Limbo

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1. Matadero, ella

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Rodamos aquel primer día cientos de millas a través del estado de Pennsylvania. Sólo en una ocasión nos detuvimos, no más de quince minutos, en una de los cientos de áreas de descanso que salpican la autopista; casetas con poco más que lavabos separados por sexos y dos máquinas expendedoras, una de refrescos y otra de snacks. De ahí, de esas máquinas, extrajimos las chucherías que comimos, de modo que cuando ya anocheciendo, y habiendo atravesado la totalidad de Pennsylvania, entramos en la localidad de Hagerstown, estado de Maryland, no sólo nuestras espaldas se hallaban resentidas sino que nos sentíamos hambrientos. Se sabe que tras bañarse en agua de mar el turista experimenta una fantasiosa y acusada sensación de hambre —sólo hay que ver cómo la gente multiplica las raciones de comida en la playa—, pero también conducir produce ese efecto, como si hubieras llevado a cabo un gran trabajo, y no has hecho nada, sólo permanecer sentada mientras lo que se mueve son las casas, las vallas publicitarias, los arcenes y los perros; qué pena me daban todos aquellos perros. Se lo comenté a él cuando entramos en la habitación del primer motel que encontramos, extrarradio de Hagerstown, a lo que me respondió que él no había visto ningún perro pero que sí había trabajado mucho, tenía su libreta llena de notas —la extrajo del bolso, la sostuvo unos segundos en el aire—. Salimos a cenar algo. Un domingo por la noche no es fácil encontrar un local donde cenar en Hagerstown —nos hacía gracia pronunciar ese nombre, Hagerstown, más que una palabra parecía tres amontonadas—, ciudad de no más de 50 mil habitantes, crecida al amparo de una hoy inexistente industria del carbón. Creimos estar en una de esas ciudades del norte de Gran Bretaña. Indudablemente vino a la memoria de ambos un buen puñado de grupos de música británicos que habían conformado nuestra educación musical, fuimos comentándolo hasta que llegamos a lo que parecía ser la calle principal, peatonal, en cuyo extremo aparcamos el coche. Comenzamos a caminar, tan sólo nos cruzamos con dos personas, a lo sumo tres, todos ellos ancianos que cogían de la mano a algún niño. Si te fijabas, pero había que fijarse con especial atención, las ventanas de las casas, en su unión con las fachadas de apagado ladrillo rojo, contenían una delgadísima línea de hollín, centenario. El les hizo fotografías que el visor luego transformaba en mapas de lugares que nada tenían que ver con esas líneas ni con esas casas; por ejemplo, la calle de mi abuela materna, en Puebla, donde pasé los veranos de mi infancia, o el jardín de la casa de mis padres, en México D. F. Pateamos la calle principal, las adyacentes y las adyacentes a las adyacentes. Pronto nos dimos cuenta de que no podríamos encontrar un lugar donde cenar algo caliente. Regresamos al monovolumen, rodamos hasta la gasolinera que habíamos visto en la entrada del pueblo. Una batería de máquinas expendedoras nos proporcionaron patatas fritas, sándwiches de roast beef con mayonesa y refrescos, que minutos más tarde comimos en el hall del motel en tanto en el televisor un tipo subastaba lotes de vacas marrones y blancas en algún lugar de Kansas. Las reses entraban a un prado por una cancela muy estrecha —él comentó que quizá el roast beef que en aquel momento masticábamos fuera de una de esas vacas, y también que en el televisor el cielo tenía el mismo azul que mis pupilas—, y allí un tipo marcaba las vacas en el lomo con un hierro candente, otro tipo las contaba, y después una a una se perdían en un túnel cuyo fin no se veía. Tuve entonces la sensación de que jamás llegaríamos al Pacífico. Esa noche, cosa rara, dormimos de un tirón. Era habitual en él ir al lavabo en torno a las cinco de la madrugada, o despertarse sobresaltado cuando el más mínimo ruido o imagen incómoda se cruzaba en sus sueños. Yo me había acostumbrado a utilizar una de esas mascarillas de Lan-caster que untadas en la cara proporcionan un efecto de relajación muscular similar a un anestésico; tu rostro parece el de una muerta, pero duermes de un tirón. Al día siguiente comimos en abundancia de cuanto disponía el desayuno: fruta, café y huevos rancheros. Yo porque el sándwich de roast beefde. la noche anterior me había dejado a medias, y él porque se le ocurrió la extraña idea de que de ese modo tendríamos más energía para llegar a Los Ángeles por la ruta que dibujara la línea más recta. Fue ese día cuando su habitual buen humor empezó a sufrir cambios —se puso muy nervioso cuando le dije que nuestro camino no tenía por qué ser necesariamente recto, que no pasaba nada si dábamos ocasionales rodeos—. Un cálculo a ojo sobre el mapa de carreteras nos indicó que Charleston, pequeña localidad de West Virginia, sería un lugar adecuado para dormir; tomamos esa dirección. A partir de entonces, y sin casi tener que echar mano del mapa, yo cogería siempre el desvío que dijera West. Toda señal que portara esa palabra, de algún modo u otro nos llevaría a Los Angeles. Aquel día dormimos en Charleston, pero ya antes de llegar él comenzó a notar picores en pecho, piernas y barriga. En la habitación del motel, de moqueta sucia y equipación deficiente, inspeccioné su cuerpo. Se trataba de picaduras, agrupadas de tres en tres, cada grupo formaba un triángulo casi equilátero, no parecían de mosquito. Me agaché para palpar sus ingles; nos excitamos. Desde nuestra salida de México, fue ésa la primera vez que hicimos el amor. Por voluntad de ambos, también fue la primera vez en toda nuestra relación que no usamos preservativo. Fue una experiencia reveladora por el tacto directo piel a piel, pero lo cierto es que no me quedé muy satisfecha; él parecía desear terminar cuanto antes. Lo alucinatorio de una plaga no es su propagación sino su silencio, y tras consultar diversas páginas de Internet supimos que una plaga de chinches azotaba la zona este de Estados Unidos. En multitud de fotos, los afectados señalaban las picaduras, de tres en tres, en triángulo equilátero, idénticas a las de él. Otras páginas detallaban las diferentes cadenas de moteles en los que tales parásitos habían sido detectados y, en efecto, el motel de Hagerstown pertenecía a una de ellas. La plaga había alcanzado tales dimensiones que la Biblioteca de Nueva York se había visto obligada a cerrar sus puertas al público. Las chinches, instaladas en los libros, hacían ahí su espacio de hibernación; concretamente, en esa oscura zona de todo libro donde cosidas o encoladas se juntan las páginas y todas las páginas son la misma página —seguro que tiene un nombre técnico, que desconozco—. Las chinches de la Biblioteca habían sido localizadas gracias a perros, adiestrados para olfatearlas. Por un informe del Departamento de Salud supimos que es común que éstas se desplacen de un lugar a otro de la geografía adheridas a aquellos objetos que, moviéndose entre puntos lejanos, dispongan del mejor resguardo posible. Antiguamente tales objetos eran maletas, ropa de viajantes de comercio, camiones de empresas de mudanzas y gente errante en general. A fecha de hoy —decía el informe—, son los teléfonos móviles. Se introducen por el agujero de carga de batería o por el del auricular, y allí pueden permanecer aletargadas hasta un año sin necesitar sangre animal o humana. «Para moverse parasitan la alta tecnología —dijo él—, como nosotros parasitamos el GPS», lo que no dejó de parecemos cómico. Los días siguientes no cesó de rascarse. Cada vez que entrábamos en un motel pedía que le dejasen inspeccionar la habitación. Ante la atenta mirada del encargado, que solía ser hindú, varón, entre cuarenta y cincuenta años de edad, él deshacía los laterales de la cama, quitaba las sábanas e inspeccionaba las costuras del colchón; en algún lugar había leído que las chinches de motel habitan fundamentalmente en esos intersticios. Al más mínimo signo de excremento de insecto, me pedía que nos fuéramos. Con el paso de los días dejé de acompañarlo en esa tarea, le esperaba en el monovolumen, al ralentí. Recuerdo ver su silueta —pantalones apretados y zapatos de punta a pesar del calor de junio— ir de una habitación a otra, regresar a la recepción, discutir con el encargado, regresar ambos a la habitación, discutir dentro de la habitación, para venir luego hacia el monovolumen a paso rápido, dar un portazo y decir «arranca, paso de estos yanquis», o paso de estos hindús, o paso de estos paquis, o paso de estos latinos. Encontrar motel se hizo entonces cada vez más difícil, a las tres de la tarde teníamos que comenzar la búsqueda y hasta las once de la noche no solíamos encontrar aquel que él consideraría óptimo. Ni que decir tiene que inspeccionó su teléfono móvil una y cien veces. Lo destripó literalmente. Lo hacía cada día al levantarse, al mediodía y antes de acostarnos. Yo le tomaba el pelo diciendo que parecía seguir la pauta de una medicación, y él se enfadaba aún más. Eso se sumaba al mal humor que ya venía mostrando. Fue entonces cuando comencé a pensar que tanto las chinches como nosotros nos desplazábamos hacia el Pacífico llevados por planes en absoluto concretos, en busca de algo que no sabíamos si tan siquiera existía, el Sonido del Fin. América es un país por hacer, sólo hay que viajar por el Medio Oeste y el Oeste para darse cuenta de lo virgen que es aquello, hay un aire de progreso detenido, y nosotros, me refiero a él, a mí y a las chinches, lo estábamos haciendo, estábamos construyendo ese progreso, «o cuando menos contribuimos a su construcción», dijo él una noche mientras en un restaurante, y con una inopinada canción de los Eagles de fondo, despedazaba con sus dedos un trozo de pan hasta convertirlo en finísimas migas. Vuelvo a la maleta en la que fui transportada. Antes vuelvo al apartamento en el que permanecí dos años encerrada: yo durmiendo y el cerebro trabajando para dar soluciones a problemas que aún no existen, pero ¿qué pasa con los que ya existen? Una de las soluciones que, una noche especialmente fría, mi cerebro me comunicó fue pensar en los secuestradores como en los buenos de la película. En efecto, ellos son los buenos, sólo que nadie lo sabe. Para ello, el cerebro no me habló de la virtud, ni de la moral ni de las conspiraciones que el mundo de los poderosos urde a fin de neutralizar minorías, sino de la publicidad. Lo hizo con este ejemplo: no hay artista, científico o creador cuya obra triunfe sin que su trabajo vaya acompañado de una buena calificación por parte de los expertos, sí, pero también por la bendición de la opinión pública. Por ejemplo, un libro como el Quijote no es lo que es porque el Quijote sea un buen libro —que también—, sino porque el propio Cervantes —no el escritor sino esa persona del siglo xvn llamada Miguel de Cervantes Saavedra— tuvo, tiene y posiblemente tendrá el beneplácito de la opinión pública; en pocas palabras, cae bien. Te pongo otro ejemplo —continuó mi cerebro—, éste en negativo: Hitler, personaje justamente desdeñado, escribió Mein Kampf. Puede que Mein Kampfsea. una obra maestra de la literatura universal, puede que Mein Kampf sea un Quijote o un Otelo, pero eso nunca lo sabremos, y cuando digo nunca quiero decir exactamente nunca, hay una imposibilidad física de que eso ocurra debido al carácter netamente monstruoso del autor. Del mismo modo —propuso el cerebro—, puede que los secuestradores sean estupendas personas, puede que sean los buenos del mundo, los buenos de la historia, sólo que nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. Te invito a que seas tú, precisamente tú, quien intente averiguarlo. Eso fue lo que me propuso mi cerebro una noche en la que hacía mucho frío y mi cuerpo temblaba bajo las sábanas. Recuerdo que después me levanté y, a pesar del frío, me desnudé para ponerme ante el cristal de la ventana; no había espejos. Todo secuestrador sabe que lo óptimo sería darle al secuestrado la posibilidad de verse en un espejo, sólo así pueden contemplarse las marcas del encierro, me refiero a la atrofia de los músculos, la piel en su proceso de emblanquecimiento, las oscuras bolsas que se forman bajo los ojos, la caída del cabello, y, en suma, la pérdida de fe en uno mismo y la derrota moral que todo eso conlleva. Pero también conoce el secuestrador la facilidad con la que se rompe un espejo, y la aún mayor facilidad con la que la víctima puede ocasionarse la muerte, abortando así toda posibilidad de exigir un rescate en óptimas condiciones. He llegado a saber que es éste un problema irresoluble que en la jerga del hampa es llamado —no es muy original— el problema del espejo. De modo que, decía, me vi en el cristal de la ventana, desnuda y tan bien modelada como siempre: las caderas sólo ligeramente más anchas que el pecho, las rodillas en la escala que piden los hombros, grasa sí, pero no superflua, los pechos firmes y un poco separados, y el vello del pubis un trapecio justamente poblado. Si hubiera tenido una cinta métrica, podría haber tomado medidas del perímetro de mi cintura y de mi cadera, y con sólo hacer una simple división habría comprobado que la razón de la una a la otra aún era de 0,7 —se sabe que en toda cultura del planeta el canon de belleza femenina es ése: la razón de la cintura a la cadera ha de arrojar la cifra de 0,7—. En lo que se refiere al rostro, el cristal no lo reproducía con suficiente detalle, pero comprobé que, como solía decir mi abuela, seguía pareciéndose al de la actriz Dolores del Río pero en tez más oscura, parecido que considero más que aceptable. Los secuestradores podrían ser los buenos de la película, sí, pero yo seguía siendo una joven deseable, me dije aquella noche en la que después regresé al colchón, apreté las sábanas en torno a mi cuerpo y me masturbé. Los libros que testimonian secuestros nunca hablan de la sexualidad de la víctima, como si no existiera. Sé por experiencia que el sexo es algo en lo que inicialmente no piensas, y si piensas, es para verlo como una apetencia que algún día colmó la vida de alguien que no eres tú, como quien ve una película que nada le transmite. Pero con el paso de los meses el sexo despierta, pasa a un primer plano, llegas a masturbarte varias veces al día. Creo haber conocido la razón: negados los placeres de la visión, el tacto, el oído, el gusto, negados, en suma, todos los placeres de lo que comúnmente llamamos individualidad, a fin de mantener bien empaquetado tuyo sólo te queda el placer del propio cuerpo. Tal vía de escape pone muy nerviosos a los secuestradores. No entienden que no hay dictado que pueda privar a un cuerpo de su goce y, mucho menos, que lo estimule. No entienden que tal instinto de placer es supervivencia inscrita en cada una de nuestras células. Entrelazado al sexo, el cerebro desarrolla también una tendencia de búsqueda de la esencia de las cosas, una potencia de orden espiritual no muy lejana de aquella que la mística propone. No querría caer en tópicos ni simplicidades, pero puedo afirmar que, en mi caso, la carnalidad de puertas adentro y la trascendencia más allá de los tabiques iban de la mano. Y en las llanuras de Missouri el acelerador pisado al máximo de la velocidad permitida, y los sembrados de maíz en los que se nos perdía la vista —parecían púas de cobre—, y yo, que pensaba en la maleta alojada atrás, en la cajuela del monovolumen, y dentro todas mis blusas, pantalones, bragas, sostenes y faldas limpias, y él siempre a mi lado hablando del Sonido del Fin. Las primeras semanas de viaje no paró de citarlo sin explicar tales citas; solía murmurarlo, y si lo enunciaba en voz alta era para mostrar tanto una euforia desmedida como una inexplicable contrariedad. Empecé a pensar que era el Sonido del Fin, y no el sexo, mejor dicho, la ausencia de sexo, lo que nos destruiría. Un día nos detuvimos en un merendero, a los pies de un lago del que no se veía el fin. Si me hubieran dicho que se trataba de un mar, lo habría creído, incluso había olas. El bar, con terraza, anexo al merendero, daba directamente al agua. Mesas de madera y suelo alfombrado de cáscaras de gambas. Tal era su especialidad, gambas hervidas, patatas hervidas y salsas a elegir. Al fondo de la terraza, cuatro pescadores, ancianos, cuyos tatuajes decoraban una piel de lagarto, bebían cerveza, fumaban y, en silencio, no miraban el lago, tampoco el suelo ni la mesa, ni se miraban los unos a los otros; la verdad es que era imposible saber qué miraban. El entró, pidió la ración de gambas con patatas, tomó de un frigorífico una botella de vino de California y se puso a la cola en la caja registradora. Lo vi todo a través del cristal. No tardó en salir, me levanté para ayudarle. Abrí el vino, el tapón era de rosca, lo serví en vasos de plástico transparente, había muchos apilados en cada una de las mesas. No sé por qué brindamos; un acto reflejo. Bebimos los primeros sorbos, la vista en la línea de horizonte del lago. No lo he dicho: llovía. Principios de agosto y llovía como pocas veces he visto llover. Alguien hizo sonar dentro del bar una música netamente estival —recordaba a The Beach Boys pero no era de The Beach Boys—, supongo que para compensar el golpeteo de la lluvia sobre el toldo. Terminamos el vaso, él sirvió otros dos. Nadie más en la terraza bebía vino. Comenzaron a llegar familias, se refugiaban de la lluvia. Lejos de nuestra posición, y en mitad de una playa de arena oscura y cantos rodados que antecedía al lago, gente hacía cola ante una caseta de plástico. Me pareció un retrete público, de esos que abundan en festivales de música, circos y otros eventos itinerantes. El fondo del cielo era tan gris que la caseta y el horizonte se confundían; pensé en una de esas reproducciones de acuarelas chinas que pueblan los restaurantes chinos, el misterio y la confusión que atesoran tales objetos baratos. Era obvio que los que hacían cola ante la caseta del WC estarían empapados, supuse que ocurría lo mismo con el interior del habitáculo. El debió de tener el mismo pensamiento porque dijo que dentro de la caseta estaría formándose otro lago con sus propias olas y sonido. Rociamos gambas y patatas con las salsas que en botecitos de plástico él mismo había alineado en un extremo de la mesa. Aquello estaba francamente bueno. Desde el vuelo a Nueva York, en el que nos habían servido un pescado que parecía merluza, no comíamos producto alguno de mar ni de río. Terminé de pelar una gamba especialmente terca, alcé la vista, vi el monovolumen, aparcado en una pista de grava, mi maleta asomando en el cristal trasero. «La ropa limpia es tejido muerto», me dije. Eso me había dicho uno de los secuestradores la única vez que pude intercambiar unas palabras con ellos. Yo estaba en la puerta, esperando la bolsa de comida, que me traían sin periodicidad definida. Tanto venían tres veces seguidas como no aparecían en una semana. Solía ser al atardecer. A esa hora yo siempre estaba en la puerta, observando atentamente la luz de la rendija. Oía pasos ascender unas escaleras. Después, siempre era igual, yo debía alejarme y gritar mi nombre; de ese modo, por el eco, sabían a cuántos pasos me hallaba. Cuando estimaban que me encontraba lo suficientemente alejada, abrían la puerta muy rápidamente, tiraban la bolsa de comida, que hacía un ruido de impacto de obús en mitad del comedor vacío, y cerraban. Solía ser comida en paquetes de cartón, pero a veces metían frascos de vidrio que se rompían. Tardaba horas en separar las alubias —siempre eran alubias— de los pequeños cristales. Después, con una cuchara, las comía directamente del suelo. No llegué a entender por qué me privaban de un espejo pero no de frascos de cristal con los que automutilarme. Nunca me dieron jabón ni papel higiénico. En los dos años sólo dos veces se llevaron mi ropa para que fuera lavada, días en los que me vi obligada a permanecer desnuda. Cuando me la devolvieron, la limpieza de aquellos hombres me dio aún más asco. Y no sé por qué digo hombres, podrían ser mujeres, y tampoco sé por qué hablo en plural porque podía ser sólo una persona. Esos números se deshacen en mis cuentas de igual modo que cuando miro aquellos días veo que se han deshecho sus lindes, como si alguien hubiera metido unos días dentro de otros para modelar un único y dilatado instante. Pocas singularidades despuntan. En una ocasión les dije que no aguantaba más el hedor de mi ropa, que se la llevaran para que fuera lavada. En un principio nadie contestó, se limitaron a dar los tres golpes en señal de que debía alejarme y gritar mi nombre. Nada más hubo impactado la bolsa de comida en el suelo, volví a rogarles que se llevaran mi ropa, y entonces por primera y última vez alguien habló para decir «la ropa limpia es tejido muerto». A continuación oí sus pasos escaleras abajo. Interpreté aquello como una forma de recordarme que en tanto mi cuerpo emitiera residuos había vida en ese cuerpo; un acto compasivo, una manera de proporcionarme consuelo. Por un momento pensé que mi cerebro tenía razón, quizá los secuestradores fueran los buenos. Recuerdo haber oído en algún sitio que tratamos la basura como un objeto de adoración, la separamos como un cirujano abre un cuerpo, la clasificamos como si de especies animales se tratara, la enterramos en profundísimos lugares con el antrópico rito de los muertos. Sólo cuando es reutilizada, la basura pierde esa aura, ese carácter intrínsecamente mistérico. Lo entendí cuando oí «la ropa limpia es tejido muerto». Sentada en la terraza del merendero, aparté la vista del monovolumen. El se rascó compulsivamente una pierna, yo lancé el colgante de figuritas de porcelana hacia atrás, para que no se me metieran en el plato, tintinearon al chocar las unas con las otras en mi espalda. Alguna gente, después de haber usado la caseta de la playa, regresaba ahora a su auto o se refugiaba de la lluvia en la terraza. Todos llevaban en sus manos las llaves de sus respectivos vehículos, era gracioso ver los llaveros, figuritas de toda clase y forma, nerviosas en manos también nerviosas. En el televisor del interior del bar, orientado directamente hacia nosotros, tres niños tiraban comida a unas nutrias que nadaban en una especie de zoológico doméstico, peces muertos que ellas, mordiendo con fruición, imaginaban que cazaban porque ese instinto nunca desaparece; incluso cuando un perro doméstico come galletas en su plato cree que está cazando galletas. Las nutrias terminaron de morder y el grito de un pájaro que pasó sobre nosotrai vino a romper el hiperrealismo. El se rascó ahora un hombro, le pregunté si de nuevo eran las chinches, dijo que no, sólo nervios. Y supongo que así era, pues tras atravesar West Virginia, Kentucky, Missouri y Kansas, toda huella de parásitos había desaparecido. Eso sí, comenzó a sufrir brotes cada vez más frecuentes de obsesión con el Sonido del Fin. No sé si a ello contribuyó la aparente monotonía del paisaje. Cada vez que consultábamos el mapa, él decía que no le ofrecían confianza alguna los estados cuyas fronteras habían sido trazadas con tiralíneas, cuyo colmo era Wyo-ming, un puro rectángulo. Llegó a afirmar que, vistos en el mapa, estos estados parecían los dibujos que los cirujanos plásticos trazan en la piel antes de meter el cuchillo. Lo repitió en distintas ocasiones y yo siempre le corregí, «no se dice cuchillo, se dice bisturí», y él se enfadaba aún más. Cierto que se le pasaba pronto, pero su carácter me resultaba cada vez más difícil de sobrellevar. Fue aumentando en mí aquella sensación de estar desplazándonos guiados por planes en absoluto concretos, en busca de algo que no sabíamos si tan siquiera existía. Conocía bien tal sensación de deriva, la había experimentado no pocas veces durante el secuestro. Hubo una ocasión en la que la bolsa que me tiraron no sólo traía comida; dobladas en cuatro partes encontré tres hojas, recortadas de una revista, al pie de cada página decía: Vogue, enero 2008. Se trataba de un reportaje, firmado por un periodista australiano, acerca de un ciudadano chino ajusticiado por el Gobierno de ese país. Dejando aparte las etiquetas de composición y códigos de barras de la comida, aquello era el primer texto que mis ojos veían en un año. Dejé la comida a un lado y con una voracidad lectora que no recordaba haber experimentado leí que en China la pena de muerte se ejecuta con un solo disparo, de un fusil de asalto, en la cabeza. Eso ya lo sabía, pero no detalles como que el fusil debe ser de fabricación nacional, la bala, de punta hueca, y que a la familia del reo el Estado le pasa la factura del proyectil, que podrá ser extraído del cráneo y, en justa correspondencia por el pago, entregado al cabeza de familia si éste lo solicita. El reportaje venía ilustrado con fotografías de las balas antes y después del disparo. La dureza del cráneo, decía, en combinación con la masa blanda cerebral, modela el proyectil de una forma casi esférica, de elipse. Justo abajo, al pie de la primera página, se desplegaba horizontalmente una batería de fotografías del momento del impacto, en secuencias de nanosegundos. Las imágenes carecían de calidad, provenían de una cámara oculta, pero tenían suficiente resolución como para poder apreciar la secuencia de gestos faciales del ajusticiado: los ojos se cerraban instantes antes de llegar la bala, y en el intervalo de tiempo que media entre que la bala toca la piel y se pierde cerebro adentro, los ojos del reo se abrían de una manera que ni yo ni nadie jamás había visto ni en fotografía ni en película ni en cuadro alguno, afirmaba el reportero. Decir que aquellos ojos estaban desorbitados es quedarse muy corto. 1 nanosegundo de mundo que hasta entonces había permanecido oculto a cualquier observador y documento, ya fuera éste público o privado. Lo irónico, continuaba diciendo el reportaje por boca de un médico forense, es que esa expresión facial del reo excluye el dolor físico por cuanto tal fracción de tiempo es la única de todo el proceso de ajusticiamiento en la que el dolor no existe. Como cuando te golpeas la cabeza, que no sientes el impacto. Me pregunté qué habría visto el ajusticiado en ese instante que, físicamente indoloro, dejaba al desnudo lo que supuse un insoportable dolor psíquico. Yo veo ahí su rostro, sí, en la foto, me dije, pero ¿él qué vio? Vio la muerte, pero no una imagen de la muerte sino la misma muerte, el nanosegundo en que todo se termina. ¿Y cómo sería esa imagen de la muerte? Esta pregunta me entretuvo unos minutos, no porque estuviera ensayando respuestas —era inútil—, sino porque me dejó suspendida en el tipo de estado mental en el que no esperas dar ni recibir nada. Y sin embargo vino a mi cabeza el aire de otra imagen, se trataba de un rostro que no reconocí, ni siquiera se perfiló en mi cabeza con nitidez, pero sí con la suficiente precisión como para saber que se trataba de la cara de alguien conocido; no lo sé. Al momento esa imagen se borró. Regresé a la revista para continuar leyendo que el pensador de tal método de ejecución —el artículo utilizaba ese término, «pensador»— no era un militar, ni un funcionario del Partido Comunista, sino un tendero de Pekín que respondía al nombre de Tao Ziyuan, quien, habiendo sufrido la pérdida de un hijo ajusticiado por un método similar al garrote vil, había pedido al Gobierno el cambio de tal sistema por otro menos cruel. A riesgo de ser encarcelado por incitación al desorden, consiguió reunir miles de firmas en apoyo del cambio. El Partido accedió finalmente a la muerte por disparo de bala hoy practicada, pero no porque les preocupara el sufrimiento de los ajusticiados, sino porque una revisión del caso del hijo de Ziyuan demostró que había sido erróneamente condenado. Fue ésa la manera de, dados los importantes lazos comerciales que comenzaban ya a prefigurarse en el horizonte inmediato, dar ante Occidente una imagen más amable y, de paso, «compensar el dolor de ese padre», decía textualmente el comunicado del Tribunal Popular Supremo. Más adelante, el artículo tomaba otro rumbo y daba cuenta de que fue el presidente de ese Tribunal Popular Supremo, Hu Zemin, quien grabó el comunicado sonoro que a fecha de hoy lleva consigo la sonda Chang e, integrada en el programa espacial chino. Tal sonda se acopló a la órbita lunar el 5 de noviembre de 2007, y la voz de Hu Zemin suena ahora ininterrumpidamente en el espacio a través de cuatro altavoces adosados en el exterior. «Se desconoce el contenido del mensaje», decía textualmente el reportaje. Pensé que ni tan siquiera el propio Hu Zemin conoce ya el contenido de su mensaje. Su voz en el espacio vacío no puede sonar de igual manera que en la Tierra, el sonido allí arriba se habrá transformado debido a la casi ausencia de atmósfera. El mensaje será ahora una modulación de incomprensibles ondas, puede incluso que constituya un nuevo idioma o, aunque la probabilidad sea mínima, podría acercarse a otros idiomas conocidos, o, por qué no, también podría estar aún hablando en chino pero debido a tales transformaciones expresar otra cosa, incluso expresar exactamente lo contrario a lo grabado. «Una voz que, no obstante humana, nadie sabe qué dice», me dije mientras por el rabillo del ojo veía la opacidad de las ventanas y tras ellas el resplandor que me indicaba que estaba oscureciendo. Pensé que con aquella voz perdida ocurría lo mismo que con el rostro de los ajusticiados por impacto de bala, de quienes podemos ver su expresión facial pero no lo que ven ellos en ese nanosegundo de ojos fuera de órbita; información perdida para siempre. El Homo sapiens que cazó y dio muerte al último neandertal cazó también para nosotros la primera imagen de nuestra era, pero se le olvidó aquélla. Nuestro cerebro no guarda recuerdo alguno de aquel crimen, quizá por constituir éste el fiel e implacable reverso científico de la fábula de Caín y Abel. Dejé las páginas a un lado, no había ya suficiente luz para continuar leyendo, me entretuve en contemplar cómo la habitación iba quedándose a oscuras. Estás viendo una película cuyo reparto cuenta con Robert de Niro y Sylvester Stallone y piensas que se trata de una combinación imposible, que en ningún mundo imaginable estos dos actores podrían ser amigos, compartir complicidades y barbacoa los domingos. Y sin embargo así es. Fuera de la pantalla cada miércoles se ven en el Neptune de Malibú, toman allí un combinado. O suelen coincidir en el gimnasio. Además, uno de ellos, no recuerdo cuál, fue padrino de la boda del otro. Con los secuestros ocurre lo mismo. Desde fuera parece que no hay dos iguales, no sólo por la individualidad de la víctima, sino por todos los detalles que atañen al encierro y al carácter de los secuestradores, pero vistos desde dentro, desde la óptica del secuestrado, todos los secuestros son el mismo secuestro. El único y dilatado instante al que me vengo refiriendo. Un día, comencé a comer cosas que no debía: el cartón en el que venía envuelta la comida imperecedera, el material plastificado que contenía la comida liofilizada —que debía mezclar con agua para que aquélla creciera en el plato—, pequeños trozos de madera, astillas de puertas que arrancaba con las uñas o directamente con los dientes, o tejidos naturales, entre los que se contaban la lana del único jersey de que disponía o los bajos del pantalón, y también la pintura de las paredes, que rascaba con las uñas, o el cobre que extraía de los cables de la red eléctrica de una de las habitaciones —lamía o chupaba aquel cobre como un caramelo que nunca se gasta—. El motivo de tales aberraciones —supe luego— son las deficiencias de ciertos nutrientes que los secuestrados experimentamos, disfunciones que en el cerebro ocasiona la falta de luz natural directa. Mi cerebro, así es, seguía proponiéndome soluciones cada vez más extrañas e inciertas. Debió de ser al entrar en Wyoming, no lo recuerdo con exactitud, cuando nos detuvimos en una tienda, a pie de la carretera, cuyo cartel, en madera trabajada a mano, anunciaba antigüedades. La regentaba un tipo de pelo rubio, muy delgado, de aspecto envejecido a pesar de —supimos luego— no contar con más de cuarenta años. No paraba de rascarse. Nada más bajarnos del coche le pedimos que nos hiciera una foto. Le di mi cámara. Posamos ante las antigüedades, que consistían en mandíbulas de vacas, tazas de café de los años sesenta con estampaciones de mujeres de calendario, útiles de búsqueda de oro y cosas así. Una vez hubimos interrogado al tipo, supimos que aquella zona había albergado tal metal precioso, y que a principios del siglo xx había contado con más de cuarenta mil almas; ahora no pasaba de cuarenta. Estuvimos trasteando por las dos pequeñas naves, más bien graneros, en las que en perfecta clasificación se disponían los diferentes artículos. Conté más de treinta cráneos de vaca, un lote de pieles de esos mismos animales, que se alzaba hasta una altura como la mía, más de veinte juegos de café con sus correspondientes seis piezas, una vagoneta de las que usan en las minas, llena hasta arriba de piedras de cuarzo —también se vendía la vagoneta—, un baúl de roble atiborrado de bolígrafos de propaganda de bares, casinos, bancos, compañías de seguros y cientos de pequeños negocios que sueñan un espacio para la competencia, insignias de solapa de todas las guerras del siglo xxi, y así hasta que me cansé. El estuvo todo el tiempo hojeando libros, revueltos en una batería de baúles. Cuando me acerqué y le dije que nos fuéramos —no era tarde pero faltaban más de doscientas millas para la siguiente población y temí no encontrar abierta una gasolinera—, me respondió que no, que esperara. Consultaba libros acerca de la música y los sonidos. No tuve que preguntarle para saber qué buscaba en sus páginas. Discutimos. Gané. Salimos del granero, fuimos directamente hacia el monovolumen. Antes de arrancar, con el brazo fuera de la ventanilla nos despedimos del tipo, que se acercó con ademanes desmontados —zapatillas de deporte negras, pantalón ancho, fumaba y vertía la ceniza en un pesado cenicero de mesa de cristal tallado que portaba en una mano—. Intercambiamos unas palabras. Dijo ser natural de California, y que había recalado en Wyoming en busca de una vida tranquila, «este estado es una creación directa de Dios», aseguró mientras miraba alrededor. Insistió varias veces en lo de «directa de Dios», y también en que no nos dejáramos engañar por sus palabras, no era creyente, respetaba la palabra de Dios, pero no era creyente, «sólo es una forma de hablar, respeto todos los dioses, son la mayor antigüedad del mundo, la superantigüedad, la antigüedad suprema». Acto seguido nos ofreció sus tierras por un precio ridiculamente bajo, tierras que, dijo, iban desde la tienda de antigüedades hasta donde nos alcanzara la vista en dirección norte. Recuerdo que me reí y que por primera vez en muchos días percibí en mi voz acento mexicano, me salió de repente; en los pocos días que llevábamos de viaje mi acento había ido mimetizándose con el yanqui, siempre me ocurre. El tipo cambió entonces de actitud, me miró de arriba abajo, señaló con el dedo mi escote y preguntó qué era eso que llevaba colgado. Respondí que nada, sólo una cadena con bolsas de porcelana en miniatura. Me pidió verlas. Desenganché la cadena, a través de la ventanilla se la tendí. En la palma de su mano, las observó muy de cerca, dijo maravillarse de la perfección de las miniaturas, todas ellas con el nombre, pintado a mano, de una compañía aérea, American Airlines, Delta, Copa, AeroMéxico, y así hasta quince, una por bolsita. «¿Has visto que están sucias?», dijo. «No —respondí—, no es suciedad, es sangre», esperé unos segundos antes de especificar «mi sangre». «Te las compro», dijo de pronto. Contesté que no. Le interesaban sólo las bolsas. El colgante, de oro y sin duda de mayor valor que las figuras, podía quedármelo. A lo que repetí que no. El tipo hizo entonces ademán de guardárselas en el bolsillo. Con un rápido movimiento le agarré la mano. Mantuvimos un conato de pulso, breves instantes, hasta que se echó a reír, relajó la muñeca y me las devolvió. «¡Era una broma!», repitió al menos cuatro veces en tanto reía. Sin decir nada, arranqué. Lo vi miniaturizarse en el retrovisor. Cuando le recriminé no haber hecho nada en mi ayuda, contestó que yo sola ya me bastaba para calmar a aquel idiota. Puso la radio. Detesto la radio. No me interesa nada de lo que me pueda contar alguien a quien no pueda verle la cara. Habríamos rodado unas veinte millas cuando extrajo algo del interior de su cazadora. «¿Qué es eso?», pregunté. «Un libro.» «¿Se lo compraste?» «Lo robé del lote aquel.» «Pero estás loco, podríamos habernos metido en un lío.» «Bah, que le den al yanqui ese, era un imbécil.» «¿Qué libro es?» Se limitó a enseñarme la cubierta: Historia del eco y el sonido en los Estados Unidos de América. «Está editado en México», me aclaró. Comenzó allí mismo a leerlo. Aproveché para apagar la radio. Vi una sucesión de árboles de desierto, pequeñas flores violetas a ras de tierra, los reflectores de las cunetas y sus equidistantes destellos, y camiones, que no frenan, te rebasan y nunca sabrás qué llevan dentro, y él, siempre con la vista sobre el libro. Creo haber dicho que los objetos sobreactúan. Pensé entonces que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros. Una definición de la muerte como otra cualquiera, creo. No llego a entender a la gente que dice que nacemos solos y morimos solos.

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