Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XXI

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XXI

 

GUILLEM no ha vuelto a dormirse después de que la ha visto marchar. Todo ha sucedido deprisa: el cuerpo que se levanta de la cama bruscamente, coge la ropa y se escurre por el agujero de la puerta, que ha abierto y cerrado en un instante. Aquella huida confirma sus sospechas. Es una respuesta. Desde el primer momento había intuido que alguna pieza no enejaba en el decorado perfecto de la casa. No sabía cuál era la nota discordante, dónde tenía que situar el error. La situación lo incomodaba porque nunca le han gustado las escenas que lo desbordan, que no pueden ser explicadas o que escapan de los parámetros de la normalidad. Teme las sorpresas.

Había demasiados elementos que quedaban en el aire en cada conversación. Vacilaciones en los recuerdos de una mujer que se entretenía en hurgar porque desconfiaba; dudas que no eran justificadas por veinte años de ausencia. Mireia no podía darse cuenta. Hablaban de una infancia o de una adolescencia que ella sólo había oído contar, que nunca vivió. Entonces no formaba parte del mapa del mundo. De aquel mundo que compartieron los tres, donde las fronteras eran un torrente, bancales de piedra y la silueta del pueblo. Un espacio delimitado donde era posible rescatar ciertas imágenes. Aquí debía de residir el error: ella hablaba del pasado como si alguien le hubiera descrito cada uno de los episodios, desde las grandes líneas arguméntales hasta las minucias, pero no sabía reconocer las imágenes o las confundía cuando Guillem intentaba confundirla.

No era una cuestión física. Agueda habría podido ser la mujer esbelta con el cabello liso y oscuro que volvía veinte años después. Habría podido tener aquellos huesos tan finos que le recordaban a los de la abuela, y los mismos ojos. Se trataba de una inexactitud difícil de explicar, una secuencia de episodios que no coincidían aunque se esforzara en ello, una sucesión de espacios vacíos, de incongruencias. No pensó que pudiera ser otra mujer. Sólo tuvo una sensación de extrañeza que nadie parecía compartir. Era como si durante mucho tiempo hubiera deseado hacer un viaje. Se lo imaginaba de la siguiente manera: había soñado con un destino y planificó la ruta para llegar a él. Meses antes de la fecha señalada para la salida, compró guías, estudió mapas, trazó los posibles itinerarios sobre el papel. También preparó la maleta, consultó qué ropa era mejor para combatir las inclemencias climáticas y mantuvo conversaciones con viajeros expertos que conocían el terreno que tendría que pisar.

Está en el aeropuerto con la tarjeta de embarque en la mano, cuando se ha producido el engaño. No conoce la causa, pero alguien la ha empujado hacia una puerta de salida que no es la suya. En el avión, se da cuenta de que se ha equivocado de destino. Las ruedecillas del aparato acaban de esconderse. Aún se oye el ruido que han hecho al deslizarse por la pista, cuando la azafata le confirma que vuelan hacia un lugar desconocido.

Verla y oírla lo confundía. Sus palabras le inquietaban, pero todavía más sus silencios. Adivinaba en ellos demasiadas zonas imprecisas que se desdibujaban; intuía que les ocultaba una historia. Por eso Pau estaba tan confundido. Si su hermano no hubiera vivido obsesionado por una falacia, si no se hubiera empeñado en recuperarla para poder sobrevivir, él mismo se habría dado cuenta. Pero el pobre era un iluso. Un crédulo que no tenía otra salida que serlo para seguir adelante. Estuvo a punto de preguntárselo. Le habría gustado sentarse junto a él y decirle: «Haz un esfuerzo para vivir en el mundo, Pau. No intentes revivir el pasado porque no eres capaz de enfrentarte con un presente que te resulta decepcionante. El pasado también puede resultar un fraude.» Pero no lo habría entendido. Lo habría mirado con aquellos ojos miopes, que le daban una expresión triste, haciéndole saber que nunca lo había entendido. Como Guillem tampoco tenía la certeza, prefirió acallar sus dudas.

Se acostumbró a mirarla. En la mesa del comedor, mientras les servían la cena; bajo las arcadas, donde cada mañana la veía desde lejos mientras Ignasi se entretenía pintándola; en la glorieta, los ratos en que se sentaba con un libro entre las manos; incluso la siguió algún anochecer cuando se paseaba por las calles del pueblo. La noche anterior la persiguió a la salida de la iglesia. Cuando la cogió por el codo para decirle que la estaba buscando, ya se había aprendido de memoria aquel perfil fijando cada rasgo en el fondo de sus ojos.

Se decía que quería descubrir su secreto. Estaba convencido de que escondía alguna cosa. Había la niebla que lo perseguía, una marejada de recelo, de desconfianza. Durante muchos días, ni siquiera se planteó la posibilidad de la existencia de una sustituta. No pensó que alguien hubiera cambiado una pieza por otra que avanzaba posiciones sobre una mesa de juego. La curiosidad lo justificaba. Servía para disfrazar un interés que iba más allá de la simple sorpresa, o de la voluntad de dilucidar un cierto misterio. A Guillem le costó reconocer que aquella mujer era como el fuego y que él se afanaba por acercarse a ella. La atracción debió de surgir muy pronto. Seguramente la primera noche, cuando la miró y se preguntó de dónde vendría. Habría querido olvidar las preguntas, dejar de ponerle trampas donde, una tras otra, la veía precipitarse. Todos

los errores habrían tenido —si hubiera querido creerlo -

una justificación posible. Veinte años es mucho tiempo y pueden desvirtuar la vida. Habría sido fácil creer que era él quien se engañaba, que la memoria falsificaba la experiencia vivida y volvía a escribirla.

Pero ¿y el miedo? Estaba convencido: vivía muerta de miedo. Lo vio enseguida. Cuando recorría los pasillos de la casa, no lo hacía con el paso seguro de quien está recuperando antiguos territorios, no mostraba la emoción de quien reencuentra viejos rincones o descubre espacios olvidados que vuelven de repente, sino una expresión de auténtica sorpresa. De la misma forma que, al pasearse por el jardín, confundía los árboles de antes, que tenían la sombra antigua, con los que habían plantado Pau y Mireia. No lograba encontrar los senderos que conducían al torrente. Ignoraba la forma de las piedras, el olor a sotobosque, los nombres que les enseñaba la abuela y que una Agueda niña y él mismo repetían de memoria. Admitía que hubiera olvidado muchas cosas, pero era incapaz de comprender que no hubiera el menor gesto de reconocimiento cuando él pronunciaba palabras que fueron su tesoro.

Cuando se empeñaba en repetirle una palabra, convencido de que, si enfatizaba su sonoridad, recordaría que la abuela la utilizaba como anzuelo para contarles historias, veía que se quedaba blanca. Si le recordaba un plato que su madre les cocinaba y que nunca quiso probar, aunque la enviaran en ayunas a la cama, bajaba los ojos. Si le preguntaba qué había hecho de su afición de escuchar conversaciones ajenas tras las puertas, se lo miraba con una expresión de desinterés absoluto. A veces perdía la cabeza, se aturdía, le aseguraba que el pasado era para ella como — un campo seco. Debía esperar a que cayera la lluvia encima para que brotaran las semillas. Entonces lamentaba haberla forrado. Se dejaba llevar por sus gestos o acechaba su mirada oscura, alejando las dudas. Otras veces, habría querido hacerla volver porque era como si estuviera muy lejos. Lo miraba sin escucharlo. Ni tan sólo se esforzaba en disimular una sonrisa, como si cada palabra de Guillem fuera una roca de muchas toneladas amenazándola. Una montaña que rodará destruyendo el paisaje.

La conversación con Miquel fue definitiva. Lo encontró faenando en el jardín. Estaba recortando los rosales, llevaba un sombrero de fieltro gris parecido a aquel que recordaba. Mirándolo pensó que el pasado está hecho del recuerdo de pequeños objetos, de juguetes estropeados, de escondites, de olores... Habría querido explicárselo, pero no fue necesario:

—Buenos días, Miquel. Veo que sigues trabajando como antes.

—No, señor. Ahora me duele la espalda, tengo los huesos resentidos y me cuesta agacharme.

—No me engañes: sigues siendo ligero como un niño. ¿Qué piensas de la vuelta de Agueda? Habíamos llegado a creer que no regresaría nunca más a esta casa.

—Cuando lo supe, me alegré. Don Pau —le hacía gracia el trato ceremonioso de aquel hombre que les doblaba la edad— estuvo muy contento. Parecía que hubiera perdido el juicio cuando supo que volvía. Ahora, la verdad, no sé qué pensar.

—¿Qué quieres decir?

Bajó algo la voz:

—Quien me parece algo trastornada es la señora joven.

—¿Mireia?

—Doña Mireia no es la señora joven. Ella —vigiló que no lo oyera nadie— sólo es la mujer de don Pau. La señora joven es la otra.

Guillem soltó una carcajada:

—Así me gusta, Miquel, fiel a los orígenes. El mundo puede cambiar tanto como quiera, pero tú no cambias. Así pues, ¿qué le ocurre a Agueda?

—Siento decirlo, pero es otra.

—¿Otra? —Guillem notó que se ponía alerta e intentó contener los signos de alarma porque no quería compartirlos con Miquel.

—Ha perdido la memoria. Seguramente será cosa de la distancia que desbarata la vida de la gente. No tiene que ser nada bueno abandonar el pueblo donde has nacido. Es como los árboles. Los hay que mueren cuando los trasplantamos. Otros prosperan, pero no vuelven a tener la misma lozanía. ¿Se acuerda del columpio?

—¿El que nuestro padre nos hizo colgar en el almez cuando éramos niños?

—Sí. Aprovechando las ramas más bajas, colgamos dos cuerdas y un asiento de madera. Se lo pasaban en grande.

—Por supuesto. Sobre todo Agueda. Le gustaba muchísimo. Jugamos en él muchos años hasta que Pau cayó y se hirió en la frente y la sangre no se restañaba. Creo que dio un impulso desafortunado, se aflojó el nudo y perdió el equilibrio.

—¿Se da cuenta? Usted se acuerda. Le dije que había sido ella la que se cayó del columpio y me aseguró que prefería no pensar en ello, que fue un susto horrible. Se volvió del color de la cera que se quema por Todos los Santos en el cementerio.

—¿Ella? No entiendo de dónde viene la mentira, Miquel. Sabes que ha vivido veinte años lejos, cualquiera puede confundirse. Vistas de lejos, las cosas se transforman. —Endureció el tono de voz—. ¿Es que has decidido poner a prueba la memoria de la familia?

—No lo sé —dijo bajando los ojos—. No entiendo por qué se lo dije. Tan sólo me habría gustado saber que se acordaba de los días pasados como yo me acuerdo.

Bajo las arcadas, la pareja formada por Lola e Ignasi hace un juego de contrapuntos sin encontrar el equilibrio. El pintor está de muy buen humor. El rostro risueño, la expresión descansada de quien tiene la mente y el cuerpo en armonía, a punto para cualquier pirueta, ágiles las ideas y los dedos. Ha llenado la tela de formas, primero imprecisas, después cada vez más concretas. Ha recorrido un paisaje constituido por un rostro parándose en cada surco. Conoce de memoria las líneas del perfil, el trazo de los ojos y de la boca, la caída del pelo. Se siente satisfecho de un trabajo que sabe muy avanzado y está convencido de que llegará a buen puerto. Cuando le faltan pocas pinceladas para terminar el retrato, sabe que ya no se echará atrás. El entusiasmo inicial se mantiene con la misma fuerza. Perdura aún la curiosidad que sintió el primer día, el deseo de saber qué esconden aquel rictus demasiado serio y los párpados: Nunca se atrevería a hacerle preguntas porque le gusta imaginar historias. Es una sensación nueva, que antes no habría creído posible, que lo empuja a querer colorear sus silencios, a escucharla con atención cuando habla, a beberse sus ojos. Esta mañana, se siente como el corredor que ha participado en una carrera de obstáculos. Los obstáculos los ponía él mismo: la apatía o la indiferencia con que miraba las cosas. Por primera vez, su trayecto ha sido distinto. No ha consistido en ir y venir de Palma a Berlín, sino que ha significado pasearse por una mujer que parece una talla de madera, una virgen ennegrecida por el humo.

Lola no está contenta. No comparte la sensación de calma que transmite Ignasi. Sentada delante de él, envidia su aire despreocupado, su expresión de felicidad. No sabe dónde poner las manos ni cómo puede disimular la tensión de su rostro. En silencio, se reprocha su ingenuidad su estupidez. ¿Qué pensará Águeda de la facilidad con que ha permitido que Guillem descubriera su secreto? Creerá que ha cometido un error absurdo, que ha sido incapaz de interpretar el papel con dignidad. En el fondo, se dice que no debería extrañarse. Su vida es una cadena de puntos débiles, de tentativas inútiles. Cuando era más joven deseaba esconderse del mundo. Se construía escondites que no duraban mucho porque eran demasiado frágiles: fondos de armarios, faldas de mesas camillas, casas en ruinas que tenía que compartir con medio barrio, una ventana que, desde la cocina, le permitía asomarse al mundo. Un mundo donde los perros y los hombres se emparejaban más o menos de la misma forma. Donde muy pronto el sexo no fue más que cuatro revolcones en un coche, unas manos que invadían su cuerpo cerca de una pantalla de cine, el abrazo de un hombre con el aliento agrio de alcohol: una invasión precipitada. Entonces vivía encogida.

Mientras, no perdió la capacidad de imaginar que debía de haber otras formas de enfrentarse a la vida, de dejar de sentirse una comparsa, aquella figura que aparece en el fondo de una escena cualquiera de una película, y de la cual se puede prescindir sin demasiado esfuerzo. Puede ser la mujer que lee una revista en un bar, justo al lado de la mesa donde la pareja protagonista se jura que no volverán a separarse nunca más. O aquella otra, con el gesto cansado, que aparece durante un momento en una estación de tren. Pasa cerca del lugar donde los amantes se están besando, medio borrada por los demás cuerpos. La que mira el escaparate de una tienda en el preciso momento en que la actriz principal cruza la calle. Personajes secundarios que aparecen de repente sin que los espectadores tengan siquiera la ocasión de retener sus facciones. Rostros que serán olvidados y que sólo ocupan un minúsculo fragmento de celuloide antes de morir definitivamente.

A veces estas figuras se resisten a desaparecer. Lo pensaba yendo al cine. Había llegado a convertirse en una experta cazadora de personajes de un instante. Solían ser actores desconocidos, extras anónimos cuya función consistía exclusivamente en llenar el decorado, en dotar de movimiento el paisaje, con fondos de voces la escena. Los había que jugaban a ser auténticos profesionales. Aprovechaban los segundos que aparecían en pantalla para invertir el caudal de su arte en la situación que estaban representando. Se trataba de condensar años de estudios de interpretación, esperanzas y ensayos en una sola secuencia. Todo para demostrar al público el potencial que escondían. Le resultaban figuras patéticas —no podía evitarlo— porque, en el fondo, temía identificarse con ellas. No le habría gustado descubrir que eran el reflejo de sus torpes tentativas por sobrevivir. Mucho más interesante era descubrir los personajes que ella calificaba de rebeldes. Éstos no se esforzaban en demostrar sus dotes, ni pretendían seducir a unos hipotéticos buscadores de estrellas. Sólo querían perdurar en una imagen. Se entregaban con la intensidad de los perdedores que no se resignan a aceptar su propia suerte. Eran hombres y mujeres que hablaban con los ojos imponiéndose en el papel insignificante que les había tocado en suerte, que se empeñaban en convertir su paso por la pantalla en un momento de gloria.

Viajar a Mallorca fue su oportunidad para poseer un paréntesis de calma. Cuando estaba convencida de haber perdido la vida, de verla huir como un río de plata, Agueda le había hecho aquel regalo. Le ofreció el nombre y un pasado escrito que no estaba hecho de miseria. Sabía que deseaba poder contar con un refugio. Cuando todavía vivía en el barrio, le gustaba la casa que había tras la iglesia porque le parecía el armazón de una fortaleza. Se imaginaba sus techos, aquellas paredes que debieron de protegerla del viento y de la lluvia. Debía de haber gente que nació en ella y que vivió una existencia feliz. Una sucesión de días que nada conseguía alterar, copias calcadas de un presente alejado del miedo.

Cuando recorrió la avenida de cipreses, creyó que había encontrado el escondite definitivo, último, después de una vida persiguiéndolo. No le hacían falta más búsquedas, y por fin podría descansar. Lejos de Josep y de la vida pasada junto a él, sentía renacer la curiosidad de antes. Como siempre, sucedió en una ventana. Agueda le había hablado de la habitación verde. Le dijo que era muy grande, describió la solidez de sus muebles y la anchura de la cama. Pero se olvidó de lo más importante. No le contó que era una atalaya asomada al mundo. Desde allí, Lola volvió a dedicarse a capturar historias. No lo hacía con la misma avidez de los años pasados, cuando era muy joven y aún tenía fuerza suficiente para imaginarse que era la protagonista de la película. Había aprendido que ni la voluntad ni la fortuna invertirían las reglas del universo; que estaba condenada a perpetuar un papel insignificante en el guión; y a desaparecer después. Se veía borrada como una hoja que cae del árbol cuando ha perdido su color verde, o como la última brizna de luz que ilumina el atardecer.

En la casa volvía a recuperar el interés por la vida. Le ayudó el paisaje del pueblo, los paseos por la plaza y las avenidas, las calles empinadas, como colinas o crestas grises. Contribuyeron a ello las sesiones de pintura con Ignasi, bajo las arcadas de sol, las conversaciones con Emma, que le recordaba a la muchacha que, muchos años antes, tenía ganas de comerse la vida. Al llegar Guillem todo pasó a un segundo plano. Dejó a un lado aquel afán por reconstruir la historia de Agueda y quiso volver a ser ella por última vez. La sombra en que se había convertido sin darse cuenta, o que quizá debió de haber sido siempre. La mujer que no era más que una presencia oscura.

Esta mañana, Lola se niega a volver atrás. Por nada del mundo querría borrar la noche pasada con Guillem, ni siquiera olvidarla. Está inquieta. Le resulta difícil permanecer inmóvil. Sus manos, que descansan en su regazo, intentan emprender el vuelo. La falta de* movimiento, en lugar de calmarla, le produce un nudo en el estómago y le cubre los ojos con una fina membrana. Se pregunta dónde ha ido a parar la serenidad que encontraba en las sesiones de pintura, que le permitían la contemplación de las cosas. Antes de verlo llegar por el camino que viene de la casa, intuye que irá a buscarla. De un momento a otro, lo verá aparecer con aquella expresión seria que ya conoce. Unos ojos que hacen más daño que los propios reproches. Lola mira a Ignasi y le pregunta:

—¿Cómo va el cuadro? Nunca me dices si está avanzado.

—Creía que no te importaba que me entretuviera. No me gustan las prisas, y cuando pinto, pierdo la noción del tiempo. Siempre he preferido trabajar sin mirar el reloj, discúlpame. Sin querer he abusado de tu paciencia. Soy un desconsiderado.

—No, no es cierto. Todas las mañanas que he pasado bajo estas arcadas han sido magníficas. Habría tenido que decírtelo antes, pero las palabras nunca me han resultado fáciles. Permitir que me pintes, me acostumbra al silencio y a la quietud. Tu compañía es para mí un descanso inmenso.

—Me alegra oírte. Para mí es un privilegio poderte retratar. Además, ya no me falta mucho. No me he dado prisa porque me asustaba la proximidad del final. Me daba miedo no saber dar las últimas pinceladas, que son las más difíciles. Pero eran un temor injustificado. Casi lo he conseguido y no te puedes imaginar cuánto significa para mí.

Me siento orgulloso. Si tienes un poco de paciencia, hoy mismo terminaré el cuadro.

—¿Te importaría que acabásemos otro día la sesión? Estoy algo cansada.

—Por supuesto que no. Seguiremos mañana, o cuando tú quieras. Es curioso: por una parte me muero de impaciencia por ver el retrato acabado y, por la otra, quisiera prolongar todavía más el placer de trabajar en él. Cuando sé que la obra está a punto de concluir, cada pincelada me parece un regalo. Y eso debo agradecértelo a ti.

—En todo caso, yo también tengo que agradecerte muchas cosas. Me gustaría contártelo ahora, pero no me encuentro demasiado bien. Quizá mañana.

—Cuando quieras. Tienes razón: estás pálida. Me preocupas, Agueda, ¿quieres que te acompañe al médico?

—¿Al médico? No, no hace falta. Y, por favor, Ignasi, no me llames Agueda.

—Que no... No te comprendo.

—Déjalo y no me hagas caso. Son manías absurdas: mi nombre no me gusta demasiado. Nunca me ha gustado.

Todavía no ha terminado la frase cuando ve a Guillem. Está de pie cerca de la vuelta de piedra, con medio cuerpo devorado por el sol. La luz deslumbra a Lola cuando lo mira y sólo capta un perfil que se desdibuja. Como lo estaba esperando, no manifiesta ningún signo de sorpresa. Se levanta de la silla y le pide a Ignasi que la disculpe.

Sabe que tienen una conversación pendiente. Sale a su encuentro con el paso y los movimientos muy lentos, como si avanzara arrastrando un peso que obstaculiza su voluntad. La recibe con una expresión seria que le resulta nueva, acostumbrada a sus ojos burlones, a la sonrisa que ha estado persiguiéndola. Se miran y es como si se vieran por primera vez. La mañana está llena de luces satinadas que suavizan los contornos de las cosas e intensifican el verde del jardín. Sin decir palabra, se dirigen a la glorieta. Lola fija la mirada en las piedras del torrente, que describen unos dibujos geométricos en el suelo: líneas, círculos, rectángulos, estrellas de ocho puntas y con los vértices grabado«en el suelo. Entran y se sientan en el banco mientras Lola piensa que se encuentran en un refugio demasiado abierto. Lo» cristales protegerán sus palabras poniéndolas a salvo de la indiscreción de los demás. Aunque no vea a nadie por los alrededores, no está tranquila; desconfía de Mirria, que la sigue constantemente, de La curiosidad inocente de Pau. de los huéspedes que no conoce y que tal vez estén paseando por allí cerca. Las vidrieras protegen las palabras pero revelan los gestos. Pensarlo le preocupa. ¿Cómo puede explicarle sus razones sin que el cuerpo tome parte en la conversación? ¿De qué manera puede contener el miedo que asoma por sus dedos y sus ojos? Lo ignora, y se queda callada. El cielo es un combate de azules cuando Guillem dice:

—Me siento bien en la glorieta. Ya me gustaba venir aquí cuando era un niño. A Agueda también le gustaba. Ya debes de saberlo.

—Sí. Me lo contó. Creía que las historias vividas se pueden compartir si se cuentan con todo detalle. Ahora sé que nos engañábamos. Siempre quedan cabos sueltos, colgando muy arriba, que nos descubren.

—Tú y yo no compartimos una noche de temores en la glorieta, cuando la abuela acababa de morir y justo empezábamos a entender qué era la muerte.

—No. O quizá sí.

—¿Qué quieres decir?

—No era a mí a quien besaste aquel día, cuando sentías que el mundo se tambaleaba. Sin embargo, si cierro los ojos, puedo imaginar que fui la adolescente que se sentaba en este mismo lugar, encogida, hasta que se refugió en tus brazos. Al menos habría querido serlo.

—No seas absurda. Contigo sólo he compartido la desconfianza. ¿Por qué lo has hecho? ¿A qué has venido?

—Buscaba un lugar donde esconderme. Agueda lo sabía y me lo ofreció.

—Para serte sincero, no sé quién me resulta más extraña. Si tú, la desconocida que acaba de llegar y que toma el pelo a todo el mundo, o una prima a quien hace veinte años que no veo, capaz de crear esta mentira. Quisiera saber qué pensarán los demás.

—¿Los demás?

—Mireia y Pau. No debes pensar que vas a hacerme cómplice de esta farsa.

—Por favor, Guillem, calla. No digas nada.

—Dame una sola razón que justifique mi silencio. Un motivo válido para que me calle.

—Sólo te pido un poco de tiempo. Ya no me queda mucho. Algunas semanas de silencio no serán un esfuerzo muy grande.

—Pretendes que viva a tu lado, en esta casa, hasta que te vayas, engañando a mi hermano, un pobre imbécil que confía en nosotros. No te entiendo.

—Vivo prisionera del tiempo, Guillem. Este es mi sino. Agueda lo sabía y me hizo un regalo. Quizá me equivoqué aceptándolo. No quiero justificarme, pero tan sólo deseaba un paréntesis de calma, el refugio que siempre había buscado.

—¿Prisionera del tiempo? Háblame claro.

—Lo he hecho. Ahora te toca a ti entenderme. Te aseguro que esta mentira no durará mucho más.

La mira y lo comprende. Lo ve en las líneas del rostro y en sus ojos. Es una mujer con la vida de pájaro, a punto de echar a volar. Tiene las horas contadas, como si el hilo de sus días se fuera deshaciendo entre los dedos de la parca, justo antes de ser cortado. Al día siguiente, Guillem se va. Se trata de un viaje improvisado con una excusa cualquiera— Les asegura que volverá, que tiene que arreglar unos asuntos urgentes, que es cuestión de pocas semanas. No resulta demasiado difícil. Sale temprano por la mañana y no se despide de ella. El episodio de la glorieta es una molestia y se esfuerza en ahuyentarlo. De la misma manera que don Martí, su padre, abanicaba las moscas que volaban delante de sus ojos mientras leía el periódico las mañanas que hacía buen tiempo, intenta alejar a Lola de su mundo. Igual que su padre, aunque no lo sepa, ha quedado cautivado por una fotografía. Una fotografía que pronto sólo existirá en su pensamiento: el rostro de una mujer.

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