Loki

Loki


Capítulo diecinueve

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Capítulo diecinueve

Habían pasado meses desde que Fenrir fuera aprisionado y su mancha borrada de Asgard. Envuelto e inmovilizado por Gleipnir, se lo habían llevado a Nidavellir, donde una vez más buscaron la experiencia de los enanos. Maestros de los espacios subterráneos además de maestros artesanos, los enanos los condujeron a gran profundidad, hasta que la pestilente podredumbre de Niflheim pareció estar sólo a un paso. Tyr estaba allí, al igual que Frey, y sus siervos transportaban a Fenrir en una litera que remolcaban tras ellos. Hacían falta diez para acarrear su enorme peso y cada uno sostenía una cuerda, cinco a cada lado, con la que arrastraba a la bestia sobre la tierra áspera y rocosa de la cueva.

Los enanos les guiaron por largos túneles que serpenteaban en la oscuridad bajo la tierra hasta que llegaron a una enorme caverna con una gran estructura de piedra en el centro. Arrastraron a Fenrir sobre ella y Balder sacó una espada y una cadena que había traído con él. En el centro de la plataforma, incrustado en la roca, había un anillo de metal al que los enanos sujetaron un extremo de la cadena de Balder. Él deslizó el otro extremo alrededor de la hoja de la espada y se acercó a la silenciosa bestia.

Golpeándole de modo que cayera de espaldas, pisó la garganta de Fenrir para mantenerlo en su sitio. Con ambas manos empaló la espada a través de la parte inferior de la mandíbula de Fenrir y de la parte superior de su hocico, amordazándolo por completo y atándolo a la roca. El lobo gruñó salvajemente, pero no pudo zafarse de la espirales atenazantes de Gleipnir.

Así fue como lo dejaron. Encadenado y amordazado, inmovilizado en ese lugar hasta que muriera de inanición o tal vez atrapado allí para siempre. Balder no tenía ni idea de si la bestia era inmortal o no, pero si lo era tanto mejor, pues su sufrimiento sería interminable, un castigo apropiado para una criatura tan vil. Balder podía sentir sobre él su ardiente mirada y su ira densa y palpable. No pudo evitar una sonrisa triste al dejar al lobo en la caverna para que comenzara su agonía sin fin.

Tyr pasó la mano por el muñón por milésima vez. Pese al tiempo que había pasado desde que el lobo le arrancara la mano, aún no había sanado. Jamás llegaría a sanar. Aún podía sentir cómo se hundían los dientes ásperos, rasgando los músculos y los tendones de los huesos, separando la carne de la carne, y el recuerdo de aquello le ponía enfermo.

No es que no hubiera sufrido antes una herida: había padecido muchas a lo largo de sus combates y cada una se había curado, rápido a veces, otras de manera más gradual, pero todas se habían acabado cerrado y él se había recuperado con el tiempo. Pero jamás había tenido una herida semejante.

Nunca le había sido desgarrado tan salvajemente y con tanta efectividad un pedazo de sí mismo. El daño iba mucho más allá de la simple pérdida de una extremidad: se sentía como si una parte de su identidad hubiera sido arrancada y en su lugar hubiera un absceso fétido que se negaba a curarse.

Mientras paseaba por sus aposentos, su ira y su frustración crecían por igual, como lo habían hecho cada día desde la amputación. Sus siervos se mantenían alejados de él, conscientes de que no quería ser molestado y también temerosos de su ira silenciosa. Nunca habían visto a su maestro en tal estado y eso les preocupaba. Su actitud siempre había sido comedida, rara vez mostrando enojo aún cuando era necesario. Tal vez los leales a Thor estuvieran acostumbrados a las pasiones mercuriales, pero los servidores de Tyr habían llegado a esperar el equilibrio en todos los asuntos de su señor.

Tyr se daba cuenta de los recelos de sus sirvientes, pero no era capaz de contener sus emociones. En vez de vagar enojado a través del palacio, optó por permanecer en sus aposentos, yendo y viniendo hasta que agotara su bilis.

No estaba satisfecho, a pesar del castigo que Fenrir había recibido. En su momento acató la orden del Padre de Todo de no dañar al lobo, pero a medida que pasaban los meses su resentimiento había crecido.

Sabía que lo único que lo podía saciar era enfrentarse al lobo en combate, pero Fenrir no podría escapar de Gleipnir. La única posibilidad era que fuera liberado en el Ragnarok, aunque quién sabía si eso llegaría a suceder, y cuándo.

Le resultó curioso que toda su vida hubiera sentido pavor ante la idea del fin, pero ahora extrañamente lo esperara. No tenía paciencia, pero podía esperar. Y mientras lo hacía, disfrutaría imaginando el tacto de su espada mientras destripaba a Fenrir.

Heimdall había visto a la anciana que cruzaba hacia Bifrost a muchas millas de distancia, caminando lenta y laboriosa. No era inusual que un mortal acudiera a Asgard por diversos motivos. El constructor, para vergüenza de Heimdall, nunca hubiera cruzado si la petición de entrada en Asgard fuera algo extraño. Muchos sabios y brujas de las aldeas se dirigían allí para pedir audiencia con uno u otro de los Aesir, y éstas se concedían con la frecuencia suficiente como para que valiera la pena hacer el largo viaje, primero a través de Midgard y después de Bifrost.

En ocasiones, los afligidos padres intentaban ver a los hijos cuya muerte en el campo de batalla había sido acelerada por las valkirias. Algunos volvían satisfechos de que sus hijos estuvieran sirviendo al Alto, preparándose constantemente para la defensa de Asgard en el Ragnarok. Podían ver a su hijo, ahora un guerrero inmortal, y sentían un poco de paz al saber que su muerte tenía un significado. Otros se marchaban con emociones distintas al ver en su lugar a un demonio vacío con extremidades amputadas y cicatrices de heridas reiteradas. Pensaban quizá que cuando las valkirias arrastraban a sus hijos hasta Asgard, éstos eran remendados como si ni siquiera les hubiera tocado una hoja. Pero Odín no prometía eso: no tenía necesidad de guerreros de bellos cuerpos y rostros, sino sólo de aquellos que pudieran manejar el frío acero.

Heimdall se burlaba del juicio de los mortales. ¿Cómo podían rendir homenaje a los Aesir, dioses de la batalla, y pensar que de alguna manera sus hijos se volverían hermosos una vez en el Valhalla? Sería mejor que aquéllos con aprecio por esas cosas adoraran a los Vanir. O mejor aún, que permanecieran en el lugar al que pertenecían, el reino de los mortales, donde no tendrían que ver a un hijo muerto que, tras haberle cercenado con una espada la parte superior de la cabeza, aún caminaba con un casco mal ajustado como único escollo para evitar que su cerebro se derramara por el suelo.

No sabía quién era la vieja bruja que se abría paso tan lentamente a través de Bifrost, pero sabía que estaba allí o bien para pedir audiencia con uno de los dioses o bien para ver a un hijo muerto años atrás. Cualquiera que fuera la razón, estaba condenada a volver decepcionada, y él tenía poca paciencia para los pequeños problemas de los que vivían más abajo.

Al acercarse, a Heimdall le maravilló que se las hubiera arreglado para hacer el viaje completo a ese paso tan lento. Nunca antes había visto a una vieja humana así y se preguntó cómo habría sobrevivido a los peligros de su viaje. Por lo general acudían en grupos; era arriesgado viajar solo tan lejos. Las amenazas eran demasiado numerosas para contarlas: lobos, ladrones y asesinos, por no hablar de gigantes y otras criaturas malvadas que atacaban a los humanos. Y sin embargo, allí estaba ella: sola, débil, tan vieja como el propio Yggdrasil por su aspecto. Y horrible. Su rostro era como un saco viejo y sucio roído por las cabras, su cuerpo estaba tan doblado que Heimdall se preguntó si su mandíbula rasparía el suelo cuando hablara, y la joroba montañosa de su espalda podría haber acomodado a un niño pequeño de haber sido hueca. Incluso su olor era nauseabundo, el hedor de la muerte y la orina.

—Salve, valiente Heimdall —dijo débilmente mientras se acercaba lo bastante cerca para oír su respuesta. Lo poco que quedaba de sus dientes era como muñones ennegrecidos que colgaban precariamente de las encías, listos para pegarse en la carne de cualquier manzana que mordiera.

El Aesir centró la mirada en aquella bruja vieja y fea que presuntamente intentaba tener acceso al reino de los dioses y sintió un extraño regocijo que le recorría por dentro: aquella patética y arrugada cáscara de ser humano, aquel saco arrastrado de piel y huesos, había hecho por sus medios un viaje desde su poblado hasta los pies de Asgard. A pesar de su aspecto atroz, merecía una pequeña dosis de respeto por su tenacidad.

—¿Qué buscas en Asgard? —dijo, no sin amabilidad.

La vieja se tomó varios minutos para recuperar el aliento y responder. Su joroba se agitaba con cada jadeo.

—Hace mucho, las valkirias se llevaron a mi hijo. Me gustaría verlo antes de pasar a Niflheim.

Era lo que pensaba, aunque negó con la cabeza ante la futilidad de la solicitud.

—¿Cuándo fue llevado a Valhalla?

—Hace muchos años, cuando yo era mucho más joven. Estaba defendiendo nuestro pueblo contra unos merodeadores, pero había demasiados. Aunque nuestros hombres lograron rechazarlos, hubo muchas víctimas. Mi hijo se enfrentó a ellos y los diezmó, pero lo mataron.

Heimdall no estaba tan endurecido como para no sentir el dolor de una madre, a pesar de que se cuestionaba constantemente los pensamientos de los mortales. Anhelaban ir a Valhalla para servir a los dioses y clamaban contra una muerte ignominiosa que los enviara a Niflheim, pero sin embargo se lamentaban por sus hijos cuando lograban la recompensa por una muerte gloriosa. No los podía entender.

Sintió algo más de lástima por esa mujer al pensar en lo que probablemente encontraría en caso de hallar a su hijo. Si lo habían transportado a Valhalla cuando esa vieja bruja era joven, era probable que estuviera en Asgard desde hacía más de una generación mortal, luchando y preparándose para el Ragnarok. Pocos de los einherjar permanecían ilesos mucho tiempo. ¿Quedaría todavía algo de él que ella pudiera ver? ¿Tendría el niño siquiera una mandíbula con la que hablar? ¿O brazos para abrazarla?

—Te enviaré al siervo del Alto. Oirá tu solicitud y la transmitirá al Padre de Todo, que decidirá si se te concede o no.

Su sonrisa de gratitud hizo que Heimdall se contrajera de dolor.

—Bendito seas, señor Heimdall. Mi pueblo cantará tus alabanzas.

Él asintió.

—Enviaré algunos sirvientes contigo y te llevarán hasta Valaskjalf. —Volvió la cabeza y señaló a varios de sus siervos. Trajeron un carro pequeño y ayudó a la anciana a tomar asiento en él.

—Que el Padre de Todo acepte tu solicitud —dijo Heimdall cuando el carro empezó a alejarse.

—Bendito seas, Señor Heimdall —contestó una vez más antes de girarse. Heimdall se alegró de librarse de ella. Tenaz o no, su aspecto era tan asqueroso que persistía como el hedor de puerros podridos. Esperaba no ver de nuevo tal decrepitud en un mortal. Se volvió para observar el carro alejarse en la distancia y algo de movimiento alrededor de la vieja bruja le llamó la atención. Miró más atentamente y no vio nada, agradecido de no tener que contemplar su rostro de nuevo.

Los criados apenas podían satisfacer la implacable demanda de comida de Thor. A pesar de cubrir sus platos continuamente hasta los bordes —y había muchos delante de él—, el Tronador seguía haciendo desaparecer el contenido casi tal como era repuesto. Su insaciable paladar era legendario, y en ese festín estaba demostrando una vez más el porqué.

A pesar de su inmenso respeto por el poder y la fuerza de Thor, Balder detestaba sentarse a su lado en esas reuniones de los dioses. El gigante de pelo y barba rojos absorbía casi todo a su alcance y apenas emitía una palabra mientras se siguieran ofreciendo bebidas y alimentos. A lo sumo, gruñía, señalaba o simplemente decía «más» a cualquier siervo que tuviera la mala suerte de estar cerca, y entonces los criados se escabullían para coger otra bandeja colmada para el señor de Mjolnir.

Por lo general, Balder se mantenía ocupado tratando de evitar las salpicaduras de alimentos que le llegaban, a la vez que intentaba retener su propio plato fuera del alcance del Tronador. Había tiempo para poco más, pues cada vez que desviaba su atención del estómago sin límites sentado a su izquierda, le golpeaban las frescas gotas de aguamiel o las migajas de cualquier comida que se estuviera metiendo Thor en las fauces.

A su derecha, Tyr se libraba de casi todo el ataque alimentario. Miraba hoscamente hacia nada en particular mientras la mayor parte de su comida se retiraba intacta.

Balder deslizó su silla a la derecha y se inclinó, haciendo caso omiso del asalto de Thor.

—No comes —dijo—. ¿Qué te preocupa?

Tyr se volvió hacia él con los brazos cruzados. Lo miró durante un momento interminable antes de responder, fermentando algún pensamiento tras sus ojos oscuros. Sin embargo, apartó la mirada antes de contestar.

—No es nada.

Los sirvientes continuaron su intensa actividad, la mayor parte concentrada en mantener lleno el plato de Thor, aunque una cantidad significativa de ellos se dedicó a rellenar cuernos y copas con hidromiel y a traer grandes bandejas cargadas de carne para los demás dioses que llenaban la inmensa sala principal de Gladsheim. Odín se sentaba a la cabeza de la mesa comiendo lentamente, perdido en otro momento o lugar. Los demás dioses hablaban entre ellos mientras se complacían con la generosidad de Asgard. Gladsheim se llenaba de historias de batallas ganadas, trolls derrotados y cuentos subidos de tono que elevaban las carcajadas hasta las vigas.

Balder se acercó más a Tyr para que los dioses cercanos no pudieran escuchar.

—Por tu cara resulta evidente que estás pensando en el lobo.

Tyr se volvió hacia él e inconscientemente se acarició el muñón de su mano perdida. La herida estaba cubierta por una funda metálica diseñada por los enanos que le aliviaba el dolor a la vez que le proporcionaba un arma de ataque y defensa.

—¿Cómo no voy a pensar en Fenrir cuando cada momento de cada día veo el remiendo al final de mi brazo?

Balder se sentía incómodo. Había sido culpa suya que la bestia le hubiera arrancado la mano a Tyr.

—Si pudiera cortarme la mano y dártela, lo haría —dijo con total sinceridad—. Tal vez la bruja —señaló a Freyja con un gesto de la cabeza— pueda utilizar un poco de su magia para unir mi mano cortada a tu brazo.

Tyr lo miró de frente. Pasó un momento nervioso antes de que súbitamente se echara a reír.

—¡Ja! Creo que lo harías, a pesar de todo. ¡Cuidado, no sea que acepte tu oferta!

Pareció salir de su estado de ánimo al darle una palmada en la espalda. Balder sentía cierto grado de alivio. Sabía que el asunto no estaba resuelto por completo; de hecho, no estaba seguro de que llegara a estarlo, pero aquí, en Gladsheim, por el momento, ambos podían fingir al menos que el incidente nunca había ocurrido.

Alzó la mirada para ver a su hermano Hod acercándose mientras sostenía con cuidado dos copas y sus ojos ciegos se perdían al frente. Depositó una copa ante Balder y alzó la otra.

—¿Qué es esto, hermano?

—Es hidromiel que he fermentado con un nuevo condimento. Quería que fueras el primero en probarlo y pensé que esta fiesta era un buen momento para traerlo.

Balder alzó la copa hacia la nariz y lo olió.

—¿De qué especia se trata? No la he olido antes.

—Crece en los árboles cerca de mi palacio. Tiene pequeñas bayas blancas o eso me han dicho. Se dice que aumenta la fuerza en… ciertas actividades.

Balder sonrió.

—Bueno, supongo que uno siempre puede beneficiarse de mayor resistencia. —Los dos se rieron—. Probémosla entonces. —Ambos se llevaron las copas a los labios y bebieron un trago lento.

—¿Qué te parece? —preguntó Hod—. No puedo ver tu expresión.

—No, supongo que no. Es única. No he probado nada como esto antes. —Miró la copa y vio el remolino de líquido—. Ya siento el comienzo de una extraña sensación. Nana tendrá que dar fe después de mi mayor potencia.

Hod sonrió.

—Entonces tendrás que tener cuidado, hermano, de no beber demasiado: no querrás que tu consorte se lesione.

Balder se rió entre dientes.

—Deberíamos darle una taza también a ella. ¡Tal vez esta noche hagamos temblar las paredes!

—Me temo que por ahora sólo tengo esta pequeña cantidad. La preparé especialmente para ti.

—Supongo que entonces tendré que llevar yo el peso. Gracias por traerla, tengo que devolverte el favor pronto.

—No es necesario, hermano. Que bebas es suficiente recompensa para mí.

Balder inclinó la cabeza hacia atrás y agotó el líquido restante. Cuando colocó la copa sobre la mesa, Hod ya no estaba allí. Miró a su alrededor para ver dónde había ido, pero no había ni rastro de él, aunque podía haber sido absorbido fácilmente entre el ajetreo y el trasiego de los criados.

Le distrajo un instante el rápido movimiento de la cola de una rata que corría por el piso de piedra. Se preguntó por qué su hermano se había marchado tan rápido y también cómo lo había hecho. Una charla para otro momento, supuso, y volvió a evitar que sus platos cayeran en las zarpas de Thor.

Nadie podía imaginar su carga. Estar simultáneamente en el presente, en el pasado y en el futuro se cobraba un tributo en Odín que ninguno de los otros dioses podía conocer. Así había sido desde que se colgó de Yggdrasil para aprender la manera de desbloquear los caminos hacia el futuro y el pasado. Lo que había demostrado ser su pesar eterno.

Incluso en un lugar tan sencillo como Gladsheim, en medio de una fiesta, no podía estar totalmente presente durante mucho tiempo sin ir a la deriva a otra época y lugar. Él sabía lo que los otros pensaban —¿acaso no lo sabía todo?—, que miraba hacia el espacio vacío, presente pero ausente a la vez. Nunca se atreverían a expresar ninguna burla, y no porque le tuvieran miedo sino porque era el Padre de Todo, el que había dividido el cuerpo del gigante Ymir y creado los Nueve Mundos, el que había bebido del hidromiel de la poesía, el que había creado la raza de los hombres, o eso contaban las historias. La verdad era mucho más oscura que las leyendas, y ni siquiera él podía recordar los verdaderos hechos, sino más bien recuerdos de recuerdos de cosas que pudieron haber sucedido de tal o cual manera.

Hasta cuando viajaba a través del pasado, viendo los sucesos desplegarse una y otra vez, se sorprendía de lo nuevos y desconocidos que eran a veces, a pesar de que a menudo observaba a su yo más joven viviendo esos mismos acontecimientos. Siempre eran inciertos, sin embargo, y había momentos en los que era testigo de una serie de eventos que eran iguales y también, a la vez, diferentes. En una ocasión estaba junto a sus hermanos, Vili y Vé, y habían matado a Ymir. En otra, estaba solo y lo había hecho él mismo. En otra versión, era Ymir en cambio quien le había matado. No podía decir cuál era la versión correcta de los hechos, si había alguna, y esto lo llevaba a cuestionar aún más cualquier visión que pudiera tener.

Más problemáticas eran las dudas que sentía incluso al permanecer en el presente. No podía estar completamente seguro de que lo que estaba experimentando era en efecto el aquí y el ahora. A veces tenía bastante certeza, pero siempre había algún detalle que arrojaba dudas sobre su mente. Pero, con diferencia, lo más inquietante eran las experiencias en las que veía simultáneamente pasado, presente y futuro, sin ser capaz de separarlos. No sucedía a menudo, pero cuando ocurría, quedaba tan desorientado que casi se volvía inútil. ¿Qué pensarían Balder, Thor y los demás si lo vieran hablar gesticulando a nada salvo al aire? Por fortuna no había tenido que vivirlo todavía, pero ¿quién sabía lo que podría ocurrir en el futuro?

Se echó a reír amargamente. Él lo sabía, y ésa era su maldición.

Por el momento se encontraba en el presente y se recostó en su asiento elevado para presenciar el correr de los siervos, oler los aromas de la fiesta y disfrutar de los sonidos de la risa y la charla. Era raro que permaneciera tanto rato fijo en el presente, así que saboreó el momento sabiendo que probablemente sería fugaz.

Al dejar vagar su ojo por el salón principal, le asaltó una sensación de familiaridad que iba más allá de lo corriente. No era la impresión de haber estado antes allí, ya que por supuesto había festejado y celebrado consejo en Gladsheim miles de veces a lo largo de los eones. Era en cambio la certeza de que había visto antes, en algún lugar, esa misma escena, esa misma fiesta.

No le sorprendió: tenía esa sensación a menudo, uno de los peligros de su vagar perenne a través del tiempo, pero tenía una molesta comezón y de pronto recordó por qué. La expresión de su rostro se volvió cada vez más lúgubre. Exploró lentamente la sala. No tardó en encontrar lo que buscaba.

Hod giró la cabeza mientras avanzaba hacia Balder y cruzó la mirada con Odín durante el más mínimo de los momentos. En ese breve intervalo, una comprensión pasó entre los dos; ambos sabían lo que iba a suceder a continuación, y ambos también se dieron cuenta en ese tenso instante de que Odín no haría nada para evitar que sucediera.

Antes de volver la cabeza, Hod sonrió brevemente, asintió con tanta rapidez y levedad que podría ni haberlo hecho, y ya el momento había terminado. Ofreció a Balder una copa llena de hidromiel y los hermanos hablaron un poco antes de vaciar sus bebidas.

El instante antes de que Balder dejara su taza vacía sobre la mesa, el ciego Hod miró una vez más a Odín. Sus ojos se volvieron a encontrar y entonces Hod se desvaneció y una pequeña rata, que se lanzaba a través del laberinto de los pies de los criados, fue la única evidencia de que había estado allí.

Odín volvió la mirada hacia Balder, que hablaba animadamente con Tyr. Le alegró ver que el muro entre ellos empezaba a desmoronarse, que Tyr no interpondría siempre su herida entre ellos. El muro no se derrumbaría con facilidad, pues el recordatorio le acompañaría en todo momento, pero, tras un tiempo, asumiría que eran hermanos y camaradas de armas, con un enemigo común y un mismo objetivo.

Pero por supuesto el plazo para la reconciliación era demasiado breve. Nunca ocurriría.

Odín sentía el pecho oprimido, como si alguien le apretara el corazón, al pensar en el momento que se acercaba. Se sentía impotente, como le ocurría a menudo cuando se enfrentaba a la marea implacable del tiempo, pero también se preguntó si era inevitable, como siempre había pensado. Podía detener los eventos en curso con tan sólo un simple gesto. Su hijo podría vivir, podría estar a su lado en el Ragnarok para hacer frente a la ola de caos que amenazaría Asgard.

Y sin embargo no hizo nada.

Vio cómo las primeras convulsiones cambiaron la expresión festiva y despreocupada de Balder por una de pánico y terror, mientras los que le rodeaban se quedaban un instante con los ojos abiertos antes de pedir ayuda, implorando que se hiciera algo. La voz de Tyr se alzaba sobre el resto, por encima incluso de los gritos horrorizados de Frigg, la madre de Balder.

Odín permaneció rígido como una piedra aún al ver a su hijo amado soltando espuma por la boca y luego vomitando sangre y bilis mientras su cuerpo se sacudía dolorosamente de un lado a otro, desparramando platos y tazas por el suelo. Observó en silencio cómo la sala estallaba de horror e indignación, cómo Frey y Freyja corrían y lanzaban apresurados todos los encantamientos que pudieron, para nada, cómo las entrañas de Balder lo traicionaban con líquido retorcido.

Siguió sentado en su silla cuando se calmaron lentamente los últimos estertores de Balder y su hijo cayó de espaldas sobre la mesa, con los brazos abatidos, mientras los muchos dioses reunidos gritaban y aullaban maldiciones al cielo con rostros encarnados surcados de lágrimas.

Y entonces terminó. Su hijo yacía muerto sobre la mesa a menos de veinte pasos de distancia y los paroxismos de sus últimos momentos ahora sólo existían en la memoria de los que le habían visto morir.

Odín se puso en pie y caminó lentamente hacia el cuerpo de Balder. Saber que podría haberlo impedido era como una daga en sus entrañas, pero se la arrancó. Nadie podía imaginar su carga ni entender las decisiones que sólo él debía tomar. Puso su mano sobre el pecho de Balder y le susurró:

—Buen viaje, hijo mío.

Y luego se volvió y se alejó en silencio, la imagen de Loki disfrazado de Hod cincelada para siempre en su memoria.

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