Loki

Loki


Capítulo siete

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Capítulo siete

Heimdall pudo oír que algo andaba mal. No era la reconstrucción de la muralla; eso había acabado. Desde la llegada del maestro de obras hacía casi seis meses, la cacofonía de sus furiosos esfuerzos había ahogado casi todo lo demás en los Nueve Mundos. Pero ahora se había terminado. Se había dado cuenta de que, en los últimos tres días, habían dejado de resonar a lo largo de Asgard los golpes atronadores de los cascos del caballo del constructor, y se preguntó qué le había pasado al animal. El propio artesano siguió trabajando; Heimdall pudo oír cada paso contundente, cargado con toneladas de piedras de construcción que eran arrastradas dentro de una inmensa red.

Había añorado el silencio del instante previo a la llegada del constructor y estaba satisfecho con su regreso. Durante un tiempo demasiado breve —solamente unas horas—, cesó el golpeteo y el levantamiento y el choque de bloque contra bloque y pudo oír nuevamente a los grillos frotarse las patas, las suaves pisadas de los ciervos en los bosques cercanos y la tenue vibración de las hormigas marchando a sus colinas. Notó que sus sentidos se reanimaban, como si estuviera escuchando todas esas cosas por primera vez. Pero no duró mucho.

Al principio sonó el extraño ruido de algo que se rompía, poco a poco. Nada que pudiera identificar ni tampoco algo que hubiera oído antes. Si tuviera que describirlo, habría explicado que era una fina concha desmenuzándose lentamente, pero esto no evocaba la calidad del sonido que oyó: era como tristeza e ira escapándose de un recipiente de vidrio aplastado lentamente.

Rechazó tales descripciones poéticas con un movimiento de cabeza y se centró más en lo que oía que en cualquier intento de describirlo, incluso a sí mismo. Lo que quiera que fuera andaba mal, como si hubiera una anomalía invadiendo Asgard. Su mano bajó a por Gjall y se lo llevó a los labios. Vaciló un instante: no estaba seguro de que esto fuera digno de hacer sonar la alarma a través de los Nueve Mundos. Bajó ligeramente el cuerno y siguió escuchando.

Se oyó el sonido de la carne que crecía rápidamente, el sonido de salpicaduras de sangre en la piedra, pequeñas gotas que indicaban nacimiento en lugar de masacre. Oyó pisadas múltiples, pero había demasiadas y eran excesivamente grandes. Era como si varios seres gigantescos ocuparan un espacio único. También oyó una respiración profunda, lo que indicaba pulmones lo suficientemente hondos como para que un hombre se ahogara en ellos. En un instante reparó en el peligro y Gjall envió una advertencia que sacudió al mismo Yggdrasil. Sólo esperaba que se oyera a tiempo.

Tyr había luchado en miles de batallas y había visto aún más a lo largo de su vida. Eso era lo que significaba ser Aesir: la gloria de la batalla, vencer a los rivales y dejar que tu espada cantara una canción sangrienta al cincelar su camino a través de tus enemigos. En un momento u otro, cualquier clase de criatura que pudiera nombrarse había conocido su acero: elfos, enanos, Vanir, humanos y, por supuesto, gigantes. Había sufrido innumerables heridas, pero había repartido más. Se había enfrentado a adversidades terribles con una sonrisa lúgubre y se había alejado de un campo de batalla sembrado con los cadáveres de aquellos que se habían atrevido a desafiarle. Su destreza en batalla no tenía rival, ni siquiera Thor, aunque incluso él admitiría que nadie podía igualar el poder y la fuerza bruta del Tronador. Después de todo el dolor y la muerte que había entregado, después de las hordas incontables a las que se había enfrentado, no creía que nada pudiera estremecerlo. Y sin embargo, mirando la monstruosidad que se elevaba por encima de ellos, sentía una comezón en el estómago que no había experimentado en mucho tiempo.

Todo empezó inocentemente. El constructor entró en la sala, en apariencia dispuesto a aceptar la derrota. Había trabajado duro y se había quedado cerca, pero no lo había logrado. Los Aesir tenían la muralla prácticamente reconstruida a cambio de nada. Y pese a ello, estaban dispuestos a recompensarle por sus esfuerzos. Eran justos ante todo.

Pronto fue evidente que algo iba mal. El constructor parecía aturdido al acercarse despacio al Padre de Todo, que miraba más allá de los confines de la sala viendo algo que no estaba allí. Los pasos del artesano se volvieron titubeantes y entrecortados, aunque no parecía que se debiera al cansancio o agotamiento, sino a algo completamente distinto.

Los Aesir intercambiaron miradas inquietas cuando Odín se dirigió al constructor, que no respondió y se limitó a avanzar pesadamente hacia el Padre de Todo. Al aproximarse, las manos se colocaron en las empuñaduras.

Era innecesario, por supuesto. Si pretendía dañar a Odín averiguaría pronto que la delgada figura del Alto no reflejaba su fuerza y destreza en batalla. Tyr había perdido la cuenta de los combates en los que había luchado hombro con hombro con Odín y le había impresionado su ferocidad. Podía parecer un anciano decrépito, pero enfrentarse a él en batalla era enfrentarse a la muerte misma y no había nadie con vida que pudiera decir lo contrario.

La agitación se convirtió en alarma cuando el constructor empezó a cambiar. Tyr había notado que parecía mayor que antes y también más ancho. A medida que continuó creciendo, Tyr comprendió que se enfrentaban a un gigante, uno de sus enemigos mortales. Pero no estaba preparado para lo que sucedió después.

Los Aesir desenvainaron vacilantes las espadas, atrapados por el grotesco espectáculo que estaban presenciando. Al constructor le surgieron nuevas piernas de las viejas y cada nuevo pie golpeó el suelo en medio de sangre y carne desgarrada. Los brazos que brotaron de su torso perforaron su piel y crecieron rápidamente hasta alcanzar su tamaño completo. Su torso se duplicó una y otra vez dando lugar a más brazos con cada estirón mientras que le germinaba pierna tras pierna. Su cabeza se torció y alargó y su rostro se distorsionó. Ojos y bocas múltiples trazaron un patrón aleatorio sobre su rostro. Algunas de las bocas gemían mientras otras gritaban con ira e indignación, produciendo un sonido parecido al de un coro de enanos deformes pero que provenía de la cabeza vasta y grotesca de la criatura que se había disfrazado de constructor.

Se alzaba sobre ellos y a Tyr le pareció observar que muchas de las bocas sonreían satisfechas. Era una criatura imposible; Tyr no entendía cómo podían encajar de forma tan fortuita tantos miembros en ese tronco. La criatura parecía el mismísimo caos; tal vez lo era. Ninguno de ellos había visto jamás un gigante similar, pero instintivamente todos sabían que eso era a lo que se enfrentaban.

Tan sólo su tamaño era mayor que cualquier otra cosa que hubieran visto nunca. Su cabeza había partido el techo de Gladsheim, haciendo que llovieran escombros sobre los que estaban dentro. Cada movimiento que realizaba destruía más la sala. Tyr calculó que su propia altura quizá pudiera equipararse a la del tobillo del constructor, pero no estaba seguro. Por primera vez en siglos se preguntó si éste sería el día en el que todos ellos morirían.

Odín convocó a los einherjar a la vez que hacía volar a Gungnir de sus manos. La lanza se hundió hasta el fondo en el estómago del constructor y se escuchó un grito ensordecedor que sonaba más a rabia que a daño. El gigante avanzó pesadamente hacia Odín y le golpeó con decenas de puños enormes que cayeron sobre él antes de que cualquiera de los dioses hubiera podido reaccionar. La tierra se sacudió con la fuerza de los impactos y el suelo de piedra de Gladsheim se derrumbó, dejando a Odín enterrado e inmóvil bajo los cascotes.

Los einherjar acudieron deprisa a la sala en la que los demás Aesir atacaban al constructor. Tyr cortó uno de los tendones de la criatura con un diestro tajo mientras los otros dioses atacaban las distintas zonas del gigante. Frey le disparó a la espalda una flecha tras otra y su acero cortó y rebanó por sí solo, ejecutando la voluntad de Frey como si de un ser vivo se tratase. Aegir arrojó rocas sueltas al constructor, que le golpearon en la cabeza con la furia de una tempestad. Sif saltó y le hundió la espada en una de sus innumerables rodillas. Los demás Aesir se concentraron en otras áreas, lo que no era difícil debido al tamaño del coloso.

Los einherjar también pululaban, haciendo volar por todo el salón sangre y trozos de carne con sus hachas y espadas. El constructor se abatió sobre ellos y recogió decenas con cada mano. Aplastó a algunos y la sangre y las entrañas se derramaron y empaparon sus piernas. Lanzó a otros por el aire para que se aplastaran contra las paredes. Algunos fueron arrojados a través del boquete recién abierto en el techo y sus gritos se pudieron oír a lo largo de millas. Unos pies enormes y deformados pisotearon a otros einherjar, dejando tan sólo cadáveres partidos en las grietas húmedas del piso empedrado. Los guerreros continuaron luchando, ajenos a la naturaleza insuperable de aquel oponente. Tyr vio unas manos que se aproximaban hacia él y las golpeó brutalmente. Los dedos, del tamaño de troncos, cayeron a su alrededor y él se bañó en torrentes de sangre. El gigante estaba cubierto por miles de heridas, pero ninguna parecía causarle daño real. Tyr ni siquiera hubiera dicho que aquello era una batalla: se trataba más bien de un enjambre de hormigas furiosas que atacaban a un oso.

Cayeron más Aesir. Balder yacía arrugado contra la pared, pues no había sido rival para esa cosa caótica, y Magni, el hijo de Thor —que rivalizaba incluso con la legendaria fuerza de su padre— había sido pateado por un pie monstruoso y se había estrellado contra una de las paredes de Gladsheim, provocando que sus ladrillos se derrumbaran.

El salón se desmoronaba a su alrededor y las sacudidas del gigante causaban un peligro adicional de derrumbe en bloques y maderas. Cientos de einherjar se habían lanzado a luchar contra la criatura, y cientos habían sido despedazados o aplastados bajo pies y puños enormes. Tyr se preguntó si realmente se levantarían de nuevo y si alguno de los dioses vería el siguiente amanecer.

Aunque el cansancio y el miedo habían reemplazado a la sed de batalla que poseían por lo general, Tyr, los Aesir restantes y los einherjar —que todavía seguían entrando en Gladsheim— siguieron luchando. Tyr recibió un impacto ligero que lo arrojó al suelo. Apenas había recobrado sus sentidos cuando el piso de piedra donde estaba fue golpeado por un pie descomunal. Un instante antes del impacto se alejó rodando, pero no se hacía ilusiones sobre lo que habría ocurrido si el gigante lo hubiera cogido bajo los pies. Se volvió y cortó con su espada a través de piel y músculo con la misma facilidad que si se tratara de carne magra. Pero, pese a que la sangre fluía libremente a través de esa herida y de otros millares de ellas, los asaltos del gigante no mostraban signos de contención.

Tyr era incapaz de recordar la última vez que había sentido que una batalla era desesperada, que no había nada que pudiera hacer para derrotar a un enemigo abrumador. Se había enfrentado muchas veces a rivales más poderosos o más numerosos y siempre se había crecido ante el reto. Pero este adversario, aparentemente invencible, le hizo preguntarse si el combate era inútil. Todavía luchaba, pues era un Aesir, aunque al ver trozos dispersos de sus amigos y compañeros guerreros alrededor del armazón en ruinas de Gladsheim, reconoció que aquello muy bien podría ser el final.

Jamás en su larga vida había estado tan desgarrado. Heimdall podía oír la furiosa batalla de Gladsheim. Atenazó su espada —desenvainada desde que el constructor se descubriera— y se paseó incesante de aquí para allá, al pie de Bifrost. Más que cualquier otra cosa, quería sumar su acero al combate, pero no podía abandonar su puesto. Era su deber salvaguardar Asgard de cualquiera que intentara su invasión por la única entrada existente.

Lo que le irritaba todavía más era su fracaso a la hora de proteger su patria. Fue él quien dejó cruzar al constructor. ¿Cómo no había visto lo que realmente era? ¿Cómo había estado tan ciego? Podía notar cómo la hierba crecía a una legua de distancia, pero, de alguna forma, no había descubierto a un gigante que había entrado pasándole justo por delante. Y no había hecho más que bromear con él. Se maldijo por su estupidez mientras ansiaba apresurarse hacia la batalla para luchar y quizás morir con los demás dioses.

Y sin embargo sabía que no acudiría. Debía confiar en que triunfarían sobre el gigante a pesar de su fortaleza y energía. Era muy posible que se tratara de un ardid para alejarlo de Bifrost y lanzar otro ataque mientras el puente quedaba sin vigilancia. Aunque le mortificaba estar allí y sentir la batalla desarrollándose a lo lejos, no podía hacer nada más por ahora.

Lo sacó de su ensimismamiento un destello de luz cegadora seguido por la detonación de un trueno. Mientras alzaba la vista se formaron unas nubes oscuras que giraron por el cielo. Comenzó a llover. El agua no empezó a caer suavemente, sino de manera torrencial, empapando a Heimdall hasta la piel y formando riachuelos que atravesaron los terrenos a sus pies. Sintió la cólera y la ira presentes en cada gota que caía y sintió también el poder que surgió de entre las nubes cuando el relámpago y el trueno sacudieron la tierra de nuevo. Sonrió sombríamente, pues su error estaba a punto de ser rectificado.

Thor había regresado.

La lluvia caía a través de las fauces abiertas que hasta hace poco eran el techo de Gladsheim. El gigante ni siquiera se percató mientras proseguía masacrando a los einherjar y destruyendo el salón. Los cuerpos rotos y desmembrados yacían dispersos entre las ruinas, pero aún así los asgardianos continuaban atacando como las moscas a un buey.

Tyr, pese a todo, veía algún rédito a sus ataques. Frey había arrancado varios ojos al gigante con flechas que todavía le colgaban del rostro, aunque era difícil afirmar si se trataba de un rostro continuo alrededor de la cabeza o si sus caras eran múltiples. Sin embargo, seguía teniendo incontables ojos y veía lo suficientemente bien como para pelear. La espada de Frey siguió danzando por su cuenta, punzando aquí, tajando allí y arrancando sangre allá donde mordía la carne del gigante. En ocasiones un manotazo la desviaba, pero siempre volvía para causar más heridas. Sif y Aegir, por su parte, se habían desmoronado entre las ruinas, y Tyr no era capaz de detener su propio ataque —y defensa— lo suficiente como para comprobar si aún vivían.

Tenía roto casi todo un costillar. Su cansancio había provocado que reaccionara con demasiada lentitud ante la sacudida de un puño del tamaño de una roca y el gigante le había impactado en el lateral. Arrojado al otro lado de la sala, su caída se había detenido por los cuerpos destrozados de una docena de einherjar que se apilaban al azar en una esquina. Se había incorporado rápidamente para unirse a la refriega, pero un dolor punzante en el costado derecho le hizo doblarse y escupir sangre en el suelo. Reunió sus fuerzas antes de volver a la carga, ignorando el dolor agónico de las costillas destrozadas que sobresalían y se le clavaban en la carne.

Renovó sus ataques, sintiendo desvanecerse su voluntad cuanto más furioso se volvía. Ya no peleaba con precisión y estrategia, sino con ferocidad y un salvajismo animal; su acero cortaba y sajaba, salpicando de sangre las ruinas de la devastada sala. En algún lugar en el fondo de su mente se percató de que se trataba de un último intento desesperado, de que el abandono de las tácticas habituales era el refugio de un guerrero que libraba su última batalla. Sólo lo detuvieron antes de volverse frenético un repentino destello de luz brillante y el sonido del trueno sobre su cabeza.

Levantó la vista hacia la lluvia torrencial para ver caer del cielo una figura que aterrizó sobre la cabeza del gigante. Incluso a través de aquel diluvio, Tyr percibió el destello del relámpago en los ojos de Thor. Con las esperanzas renovadas anuló su ataque colérico para emplear nuevamente sus viejas tácticas y volcar todos sus pensamientos en averiguar cómo dar a Thor la ventaja que necesitaba para matar a este adversario.

Tyr saltó y se aferró a las tiras de ropa del monstruo que colgaban desgarradas cerca del suelo. Se impulsó y subió sorteando los brazos que se agitaban y las manos que trataban de agarrarlo. El cuerpo del gigante se estremeció y Tyr estuvo a punto de caer, pero se las arregló para escalar hasta la cintura del maestro de obras.

A su alrededor, la escena era caótica: los einherjar seguían atacado sin causar ningún efecto mientras el gigante derramaba una avalancha de golpes sobre ellos, matándolos por docenas; la lluvia volvía resbaladizo el piso, pero sólo para los asgardianos, ya que el coloso tenía demasiadas piernas como para perder el equilibrio; las flechas volaban a su alrededor y algunas casi hicieron diana en Tyr antes de enterrarse apresuradas en la gruesa piel del gigante.

Tyr se equilibró lo mejor que pudo y miró hacia arriba. Thor luchaba por mantenerse encima del monstruo: con una mano le agarraba un puñado de cabello a la vez que le clavaba las rodillas en la cabeza. Las continuas sacudidas del gigante amenazaban con hacerle volar en cualquier instante. Tyr desenvainó su acero y reunió toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo antes de hundirlo hasta la empuñadura en el vientre del coloso. Se oyó un grito impío de dolor y Tyr sintió que algo lo agarraba y lo lanzaba lejos del tronco del coloso. Con un gesto violento fue arrojado al techo, atravesó madera y pizarra y aterrizó en el húmedo tejado en mitad de una lluvia de escombros.

Se giró sobre su estómago y se colocó de rodillas. La lluvia amenazaba con hacerlo resbalar hasta el distante suelo de piedra. Bajó la mirada hacia el combate y distinguió dónde había desgarrado al gigante, pues la empuñadura de su espada brillaba a través del agua. Su atención se centró en lo que estaba sucediendo en la cabeza del coloso.

La acción de Tyr había dado una oportunidad a Thor: estaba de pie, con un brazo firmemente enrollado en el cabello del gigante, posicionándose para el ataque. Decenas de brazos se elevaron para aplastarlo o arrojarlo lejos. El Tronador evitó algunas manos, zaleando el cabello como si se tratase de las riendas de un caballo rebelde; otras se encontraron con Mjolnir. La descomunal fuerza de Thor, canalizada a través de su martillo, aplastó con facilidad los enormes huesos, rompiendo dedos y partiendo tanto muñecas como brazos.

Cada golpe de Mjolnir retumbaba atronador en la sala en ruinas, haciendo vibrar a los asgardianos. Tyr enterró las manos en el techo y se aferró a él para que la intensidad de los golpes de Thor no lo desplazara dando tumbos por el tejado hasta el suelo.

La tormenta aumentó su furia mientras los relámpagos continuaban sobre sus cabezas. Los latigazos del gigante se hicieron más y más desesperados. Tyr advirtió que el tenor de la batalla había cambiado. Las acciones del gigante se hicieron más frenéticas y su incapacidad para arrancarse aquel demonio de la cabeza alimentaba un temor que ahora le dominaba. Parecía que nada podía hacer frente a Thor.

Mjolnir se alzó y se precipitó directamente sobre la frente del coloso, haciendo que el ruido del hueso quebrado se elevara por encima incluso del trueno que lo acompañó. Una vez más Mjolnir se elevó y una vez más cayó. El gigante gritó de rabia y de dolor ante la sangre que le corría por la cara deforme desde la gran mella donde cráneo y martillo se habían reunido. Una mano se alzó y agarró al Tronador, tratando de tirar de él, pero Thor se mantuvo firme. Sus pies dejaron de estar debajo de él, pero se aferró con un abrazo mortal a los bucles de pelo retorcido y sangriento.

El gigante, poseído cada vez más por una furia sangrienta que lo ignoraba todo salvo la necesidad de librarse de su atacante, enganchó a Thor con varios brazos más y estiró. El Tronador no aflojó su presa y, al tensar, el gigante se arrancó el pelo y un trozo de cuero cabelludo que quedó colgando de la presa del dios. La sangre manaba por la cara del coloso y un bramido más colérico que dolorido desgarró sus múltiples bocas. Sin embargo, había logrado arrancarse de encima a Thor, que ahora estaba atrapado en sus garras.

Sin dudarlo, Thor arrojó a Mjolnir contra la cara del gigante, que se tambaleó ante el impacto. Tyr contempló cómo se iluminaban los rasgos del Tronador al desplomarse varios rayos sobre su martillo, y cómo su barba le dio la apariencia de tener el rostro en llamas. Mjolnir regresó brillando al rojo a la mano tendida de Thor, quien lo estrelló de nuevo contra la cabeza del gigante, partiéndola. El humo ascendía donde el arma había golpeado la carne y la lluvia producía un siseo al enfriar la piel en ebullición.

Con Mjolnir de nuevo en su poder, Thor aplastó de un golpe la muñeca de la mano que lo retenía, fracturando los huesos. El monstruo lo soltó y el Aesir cayó al suelo. Entre el dolor y la confusión, el gigante se abalanzó sobre el Tronador, alimentando con rabia asesina y desesperación su deseo de matar a esa criatura que le seguía causando dolor.

Alentandos por las embestidas de Thor, los demás asgardianos intensificaron sus ataques. El gigante giró su cuerpo para cubrir de golpes al Tronador y fue acosado por los einherjar, que cayeron sobre él como un enjambre de hormigas, apuñalando y cortando todas las superficies disponibles. Los Aesir que quedaban golpearon al gigante en las zonas más vulnerables que pudieron alcanzar.

Thor esquivó muchos de los puños y brazos que trataban de acabar con él, pero, a través del aluvión de ataques, le alcanzó un golpe similar al que había tumbado a Odín. El puño se alzó una y otra vez sobre la posición de Thor y otros puños se le unieron. El gigante hizo caso omiso de sus enemigos, dándole la espalda a todos salvo al enorme asgardiano de barba roja que lo estaba frustrando.

Cuando al fin el coloso se dio la vuelta para enfrentarse al resto de enemigos, Tyr no creyó lo que veía. A través de la niebla observó que tan sólo quedaba en pie una figura con un martillo incandescente en la mano y los ojos brillantes como rayos. El Tronador había sido aplastado decenas de veces por aquel ser que había derribado a Odín de un solo golpe, y sin embargo seguía en pie, con la furia palpable en su rostro ensangrentado incluso desde la atalaya de Tyr en el techo.

Aún con más estrépito que antes, el trueno retumbó cuando Thor elevó a Mjolnir por encima de su cabeza. Hubo un momento en que Tyr sintió que el vello de sus brazos se erizaba. La energía crepitaba, casi visible en el aire. El grito de furia de Thor ahogó incluso el trueno que sacudía la habitación y un enorme relámpago golpeó desde el cielo, cogiendo de lleno al gigante con su intensidad.

Tyr se protegió los ojos ante el destello cegador, no sin antes ver levantarse hacia el cielo las decenas de extremidades del coloso, atrapadas por el poder destructivo que le atravesaba el cuerpo. La potencia del rayo repelió a los einherjar, que murieron instantáneamente. Incluso los Aesir que seguían en pie quedaron atrapados por la fuerza colateral del ataque al gigante: quedaron inertes a mitad de un paso o agonizando de rodillas mientras los relámpagos de Thor surgían del rayo que inmovilizaba al coloso con su poder.

La tormenta cesó y el monstruo cayó de rodillas. Una vez más se oyó el grito colérico del Tronador. Elevó a Mjolnir y un rayo se desplomó nuevamente sobre el coloso, quemando su carne y sacándole los ojos de las órbitas. La pared intacta más cercana al gigante explotó con el impacto de la descarga vertical. A diferencia de los que estaban más próximos, Tyr se hallaba tan lejos como para no quedar atrapado por la violencia del relámpago, pero incluso así recibió retazos de la violencia de la tormenta que le perforaron dolorosamente todo el cuerpo. Era cierto que deseaba estar más cerca para poder unirse a la refriega, pero una pequeña parte de él también estaba agradecida por no sufrir la energía totalmente desbocada del Tronador.

Thor parecía hacerse más grande al sostener a Mjolnir en alto. La energía crepitaba a su alrededor como un ser vivo y su rostro estaba intoxicado con la mirada feroz e inconfundible de la conquista.

El rayo desapareció, pero el gigante permaneció de rodillas, todavía vivo, respirando con jadeos irregulares.

Su carne estaba abrasada y tenía carbonizada la mayor parte del cuerpo. De sus heridas manaban ríos de sangre. Y sin embargo aún no había caído: por el momento, su ferocidad y su tamaño habían demostrado ser rivales para los Aesir. Tyr se preguntó cómo habría terminado la batalla de no haberse presentado Thor cuando lo hizo.

El gigante miró al Tronador con los múltiples ojos que le quedaban. Su rostro se contorsionó en una mueca, mitad sufrimiento, mitad impotencia, y sus bocas se abrieron para lanzar un grito de ira. Increíblemente, comenzó a ponerse en pie. Thor apretó la mandíbula y arrojó a Mjolnir usando hasta la última pizca de fuerza que pudo reunir.

Tyr había oído muchas leyendas sobre la fuerza de Thor. Se decía que un día, pescando, había atrapado a la serpiente de Midgard y que sólo la traición de un gigante había permitido que la bestia se liberara. Se rumoreaba incluso que había sobrevivido a una batalla con la vejez misma, un enemigo que los supera a todos.

Eran historias simples, pero Tyr había sido testigo de la fuerza del Tronador en batallas reales y nunca había presenciado nada igual: era prácticamente un gigante, había arrasado ejércitos enteros y hecho temblar la tierra con un pisotón. La ira desatada de Thor era más temible que todas las huestes de Niflheim.

Tyr fue testigo de esa furia cuando Thor disparó a Mjolnir con una violencia sin igual en los Nueve Mundos. Mientras el gigante se ponía en pie, el martillo le reventó la frente con una brutal ola de fuerza y continuó atravesándole el cráneo para emerger por el lado opuesto con una explosión de huesos, sangre y sesos. Como si alguien tirara de ella con hilos invisibles, la cabeza del gigante se dobló hacia atrás antes de abatirse hacia adelante y derrumbar tras ella todo el cuerpo desmadejado sobre el suelo fracturado de Gladsheim. El impacto sacudió Asgard.

Mjolnir voló de regreso a la mano tendida de Thor mientras éste se acercaba al gigante derribado. Tenía en su rostro una mirada de sombría satisfacción al caminar alrededor del colosal cadáver mientras apretaba firmemente a Mjolnir. Incluso muerto, las dimensiones del gigante resultaban prodigiosas. Su cabeza era al menos dos veces más alta que Thor y a Tyr casi le pareció absurdo que lo hubiera derribado algo de un tamaño mucho menor.

Los Aesir heridos, dispersos por toda la sala, se pusieron lentamente en pie. Cientos de einherjar reposaban muertos a su alrededor, algunos tan destrozados que Tyr no podía ni imaginar que fueran a levantarse de nuevo por la mañana, o al menos esperaba que no lo hicieran. No era capaz de entender cómo podrían seguir existiendo unos seres tan mutilados y dañados, inútiles sin duda en combate.

Bajó del tejado. Sus fuerzas regresaban y sus heridas sanaban con presteza. Se dirigió más allá del gigantesco cadáver para ver a Odín.

El Padre de Todo permanecía en el punto exacto donde el coloso le había golpeado. Tenía el aspecto de estar tan sólo un poco cansado y la cara cubierta de costras de sangre seca, pero todos los signos de lesiones habían desaparecido. Uno de los einherjar vivos le trajo a Gungnir, su lanza, arrancada del vientre del maestro de obras; todavía chorreaba sangre. La sostuvo como un báculo mientras contemplaba la escena de devastación a su alrededor, con una expresión en su rostro que incluso podía ser de macabra diversión. Tyr nunca había desentrañado los pensamientos de Odín y sabía lo suficiente de su sacrificio para recordar que no siempre existía del todo en el presente como el resto de ellos. A menudo estaba en otro sitio, en otras épocas y lugares, mientras que todavía permanecía físicamente anclado al presente. Probablemente sabía que iba a ser derribado por el gigante aunque no había hecho nada para evitar que sucediera. Tyr concluyó que era su destino conocer lo que iba a ocurrir y no hacer ningún movimiento para alterar los acontecimientos.

Dejó de pensar en ello: nadie podía entender la mente del Padre de Todo y era una locura intentarlo. Le bastaba con saborear esa victoria duramente ganada, la derrota de un enemigo imposible, aunque con el tiempo los pensamientos se dirigirían a saber cómo había logrado el constructor la proeza de engañarlos.

Había burlado a todos los Aesir a pesar de que su verdadera naturaleza tendría que haber sido descubierta hacía mucho. Era incomprensible que hubiera engañado a Heimdall, que podía oír la lana crecer en las ovejas y sentir el eco del crujir de la hierba bajo los pies de un viajero lejano. Una vez en Asgard, tampoco Frey o Freyja habían sido capaces de perforar el velo de su disfraz. Los Vanir eran conocidos por sus habilidades mágicas y sin embargo no habían descubierto la verdadera naturaleza del constructor. No era un buen presagio que se pudiera confundir a dos de los Vanir de forma tan aplastante.

Tyr también estaba sorprendido de que Loki hubiera caído en la trampa del artesano. Y no sólo había sido embaucado como el resto, sino que había propiciado el acuerdo con sus consejos susurrados al oído del Alto. De repente cayó en la cuenta de que no había visto ninguna señal de Loki durante la batalla. Cuando los dioses sanaron de sus heridas y los cuerpos de los einherjar muertos fueron desalojados del recinto, Tyr confirmó que Loki no había estado en Gladsheim durante el ataque del coloso.

Balder seguramente haría una montaña de aquella ausencia. Tyr no estaba seguro de que fuera a discutírselo: en el mejor de los casos, era sospechoso que el Astuto no estuviera allí en ese momento. Se preguntó dónde podría estar y qué palabras utilizaría para atenuar su culpa cuando regresara.

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