Live

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Standing in the hall of fame

And the world’s gonna know your name

Cause you burn with the brightest flame.

The Script ft. will.i.am, ‹‹Hall of Fame››

Aquella mañana tendría que haberme quedado en la cama, a resguardo de las inclemencias del mundo bajo la manta, como si de una armadura o de la capa de invisibilidad se tratara.

Lo supe desde el instante en que entré en la cocina y descubrí que Leo se había terminado todo el café. Y lo confirmé cuando fui a coger unos pantalones limpios del cuarto de la lavadora y en su lugar encontré una disculpa de mi hermano garabateada en un

post-it por no haber tenido tiempo de planchar.

Que lo entendiera, ponía. Que ya sabía que para él tampoco iba a ser un día fácil. Que lo haría en cuanto volviera. Y como si fuera a solucionar algo mi situación, había tenido el valor de añadir una carita feliz debajo de su firma.

Ni siquiera la ducha caliente logró quitarme de encima la sensación de que aquel viernes no debería existir en el calendario. Me sentía como un condenado a la horca. La última ducha. La última tostada con leche fría. Los últimos pantalones (cogidos de la montaña de ropa sucia). La última camisa…

De acuerdo, tal vez estaba siendo demasiado catastrofista. Con un poco de suerte, a media mañana el día tomaría un rumbo diferente y la melodía que me machacaba la cabeza desde que había despertado se volvería un poco más amable, más alegre, y yo podría volver a disfrutar de la vida sin sentir un peso muerto entre el pecho y el estómago.

Si todo salía bien, en unas horas regresaría a casa con un flamante carnet de conducir en las manos. O, al menos, con un papel que me permitiría canjearlo por uno de verdad en las siguientes semanas.

Mientras terminaba de cepillarme los dientes, me aferré a ese pensamiento alegre con tanta fe que podría haber salido volando, pero la vibración del móvil en el bolsillo me hizo perder la concentración.

El coche de la autoescuela me esperaba abajo.

Me miré una vez más en el espejo, obvié las ojeras e intenté domar el pelo que volvía a tener demasiado largo, demasiado despeinado, demasiado descuidado. No era que la vanidad de Leo se me hubiera pegado en el tiempo que llevábamos viviendo juntos. La razón por la que ahora me preocupaba más por mi aspecto eran los

paparazzi y periodistas de revistas y programas del corazón que habían decidido acampar a la entrada del jardín que rodeaba nuestro edificio. Bueno, allí, en la puerta de la casa de nuestra madre y hasta en el colegio de nuestras hermanas.

Tras unos segundos más de batalla, di por imposible controlar los mechones rebeldes y me resigné. En el vestíbulo de entrada del edificio, saludé a los dos tipos de seguridad contratados por la urbanización que hacían guardia las veinticuatro horas del día y salí al jardín. El portero, igual de trajeado que el resto del personal de servicio, me escoltó, a través de la lluvia de flashes y preguntas de los periodistas, hasta el coche de la autoescuela.

—¿Cómo te sientes, Aarón?

—¿Cuándo podremos disfrutar de tu nuevo trabajo?

—¿Estará Leo apoyándote allí? ¿Y tu familia?

—¿Son ciertos los rumores que envuelven a

True Stars? ¿Qué opinión te merece la información que se ha filtrado sobre Kim-Kim y su representante?

Kim-Kim y su representante me parecían algo tan lejano que no podían importarme menos. Por supuesto, no dije nada. Cerré la puerta, mi profesora aceleró y nos alejamos de la marabunta de pseudoinformadores camino de Móstoles.

Parecía que el asunto de mi carnet de conducir, como cualquier cosa relacionada con los hermanos Serafin, se había filtrado a la prensa y convertido en una noticia de interés nacional en tiempo récord.

—¿Qué tal has dormido? —preguntó Mari, girando un instante el cuello para mirarme.

—No muy bien… —confesé con la mirada puesta en las calles de Madrid y la boca seca.

—Te va a salir estupendamente, ya lo verás —me aseguró la profesora mientras golpeteaba el volante al ritmo de la música de la radio—. Si puedes dar conciertos delante de miles de personas, esto para ti es pan comido.

Sonreí con ironía. Ojalá conducir me resultara tan natural como hacer música. Ojalá no me diera tanto miedo: un error en una canción podía suponer un gallo. Un fallo al volante… Prefería no imaginarlo.

Lo hacía más por cabezonería de Leo que por otra cosa. Él era quien había insistido en que sería bueno para mí aprender a conducir lo antes posible, y yo había terminado dándole la razón solo para que se callase.

En el fondo tampoco lo necesitaba. Pero desde el altercado en el supermercado, Cora había acordado que lo más seguro era contratar a un chófer y a un guardaespaldas que estuvieran a mi servicio día y noche. Y así lo había hecho.

Había sucedido a la semana de haberme mudado con Leo al nuevo apartamento: una mañana me di cuenta de que nos habíamos quedado sin leche y quise bajar yo mismo a por ella para no molestar a mi madre, que ya demasiado pendiente estaba de nosotros. Lo malo fue que no advertí que era sábado y que el supermercado iba a estar lleno de gente hasta que fue demasiado tarde y una marabunta se abalanzó sobre mí para pedirme fotos, autógrafos y hasta la botella de leche que había cogido de uno de los estantes. Por suerte, la seguridad del local consiguió sacarme de allí y pude volver a casa sin mayores problemas. Lo malo fue que no tardó en correrse la voz, mis padres se enteraron y decidieron tomar medidas. Y todo por no haberme tomado los cereales a palo seco.

No obstante, aquella mañana Leo me suplicó que fuera con el coche de la autoescuela al examen y que le dejara a él el mío. También había aprovechado para darle el día libre a Sergio, nuestro guardaespaldas privado. Total, no quería olvidar qué era eso de la libertad ahora que la había recuperado.

Aproveché el silencio que reinaba en el coche para sacar el móvil y entrar en internet. Mi hermano me había obligado a crearme una cuenta de Twitter pública y otra en Facebook, que ya contaban con casi cuatro millones y medio de seguidores, pero que apenas visitaba. Me pasaba las horas muertas en el perfil con nombre falso donde solo tenía a una decena de contactos. Por muy triste o patético que resultase, mi auténtica lista de amistades se reducía solo a diez.

Recibí un aviso de dos nuevos mensajes privados y entré a leerlos. El primero era de Zoe, deseándome toda la suerte del mundo para el examen. Me recordaba que estaba preparado, que iba a salir genial, que no me pusiera nervioso, que me quería y me echaba de menos. Ojalá yo estuviera igual de seguro que ella.

El segundo era de Emma, y comenzaba con una cita que reconocí enseguida:

«El miedo a un nombre aumenta el miedo a la cosa que se nombra».

Y si suspendes, siempre te quedará el autobús noctámbulo.

Besos,

E.

Sonreí para mis adentros con una sensación cálida en el pecho al reconocer las palabras del director más emblemático de Hogwarts y desvié la mirada hacia la autopista.

Llevaba preparándome para sacarme el carnet casi un mes. Por suerte, el teórico fue pan comido gracias a la guía rápida del código de circulación y a las decenas de exámenes que realicé por internet. Lo difícil vino después, cuando me coloqué delante del volante y Mari, con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo: «Venga, conduce». La sangre se me heló en las venas al escuchar aquellas dos palabras. ¿Cómo iba a conducir? ¡Si nunca, jamás, había tocado un coche!

Por suerte, la profesora, que debía de estar más que acostumbrada a encontrarse con cobardes como yo, me aseguró que no pasaba nada, que me limitara a mover el volante y que ella se encargaría de las marchas y los pedales. Y la verdad es que, después de lidiar con una multinacional sin escrúpulos y convertirme en una estrella mundial, aquello me resultó hasta sencillo. Luego vinieron las marchas, y entonces fue cuando la cosa se puso emocionante. «¡No mires la palanca para cambiar!». «¡Más despacio! ¡Más despacio!». «¡Me da igual que seas el ídolo de todas mis sobrinas!» «¡¿Quieres que te multen en tu quinta clase?!»

Y así hasta que logré domar el coche y pasar casi media hora al volante sin recibir una sola indicación por parte de Mari. Fue entonces cuando la profesora consideró que ya estaba preparado para presentarme al examen práctico. Por mí, lo hubiera retrasado meses y meses… pero sabía que cuanto antes me lo quitara de encima, mejor.

Y sin darme cuenta, había llegado el día. Pronto sería una persona independiente. Formaría parte del no-tan-exclusivo club de los portadores de licencias de conducir.

El móvil volvió a vibrar y di un respingo. Uno de los mensajes era de mi madre, los otros de David y Oli. Todos me deseaban buena suerte. «¡Espero que lleves la pulsera!», añadía mi amiga en el suyo. Sí, la llevaba.

Y como siempre había un simbolito más parpadeando en la parte superior de la pantalla. El pájaro de Twitter me avisaba de que tenía menciones sin leer. En realidad, siempre tenía menciones sin leer. Cientos de mensajes, incluso en idiomas que no entendía, que me pedían que los siguiera, que los retuitease, que escuchara sus canciones, que las versionara, que las publicitara, que les felicitara por sus cumpleaños, que asistiera a sus fiestas y hasta que aceptara sus proposiciones de matrimonio.

Intentaba no dedicarles mucho tiempo porque siempre terminaba agobiado y, más de una vez, de mal humor con la parte de insultos que también me tocaba. Pero en aquel momento, para distraerme un poco hasta llegar a las oficinas de la Dirección General de Tráfico, opté por echarles un vistazo.

No fue buena idea: todos estaban relacionados con el maldito examen.

Eran las diez de la mañana y el mundo entero parecía haberse conectado solo para desearme suerte o, los que menos, burlarse de mí por razones tan absurdas como tener casi diecinueve años y seguir sin carnet. Y todo porque a Leo se le había ocurrido mandarme ánimos desde su cuenta personal. No podía ser un hermano normal y enviarme un mensaje privado, llamarme o, yo qué sé, dejarme un

post-it con una carita sonriente, no. Tenía que proclamarlo en el ciberespacio.

De todos modos, no me quedaba otra que resignarme. Esperaba que las revistas tuvieran cosas mejores que cubrir, pero temía que las webs de cotilleos, peligrosas aves de rapiña, hubieran posteado ya la nueva aventura (¿o desventura?) del pequeño de los Serafin.

—Ya estamos llegando —me avisó Mari—. Y recuerda: lo sabes hacer perfectamente. Escucha las indicaciones y estate atento a todas las señales. No aceleres más de la cuenta, que nos conocemos.

Apagué por completo el móvil y volví a esconderlo mientras sentía que la tensión se me disparaba y las pulsaciones se multiplicaban en mi pecho. Me obligué a concentrarme en las palabras de Emma: en el fondo estaba haciendo una montaña de un grano de arena. Millones de personas en el mundo entero se habían sacado el carnet antes que yo, ¿por qué iba a ser yo diferente? Cuanto más miedo le cogiera, más me costaría ponerle un punto final al asunto. ¿Y qué más daba si había cientos de desconocidos pendientes de cómo lo hacía? ¿Y qué si mi fracaso corría como la pólvora y mi madre se enteraba de que había suspendido por el magacín del mediodía en vez de por una llamada mía?

—Creo que me estoy mareando —musité cuando enfilábamos el último tramo de carretera.

—Pues más te vale coger aire y cerrar los ojos… —dijo Mari con un tono de preocupación que me puso alerta.

Cuando me incorporé para mirar por el parabrisas, me quedé helado y tuve que parpadear varias veces para confirmar que lo que estaba viendo era real. Al menos una decena de periodistas, armados con cámaras de fotos y vídeo, custodiaban la entrada de la DGT. Aquello tenía que ser una broma.

—No puedo hacer el examen —musité—. No puedo.

—Tú agáchate y cierra el pico —me ordenó Mari, y en el estado de shock que me encontraba obedecí sin rechistar y me tiré al suelo. Me sentía como en

The Walking Dead, avanzando despacio entre la marea de zombis hasta la seguridad del complejo vallado—. Ya estamos —dijo mi profesora unos minutos después. Si alguien había reconocido el coche, desde luego no había hecho nada por intentar fotografiar el interior.

Una vez fuera de peligro, Mari me dijo que me quedara dentro y salió para avisar al examinador de que habíamos llegado.

«Esto es una pesadilla», me dije. Palabras que se confirmaron cuando vi a mi profesora regresar con un hombre alto y calvo como una bola de billar que enseguida reconocí a pesar de no haberle visto nunca.

Su mote era el Acelga y, en palabras de la propia Mari, se trataba del examinador más capullo de todos. Las posibilidades de que me tocara con él eran muy, muy reducidas, había añadido la buena mujer, que desconocía lo sencillo que era para mí atraer las desgracias de ese tipo.

Me incorporé para cambiarme de asiento cuando entraron en el coche, pero Mari me pidió que siguiera donde estaba. El Acelga abrió la puerta de detrás y se metió a mi lado, me dirigió una mirada del todo inescrutable y mi profesora arrancó.

—Este no es el procedimiento habitual —dijo el señor con una voz monocorde y sin apartar la vista de los papeles que llevaba en una carpeta—. Sin embargo, dadas las peculiares circunstancias, vamos a comenzar el examen a unas cuantas calles de aquí.

Mari fue siguiendo las indicaciones del hombre para salir por otro lugar y enseguida dejamos atrás a los periodistas. Llegados a ese punto, ya no sentía ni los dedos de la mano. ¿Cómo iba a examinarme? ¿Es que no existía la clemencia? ¿Por qué no valía con que Mari le asegurase que había practicado las horas reglamentarias y que ya no era (casi) un peligro público?

—¿Aarón Serafin? —preguntó el examinador con voz grave—. El carnet de identidad, por favor.

—¿No le vale con la que se ha armado ahí detrás para saber que soy yo? —bromeé, pero enseguida se me borró la sonrisa y le entregué el DNI.

Salí del coche, preocupado por que algún

paparazzo avispado nos hubiera seguido, y me coloqué en el asiento del conductor con Mari de copilota.

Tras darme las indicaciones pertinentes sobre cómo sería el examen (las mismas que mi profesora me había anunciado días antes), me puse el cinturón, coloqué adecuadamente los espejos, arranqué… y el coche se me caló. Mi cabeza se llenó de un ritmo frenético de violines que solo conseguí acallar a base de respirar profundamente varias veces. De nuevo lo intenté… y de nuevo se caló.

—¿Por qué no prueba a quitar el freno de mano? —sugirió el Acelga con un bolígrafo planeando sobre mi ficha.

Con una sonrisa, me di cuenta de mi error y por fin conseguí salir de allí y comenzar a circular, convencido de que estaba suspendido y que el tipo solo quería echarse unas risas a mi costa.

El silencio dentro del coche se volvió claustrofóbico. Hasta la música de mi cabeza parecía haberse ahogado en mis nervios. Con cada nueva indicación del examinador, salía de mi ensimismamiento e intentaba recordar que estaba conduciendo y que, por muy mal que creyese que lo estaba haciendo, peor sería si por el camino atropellaba a alguien.

Así transcurrieron los casi veinte minutos de examen: rotonda para arriba, calle para abajo, ceda a la derecha, semáforo en intermitente… Cuando el hombre me pidió que aparcara en cuanto encontrara sitio, mi mente borró por completo los últimos minutos de mi existencia. Como un autómata, salí del coche e intercambié posiciones de nuevo con Mari.

Mientras regresábamos al punto de partida, intenté recapitular todo lo que había podido hacer mal, pero no fui capaz de ordenar mis pensamientos. Las intersecciones, las indicaciones del examinador, las preguntas de los periodistas al salir de casa y el

post-it de mi hermano daban vueltas en mi cabeza en un carrusel sin sentido.

—Aarón, agáchate.

Nos acercábamos al centro de la DGT y los periodistas seguían apostados a la puerta. El coche atravesó el grupo de

paparazzi y aparcamos donde el examinador indicó.

Mari y el Acelga se bajaron y hablaron junto al capó del coche unos minutos. Yo me quedé en silencio intentando averiguar qué decían sin ningún resultado. Cuando volvieron al coche, tuve el presentimiento de que no traían buenas noticias.

El Acelga me miró entonces con seriedad y comenzó a enumerar todos mis errores. Y fueron muchos. Un peatón que no había visto cerca de un paso de cebra, una intersección que había hecho sin poner el intermitente, una rotonda que había tomado a demasiada velocidad, el dichoso freno de mano del principio…

—Me temo que está suspendido, señor Serafin —concluyó el hombre.

Y con esas palabras, me devolvió a la triste realidad.

Me daba igual lo famoso que fuera o los seguidores que tuviera en internet, los miles de discos vendidos o las portadas de revistas que hubiera en la calle con mi cara. Había suspendido el examen de conducir.

Lo más patético de todo era que no me preocupaba lo que dijeran mis padres, ni mi hermano, ni mis amigos, ni tampoco el dinero que tendría que apoquinar de nuevo si volvía a suspender la siguiente vez. No, lo único que tenía en mente eran los malditos periodistas que pronto averiguarían el resultado de mi examen y los miles de desconocidos que se burlarían de mí o me lapidarían bajo cientos de mensajes de frívola compasión.

Como había intuido por la mañana, aquel día no tendría que haberme despertado.

¿Y todavía había gente que quería ser famosa?

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