Lola

Lola


CAPÍTULO 3

Página 5 de 27

CAPÍTULO 3

Mario llegó a su casa y, después de cambiarse de ropa, se dejó caer sobre la cama. En pocas horas entraba de servicio y quería descansar un rato.

Había sido un día completo, disfrutando con su moto de la velocidad y sobre todo de la compañía de Lola. La verdad es que ella le aportaba una energía, una vitalidad y una alegría que no le daba nadie más. Era pensar en Lola y no podía evitar que una sonrisa arqueara sus labios.

Desde que eran unos críos, habían sido inseparables en sus juegos. Al criarse juntos, Mario era el único varón entre cinco mujeres: su hermana Julia y las hermanas Egea. Todas eran niñas de grandes lazos en el pelo y monísimos vestidos, de jugar con las muñecas y pelear entre ellas por ponerse los tacones de sus madres. Bueno, todas excepto Lola.

Ella era la niña atípica, la que siempre acababa con la ropa rasgada o sucia por pelearse en la riera, detrás de su casa, con los niños del otro colegio, con piedras, con palos o a patada limpia. ¡Y había que verla cómo repartía!

En las peleas, los niños siempre aprovechaban la desventaja de Lola: su larga melena. Así que no se lo pensó dos veces y, como su madre no quería cortárselo, buscó la manera de conseguirlo, y no fue otra que pegarse chicle en el pelo. María no tuvo otro remedio que cortarle el pelo bien cortito. Y así se acabó el lastre que suponía para ella en sus continuas peleas.

No tenía miedo a ningún bicho, ya fueran lagartijas o ranas. Era una intrépida y no le importaba coger los animales más repugnantes: ratones, sapos; no tenía reparo para eso. Tenía más valor que alguno de los niños con los que jugaba normalmente.

Y lo mismo montaba en una bici que en monopatín o patines. No tenía problema con ninguno de ellos. El miedo no iba con ella. Los frenos apenas los usaba y siempre buscaba las cuestas para disfrutar de la velocidad. Era una verdadera kamikaze.

Y por eso siempre fueron compañeros de juegos, de peleas y mil trastadas. Lola era uno más del grupo y se había ganado el respeto de todos los niños del barrio. Nunca tenía miedo a nada, llegando a ser muchas veces demasiado intrépida, la más temeraria del grupo.

Mario cada vez sonreía más, y es que volver a aquellos tiempos y recordar a Lola en acción le daba la impresión de que el tiempo no había pasado. Y es que, unas horas antes, cuando se había encarado contra él, fue la misma que entonces y se enfadó con el mismo ímpetu. Pero no era solo eso. Mientras planeaban la excursión del primero de mayo, ver cómo chispeaban sus ojos de entusiasmo y la ilusión que le producía cualquier cosa por pequeña que fuera era contagioso.

Después de un alejamiento entre ellos, justo desde que a Mario le dejaron de interesar los juegos callejeros para interesarse por otro tipo de juegos bastante diferentes, cuatro años antes habían vuelto a reencontrarse como amigos. Retomar su amistad había proporcionado a su vida emociones que tenía olvidadas. Cada salida de fin de semana la esperaba con una ilusión exagerada. Necesitaba tomar una cerveza con ella y hablar de mil cosas diferentes. Igual conversaban sobre el fallo en el motor de la moto que de un problema doméstico o de una chica que había conocido. Con ella era fácil la conversación.

Se había dado cuenta de que había momentos en los que Lola se enfadaba sin más, sin motivo aparente, como esa misma tarde. Pero hasta para enfadarse tenía su encanto.

No pudo evitar que su mente volara por muchos de esos momentos en los que la aventura volvía a formar parte de su vida, porque Lola era una compañera perfecta para las salidas de fin de semana.

Había crecido, ¡y de qué manera! Se había convertido en una mujer como había pocas, pero su esencia era la misma que la de aquella niña con el pelo muy cortito. Ahora era una amante de los deportes de riesgo y aventura, y en esos cuatro años junto a ella habían hecho cursos de paracaidismo y habían realizado saltos en diferentes lugares, como en Mata, cerca del lago de Banyoles, en Vic y en Empuriabrava. En un principio los saltos los realizaban con un monitor, pero les gustó tanto la experiencia, que enseguida decidieron hacer un curso intensivo. Aprovecharon un fin de semana largo y pronto empezaron a saltar ellos solos. Para los dos resultó ser una experiencia única y se habían convertido en expertos por el número de saltos que realizaron. Habían bajado por los escabrosos barrancos de la Sierra de Guara, en Huesca, e hicieron el espectacular descenso del río Alcanadre, con un impresionante desfiladero acuático e innumerables pozas, así como un sinfín de saltos y toboganes completamente naturales. Mario recordaba cómo bajaba Lola por aquellos toboganes de piedra, desgastados por el agua a lo largo de cientos de años, y no pudo evitar una sonrisa. Era un espectáculo: sus risas, sus gritos, su alegría. ¡Era tan contagiosa que incluso en ese mismo instante, recordándolo, no podía evitar seguir sonriendo! También habían bajado el río Noguera Pallaresa, en Sort, en el Pirineo de Lleida, y visitaron algún otro lugar de la península, como Cuenca, bajando el río Cabriel, en un precioso tramo llamado las Chorreras.

Otra de las experiencias más intensas que recordaba haber practicado junto a ella —y tenía que reconocer que, en esa actividad, Lola le había dado mil vueltas— había sido el puénting. Tuvo que ver cómo Lola se tiraba unas cuantas veces hasta que él se decidió. Los momentos en los que la veía caer eran inexplicables. Durante los segundos que duraba la caída hasta que la confirmaba sana y salva, eran los más angustiosos de su vida. Verla caer al vacío lo llenaba de una sensación de pérdida inexplicable que jamás podría olvidar. Por eso era una de las actividades que menos realizaban. Mario lo evitaba siempre que podía, pero cuando Lola se empeñaba, tenían que ir, y él debía pasar el mal trago y la angustia de verla desaparecer por un puente.

—¡No saltes más, por favor, Lola! —le suplicó Mario aquella primera vez al tenerla de nuevo a su lado. El corazón le daba un vuelco cada vez que ella se disponía a saltar—. No me gusta nada.

Ella lo observaba. Tenía razón. Su cara reflejaba, más que miedo, pánico. No era ninguna broma. Realmente, estaba asustado, y no lo entendía.

—No lo entiendo. Tú también te tiras y no te da miedo. ¿Por qué me pides que no salte? ¿Por qué te asustas? Es que no puedo entenderlo.

—Yo tampoco lo puedo explicar, pero ver cómo saltas y caes al vacío me produce una sensación rara, me angustia. No me preguntes por qué, pero es así.

—No es normal —le repetía Lola una y otra vez—. Háztelo mirar. —Pero ella no dejaba de saltar, sin importarle las súplicas de Mario.

Y hasta que no la veía libre de arneses y lejos del maldito puente, hasta entonces, no respiraba tranquilo. No sabía por qué esa actividad le producía tanta angustia; quizás porque era la única en la que tenía que verla, ya que las demás las realizaban juntos. Pero el caso era que cuando iba solo con Darío o Joan, no le pasaba. Era únicamente cuando Lola se tiraba. Y salir con la moto con ella era una experiencia inolvidable. Era la compañía ideal en la carretera.

Suspiró con un sentimiento de nostalgia de todo lo vivido junto a ella como si perdiera una gran oportunidad, porque todos aquellos momentos que continuamente evocaba lo llenaban de añoranza, y por mucho que se esforzaba, no podía recordar otros más felices y completos en su vida que los que vivía y compartía junto a Lola.

No podía evitar que su mente repasara aquellos instantes tan especiales vividos junto a ella y disfrutar recordándolos. Y es que cuanto más lo pensaba, más abiertamente reconocía que Lola era perfecta en todos los aspectos. En ese mismo momento, su subconsciente le estaba jugando una mala pasada y le aparecían en su mente ideas y pensamientos prohibidos para él.

Era una de las mujeres más guapas que conocía, y tenía un cuerpo que haría soñar a cualquier hombre. Era su amiga, pero, ante todo, él era un hombre, y no podía evitar pensar que estaba como un tren cuando la veía aparecer. Pero después, esos impulsivos pensamientos se volvían fríos como un témpano de hielo y algo lo echaba hacia atrás reprimiendo sus instintos de cazador, y él sabía lo que era.

Mario se conocía a la perfección y sabía que con las mujeres era un caso perdido. Ninguna duraba a su lado más de una semana. Era un egoísta innato y cogía lo que le ofrecían siempre que a él no le supusiera ningún esfuerzo. Para él, todas las mujeres eran iguales: una fuente de distracción. Las usaba como si fueran pañuelos de papel, por eso los impulsos de Mario se enfriaban enseguida.

No quería perder a Lola, no quería que desapareciera de su vida por explorar nuevos terrenos con ella. Por eso no intentaba conquistarla, aunque en el fondo sabía que le atraía en todos los aspectos, que era la mujer más perfecta que jamás conocería, y por eso mismo se había convertido en la fruta prohibida del paraíso. El motivo era muy sencillo. Si después de salir con ella la historia no cuajaba y salía mal, no soportaría perderla como amiga. Era algo que le aterraba.

Y ese era la única razón por la que no intentaba conquistarla; esa y que no sabía cómo hacerlo. Las mujeres siempre se le habían servido en bandeja, jamás había tenido que esforzarse por conquistar a ninguna, y la verdad era que no tenía ni idea de cómo actuar, de cómo conquistar a una mujer. Pero eso no evitaba que muchas veces su imaginación volara y fantaseara pensando cómo sería tenerla entre sus brazos. Sabiendo lo intensa y apasionada que era con todo lo que hacía, imaginarla así, poniendo la misma intensidad, lo ponía como una piedra.

Mario suspiró y movió la cabeza con fuerza. Tenía que abandonar esos pensamientos. No podía seguir imaginando esas situaciones porque jamás se harían realidad. Lola era su amiga, la mejor que tenía, y no la perdería por intentar seducirla.

Ir a la siguiente página

Report Page