí tal como soy ahora, con mi corazón y mi barba y mi putrefacción— que en el infinito no importa un comino que una niña norteamericana llamada Dolores Haze haya sido privada de su niñez por un maniático, a menos que se me pruebe eso (y si tal cosa es posible, la vida es una broma), no concibo para tratar mi miseria sino el paliativo melancólico y demasiado local del arte anticuado. Para citar a un viejo poeta:

The moral sense in mortals is the duty

We have to pay on mortal of beauty.[21]

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