Live

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(Ho!) I don’t know where I belong

(Hey!) I don’t know where I went wrong

(Ho!) But I can write a song.

The Luminners Queen, ‹‹Ho Hey››

—¿Vuestro armario es igual de grande que el mío? —Fue Emma quien entró en la habitación para estudiarla con calma.

Por respuesta, abrí de par en par las puertas del mueble empotrado y me aparté para que lo estudiara.

—Vaya —dijo al fin—, aquí dentro podrías esconder todo Hogwarts y la mitad de Narnia.

Me eché a reír justo cuando Zoe entraba en el cuarto y se quedaba paralizada al descubrir a Emma allí.

—¿De qué os reís? —preguntó, esbozando una sonrisa insegura.

—Tonterías —le dije, y ella, tras unos instantes, asintió.

—¿Deshacemos las maletas ahora o mañana? —preguntó.

—¡Mañana, mañana! —exclamó Emma, ilusionada—. Estamos en Florencia, ¿no os morís de ganas por empezar a conocer la ciudad?

—Yo de lo que me muero es de hambre —respondí.

—Entonces no se hable más, voy a avisar a los demás. —Y desapareció dejando la habitación un poco más silenciosa que cuando llegó.

Zoe suspiró y depositó la carcasa de su violín sobre la cama, a continuación la abrió y comprobó que todo estuviera en buen estado. Después, sin decir nada, lo guardó en el armario. Yo la miré hacer sin pronunciar palabra. De pronto advertí una tensión entre nosotros que hasta entonces no había existido.

—¿Pasa algo? —pregunté en un susurro.

—No, nada —dijo, y se volvió para seguir guardando más cosas en el armario.

—¿No hemos dicho que vaciaríamos las maletas mañana?

Zoe se volvió hacia mí.

—Eso lo habéis decidido vosotros.

El comentario me pareció tan cortante que no supe qué añadir. Fruncí el ceño y me senté a esperar en la cama sin saber qué había hecho mal esta vez. De repente noté la presencia de ella junto a mí y alcé la mirada. Zoe se sentó a mi lado con los brazos entre las rodillas y la mirada puesta en el armario.

—Lo siento —dijo—. Es solo que…

—Es el cansancio —la interrumpí—. Todos estamos agotados después del viaje. Ahora lo que necesitamos es comer algo.

Ella me miró y separó los labios levemente, como para decirme algo, pero los volvió a cerrar y asintió. Me dio un beso en los labios y se levantó.

—Voy a beber un poco de agua —dijo, y se marchó dejándome allí, evitando repasar lo que acababa de suceder como el niño que no quiere mirar debajo de la cama por si encuentra un monstruo.

La cena tuvo lugar en una terraza cercana al hotel. Durante la velada aprovechamos para decidir los lugares que visitaríamos durante los siguientes días y el orden para que nos diera tiempo a todo.

Leo, por supuesto, quiso saber si en aquella ciudad legendaria existían también lugares en los que salir, y,

evidentemente, Ícaro no solo le respondió que sí, sino que él tenía sus favoritos y que nos llevaría a ellos las siguientes dos noches.

—Pero hoy toca el Ponte Santa Trinita.

—¿No es el Vecchio el que hay que visitar?

—Por la noche, no. Por la noche es mejor ir al Santa Trinita y admirar el paisaje. Aunque después nos acercaremos al otro, claro.

Una vez hubimos terminado de comer e Ícaro volvió a invitarnos, a pesar de las quejas del resto, nos encaminamos tranquilamente hacia allí. Las calles de Florencia se encontraban iluminadas por una suave luz ambarina que volvía aún más mágico el lugar. Corría una suave brisa que invitaba a cerrar los ojos y a imaginar que aquello solo podía ser parte de un sueño. Zoe y yo íbamos agarrados de la mano mientras Ícaro nos contaba anécdotas de la época en la que había vivido con su padre en Milán. Fue allí donde Lucilda había sido su profesora y niñera.

—Al principio pensé que podría con ella —contaba el americano con una sonrisa—, que sería la típica señora frustrada a la que detestaría desde el minuto cero y de la que me negaba a aprender absolutamente nada. Tenía casi catorce años y la misma libertad que me ofrecía mi padre cuando vivíamos en Nueva York, y encima estaba en un país nuevo…

—Pero pudo contigo, ¿eh? —le dijo Emma, golpeándole suavemente con el hombro.

Según nos contó, lo hizo a base de bien: pronto se dio cuenta de que aquella institutriz no tenía nada que ver con las mujeres que le habían cuidado desde pequeño, y en ella encontró no solo una gran amiga, divertida, amable y cariñosa, sino también la mejor confidente.

—Ella fue la primera a la que le dije que también me gustaban los chicos. ¿Y sabéis cuál fue su respuesta? Que mejor para mí; que así tenía más posibilidades de encontrar a la pareja perfecta.

Nuestras risas viajaron por el callejón de piedra, acompañadas del aplauso de mi hermano.

—Lo sé, es increíble —siguió el americano—. No sabéis la pena que me dio cuando tuvimos que volver a América. Desde entonces ha venido a visitarnos alguna vez, pero claro, no es lo mismo. Se mudó a Florencia hace un par de años, así que cuando decidimos venir no tuve más que pedirle que nos reservara su peculiar hotel para nosotros solos.

La calle desembocaba frente al río Arno, con las farolas del paseo y las luces de las casas colindantes reflejándose en su superficie negra. Parecía como si la ciudad entera quisiera imitar al cielo con aquel fondo azul oscuro casi negro del río, de los puentes y de las casas, y el fulgor de las farolas que se derramaba en el agua como estelas de un astro o columnas diluidas.

Anduvimos hasta el Santa Trinita y allí, solos, volvimos a apoyarnos en el muro y a admirar el paisaje. Enfrente de nosotros estaba el Ponte Vecchio con algunos de sus establecimientos aún iluminados rematando un cuadro perfecto.

—Uau… —masculló Emma a mi lado.

Eso mismo pensé yo. ¿Quién nos iba a decir una semana atrás que estaríamos los seis juntos en Italia? El suspiro de Ícaro, al otro lado de Zoe, me recordó la pregunta que iba a hacerle antes de que las vistas nos interrumpieran:

—¿Y tu madre? Leo me dijo que era ¿de Europa…?

—De Polonia, sí. —Se dio la vuelta y apoyó los codos en la piedra, observando el otro extremo del río—. El último recuerdo que tengo de ella es de cuando yo tenía diez años. Estaba en el colegio, en clase de matemáticas —explicó—. La secretaria entró en clase de repente un día y me dijo que mi madre estaba fuera y que quería verme. Lo primero que pasó por mi mente es que se había muerto alguien…

—Vaya… —musitó Selena, que al menos tuvo la decencia de no sacar la dichosa cámara para grabar

eso también.

—Me dijo que se iba —prosiguió Ícaro—. Que su vida no estaba allí, sino en los escenarios. Que lo entendería cuando fuera mayor… Que me quería, y que como sabía que yo también la quería a ella tenía que dejarla marchar. Que le diera permiso. ¡Yo! Me sorprendió tanto ver una lágrima asomar por debajo de sus enormes gafas de sol, que solo tuve fuerzas para asentir y darle un abrazo. Después se montó en un coche y se marchó.

La última palabra se tragó el resto de los sonidos de alrededor.

¿Qué se dice en estos casos? Éramos cinco los que habíamos escuchado su historia y ninguno supo cómo reaccionar. El hilo de mis pensamientos se había transformado hacía rato en una suave melodía de piano a modo de respuesta que me veía incapaz de traducir en palabras.

Entonces, Emma se acercó a Ícaro y le abrazó sin cruzar ni una mirada. Él la rodeó con sus brazos, y aquella fue la silenciosa señal que necesitamos el resto. Primero Leo y yo, y después Zoe y Selena. Los seis nos unimos en mitad del puente con nuestras cabezas apoyadas en los hombros del resto, sintiéndonos parte de algo que era más grande que nosotros mismos, tanto como las historias de las que cada uno formábamos parte. Tan grande como la que estábamos construyendo en ese preciso instante.

El agradecimiento de Ícaro llegó desde el núcleo del abrazo, y dio la sensación de que se refería a algo más que a nuestro gesto.

—Sé que le va bien —añadió cuando volvimos a ponernos en marcha camino del puente de los comercios por la orilla opuesta—. A veces encuentro en internet noticias sobre ella y sobre la escuela de ballet que ahora dirige.

—¿Y nunca ha intentado ponerse en contacto contigo? —preguntó Selena.

—No, que yo sepa. Tal vez cuando yo era pequeño, pero imagino que mi padre se cuidó de que no llegara a enterarme. Cuando nos abandonó, juró que no volvería a formar parte de nuestra vida, y así ha sido. Supongo que por eso detesto tanto el mundo del espectáculo, sin ofender —añadió con un guiño—. Me debato entre la indiferencia y la sensación de que el ballet me robó a mi madre, aunque, para ser justos, mi padre se la robó primero al ballet… era cuestión de tiempo que el arte recuperara lo que era suyo.

Leo se paró en seco, y el resto con él.

—Tienes que encontrarla —dijo—. Ahora que estás en Europa. Cambiaremos alguno de los destinos si es necesario. ¿Dónde está?

—¿Mi madre? —preguntó Ícaro, y de pronto me lo imaginé con diez años, a la salida del colegio, conteniendo las lágrimas—. No… no lo sé…

—Pero has dicho que podrías encontrarla, ¿no? —insistió mi hermano—. Es cuestión de buscarla por internet y averiguar en qué ciudad se encuentra.

—No sé… —dijo Ícaro sin cambiar un ápice el gesto, y echó a andar de nuevo—. No sé…

Leo, sin darse por vencido, aceleró el paso y se colocó delante de él. Ya estábamos casi al comienzo del puente.

—¿Cómo que no sabes? Tío, ¡es tu madre! ¿No querrías hablar con ella? ¿Contarle todo lo que has hecho en los últimos años? ¿Lo que vas a hacer en los próximos? Tu padre ya no te controla. Estoy seguro de que a ella también le hará ilusión…

—Hazlo, tú que puedes. Si no, te arrepentirás —añadió Zoe esbozando una triste sonrisa que me atravesó como un puñal.

Los padres del resto del grupo habían tenido y tenían una relación complicada, e incluso Emma había podido estar con su madre hasta que la enfermedad se la arrebató, pero Zoe ni siquiera había tenido la oportunidad de conocer a los suyos…

—Nunca sabemos cuánto tiempo nos queda —dijo Emma—. Es mejor aprovecharlo y realizar los sueños. Incluso los imposibles.

Sobre todo, los imposibles —corroboró Selena.

Ícaro pasó la mirada por el grupo y al final se encogió de hombros.

—¿Seguro que no os importaría cambiar alguna ciudad si fuera necesario?

Todos le aseguramos que en absoluto. Leo aplaudió y le dio una palmada en la espalda. El aullido de alegría de Emma atrajo la atención de un grupo de turistas que, tras unos segundos observándonos, comenzaron a cuchichear.

—Avistados —musité, pero solo Zoe me escuchó antes de que el grupo de jóvenes se acercara sin el menor pudor a nosotros.

Igual que había sucedido en Barcelona, aunque a mucha menor escala, nos pidieron en un inglés elemental que posáramos con ellos para unas fotos. Después fue la ronda de autógrafos, y para cuando quisimos darnos cuenta, otros tantos italianos que paseaban por el lugar más turístico de Florencia ya nos rodeaban armados con bolis y cámaras.

Zoe me agarró entonces de la mano y me arrastró literalmente entre los congregados hasta el espacio donde estaba tocando la guitarra y cantando un artista callejero. Una vez allí, se apoyó en mí y se encaramó a una de las columnas del centro y esperó a que todo el mundo guardara silencio para decir:

—Yo empecé como este hombre: tocando en la calle. Por eso siempre que puedo sigo haciéndolo, y sé que Aarón también —añadió, y yo sonreí y alcé la mano, un poco cortado—. Por eso, os agradeceríamos muchísimo que apoyaseis a artistas como… ¿Cómo te llamas? —le preguntó al guitarrista, acercándose para oír su respuesta—. A Marco… Que apoyaseis a Marco dejándole algunas monedas mientras nos entretiene con su música y nosotros firmamos.

De un ágil salto volvió al suelo, ante mi mirada atónita y la de todos los desconocidos, que enseguida comenzaron a cumplir su petición. El tintineo de las monedas cayendo en la funda de la guitarra del músico se mezcló con las notas del instrumento mientras Zoe y yo proseguíamos con la firma y las fotos.

Cuando el camino se despejó un poco y el dinero recopilado por el cantante callejero formaba una considerable montaña, busqué al resto del grupo y advertí que nos habían dejado solos. En el móvil, cuando pude sacarlo, descubrí que tenía un mensaje de mi hermano con un emoticono con la lengua fuera y la foto del pequeño mar de cabezas rodeándonos.

Ya era pasada la medianoche cuando nos quedamos solos con Marco y los últimos turistas se alejaban por ambos extremos del puente. Le ayudamos a recoger las monedas dentro de una bolsa de tela que apenas podía cerrar y nos agradeció infinitamente lo que acababa de suceder.

—No sé quiénes sois, pero muchísimas gracias —dijo, gesticulando con las manos para acompañar sus palabras en un inglés italianizado y repitió el agradecimiento una segunda vez mirando a Zoe.

Nos despedimos del músico con la sensación de haber hecho algo increíble. Él se alejó con la guitarra colgada a la espalda, las luces de las farolas iluminando su perfil como si de la portada de un disco se tratara. Saqué mi móvil y capturé la imagen para ponerla de fondo de pantalla.

—¿Feliz? —me preguntó Zoe.

—Muchísimo.

Regresamos al hotel de la mano y sin hablar. Después de lo ocurrido, el mundo parecía un poco más silencioso que antes. En mi mente se había compuesto una melodía completa y estaba deseando llegar a casa para poder liberarla en una partitura.

—¿Aarón? —La voz de Zoe me sacó del pentagrama imaginario y me devolvió a las calles de Florencia—. ¿Cuál es tu sueño?

—¿Mi sueño? —La pregunta me pilló tan desprevenido que no supe qué contestar durante unos instantes—. Supongo que seguir haciendo música toda mi vida y poder vivir de ella.

—¿Sin ser famoso?

—Me gusta que reconozcan mi trabajo… pero preferiría poder salir de casa sin que me acosen —maticé, divertido—. Aunque lo de esta noche ha sido… ¡Dios, Zoe, ha sido increíble! —estallé, soltando su mano para acompañar mis palabras con un gesto.

Zoe se echó a reír.

—Lo sé —comentó—. Y me alegra comprobar que aún puedo olvidarme por un segundo de que me conoce más gente de la que jamás seré capaz de imaginar y, no sé, ¿volver a ser la de antes?

—Eres la de antes —le dije, ralentizando el paso hasta casi pararnos. Estábamos ya en la Via Giuseppe Verdi, a unos pocos portales de nuestro destino—. Yo al menos te veo igual.

—Entonces es que no me miras de verdad —dijo. Posó la mirada en el suelo y su corta melena le cayó por encima de los ojos—. No soy la misma desde que salí del programa. A ver, me encanta tocar delante de tantísima gente, que me reconozcan y todo eso. Pero ahora sé que si todo se va al garete, será únicamente por mi culpa. Y noto que esa presión y el hecho de que a veces haya tantos ojos mirándome…

—Créeme: has nacido para esto. Para encontrar valor cada mañana y enfrentarte al público, y combatir los peores momentos con tu música y luchar por tu sueño. Eres una artista de las de verdad, de las que no se rinden.

Tras decir aquello, guardé silencio. No sé si era eso lo que necesitaba escuchar o si en el fondo estaba repitiéndole el discurso que ella había compartido conmigo unos días atrás.

Cuando Zoe se echó el pelo hacia atrás, volvía a ser la chica sonriente que conocía.

—Ha sido un día muy largo… mañana estaré mejor.

Le dije que sí, que seguro. Aunque cuando, un rato después, me encerré solo en el comedor de la peculiar pensión, con la luz de la lamparita encendida y mi cuaderno sobre las rodillas, no pude evitar pensar que no era tan fácil. Que el sol se limitaba a engañarnos para hacernos creer que al amanecer todo parecía más sencillo, cuando lo único que sucedía era que su luz clara hacía las sombras menos evidentes.

Esa noche compuse las primeras versiones de dos temas y, para cuando terminé, sentí por primera vez que, en lugar de haberme liberado de algo, me había vuelto un preso de mis letras y notas. Había dado forma y color a mis dudas respecto a Zoe, respecto a mis sueños y a mi futuro. Respecto a mi vida en general. Y ahora sería más difícil fingir que no existían, así que terminé por arrancar aquellas hojas y tirarlas a la basura.

Estaba a punto de hacerse de día cuando me metí en la cama junto a la violinista, pero fue en vano: el sueño no me acompañó. Debió de quedarse zanganeando entre los compases de mi confesión hecha trizas de papel.

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