Live

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Toi, moi, le silence, le battement de mon coeur,

c’est «oui» la seule chanson que je peut écrire pour toi

je ferme les yeux, soupir, et je te voix ici,

tres proche, tres mien, «je t’aime» tu me dit.

Electric Nana, ‹‹Très Mien››

Zoe y yo corrimos de la mano por entre los edificios. Ella iba pegando pequeños saltos sin dejar de reír mientras yo vigilaba en cada cruce que no hubiera presencia policial. A lo lejos aún oíamos las sirenas de los coches, pero, por lo demás, parecía que los habíamos despistado.

Las calles estaban desiertas. Era imposible creer que hacía unos minutos habíamos estados rodeados de decenas de desconocidos, cantando y tocando música para ellos en un concierto improvisado.

—Creo que lo nuestro es una maldición —dije tras cruzar a la acera donde había más luz. Cuando me di cuenta de lo mal que sonaba, me corregí—. Me refiero a lo de cantar y tocar juntos en sitios públicos.

—Lo mismo pienso yo… ¡Nunca nos aplauden! —exclamó ella, sin dejar de sonreír—. Siempre aparece la policía y adiós a nuestra dulce recompensa.

La atrapé entre mis brazos y le di la vuelta para mirarla sin dejar de avanzar a trompicones.

—Para mí la recompensa es haber cantado contigo. —Y le di un beso en los labios.

—¿Cómo podías saberte la canción entera? ¡Los ocho minutos que dura!

—Es una de mis favoritas —respondí con una sonrisa boba—. Contiene tantas historias juntas, tantos mensajes cifrados, nombres, personajes célebres… Ha tenido tantas interpretaciones desde que se compuso que me parece increíble. ¿Y sabes qué es lo mejor?

—¿Que las conoces todas?

—No. Que cuando le preguntaron a Don Mclean qué significaba para él en realidad la canción, el tío contestó: que no voy a volver a tener que trabajar nunca más.

Zoe se quedó en silencio unos segundos antes de estallar en carcajadas que resonaron por todo el vecindario fantasma.

—Un genio —concluyó.

—Un genio —corroboré yo.

En mitad de la acera, bajo la luz de las farolas y frente a un inmenso parque que se perdía en la noche, apareció una hilera de bancos como parte del atrezo de una obra de teatro o de una postal en la que, sin dudar ni un instante, supe que nosotros teníamos que ser los protagonistas.

Agarré de la mano a Zoe y tiré de ella hasta sentarme y arrastrarme unos centímetros sobre el banco. Zoe cayó por inercia sobre mis piernas y se quedó tumbada con el cuello en mis rodillas y la cabeza en mi brazo, con los ojos puestos en el cielo y después en mí.

Me recliné sobre ella y le di un beso con el cuello torcido. La posición era todo menos cómoda, pero nuestros labios y nuestras lenguas jugueteaban ajenos al resto del cuerpo… al menos hasta que sentí un tirón y tuve que darme por vencido.

Con una sonrisa, me separé de Zoe y me masajeé las cervicales. Ella alargó la mano hacia arriba y me acarició la mejilla con una sonrisa esbozada en los labios. Sus dedos recorrieron el contorno de mi nariz y bajaron hasta mi boca. La dejé hacer en silencio con nuestra mirada zozobrando en la del otro. La punta de su dedo índice se coló dentro de mi boca y yo se lo atrapé entre los dientes con suavidad antes de acariciarlo con la lengua. Para cuando quise darme cuenta, volvíamos a besarnos, esta vez ella sentada a horcajadas sobre mí y nuestras manos ansiosas en una carrera por ver quién acariciaba más piel debajo de nuestras camisetas.

Cuando la pasión del momento nos ofreció una tregua, nos separamos y, en un susurro, le dije lo increíble que me había parecido haber actuado con ella en la casa okupa.

—Ambos sabemos que es porque siempre acabamos atrayendo a la poli… —dijo ella. Después soltó una risita y me dio un pico en los labios—. Es broma. Yo pienso lo mismo. No importa quién nos escuche, se convierte casi en una conversación privada entre nosotros, ¿no?

—Sí, eso es… —Suspiré y desvié la mirada hacia el horizonte de la calle, tan oscuro a pesar de las farolas que mi imaginación podía dibujar cualquier destino al final del mismo—. Cuando ocurren cosas como la de esta mañana en el parque es tan fácil olvidar la razón por la que sigo componiendo y cantando… Me dan ganas de desaparecer, ¿sabes? Creí que lo había superado, que el acoso de las masas y de los medios ya no me preocupaba tanto. Pero siento que me estoy engañando a mí mismo. Yo no estoy hecho para esto…

Zoe me acarició el cabello detrás de la oreja y me regaló un beso en la mejilla.

—Por supuesto que estás hecho para esto. ¡Tú eres esto! Lo uno va de la mano de lo otro, Aarón —explicó—. Nosotros, y el resto de los artistas, reconocidos o desconocidos, los que cantan entre clase y clase para entretener a sus amigos, los poetas que firman versos que acabarán en el corcho de alguien, los grandes dramaturgos, músicos y directores que llenan estadios, ¡hasta los actores que embelesan con su mirada y su tono de voz!… Todos buscamos querer emocionar a los desconocidos; gente que, en muchos casos, nunca llegaremos a conocer, que cambiarán su forma de pensar y hasta de vivir al terminar un libro o al escuchar determinado tema en el silencio de su habitación… ¿Sabes la responsabilidad que tenemos?

—Una que no hemos pedido… —murmuré.

—Pero que nos pertenece. Que conlleva nuestro trabajo. Y no intentes negarlo, Aarón, porque sé que es algo que te apasiona tanto como a mí. Piensa en la responsabilidad que tenemos: algunas de nuestras canciones van a resumir una etapa en la vida de alguien, vamos a formar parte de sus vidas. Y claro que produce vértigo, pero ¡es un vértigo maravilloso! Mira, sé que voy a arrepentirme de contarte algo tan personal como lo que voy a contarte, pero parece que el alcohol me ha soltado la lengua. —Dejó escapar una risita y se aclaró la garganta con cierta comicidad antes de volver a devorarme con su mirada—. Cuando toco el violín y cierro los ojos, no es solo para concentrarme. Es también para imaginarme esas miradas que nunca llegaré a conocer y con las que querría conectar de una manera particular. A cada una quiero transmitirle algo diferente con mi canción y mi baile, a los que yo ya otorgo un significado propio. Cuando pienso en ello me lo imagino como un sueño, con múltiples interpretaciones, tan perfectas y convincentes en sus diferencias.

Sus palabras me produjeron un escalofrío.

Guardé silencio y la admiré en la noche. Parecía una fotografía antigua, en sepia, con la luz ambarina resaltando sus facciones. Sus palabras me habían golpeado como un ciclón en la conciencia. Fue como si me hubiera entregado la llave a una puerta que siempre había estado allí y que nunca me había molestado en abrir.

Sentía lo mismo que ella cuando cantaba, comprendí. Un momento antes habría sido inconcebible admitir que componía para alguien que no fuera yo mismo. Y, sin embargo, era cierto.

En aquel fugaz instante de clarividencia entendí que mi música no era solo para mí. Cantaba también para todos aquellos desconocidos que se encontraran tan desorientados y olvidados como yo. Para ofrecerles un camino, una cuerda o un sencillo mensaje que les convenciera de que su soledad formaba parte de un grito de miles de voces silenciosas.

Mi trabajo, me hizo entender Zoe, como el de muchos otros artistas en sus múltiples y variadas disciplinas, era encontrar y reunir a esas personas perdidas y demostrarles que no estaban solas. Que nosotros estábamos allí.

Desconocidos que nos reconocíamos precisamente en lo que nos hacía sentirnos distintos, únicos y aislados.

—Te quiero —dije de pronto aún conmovido.

Y entonces, del mismo modo en que me habían removido sus palabras, las mías rompieron el hechizo. Y como el aire que devora el vaho de un espejo al abrir la puerta, la culpa y el arrepentimiento borraron el resto de las emociones de mi cuerpo, dejándome frío y asustado. Aquellas dos palabras, advertí ya tarde, tenían un significado distinto para ella que para mí, igual que nuestro arte, que mis canciones y su música.

El beso que me dio fue como el sello sobre el lacre. Las palabras que podrían haber aclarado la confusión, que sabía que nos ahorrarían dolor y lágrimas más tarde, se quedaron dentro de aquel sobre que eran mi boca y mi cabeza, atrapadas y destinadas a marchitarse…

Horas más tarde, de vuelta en el piso y después de hacer el amor con Zoe, esperaba que me sobreviniera el sueño, pero enseguida supe que eso no iba a suceder y decidí aprovechar el tiempo. La cubrí con la manta para que no cogiera frío y salí de la habitación a la terraza del salón con una sudadera y su portátil.

La calle estaba desierta, con la luna vigilando las palabras que tecleaba casi con desesperación en el ordenador de Zoe. Necesitaba hablar con Oli y David desde que nos marchamos de Madrid, y entre una cosa y otra no había encontrado el momento.

Abrí la cadena de e-mails que compartía con ellos dos y que se llevaba perpetuando desde la première de Castorfa. Llevaba el asunto «Castorparty», y si bien podríamos haber creado una nueva, sin darnos cuenta se había convertido en una especie de broma privada entre nosotros.

Intentando ofrecer todo lujo de detalles, les conté las novedades de los últimos días: lo mal que lo había pasado en el examen de conducir (aunque ya supieran que lo había aprobado), lo bien que me había sentado escapar de Madrid, la desconfianza que me producía Selena a pesar de no haber sucedido nada, la inesperada sorpresa de reencontrarme con Emma en el aeropuerto de Barcelona y mi situación con Zoe.

No les mentí, pero tampoco les estaba contando toda la verdad ni todas las dudas que me atenazaban desde que la hija del señor Gladstone había atravesado las puertas de cristal del aeropuerto.

Sintiéndome como un cobarde, intenté acallar las melodías que me punzaban el cerebro. Era como si las dos palabras que había compartido con Zoe en el banco y que no me dejaban descansar fueran en realidad un par de semillas de las cuales habían crecido dos melodías enfrentadas que se disputaban el control de mi razón. Dos canciones que reptaban como hiedras por mi sistema nervioso y que me estaban devorando por dentro. De pronto eché de menos al Aarón del reality show, ese que era capaz de olvidarse de las consecuencias y de disfrutar solo del momento, sin preocuparse por el futuro. Un Aarón que, en el fondo, sabía que no era yo.

Unos pasos en el salón me pusieron en alerta. Me incliné para mirar desde fuera quién era. Ícaro cruzó la habitación como una exhalación, sin reparar en mí, y se metió en el cuarto de baño. Cerró la puerta y yo regresé al e-mail, pero entonces comencé a escuchar las arcadas del chico y me preocupé. Cerré la tapa del portátil y lo dejé en la mesa al volver dentro. Me quedé quieto en mitad de la oscuridad sin saber muy bien cómo reaccionar. Podía dejarle solo y volver a mi cuarto con Zoe, pero la última vez que alguien se había puesto enfermo en mi presencia (y en la de varios miles de espectadores) había terminado en el hospital…

Di un paso hacia el resplandor de la puerta del baño cuando escuché una nueva arcada, un gemido y, tras unos instantes, el rugido de la cadena.

Fui a darme la vuelta para que no me viera, pero la puerta se abrió antes de que llegara a moverme e Ícaro dio un respingo al encontrarme allí quieto.

—Joder, qué susto —exclamó antes de volver a susurrar—: ¿Qué haces levantado?

—No podía dormir —dije—. ¿Te encuentras bien? He oído…

—Estoy bien —dijo él con una sonrisa que no admitía réplica—. El alcohol, ya sabes, que es muy malo.

Aunque no dije nada, me extrañó que los calimochos que habíamos tomado fueran causa. Había visto al americano vaciar un bar y levantarse a la mañana siguiente como una rosa.

—Mañana he pensado que voy a aprender a montar en bici —dijo de repente, acercándose al balcón y cerrando la puerta que yo había dejado abierta—. ¿Te apetece?

—Yo ya sé —contesté divertido con la idea.

—Todos sabéis. Todo el mundo sabe. Pero ¡a mí nadie me enseñó! Y viviendo donde vivía, tampoco lo he necesitado nunca. Así que mañana seréis mis maestros.

Solté una carcajada y le dije que sí, que contara con nosotros.

Ícaro me dio una palmada en la espalda al pasar por mi lado y dijo:

—Me alegro de que Zoe y tú lo hayáis arreglado.

—¿El qué? —pregunté con el ceño fruncido.

—Sé que no es de mi incumbencia, pero estaba bastante triste hoy cuando te quedaste con Emma en casa.

—¡Fue una casualidad, yo no…! —Ícaro me interrumpió haciendo un gesto con las manos para que bajara la voz—. No fue premeditado —expliqué.

—Ya lo sé, y ella también. Pero las tías a veces… Bah, da igual. Está claro que sabes cómo solucionarlo —comentó, guiñándome un ojo y haciendo un gesto obsceno con la cintura antes de volver a su cuarto conteniendo las ganas de reír.

Cuando entré en mi habitación, Zoe se desperezó y advertí su silueta en la oscuridad incorporándose sobre un brazo.

—¿Con quién hablabas ahí fuera? —preguntó con la voz apagada.

—Ícaro… le ha sentado mal algo.

Zoe asintió con pesadez y cerró los ojos.

—¿Me pasas el pijama? Tengo un poco de frío

—Prefiero darte yo calor y que sigas durmiendo desnuda, ¿te parece?

Ella sonrió antes de encogerse de hombros y volver a dejarse caer en el colchón.

—Solo si tú haces lo mismo —ronroneó.

Y como ya sabía por experiencia que seguiría un buen rato sin conciliar el sueño, obedecí y me desvestí para acurrucarme junto a ella e intentar que el calor de nuestros cuerpos disipara, aunque fuera por unos instantes, mis preocupaciones.

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