Lolita

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Primera Parte » Capítulo 20

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Había un lago a pocas millas de Ramsdale; lo visitamos a diario durante una semana de gran calor, a fines de julio. Ahora me veo obligado a describir con algunos tediosos pormenores nuestro último viaje al lago, en una mañana tropical de un miércoles.

Habíamos dejado el automóvil en una playa de estacionamiento, no lejos del camino, y caminábamos por una vereda abierta en el bosque de pinos, cuando Charlotte observó que Jean Farlow, en pos de efectos de luz raros (Jean pertenecía a la vieja escuela de pintura), había visto a Leslie zambulléndose «en el ébano» (como se había burlado John), a las cinco de la mañana, del sábado anterior.

—El agua debía de estar muy fría —dije.

—Eso no interesa —dijo mi lógica y maldita esposa—. Es un tipo infranormal, ¿comprendes? Además (pronunciando con una dicción cuidadosa que empezaba a dañar mi salud), tengo toda la impresión de que Louise está enamorada de ese tonto.

La impresión… «Tenemos la impresión de que Dolly no anda bien», etc. (de un viejo informe de la escuela).

Los Humbert caminaban, en sandalias y batas.

—¿Sabes, Hum? Tengo un sueño muy ambicioso —sentenció lady Hum bajando la cabeza (pudorosa a causa de su sueño y hermanada con el suelo ocre)—. Me gustaría conseguir una criada de veras, como la muchacha alemana de que alguna vez hablaron los Talbot. Y hacerla vivir en nuestra casa.

—No hay cuarto —dije.

—Vamos —dijo con una curiosa sonrisa—, sin duda subestimas las posibilidades del hogar de los Humbert, chéri. La pondríamos en el cuarto de Lo. De todos modos, ya tenía pensado convertir esa covacha en cuarto de huéspedes. Es el más frío y feo de la casa.

—¿Qué estás diciendo? —exclamé con la piel de los pómulos tensa (me tomo el trabajo de acotar este detalle, porque con la piel de mi hija me ocurría lo mismo cuando sentía recelo, repugnancia, irritación).

—¿Ofendo tus recuerdos románticos? —preguntó mi mujer, aludiendo a su primera entrega.

—¡No, demonios! —exclamé—. Me pregunto dónde pondrás a tu hija cuando tengas a tus huéspedes y a tu criada.

—Ah… —dijo la señora Humbert, con expresión soñadora, sonriendo, emitiendo su «Ah» simultáneamente con una suave exhalación de aire y alzando una ceja—. La pequeña Lo, mucho me lo temo, no está incluida para nada en el proyecto. Lo se irá directamente del campamento a una buena escuela donde haya disciplina, disciplina estricta y una firme instrucción religiosa. Y después… el Beardsley College. Lo he planeado todo. No tienes que preocuparte por eso…

Siguió diciendo que ella, la señora Humbert, tendría que vencer su pereza habitual y escribir a la hermana de la señorita Phalen, que enseñaba en St. Algèbre. De pronto surgió el lago deslumbrante. Dije que me había olvidado los anteojos negros en el automóvil, que ya la alcanzaría…

Siempre había pensado que retorcerse las manos era un ademán ficticio —el oscuro resultado, quizá, de algún rito medieval—; pero mientras me dirigía al bosque para entregarme a la meditación y la angustia, ese era el ademán («¡Mira, señor, estas cadenas!») que más se habría acercado a la expresión tácita de mi estado de ánimo.

Si Charlotte hubiera sido Valeria, yo habría sabido cómo «manejar» la situación; y «manejar» es la palabra exacta. En aquellos días me bastaba retorcer la frágil muñeca de la gorda Valechka (se había golpeado en el suelo al caer de una bicicleta) para que cambiara inmediatamente de opinión. Pero nada semejante era posible con Charlotte. Esa suave norteamericana me asustaba. Mi leve sueño de dominarla por medio de la pasión que sentía hacia mí se reveló absolutamente equivocado. No me atrevía a hacer nada por no enturbiar la imagen mía que Charlotte adoraba. Yo la había adulado cuando ella era la terrible dueña de mi chiquilla y algo servil persistía aún en mi actitud hacia ella. El único triunfo que ocultaba en mi mano era su ignorancia de mi monstruoso amor hacia Lo. Los sentimientos de Lo con respecto a mí la fastidiaban, pero mis propios sentimientos no podía adivinarlos. Yo podía haber dicho a Valeria: «Mira, gorda tonta, c’est moi qui décide qué debe hacerse con Dolores Humbert». A Charlotte no podía decirle siquiera (con tono propiciatorio): «Excúsame, querida, pero no estoy de acuerdo. Demos a la niña una oportunidad más. Permíteme ser su tutor durante un año. Tú misma me lo pediste una vez». En realidad, no podía decir nada acerca de Lo a Charlotte sin traicionarme. ¡Oh, nadie puede imaginar (como nunca había imaginado yo mismo) lo que son esas mujeres de principios! Charlotte, que no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y normas de conducta, de todos los alimentos y los libros y las personas que prefería, era capaz de distinguir enseguida una entonación falsa en cuanto dijera yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y odioso en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota falsa con destreza diabólica. Para persuadir a Charlotte era preciso romperle la cabeza. Y si le rompía la cabeza, también se rompería la imagen que ella se había hecho de mí. Si decía: «O dispongo lo que me parece bien acerca de Lolita y tú me ayudas a hacer las cosas bien, o nos separamos enseguida», Charlotte habría empalidecido como una mujer de vidrio y habría respondido lentamente: «Muy bien. Aunque te retractes o expliques, hemos terminado». Y habríamos terminado.

Ese era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombeé un chorro de agua con gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera podido darme sabiduría mágica, juventud, libertad, una concubina menuda. Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en el aire, me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos doncellitas con pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por el sol y con un letrero que decía: «Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente, una bicicleta, y Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con las piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y la sombra. ¡Lolita! La solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero ¿cómo?

Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo, puede lograrlo. Recordemos la famosa liquidación de cierta madame Lacour, en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido, con barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el coronel, una especie de pequeño bull-dog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana del lugar donde se desarrollaba la escena hizo estallar por un curioso accidente cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y enseguida la calle se convirtió en un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour); pero el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió feliz y contento.

Pero observen ustedes qué ocurre cuando el autor del hecho planea una impunidad perfecta.

Regresé al lago. El lugar donde nosotros y otras parejas «simpáticas» (los Farlow, los Chatfield) nos bañábamos era una especie de pequeña ensenada; mi Charlotte lo prefería porque era casi «una especie de playa privada». La parte más frecuentada del lago estaba a la izquierda y no podía verse desde nuestra ensenada. A la derecha, los pinos pronto cedían lugar a una curva de pantanos que de nuevo se convertía en bosque, al lado opuesto.

Me senté junto a mi mujer tan silenciosamente que se sobresaltó.

—¿Nos bañamos? —dijo.

—Dentro de un minuto. Déjame seguir pensando una cosa…

Pensé. Pasó más de un minuto.

—Bueno. Ahora, vamos.

—¿Figuraba yo en esos pensamientos?

—Sí, desde luego.

—Ojalá que sea así… —dijo Charlotte, entrando en el agua, que puso piel de gallina en sus pesados muslos.

Entonces, juntando las manos extendidas, apretando la boca y componiendo una expresión muy poco agraciada bajo su gorra de baño negra, Charlotte se zambulló entre grandes salpicaduras.

Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua), pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla del lago. Sabía también que estaban construyendo un embarcadero, solo por la triste diversión que eso les deparaba. Los golpes que llegaban hasta nosotros parecían mucho más grandes que cuanto podríamos distinguir de los brazos y herramientas de esos enanos. En verdad, era como si el encargado de esos efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero, sobre todo porque el pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión visual. La breve franja de arena blanca que era «nuestra playa» —de la cual nos habíamos apartado un poco en busca de profundidad—, estaba vacía en días de trabajo. No había nadie en torno de nosotros, salvo las dos figurillas tan ocupadas de la orilla opuesta y un aeroplano particular color rojo oscuro que planeó sobre nosotros y desapareció en el azul. El lugar era, en verdad, perfecto para un súbito crimen entre burbujas, y contaba además con un detalle interesantísimo: el hombre de ley y el hombre de agua, bastante cerca para presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen. Estaban bastante cerca para oír a un bañista enloquecido que se agitara y pidiera a gritos que alguien salvara a su mujer a punto de ahogarse; y estaban demasiado lejos para distinguir (si miraban demasiado pronto) que el nadador desesperado sujetaba a su mujer debajo del agua. Todavía no me encontraba en esa etapa; solo quiero expresar la facilidad del acto, lo cuidado del planteo. Mientras tanto, Charlotte seguía nadando con concienzuda torpeza (era una sirena muy mediocre), pero no sin cierto solemne placer (¿acaso no estaba su tritón junto a ella?); y al tiempo que yo observaba, con la rigurosa lucidez de una futura meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto), la vítrea blancura de su cara mojada tan poco tostada a pesar de todos sus esfuerzos, y sus labios pálidos, y la desnuda frente convexa, y la tensa gorra negra, y la carnosa nuca mojada, me dije que cuanto debía hacer era quedarme a la zaga, tomar aliento, atraparla por el tobillo y sumergirme con mi cadáver cautivo. Digo cadáver porque la sorpresa, el pánico y la falta de experiencia la harían aspirar de golpe un mortal galón de lago, mientras yo la sujetaría por lo menos durante un minuto, con los ojos abiertos bajo el agua. El gesto fatal pasó como la cola de un cometa a través de la blancura del crimen completa. Era como un terrible ballet silencioso: el bailarín sostenía a la bailarina por los pies y se hundía en la penumbra cristalina. Yo no podía subir a la superficie en busca de un bocado de aire, sin dejar de sujetarla bajo el agua, para después volver a sumergirme tantas veces como fuera necesario. Y solo cuando el telón cayera para siempre sobre ella, me permitiría pedir auxilio. Y cuando veinte minutos después, los títeres cada vez más grandes llegaran en un bote a remo, pintado a medias, la pobre señora Humbert Humbert, víctima de un calambre o una oclusión coronaria, o de ambas cosas, estaría de cabeza sobre el limo del fondo, a unos treinta pies de la sonriente superficie del lago.

Sencillo, ¿no es cierto? Solo que… ¡no me resolvía a hacerlo!

Charlotte nadaba a mi lado —una foca confiada y torpe—, y toda la lógica de mi pasión gritaba en mis oídos: ¡Este es el momento! Pero no podía. Me volví en silencio hacia la playa, y en silencio, concienzudamente, ella también volvió, y el infierno seguía gritando su consejo y yo seguía sin resolverme a ahogar a la pobre criatura gorda y resbalosa. Los gritos se hicieron cada vez más remotos, mientras yo me hacía clara cuenta del melancólico hecho de que ni al día siguiente, ni el viernes, ni ningún otro día o noche podría ya darle muerte. Oh, me veía a mí mismo golpeando de alienación los pechos de Valeria o lastimándola de algún otro modo, y me veía con igual claridad disparando contra el vientre de su amante y haciéndole exclamar «¡Aaah!» y desplomarse. Pero no podía matar a Charlotte, sobre todo cuando las cosas no eran a la postre tan desesperadas, quizá, como parecían a primera vista en esa desdichada mañana. Si la atrapaba por el pie a pesar de sus pataleos, si veía sus ojos estupefactos y oía su voz atroz, si pasaba por esa ordalía, el espectro de mi mujer me acosaría durante toda la vida. Si hubiera vivido en 1447, y no en 1947, acaso habría vendado los ojos de mi naturaleza apacible administrando a mi mujer algún veneno clásico de una ágata hueca, algún delicado filtro letal. Pero en nuestra era de la clase media no habrían resultado los métodos empleados en los dorados palacios del pasado. Ahora hay que ser científico si se quiere ser asesino. No, yo no era una cosa ni la otra. Señores y señoras del jurado, la mayoría de los delincuentes sexuales que anhelan un contacto palpitante, suavemente plañidero, pero no forzosamente copulativo, con una jovencita, son extranjeros inocuos, inadaptados, pasivos, tímidos, solo piden a la comunidad que les permita observar su comportamiento inofensivo y soi-disant aberrante, sus ínfimas, cálidas, húmedas manías privadas de desviación sexual, sin que la policía y la sociedad caiga sobre ellos. ¡No somos demonios sexuales! ¡No violamos como los buenos soldados! Somos caballeros tristes, suaves, con ojos de perro, con bastante dominio para sofrenar nuestra ansiedad en presencia de adultos, pero dispuestos a dar años y años de vida por una sola oportunidad de tocar a una nínfula. Hay que descartarlo: no somos asesinos. Los poetas nunca matan. Ah, mi pobre Charlotte, no me odies en tu eterno cielo, entre una alquimia eterna de asfalto y goma y metal y piedra… pero gracias a Dios, sin agua, sin agua.

Sin embargo, esa vez Charlotte se salvó por los pelos, para hablar con objetividad. Y ahora llega lo esencial de mi parábola del crimen perfecto.

Nos sentamos sobre nuestras toallas, en el sol sediento. Ella miró alrededor, soltó sus breteles y se volvió sobre el vientre para dar a su espalda una oportunidad de ser festejada. Dijo que me quería. Suspiró hondamente. Tendió una mano y buscó sus cigarrillos en el bolsillo de su bata. Se sentó y fumó. Se examinó el hombro derecho. Me besó pesadamente con la boca abierta, llena de humo. De pronto, bajo el banco de arena que había a nuestras espaldas, al pie de los matorrales y pinos, rodó una piedra, y después otra.

—¡Esos niños que se lo pasan espiando! —dijo Charlotte sujetándose de nuevo los breteles y volviendo a acostarse—. Tendré que hablarle de ellos a Peter Krestovski.

En el sendero se oyó un crujido, una pisada y Jean Farlow apareció con su caballete y sus pinceles.

—Nos asustaste —dijo Charlotte.

Jean dijo que había estado allí en un verde escondrijo, espiando a la naturaleza (por lo común los espías son fusilados), tratando de acabar una vista del lago, pero era inútil, no tenía ningún talento (cosa absolutamente cierta).

—¿Usted no ha tratado nunca de pintar, Humbert?

Charlotte, que estaba un poco celosa de Jean, quiso saber si John también vendría al lago. Regresaría a su casa a la hora del almuerzo. La había dejado allí en su camino hacia Parkington y la recogería en cualquier momento. Era una mañana espléndida. Ella siempre se sentía como una traidora con Cavall y Melampo por dejarlos atados en días tan deslumbrantes. Se sentó en la blanca arena, entre Charlotte y yo. Llevaba pantalones cortos. Sus largas piernas morenas eran para mí casi tan atractivas como las de una yegua castaña. Al sonreír mostraba las encías.

—Estuve a punto de pintarlos en mi cuadro —dijo—. Y hasta descubrí algo en que ustedes no repararon. Usted (dirigiéndose a Humbert) tenía puesto su reloj pulsera, sí, señor, lo tenía.

—Sumergible —dijo suavemente Charlotte, poniendo boca de pescado.

Jean puso mi puño sobre su rodilla, examinó el regalo de Charlotte y volvió a depositar la mano de Humbert en la arena, con la palma hacia arriba.

—De modo que tú puedes verlo todo desde allí —dijo Charlotte con coquetería.

Jean suspiró.

—Una vez —dijo— vi a dos niños, un varón y una chiquilla, haciendo el amor aquí mismo, en el crepúsculo. Sus sombras eran gigantescas. Y ya te he contado aquello del señor Tomson, al amanecer… La próxima vez espero ver al viejo gordo Ivor… Ese hombre está completamente chiflado. La última vez me contó un cuento realmente indecente sobre su sobrino. Parece que…

—¡Hola! —dijo la voz de John.

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