Lina

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32. Las cavilaciones de François

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32. Las cavilaciones de François

Mercedes discutía con François el precio de una escultura en hierro inspirada en la mitología griega con forma de carrito de supermercado alado titulada Ícarro.

—Doscientos ochenta mil dólares me parece un precio excesivo, ofrezcamos doscientos veinte mil —dijo ella con tajante cordialidad.

—¡Imposible! ¡Pedían trescientos mil!

—No estarás hinchando tu comisión, franco Francisquito…

Mercedes poseía la facultad de decir lo que pensaba sin resultar hiriente. François sonrió con picardía.

—Te apuesto a que en menos de un año te la coloco en el mercado a un treinta por ciento más —aseveró con la codicia asomando entre los labios de su sonrisa pícara.

—Sí, pero la han bajado de precio nada más empezar. Vamos a ver hasta dónde llega su desesperación. ¿Qué le parece a usted, William? —preguntó dirigiendo el catálogo hacia el mayordomo, que acababa de entrar a servir té.

Él, manteniéndose erecto con la tetera en la mano, descendió levemente la mirada desdeñosa.

—Me parece que Ícarro va a salir volando con el dinero de quien lo compre, señora.

Mercedes rompió a reír.

—Es usted un viejo sabio. No se hable más. François, ofréceles lo mínimo posible.

El belga dio un respingo ofendido.

—¿Qué? ¿Ahora cuenta más la opinión de un criado que la mía?

—No me sea elitista, señorito belga. El arte no entiende de clases sociales. ¿Verdad, William?

—Los pobres ya no tienen espacio en sus pequeñas casas para colgar todos los Picassos que compran —puntualizó el mayordomo mientras se marchaba altivo con el servicio de té dejando a Mercedes muerta de risa.

François recibió una llamada. Fue al jardín para hablar en privado. Era del banco. La cuenta estaba en números rojos y habían devuelto varios recibos. Bien por nerviosismo, bien por ir en mangas de camisa, al belga le castañeaban los dientes.

—¡William, tráigame una manta, por favor! ¡Estoy helado!

Hizo un esquema mental de las alternativas viables para obtener una gran suma dinero en poco tiempo. Podía hinchar de precio alguna basura y colocársela a los chinos o volver a blanquear dinero para el Chulo Torres. O… Había llegado a sus oídos que alguien estaba tratando de deshacerse en el mercado negro de una codiciada obra robada años atrás. A Mercedes no podía ofrecérsela, pues ella, pese a ser inteligente, se regía por ridículos principios morales. «A la porra los escrúpulos. La vendo al Chulo, a ese siempre originales, hago una copia para los chinos y vivo holgadamente durante un buen tiempo».

Estiró el cuello hacia derecha e izquierda, abajo y arriba… «¡Qué tenso estoy! No debería afectarme. Un amplio porcentaje de obras legales son falsificaciones o de dudosa procedencia. Algunas se exponen en los museos. ¿Por qué no voy a hacer lo mismo? Endzela va a protestar cuando la envíe de nuevo a Alemania. Últimamente está mosqueada. Alguien llama cada dos por tres al teléfono de casa y cuelga sin decir nada. Me da una rabia que la asusten… Es una chica muy buena. Espero que sea Lina para fastidiar y no un acreedor. Voy a pagar muy pronto. La paciencia es la virtud de los caballeros. François siempre cumple».

Telefoneó a la georgiana. Necesitaba oír de su boca bellas combinaciones de sílabas y olvidarse por un momento de los peligros de su significado. Tras varios tonos, saltó el contestador. «¿No responde? ¿Qué estará haciendo? Ah, debe de haber ido a la biblioteca. De todas formas, aunque tenga el móvil en silencio, ve la luz de la llamada».

—¡William! ¿No me oye? ¡Tráigame una manta!

Cuando vio aparecer al mayordomo con ella en la mano, se estiró en la tumbona para que lo arropara.

—¡Por fin!

El inglés la lanzó sobre él desde donde estaba y se dio media vuelta. François, desconcertado por tan maleducada reacción, le sacó la lengua a modo de burla.

—Británico engreído…

Nada más taparse, volvió a la carga con Endzela. ¿Por qué no le cogía el teléfono? Hizo una llamada y otra, otra, otra… Al temblequeo del frío se le sumó el de la indignación. ¿Por qué no salía un momento para hablar con él? Lina lo habría hecho inmediatamente. Sí, la pianista poseía todas las cualidades para proporcionar tranquilidad a un hombre: un físico poco agraciado y una mente brillante, pero débil. Lamentó no haberse enamorado de ella. Por culpa de la selección sexual, los machos estaban instintivamente condenados a pelear por las más jóvenes y bellas.

Le sobrevino una inmensa compasión hacia todos los hombres de la historia, obligados por cadenas antropológicas a deshacerse de las hembras frágiles, siendo estas las únicas capaces de entregarse ciegamente. «Señorita georgiana, espero por su bien que no me esté engañando con otro, porque François no lo va a consentir».

No tardó en recibir un mensaje: «Estoy reunida en la editorial. Te llamaré en cuanto termine».

«¿Reunida?», se preguntó con un mohín de incredulidad.

Hizo algunas llamadas a China y México. Puso la liebre a correr para despertar el instinto de los zorros. Estaba nervioso. Con una chispa, el bosque prendería con él atrapado dentro.

Remolinos de hojas secas que el viento escamondaba lo incitaron al desahogo. Se puso en pie de un salto y fue hacia ellas. William, atónito, se detuvo a contemplar la escena desde la ventana de la biblioteca. ¿Qué le pasaba al míster-monsieur? ¿Por qué razón pirueteaba vesánico? ¿Habría pisado un panal de avispas? ¿Debía ir a buscar su crucifijo para protegerse?

«¿Y ahora qué hace?».

Observó con estupor cómo se colocaba la manta a modo de capa.

«¡Si se cree un superhéroe! ¿Aviso a la señora de la perversión?».

Su cara de sorpresa fue en aumento cuando vio que François arrastraba los pies hacia delante y atrás en un mismo punto. «¿Piensa despegar así con la capa?».

—¡Qué lástima de cabeza! Pobres hormigas.

Un par de minutos después, el belga comenzó a brincar con frenesí sobre la hojarasca. William, carente de la voluntad necesaria para apartar la vista de tan curioso espectáculo, aprovechó el tiempo pasando un paño al cristal de la ventana desde donde lo observaba. «Ojalá saliera despedido y no lo viéramos más». Tras ciento cuarenta y dos saltos contados, el arrepticio corrió hacia el interior de la casa. El mayordomo agradeció haber nacido en la flemática Inglaterra. «Allí, a las flores les pedimos que tengan perfume, y a los hombres, educación».

Mai entró en la biblioteca con una bandeja. Había preparado un almuerzo típico inglés llamado Ploughman’s lunch. El plato llevaba queso cheddar, jamón cocido, ensalada, salsa de tomate, pan crujiente y encurtidos. William le dio las gracias con un gesto. Habían aprendido a entenderse sin necesidad de palabras.

Ella se retiró cavilosa.

«Un hombre mayor sin hijos ni mujer... ¿Quién lo cuidará cuando no pueda valerse por sí mismo?».

A Mai le conmovía la historia de un criado que había sacrificado su vida personal por lealtad a un patrón. No, él no era como los demás. Y ahora iba para viejito y estaba muy solo.

Él se sentó a almorzar pensativo.

«Una chica incapaz de salir y desenvolverse en el mundo. ¿Qué será de ella si un día le pasa algo a Mercedes?».

A William se le partía el alma al pensar en la historia terrible de una niña vendida por sus progenitores a una red de prostitución.

Si algo desollaba a Mai, incluso más que las atroces experiencias vividas en las calles de Hanói, era que sus propios padres la hubieran entregado a los hombres malos. Mitigaba el dolor imaginando que lo habían hecho engañados, con la loable intención de darle un futuro mejor. Probablemente les habrían contado que la niña era para una señora rica sin descendencia o algo parecido y que recibiría una buena educación. Ahora se alegraba de no haber conseguido escapar para ir a buscarlos. Así les había evitado el pesar de saber lo sucedido.

François estaba en la cocina jadeando cuando ella entró. El rubor de la chica hizo que en el belga aflorara un tierno instinto de protección.

—¿Te he asustado? Perdona. ¿Preparas dos Bánh mì y nos los comemos?

Ella permaneció impertérrita sin decir ni sí ni no, aterrada ante la idea de sentarse con él en la mesa. François, que había adivinado la razón de sus temores, quiso tranquilizarla.

—Yo almorzaré en el jardín —puntualizó.

Mai, algo más aliviada, se puso a preparar a toda prisa los típicos bocadillos vietnamitas. Quería acabar cuanto antes. Él la hacía sentirse incómoda. Incluso de espaldas, notaba su mirada escrutadora clavada en ella.

François acortó la distancia física entre ellos.

—¿Te gustaría salir de aquí algún día, casarte, tener tu propio hogar?

No pudo evitar reír al ver que la chica se quedaba fosilizada con el cuchillo suspendido en el aire.

—Tranquila, que solo era una pregunta —dijo mientras le acercaba las verduras encurtidas.

Aun a riesgo de espantarla del todo, le retiró con delicadeza el mechón de pelo que amenazaba su ojo. Mai se sujetó con tal fuerza al mango de la sartén que François llegó a temer que le arreara con ella si se aproximaba un centímetro más.

—¿Te he molestado? Solo trataba de ser amable. Tu desprecio me hace sentir mal, ¿eh, señorita?

La joven, tras tragar saliva varias veces, habló con un hilo de voz.

—Preguntar a doña Mercedes si también quiere almorzar Bánh mì.

François le impidió el paso sonriendo con picardía. «No debería hacer esto, pero es que esta criatura me resulta totalmente irresistible. ¡Qué vocecita más entrañable...!».

—La señora ahora no quiere nada. Está ocupada.

Mai se afanó de nuevo con la comida. Él fue a atender una llamada de teléfono del intermediario mexicano. En principio, el Chulo Torres estaba interesado. François tragó saliva. «Allá vamos. La suerte está echada».

Cuando colgó, un nudo en la garganta le impedía respirar. Al entrar de nuevo en la cocina, la hermosa imagen de Mai en los fogones le produjo placer y vértigo a partes iguales. Le resultaba una delicia el encanto de su sencillez, pero solo como observador. Las pinturas costumbristas eran magníficas siempre que uno no formara parte de ellas. Mejor aún, siempre que uno dispusiera de fondos para mercadear con ellas. Él había logrado escapar de la mediocridad y haría cuanto fuera necesario para no volver a caer en sus desagradables garras, incluso venderle el alma al diablo o, lo que era lo mismo, al Chulo Torres. Sí, él poseía la suficiente ambición como para soportar el hedor de la inmundicia. «Puedo sobrellevarlo. Dispongo de fortaleza e ingenio. François es un triunfador. Nada ni nadie lo va a tumbar».

Se revistió del coraje necesario para creerse invencible, pero un disfraz solo disimula, de modo que, en un momento de descuido, le vino a la memoria una imagen de Pu Yi, el último emperador, en la cárcel. Durante un instante se vio en su lugar, destronado y sin la protección de su familia. «Mamá, perdóname por haberos quitado el dinero… Quiero ir a devolvértelo con intereses, pero me da tanta vergüenza…».

Comenzó a sollozar. No se trataba de un llanto fuerte como cuando inesperadamente se desata un violento aguacero, sino una llovizna de esas que calan la tierra yerma y resucitan la semilla del remordimiento que hiberna en sus entrañas.

Mai se acercó temblorosa con el bocadillo en la mano mientras François, con cara de espanto, le suplicaba auxilio con la mirada. Él, al sentir el leve roce de su dedo, tuvo dudas. ¿Aquello era una caricia consciente? Fue incorporándose lentamente, tal y como haría un cazador para no alertar a su presa. Cuando estuvo frente a aquel rostro de pureza porcelánica, sintió un deseo incontrolable de poseer su alma pudorosa.

No pudo refrenar el impulso de aferrarse a la joven aun a riesgo de ser descubierto.

Ella, al revivir el ominoso anhelo carnal de un hombre, perdió el conocimiento.

François la estrechó entre sus brazos. El placer que le produjo sentirse dueño de aquel cuerpo desfallecido y sumiso le proporcionó un deleite tan arrebatador que a punto estuvo de echarlo todo a perder.

«No, Mercedes la protege como si fuera su mascota más preciada. Me mata si le hago algo».

Salió corriendo a llamar a William.

—Ayúdeme, la cocinera se ha desplomado en el suelo.

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