Loki

Loki


Capítulo diez

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Capítulo diez

Loki se sentó en la misma torre sobre la que se había posado muchos meses atrás, con los pies colgando sobre el vacío y mirando abajo a través de la vasta expansión de cadenas montañosas que rodeaban Jotunheim. No se giró al advertir que alguien se acercaba por detrás.

—Sirven de imponente barrera entre Jotunheim y el resto de Midgard —dijo.

Thiazi estaba junto a él.

—Son el regalo de Ymir a Jotunheim.

Loki miró a su mentor, mucho más alto que él.

—Los Aesir creen que Odín descuartizó el cuerpo de Ymir para crear los Nueve Mundos. Estas montañas son sus huesos y sus dientes.

—¿Tú lo crees?

—Una vez creía todo lo que contaba Odín. Pero eso fue antes de saber lo que soy.

Thiazi asintió y miró por encima de las montañas.

—Ahora que conoces la verdad, ¿añoras la ignorancia perdida?

—No, pero mentiría si afirmara que no tengo remordimientos. Es extraño despertar un día y darse cuenta de que no eres quien pensabas ser.

—Pero ya sabes quién eres y puedes vengar esos largos años al servicio de tus enemigos. Será una tarea sencilla ahora que te he enseñado a utilizar el caos que vive dentro de ti. Puedes vengarte de aquellos que te traicionaron, convirtiendo a nuestros enemigos en tontos temblorosos.

—Todavía no me has dicho cómo lo haremos.

En lugar de responder, Thiazi entonó un cántico. El aire frente a él se agitó y desplazó, como si estuviera derritiéndose lentamente para revelar detrás otra realidad distinta. Loki vio un huerto con árboles uniformemente espaciados que rebosaban con manzanas de oro. Tejiendo sus pasos entre ellos había una joven con rizos dorados, vestida de blanco con sencillez. Se movía de árbol en árbol recolectando manzanas una a una. La pequeña cesta que llevaba en sus brazos casi rebosaba, pero, no importa cuántas manzanas cogiera, nunca se llenaba.

Loki la reconoció a pesar de que habían pasado muchos años desde que la había visto. Parecía tan joven e inmaculada como la primera vez. Y se rumoreaba que era tan vieja como el propio Odín, o incluso más.

—Idun.

Thiazi asintió.

—Ella es el alma de Asgard. Sin ella, los Aesir se marchitarán y morirán.

—Pero ella no existe en los Nueve Lugares. Sus huertos son inalcanzables.

—Sí, pero está atada a Asgard. Te mostraré dónde. Sólo tendrás que viajar allí y encontrar el camino a su huerto.

—¿Y luego qué? ¿Quieres que la mate?

—No, hay que sacarla de aquel lugar y traerla hasta aquí.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—Nada, sólo impedir que vuelva. Eso es todo lo que hay que hacer.

—¿Y una vez que los Aesir sientan los efectos de su ausencia…?

La visión desapareció. Thiazi sonrió y se volvió.

—Entonces entraremos en Asgard y pondremos fin a la amenaza que suponen para Jotunheim.

Loki asintió.

—Será satisfactorio verlos débiles y mortecinos. ¿Deben perecer todos?

—¿Lo dudas?

—No, pero será difícil ver destruidos a los que consideraba mi familia. No me resultará sencillo caminar entre ellos y mirar sus rostros cuando caigan.

—Los que vivan no descansarán hasta que te hayan matado. Te verán como un traidor a su propia especie y no tendrán misericordia contigo.

—Tienes razón, por supuesto.

—Sin embargo, no tienes que hacer nada tras capturar a Idun. No hay ninguna razón para que vayas a Asgard si deseas quedarte atrás. Cuando los Aesir hayan sido devastados por el tiempo, me será fácil poner fin a su amenaza.

—No, iré contigo. En todo caso, deben conocer el rostro de aquel que los ha derribado. Y no me negaré la satisfacción de ver sus caras cuando se den cuenta de que fueron sus propias acciones las que me hicieron su enemigo.

—Después de esto, todo Jotunheim estará en deuda contigo. Los Aesir siempre han sido una espada que pende sobre las cabezas de todos los gigantes. Sólo es cuestión de tiempo que marchen sobre nosotros, sólo porque portamos la chispa de Ymir.

—No toleran a nadie que sea diferente. Desde que recuerdo, he sido un paria en Asgard, únicamente porque ellos y yo somos distintos. Mi dedicación hacia los Aesir nunca ha contado nada frente a mi naturaleza.

—Ahora al menos comprendes por qué eres distinto. Se arrepentirán de haberte despreciado.

Loki se puso en pie. Su cabeza llegaba sólo hasta la cintura de Thiazi.

—¿Cómo haré para burlar a Heimdall?

—No te verá, como tampoco vio al constructor. Pese a que sus sentidos son más agudos que los de cualquiera, sólo puede ver lo que hay. Cuando te transformas no alteras tu apariencia sin más, sino que, en esencia, te conviertes en otra cosa.

—Sí, así fue cuando atraje al caballo del constructor.

—Él verá un ave sobrevolándole, nada más. Pero ahora que has aprendido a conservar tu esencia mientras estás transmutado, lo mirarás desde lo alto con tus propios sentidos.

—Espero que tras la ausencia de Idun sobreviva lo suficiente para que pueda revelarle cómo lo engañé.

—Puede, pero no sobrevivirá mucho más. Ninguno de ellos lo hará.

El terreno frente a Loki parecía enorme y despoblado, aunque sabía que allí había más de lo que aparentemente se veía. Meses atrás habría pasado de largo por aquellos campos sin dedicarles una mirada, pero ahora percibía su energía caótica arrastrándolo hacia ese lugar, logrando que penetrara el velo que unía los huertos de Idun con Asgard.

Cerró los ojos para convocar el caos en su interior. Lo sintió fluir por todo su cuerpo, transformándolo. Su percepción se alteró y vio cómo el aire frente a él cambiaba y se enturbiaba al disiparse su naturaleza vaporosa, revelando una ventana a otro lugar, como si la realidad que pensaba que existía no fuera más que un velo para lo que había debajo, un velo que acababa de rasgar.

Entró en el mundo oculto y se encontró en medio de un extenso huerto de manzanos. Un ligero viento en las ramas mecía las manzanas, doradas y completamente maduras, y lanzaba revoloteando las hojas amarillas a la tierra. Hacía calor, aunque no era incómodo, y los rayos del sol llenaban el suelo de sombras de hojas y ramas que se agitaban. El sonido de las aves cercanas le llegaba filtrado.

Extendió la mano y cogió una manzana del árbol más cercano, examinándola atentamente antes de hundirle los dientes y sentir su zumo corriéndole por la barbilla. Dulce y madura, era una manzana perfecta. Le hizo sentir en su interior la línea de la vida de los Aesir, una pequeña porción de su inmortalidad, una faceta de la vida eterna, el regalo de Idun a los dioses. Podía sentir la presencia de Idun en la propia fruta, su poder fluyendo a través de la manzana, a través de los árboles, a través de la tierra bajo sus pies. Ella era una parte viva de ese huerto, un ingrediente primordial que hacía posible su existencia. Sin Idun, el huerto se marchitaría y moriría, y con su muerte, los dioses también se marchitarían y morirían.

Escupió la manzana a medio masticar y extendió la mano para coger otra. No la arrancó de su rama sino que cerró los ojos y se concentró. Mientras la sostenía con firmeza, la imaginó madurando y quedando rápidamente pasada. En su visión, la carne de la manzana se suavizaba y reducía, endulzándose de forma repugnante mientras su piel se llenaba de hoyuelos y se ajaba, volviéndose más y más pequeña a cada segundo que pasaba, para terminar al fin como un orbe grotesco y reseco colgado de una rama.

Sintió su energía fluir más allá de su interior, a la manzana y hacia la rama, y cada manzana con la que se topaba se contraía mientras que las hojas se desprendían y caían al suelo. Pronto el árbol entero estuvo completamente sumido en su energía y Loki la sintió extenderse a los árboles de los alrededores, cada uno de ellos víctima del mismo destino de manzanas podridas y apergaminadas colgando de débiles ramas exánimes. El huerto entero se redujo visiblemente bajo su asalto hasta que todo lo que pudo ver fueron árboles sombríos en descomposición, huecas caricaturas grises de lo que eran sólo momentos atrás.

Abrió los ojos. El viento había cesado e incluso los rayos del sol habían dejado de brillar en el antes vibrante huerto. Ahora, en cambio, se encontraba entre una maraña de árboles moribundos o podridos, con fruta arrugada que colgaba de ramas con aspecto de poder romperse en cualquier momento.

Hasta el canto de los pájaros se había detenido. Ocupaba su lugar el gimoteo de una joven de lágrimas desamparadas que Loki escuchó con atención mientras tejía su camino entre árboles muertos.

La encontró de rodillas, sollozando suavemente con las manos en el rostro. Las lágrimas se filtraban a través de sus dedos para caerle sobre el regazo en un sencillo vestido blanco mientras sus rizos dorados se estremecían con cada pujo. Se acercó a ella lentamente y se arrodilló.

—Idun, soy Loki. —Habló despacio, con una voz suave llena de empatía tranquilizadora hacia una hermana que sufre.

Su llanto se calmó y retiró las manos de su rostro. Lo miró con cierta sorpresa, apenas apreciando la extrañeza de verlo allí tras el impacto de lo que le había sucedido a sus huertos.

—¿Loki? —Lo miró suplicante, desesperada por alguna explicación o respuesta ante lo que había sucedido—. Mis huertos, mis dulces huertos. ¿Qué puede haber provocado esto?

Colocando el brazo por encima de sus hombros la abrazó dulcemente, con una calidez y un cariño que emanaban de cada partícula de su ser. Ella inclinó su pequeño cuerpo contra él, pero levantó los ojos para encontrarse con los suyos, implorando alguna respuesta ante la devastación que había presenciado.

—No puedo decirte lo que ha sucedido aquí —dijo con el tono de voz de quien realmente desconoce—, pero descubriremos lo que ha sucedido, te lo prometo. —Tras sus palabras le ofreció una reconfortante mirada de tranquilidad pensada para proporcionarle un poco de paz.

—Pero ahora tenemos que salir de este lugar: ya no es seguro para ti.

Sus ojos mostraron su alarma.

—Yo… yo no puedo abandonar mis huertos. —El pánico aumentó en su voz—. Mis árboles, ¿qué les va a pasar sin mí? No puedo dejarlos.

Loki, todavía de rodillas y mucho más alto que ella, la tomó por los brazos y le dio la vuelta para que lo mirara de frente, una figura paterna autoritaria y sensible.

—Idun —dijo, como hablando con un niño—, tienes que venir conmigo. Lo que ha envenenado tus árboles puede ser un peligro para ti. Éste ya no es un lugar seguro.

Aunque resultaba espontáneo hablarle de esa forma, e incluso en su estado actual era difícil no hacerlo así, persistía en Loki un resquicio de inquietud. A pesar de su apariencia de niña, era muy anterior a él o a cualquiera de los Aesir, con la excepción de Odín.

—¿Qué será de mis árboles? Debes salvarlos, no podemos abandonarlos sin más en este estado. Tiene que haber algo que se pueda hacer. Odín podría…

—No hay tiempo. Odín no llegaría antes de que esta enfermedad se extendiera y, además de a tus árboles, nos llevara también a nosotros. —Se agachó y cogió una manzana del suelo. Estaba ligeramente pasada pero no hasta el punto de estar podrida. Se había caído del árbol antes de haberse infectado con su plaga. La sostuvo frente a ella.

—Empezaremos de nuevo. Tomaremos las semillas de esta fruta y las plantarás en un nuevo lugar donde puedas atenderlas, un lugar donde nadie pueda encontrarte. Conozco un sitio así, pero ahora tienes que venir conmigo.

Apareció en los ojos de la diosa un minúsculo atisbo de esperanza, nacido de la necesidad fundamental de proteger y cuidar su carga. Una parte distante de Idun reconocía que su supervivencia era crucial y que muchos dependían de ella, pues las fuerzas del caos podrían destruirlo todo si no lo impedía. Asintió mientras las lágrimas corrían por su rostro; él sonrió amable y la puso en pie, llevándola a Asgard a través de la brecha por la que había entrado. Idun hundió el rostro en el pecho de Loki mientras el umbral se reducía lentamente, dejando tras él la visión de árboles ennegrecidos y muertos.

Loki miró una sola vez hacia atrás, justo antes de que la ventana se hubiera cerrado por completo. La sonrisa en su rostro no era de consuelo sino de profunda satisfacción consigo mismo. La ilusión se desvaneció al cerrarse la brecha por completo, dejándole sólo a él la última mirada a los auténticos huertos de Idun: repletos, abundantes y saludables.

Freyja se desnudó y entró lentamente en el baño que sus criados le habían preparado. Su piel inmaculada, blanca como la nieve, se hundía bajo la superficie a medida que se deslizaba en el agua tibia, mientras su cabello plateado se dispersaba creando un halo alrededor de su cabeza. Los dos sirvientes que permanecían siempre a su lado para lo que ella necesitara se marcharon tras indicárselo con un gesto de cabeza: por ahora quería estar completamente sola, algo que no siempre lograba.

Se alegró de que hubieran destinado a Loki lejos de Asgard. De todos los Aesir era al que menos comprendía. Entre ellos, sólo él era inmune a sus encantos, a su belleza, y no conocía el motivo. Ella tampoco había ido a buscarle. De hecho, nunca había buscado a nadie, pero incluso así la reclamaban, y ella accedía a sus deseos más veces de las que los rechazaba.

En Vanaheim aquel comportamiento no acarreaba ningún estigma; todos se entregaban libremente sin culpa, vergüenza o aprensión. Y una vez que esos breves momentos se habían terminado, tampoco quedaba ningún sentimiento indeseado de apego. Durante una época podía tener un amante, pero en algún momento aquello terminaría y ambos encontrarían a otros. Incluso si se emparejaban un tiempo, nada evitaba que se tuvieran otras relaciones. Tal era la práctica de los Vanir y la esencia misma de sus rituales que se derramaba a través de los Nueve Mundos, vida engendrando vida en un acto de comunión física y espiritual.

Aquí no ocurría lo mismo. Los asgardianos con los que se había mezclado sentían a menudo un derecho, como si existiera una propiedad implícita en tales actos. Y aun cuando no tuvieran inclinaciones posesivas, con frecuencia una esposa u otro amante la miraba con celo o enojo. Freyja estaba más perpleja que enfadada ante esas respuestas, ya que no las había visto antes de llegar a Asgard. Sin embargo, no trató de reparar o sofocar estos actos; pese a estar allí como rehén, no creía que su papel fuera el de someterse a las costumbres de aquellos dioses: ella era una diosa de Vanaheim y actuaría como tal a pesar de malestares y recelos.

Pero Loki presentaba un enigma para ella. No actuaba como los otros Aesir, recreándose con la mirada tras ella, con el rostro acalorado cuando estaba cerca, deseándola. En un momento u otro los había tenido a todos y los tendría de nuevo cada vez que sintiera el capricho de hacerlo. A todos salvo a Loki. Era el único que jamás la había poseído; no la deseaba.

Freyja notaba casi como una sensación física los sentimientos de quienes la rodeaban cuando estaban en su presencia. Se deleitaban con su belleza, con su olor y con el encanto que irradiaba; su cabello plateado y su alta y perfecta figura agitaban el anhelo en sus almas, y estas sensaciones le proporcionaban a ella placer y felicidad.

Loki exudaba oscuridad, confusión y un rencor venenoso. No era capaz de sentir amor por los demás sino simplemente celos, envidia y arrogancia. Sus emociones y pensamientos le causaban malestar y una pizca de dolor a Freyja. En algunos momentos había sentido cómo la abrasaba con su mirada de desprecio. No era que no la encontrara hermosa: como en todos los demás, podía notar en su pecho, enterrada bajo el resto de emociones, la agitación desnuda de la lujuria. Pero la suya estaba sometida, obstaculizada por los oscuros resentimientos que experimentaba Loki.

Freyja deseaba que no regresara de la misión de Odín, a pesar de que era uno de los Aesir. Había oído decir que el Alto lo había enviado a Jotunheim y era posible que pudiera encontrar allí su final. Freyja no especulaba sobre cómo podía suceder y ni siquiera lo reconocía conscientemente, tan opuesto era eso a su naturaleza, pero una parte de ella encontraba un remanso de paz en la idea de no volver a estar más tiempo en su presencia.

Se levantó y dejó que el agua se deslizara por su piel. Al salir del baño se acercó a los ventanales situados frente a las verdes llanuras de Asgard. El puente del arco iris apenas era visible en la lejanía. Los rayos que entraban templaban su cuerpo desnudo mientras el agua que quedaba sobre ella se secaba con rapidez ante el calor del sol. Al mirar hacia Vanaheim, el hogar que había dejado muchos años atrás, sintió el deseo de volver, pero era consciente de que aquello era imposible mientras la paz se mantuviera entre los Vanir y los Aesir. Aún así, en algunos aspectos, Asgard era más sublime y majestuoso que Vanaheim, y los Aesir, pese a sus extrañas conductas, la intrigaban con su inusual sentido del honor. Eran merecedores de admiración por muchos motivos, aunque fueran diferentes a los Vanir.

Bajó la mirada hacia sus manos y frunció ligeramente el ceño. Estaban arrugadas, como si hubieran pasado mucho rato bajo el agua. Se las acercó al rostro para examinarlas.

Mientras las estudiaba, unas delgadas venas azules se hicieron ligeramente visibles justo bajo la piel y aparecieron unas pequeñas manchas parduscas. Se horrorizó al ser testigo de cómo crecían sus uñas, volviéndose más gruesas y de un amarillo enfermizo. Las venas azules se volvieron más oscuras y pronunciadas y comenzaron a viajar desde el dorso de la mano hasta los antebrazos, manchando más a cada segundo su piel impecable. Se llevó una mano a la cabeza y, al apartarla, tenía en ella un áspero mechón gris opaco.

Agarrando todavía la mata de pelo gris alejó sus brazos, como si fueran cosas ajenas a su cuerpo y pudiera distanciarse de ellas de alguna forma. Habría gritado, pero se sentía tan sobrepasada por la mezcla de horror y repugnancia que era incapaz de pronunciar un sonido pese a estar completamente boquiabierta.

Corrió hacia el espejo situado en una esquina de la habitación, observando que se sentía débil y sin aliento tras dar unos pocos pasos para cruzar la cámara. Lo primero en lo que se fijó fue en sus senos, arrugados y decaídos como pasas ajadas y muertas colgando de su pecho. Su estómago estaba hundido y sus costillas destacaban como si fuera víctima de la hambruna. Sus huesos casi sobresalían a través de caderas, hombros y rodillas, pero su piel colgaba en la mayoría de su cuerpo como el cuero arrugado y mal ajustado, con el color amarillento de un frágil pergamino. Unas venas azules, delgadas y oscuras, se entrecruzaban en sus brazos y piernas. Su turbia piel moteada las hacía incluso más difíciles de ver.

Su cara era lo más gravemente afectado: sus ojos, una vez radiantes y llenos de brillo, ahora la miraban apenados por encima de bolsas de carne dobladas y con arrugas serpenteantes; su melena de cabellos de oro y plata, brillante y lustrosa incluso en la oscuridad, era ahora retazos de calvas junto a largas tiras de frágil paja gris unidas azarosamente al cuero cabelludo.

Se quedó mirando una versión plegada de sí misma, consumida por los estragos del tiempo. Era muy consciente de que también su visión era borrosa e imprecisa, un pequeño favor que le permitió mantener un simulacro de cordura para decirse a sí misma que lo que veía no podía ser real. Sin embargo, no fue convincente, y mientras contemplaba a la vieja del espejo logró al fin soltar un grito, el quejido sin aliento de una anciana, débil y patética.

El cinto de Heimdall cayó al suelo con un ruido sordo, su cuerpo ajado sin el peso suficiente para mantenerlo en la cintura. Tambaleándose, se apoyó con una mano contra un pequeño árbol. Su armadura lo lastraba y su casco, que de repente y de manera inexplicable se había vuelto demasiado grande para él, se deslizó sobre sus ojos, obstruyéndole la visión. Levantó una mano cansada y lo volcó hacia atrás, haciendo que cayera al suelo, donde se quedó inerte y vacío.

El cansancio le superaba y se dejó arrastrar lentamente a tierra mientras reposaba contra el árbol. Respiraba jadeante a través de la boca abierta y su cabeza oscilaba hacia atrás y hacia adelante con el esfuerzo de la respiración. Aún así, eran inhalaciones poco profundas, nacidas de la debilidad y la fragilidad enfermiza, no las inspiraciones cavernosas de un guerrero ejercitándose. De hecho, no había hecho nada que le supusiera un esfuerzo: vigilaba Bifrost como siempre cuando un cansancio de ánimo se había apoderado de él.

Con dificultad alargó los brazos para desabrocharse las correas de la armadura. No pudo convocar la fuerza para tirar de ella por encima de su cabeza, de manera que tuvo que deslizar su cuerpo por el tronco del árbol como una serpiente antigua librándose de su vieja piel por última vez. Una vez apoyada la armadura contra el árbol, se las arregló para salir a rastras de ella, sólo para desplomarse fatigado.

Tras un tiempo, logró ponerse a cuatro patas y después se sentó. Sus brazos eran como dos palos delgados cubiertos por la carpa de su camisa, y su pecho se hundía y encogía sobre sí mismo: el único recuerdo de su torso, una vez ancho y musculoso, eran las tiras exánimes de piel que le colgaban. Pero su complexión física no era lo único afectado.

Sus afilados sentidos estaban ahora embotados y eran inútiles. Si antes podía ver una legua tras otra y su vista era el único baluarte contra cualquiera que tratara de entrar en Asgard, ahora la delgada película de la vejez cubría ambos ojos y apenas podía distinguir la silueta de Bifrost desde donde estaba sentado, a menos de un tiro de piedra. Tampoco su oído funcionaba bien. Había leyendas sobre su legendaria capacidad de escucha, fragmentos acerca de sus habilidades divinas pronunciados por otros asgardianos en voz baja y asombrada. Decían que podía oír cómo crecía la hierba en Midgard y también la lana en las ovejas. Aunque las historias eran desmesuradamente exageradas, no había hecho nada para desmentirlas. Pese a todo, su oído era superior al de cualquier otro Aesir y abarcaba grandes distancias. Algo que, sin embargo, también le había abandonado, reemplazado por un zumbido interminable y quedo.

Nada de esto le alarmaba tanto como un temor primordial. Le preocupaba que el fin de sus días estuviera cerca y que pronto estaría ajado y moriría. Aún peor: iba a morir débil e impotente, encogiéndose en una cama, o allí mismo en los campos de Asgard, convertido en un anciano decrépito e inútil. No tendría un final glorioso, sitiado por incontables legiones de gigantes y monstruos, cada uno catando su acero por turnos mientras los cadáveres de sus enemigos se apilaban y él soplaba a Gjall una última vez para señalar que el Ragnarok había llegado. No, no habría un final heroico para alguien como él, la lamentable cáscara de un dios, el corazón de un guerrero palpitando débilmente en una barraca de huesos.

Tan sólo tenía claros otros dos pensamientos que se alzaban en ocasiones por encima del constante malestar ante su infortunio. El primero era Idun. En esos breves momentos de lucidez comprendía que su estado, como el de todos los Aesir, se debía a la ausencia de Idun. Había abandonado sus huertos, y el vínculo que los mantenía a todos eternamente jóvenes también se había marchado.

Su segundo pensamiento estaba lleno de veneno e ira y se imponía, aunque sólo fuera momentáneamente, a todos sus sentimientos de autocompasión y desolación. Era un pensamiento revitalizante que llenaba sus débiles miembros de un vigor renovado al imaginarse a su merced al responsable de esa situación. En esos breves momentos, sabía con absoluta certeza que era Loki quien había provocado que aquello sucediera, y juró en innumerables ocasiones que haría que el Embaucador pagara por esa indignidad, sin que el precio importara.

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