Lola

Lola


CAPÍTULO 10

Página 12 de 27

CAPÍTULO 10

Mario volvía a casa después de haber dejado a Marta en casa de sus padres. Ella vivía en Gavá, que era el mismo lugar donde estaba la comisaría donde trabajaba.

Había encontrado a la chica ideal. Era cariñosa, sencilla, guapa… Era perfecta. Tenía una floristería en el pueblo. Allí fue donde la conoció, cuando se acercó a comprar un ramo de flores para el día de la madre, muy pocos días después del fatídico fin de semana con Lola. Lo atendió con mucha amabilidad y a Mario le gustó la forma de tratarlo; quizás porque estaba acostumbrado a chicas demasiado lanzadas y su timidez le resultó refrescante para variar. A partir de entonces volvió unas cuantas veces, llenando a las mujeres de su familia de flores.

Y así fue como empezaron a verse, quedando para tomar alguna cerveza. Ya llevaba casi tres meses y se encontraba feliz. Solo una pequeña sombra impedía que su felicidad fuera completa: la ausencia de Lola en su vida cotidiana.

Desde la salida que en el puente de mayo habían hecho y después de suceder entre ellos lo que sucedió, no había vuelto a verla ni a llamarla por teléfono. No tenía ningún contacto con ella y se sentía mal. La había seducido hasta conseguir meterla en su cama y, después de aquello, no tuvo huevos para volver a verla. ¡Era un vil cobarde! Ni siquiera fue capaz de disculparse por su forma de actuar, por romper así la confianza de años. ¿Y cómo intentaba arreglarlo? Apartándola de su vida, sin preocuparse cómo se sentía Lola, si estaba dolida, si sufría por su actitud. Nada. La había apartado como se desecha algo inservible.

Se había centrado en Marta, y todo lo demás lo había dejado de lado, pero empezaba a echarla de menos y cada día añoraba los momentos que pasaban juntos. Sus salidas en moto, sus escaladas o vuelos en parapente eran actividades que iban asociadas a Lola. Y después de esos meses de inactividad, su cuerpo empezaba a pedirle un subidón de adrenalina.

Pero lo que en realidad le sucedía era que no sabía cómo romper el hielo con Lola. En esa última semana habían sido muchas veces las que había buscado su número en la agenda, pero después de mirar la pantalla durante minutos, como si allí fuera a encontrar el valor para llamarla, al final, sin atreverse a pulsarlo, volvía a cerrar su móvil y a guardarlo en el bolsillo. Esa operación se repetía una y otra vez a lo largo del día y cada vez era más difícil hacerlo.

Dos días antes, Marta le había llamado la atención:

—Mario, cariño, ¿tengo que preocuparme por esa amiga tuya, Lola? Porque durante toda la semana no he escuchado otro nombre en tu boca.

—¿Por qué dices eso? Si te molesta, no volveré a nombrarla —le contestó algo molesto.

—Es que tú no te das cuenta, pero no me hablas de otra cosa: «Lola hace» o «Lola dice» —le respondió incómoda.

No se había dado cuenta de que la nombraba sin cesar, y es que llevaba algo más de dos meses sin verla y de pronto se había dado cuenta de que la echaba mucho de menos. Hasta entonces, la novedad de Marta en su vida, el conocerla, y sobre todo ver que pasaba el tiempo y seguía deseando estar con ella, era suficiente. Él mismo se fue convenciendo día tras día de que, al estar enamorado, podía prescindir de Lola. Pero era una ilusión; al menos hasta ese momento lo había sido, porque no podía apartar a Lola de su vida, ya que la necesitaba como necesitaba a su hermana o al resto de sus amigos. Pero era difícil volver a llamarla cuando se había comportado como un cafre. Se habían acostado, sí, pero debería haber reaccionado de otra manera. No sabía qué había supuesto para Lola. Si es que… ¿Se podía ser más egoísta que él? No, no se podía comportar peor con una amiga que como lo hizo él.

Pero la realidad era que no sabía cómo acortar esa distancia que se había abierto entre ellos. Tampoco sabía si Lola le colgaría el teléfono si la llamaba. La duda le carcomía y no sabía cómo arreglar el entuerto que él mismo había provocado. No se le ocurrió otra cosa para salir de dudas que hablar con una de las personas más cercanas a Lola, que por suerte era su propia hermana. Claro, obviaría mencionar que se habían acostado juntos. Al parecer, Lola también lo había hecho.

Julia contestó enseguida a la llamada de su hermano:

—¡Qué sorpresa, Mario! Hacía muchos días que no sabía nada de ti. ¡Claro, como ahora tienes novia! Por cierto, ¿cuándo nos la vas a presentar? Ayer se lo decía a Lola. Mi hermano está sentando la cabeza.

«¡Dios mío! —pensó Mario, cerrando los ojos—. ¡No puede ser verdad! ¡Se lo ha dicho a Lola!».

Julia era igual que su madre: no podía saber algo sin que lo pregonara a los cuatro vientos.

—Julia, no digas cosas que no son. Marta no es mi novia. Yo no tengo novia. Nos estamos conociendo y salimos, nada más. Y por ahora no tengo intención de hacer ninguna presentación. ¿En calidad de qué quieres que la presente? ¿De amiga? Porque por ahora no es nada más.

—Pero ¡llevas tres meses con ella! ¿Cuánto tiempo debe pasar, según tú, para darle ese título?

—Julia, vamos a dejarlo o cuelgo ahora mismo, y tengo algo importante que hablar contigo.

—¡Vale, vale! No te pongas tan serio y dime qué quieres hablar conmigo.

—Verás, desde que empecé a salir con Marta, he dejado de lado a Lola. Bueno, ni siquiera la he llamado. Y ahora, además de darme vergüenza, no sé cómo hacerlo. Me gustaría que me echaras una mano, Julia.

—¿De verdad que necesitas mi ayuda para llamar a Lola? ¡No me lo puedo creer! ¡Si Lola y tú sois como hermanos!

—Es que últimamente no hemos tenido mucho contacto. Mira, Julia, te voy a decir la verdad. Hace tres meses que no nos vemos ni hablamos nada. La culpa es mía. La última vez que estuvimos juntos fue en la excursión del puente de mayo.

—¡No tenía ni idea! ¿Habéis discutido por algo? Es que me extraña porque Lola no me ha dicho nada.

—Me imagino que no te lo habrá dicho porque eres mi hermana.

—¿Seguro que eso le ha preocupado a Lola alguna vez? Mira, Mario, no digas más tonterías. Todo esto es muy extraño. No entiendo nada. Tú no te atreves a llamarla y ella ni siquiera me pregunta por ti. ¿Qué ha pasado?

—Te repito que no ha pasado nada. Cuando volvimos de la excursión conocí a Marta, y la verdad es que me he olvidado un poco de todo. Me he dejado llevar por la emoción de congeniar con alguien como ella y he apartado lo demás. Pero ahora he vuelto a la normalidad y quiero a Lola en mi vida.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—Solo quiero que me eches una mano. Habla con Lola y pregúntale para saber cómo se siente respecto a mí, si está dolida y no me dará una oportunidad o, por el contrario, me disculpará. Sácale información para saber cómo tengo que actuar. Me da miedo llamarla y que me cuelgue o que me diga que no quiere hablar conmigo.

—Mañana la llamaré. Hoy no estaba bien y ha dicho que se iba a casa después del trabajo, que se acostaría pronto.

—¿Está enferma?

—Ayer estuvo muy rara y hoy no ha querido quedar. No está enferma. Algo le sucede, pero es muy reservada y tardará unos días en contarlo. Mañana hablaré con ella porque hemos quedado para comer. Después te llamo, ¿vale?

—Gracias, Julia, te debo una.

—¡Una no, me debes un montón! Adiós, hermanito.

Dejó el móvil, acercó su portátil, buscó entre sus documentos y abrió una carpeta de fotos. Fue recordando todas las excursiones que había hecho a lo largo de esos últimos años cuando ante él aparecían las innumerables imágenes de una alegre y sonriente Lola. Las había escalando la pared de una montaña, en un bote bajando unos rápidos, comiendo, tumbada, sola, en grupo, con él, pero siempre mirando al objetivo de la cámara con esos ojos felinos y tan despiertos que trasmitían una vitalidad contagiosa. Y era por esa fuerza, por su alegría y ese brillo de ilusión constante en todo lo que hacía por lo que la echaba tanto de menos. Jamás conocería a una mujer más vital que ella por muchas vueltas que diera alrededor del mundo.

No podía permanecer lejos de Lola ni un día más. Esperaría al día siguiente para que su hermana le dijera algo, pero ni un solo minuto más.

Esa tarde, Mario se tumbó en el sofá. Estaba inquieto y alterado. El clima no lo ayudaba a calmarse, sino todo lo contrario. Tenía que aguantar una sofocante tarde del mes de julio, de esas en las que las altas temperaturas se mezclan con la altísima humedad y da como resultado un ambiente asfixiante, y no solo en el exterior. Mario tenía dentro de él la misma sensación de opresión que se respiraba en la calle.

Ir a la siguiente página

Report Page