Limbo

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1. Matadero, ella

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Entonces cerró el libro, me miró. Hizo una pausa antes de decir: «Bueno, en esencia, éste es el asunto; qué te parece». Por motivos que aún hoy para mí son un misterio, me descubrí con lágrimas en los ojos. Iba a decir algo pero en su lugar disimulé poniéndome de cara al viento. «¿No dices nada?», insistió. «No, no digo nada. Está muy bien. Muy bien», respondí mientras él, con la cabeza metida en el interior de la cazadora, intentaba encender un cigarrillo. Miré hacia arriba, de las tres ventanas sólo una quedaba con luz. Amanecía. Le dije «vamos a caminar». Colocó el libro bajo el brazo y echamos a andar. Pasó un camión de la basura, el conductor sacó la cabeza por la ventanilla, nos dijo algo que no entendimos. Algunos bares estaban abriendo, le hice observar que el logotipo de una de esas cadenas de comida que abren 24 horas se parecía mucho a una esvástica. Pocos metros más allá, en una cafetería unos tipos bajaban las sillas de las mesas, intentamos entrar; hasta media hora más tarde no terminarían la limpieza. Continuamos unas cuantas cuadras, el sol subía perpendicular a nosotros. Nos encontrábamos bien, lo supe porque en aquel instante tanto nos daba ir hacia delante como hacia atrás. En un local recién abierto —suelo de baldosines como de Pompeya— pedimos dos daiquiris y huevos rancheros. Estaban buenísimos, los mejores huevos rancheros del mundo, pensé. Comimos vorazmente, en silencio. Imaginé la siguiente conversación: yo le decía «¿por qué ya nunca me tocas?», y él respondía «porque si te toco, te rompo en dos». Después imaginé la conversación al revés, y tenía el mismo sentido. No supe qué pensar. En el televisor, situado en un altarcito sobre la barra, una mujer anunciaba un aditivo para carburantes de coche. Metía la mano en el líquido, tras unos segundos la sacaba totalmente limpia y decía a cámara «así en tu mano como en tu motor». El anuncio se cortó un segundo, una breve interferencia, mientras la mujer recitaba esa frase, me molesta mucho cuando en los anuncios de la tele la imagen se congela, aunque sólo sea un segundo; pierden credibilidad. No ocurre así con las películas. Fue a las 6.38 a. m., tras pedir la cuenta, cuando le dije que debíamos ir a ese lugar de Mojave. Aún no había terminado la frase cuando él dijo que sí. Sobre el libro, repasamos la historia de Tony Jacobs, los detalles, las coordenadas exactas, trazamos un calendario tentativo. A buen ritmo y sin incidentes, tardaríamos tres, a lo sumo cuatro días en llegar. El punto se hallaba localizado en una pista asfaltada llamada Kelbaker Road, que atraviesa el desierto de Mojave; exactamente, a 1,7 millas de su confluencia con la US40, en el extremo sur. Una vez que hubiéramos llegado al desierto, podríamos bordearlo, pero el camino más rápido sería entrar a él por el norte, por la también pista Nipton Road, para directamente descender hasta empalmar con la citada Kelbaker Road. El camarero hacía tiempo que esperaba que depositáramos los 18,75 dólares en la bandeja. No nos habíamos percatado de que alguna gente, de pie junto a la barra, esperaba mesa. Dejamos cuatro dólares de propina. A partir de ese día todos los estados comenzaron a parecemos iguales. Las diferencias se hallaban en los detalles, que fueron agigantándose. Recuerdo haber atravesado desiertos e imaginar que a alguien lo abandonaban allí únicamente con un trozo de queso. Recuerdo haber visto una clase de árbol que sólo crecía en el asfalto. Recuerdo haber visto a una monja jugar a una máquina tragaperras en un pequeño casino de carretera. Recuerdo haber llegado a un pueblo en el que había menos supermercados que armerías. Recuerdo habernos parado en un área de descanso, y mientras él iba al lavabo yo a fumar un cigarrillo, y a ver a una mariposa en el capó del coche, y después a seguir ruta, y desde un sol y un cielo plano recuerdo haber visto desatarse una tormenta que nos obligaría a detenernos en el arcén y a permanecer allí veinte minutos, y pasaban camiones como tiburones en una lluvia que no los detenía, y recuerdo que después amainó y continuamos y a ambos lados de la autopista todo eran árboles caídos, tractores arrastrando escombros, cunetas deshechas, un par de accidentes, y recuerdo habernos detenido doscientas millas más adelante, en otra área de descanso, y sentarnos en un banco, frente al coche, beber agua, comer una chocolatina y ver en la ranura del capó, atrapada por las patas, una mariposa muerta, y habernos acercado para detectar que de las alas sólo quedaban los filamentos en forma de red, el resto estaba vacío, y le recuerdo a él estremecido cuando dije «es la misma mariposa», y recuerdo haber cruzado ciudades que parecían la misma, y una que tenía una cadena de supermercados llamada Einstein, que jamás volví a ver, recuerdo haber estado en un restaurante decorado con decenas de cabezas de animales disecados, y allí comer hamburguesas de cordero afgano, decía la carta, y beber cerveza, y en ese restaurante ir al lavabo, al que se accedía por la lavandería pública, y allí ver a los adolescentes del pueblo, sentados sobre las máquinas centrifugadoras, fumando en silencio, exactamente igual que, miles de millas atrás, los ancianos pescadores de aquel lago, y eso recuerdo no haberlo entendido, y recuerdo haber visto pasar un tren carguero de dos millas, y una mantis religiosa aplastada en un parking público que daba mucha pena, y una barbacoa en la que sólo había negros y un estado en el que no vi ni uno, y le recuerdo a él eufórico con una canción de Eels que sonaba en la radio, como cuando un bebé oye de pronto un sonajero, y recuerdo haber visto pasar muchos aviones y pensar que todos llevarían algún retraso, y recuerdo a una mujer decirle a un hombre que en Nueva York hay un parque llamado Central Park, y que quienes lo construyeron hicieron una prospección geológica a fin de construir «arriba» lo mismo que hace millones de años había existido «abajo», recuerdo haberle oído a esa mujer que el resultado fue que encontraron hielo y una concha marina que tenía una forma curiosa, rectangular, y que estaba vacía, «tan vacía como Central Park por las noches», y recuerdo haber oído otra conversación en la que un cliente le aseguraba a un empleado de motel que la primera vez que pisó una librería notó un temblor en la suela de los zapatos, y recuerdo haber visto casas pragmáticas a un lado de la autopista y reservas indias al otro, y privatopías que estaba segura de que vistas desde el cielo tendrían formas de animales, y carreteras que terminaban en rotondas inútiles, y también urbanizaciones de lujo camufladas en casas de adobe, y no haber fotografiado nada de eso, y recuerdo haber pensado en los interruptores de luz de los cuartos de baño americanos como se piensa en el mapa de un desierto eléctrico, y que el hábitat más desértico de una vivienda es el cuarto de baño, que nos llega virgen y se conquista a fin de hacerlo humano, y recuerdo haber usado multitud de baños públicos, muy sucios, y en todos haber pensado que es como orinar en el alma líquida de quien te precedió, recuerdo haber visto un Bank of America en una casa prefabricada, de lata, y una iglesia también así levantada, y recuerdo haber pensado que los coches de cambio automático poseen algo incontrolable, como montar a caballo, nostalgia del originario galope americano, recuerdo haber visto a mucha gente obesa y darme cuenta de que engordar en América es una manera de protegerse de América, recuerdo, sobre todo, una infinita línea de asfalto, y haber girado la cabeza y ver entonces el perfil de su cabeza tapando el sol de media tarde, recuerdo haber visto todo eso y que un día atravesamos las montañas que nos pusieron en la entrada al desierto de Moja-ve, y que era imposible llegar en el día, sí, recuerdo haber pensado que todo eso me dejaba indiferente y no entender entonces por qué mi memoria lo retenía, y entonces él dijo: «Alto, mira, he visto en la guía de viajes una cabaña para alquilar en el desierto de Mojave a precio razonable». El mismo llamó desde su celular, habló con la dueña, quien le dio instrucciones de cómo llegar. «Esta zona de California es inhóspita —advirtió—, llevad lleno el depósito de gasolina». Para llegar había que desviarse varias veces de las carreteras principales de Nevada, hasta alcanzar un pueblo que a pesar de salir en el mapa era un asentamiento de caravanas, donde paramos a repostar; sabíamos que más allá llegaríamos a Nipton Road y todo sería desierto. Entramos en la tienda de la estación de servicio a comprar comida, cualquier cosa, algo ligero pues el alquiler de la cabaña incluía servicio de cena. Nos atendió una mujer que, después de que pagáramos, nos sugirió hacer un donativo. Le preguntamos para qué era, y señaló hacia fuera, donde una excavadora manejada por un tipo con sombrero de cowboy removía tierra; le dimos veinte dólares. Salimos de la tienda. Nos detuvimos a mirar la cordillera que, muy a lo lejos, ponía fin al altiplano, él me rodeó con su brazo. Oímos unos pasos a nuestra espalda. Un chico con pecas y tez muy blanca se acercó. Sostenía una pala con restos de tierra, vestía una camiseta que decía Nirvana, pero no se refería al grupo Nirvana. Nos preguntó qué mirábamos con tanto detenimiento, le dijimos que las montañas del fondo, que eran bonitas. El las miró varias veces y dijo alegrarse de que nos gustaran, que él jamás se había fijado en ellas, y sonrió, lo que delató una deficiente higiene bucal. Señaló entonces a una mujer, muy joven, poco más que adolescente, sentada en el suelo, contra la pared de la caravana cercana a las zanjas que venía haciendo la excavadora, sostenía a un bebé en brazos; otro niño, de unos tres años, a su lado, jugaba con unas pequeñas casas de plástico. El chico, sin perder la sonrisa, nos dijo que eran su mujer y sus hijos, y que estaban construyendo la primera casa con cimientos del pueblo, la que sería su casa, y que en el siglo de historia con que contaba aquel asentamiento jamás una vivienda había sido clavada en la tierra. Le dimos conversación, le dije que yo era mexicana y él, español. El chico dijo conocer el fútbol español, y entre risas murmuró que algún día Estados Unidos le ganaría a España en unos mundiales, que lo que ocurría era que en Estados Unidos pasan del fútbol, desconfían de un deporte en el que el tiempo no viene marcado por un reloj en un panel a la vista de todos, pero que cuando se pusieran a jugar en serio no habría rival, y entonces sonrió aún más. Nos despedimos con apretones de manos. Arranqué el monovolumen, vi cómo el muchacho apartaba a su hijo con la rodilla para clavar la pala en la tierra. De ahí en adelante todo era una planicie de grava-arena, y terrones dispersos rematados con malas hierbas que, no obstante, cuando apretaba el hambre servían de alimento a conejos. Rodamos a buen ritmo y lo cierto es que, a pesar de las advertencias que la propietaria se había encargado de subrayar por teléfono, no hubiera sido tan difícil llegar a la cabaña. Tras hora y media, el navegador GPS del coche —primera vez que lo usábamos— nos dejó en la puerta. Apagué el contacto. Nada ni nadie alrededor, cruzamos una mirada de satisfacción. Salimos del coche. La cabaña, de madera y piedra, pintada de blanco pálido, una sola planta rectangular, tenía seis ventanas por lado; sin duda era más grande de lo que en las fotos de la guía de viajes aparentaba. Un porche entarimado, con cuatro sillas bajas, típicas de terraza, y una mesita. Nos aproximamos. El porche se abría a un breve espacio en el que bordillos hechos con piedras no más grandes que una pelota de tenis, y cactus de todas clases dibujaban en la tierra algo que intentaba ser un jardín seco; en el baricentro de este jardín se erguía una barra de hierro a la que alguien había soldado un volante de coche de carreras. Un poco más allá, un trozo de un viejo arado y una bañera de madera en la que ponía, en letra manuscrita, jacuzzi. Cansados de buscar el timbre, dimos voces. Nadie apareció. Nos sentamos en el porche a esperar. Lejano, pasó un tren de mercancías a través del desierto. El ruido del traqueteo llegó hasta nosotros, sin obstáculo. No tardamos en oír el motor de un coche. Resultó ser una pick-up, de la que salió una mujer, rubia, gafas sobredimensionadas, caminaba sobre muletas, de esas que terminan en tres pequeñas patas. Debía de tener una cara común porque, a distancia, me resultó familiar. El se acercó, vi cómo intercambiaban dólares por llaves. En menos de tres minutos la pick-up de la mujer era una nube de polvo y él regresaba. «Dice que por la noche vendrá un tipo a hacernos la cena.» El interior de la caseta era acogedor, aunque un poco impostado, calculado para adictos al new age y gente urbana. Chimenea, latas de píldoras y de remedios antiguos expuestas en una vitrina, una bombona de agua, sofá cubierto con una colcha de flores que no existen, una bola del mundo del tamaño de un balón de playa y un escritorio en el que se apilaban revistas, juegos de mesa y libros. Cada habitación —informado a través de una chapa metálica en el marco superior de la puerta— poseía el nombre de un actor o actriz famosos. Elegimos la habitación del único al que no conocíamos, Clara Bow, actriz que, por la información al pie de diversas fotografías repartidas por la habitación, había tenido importancia en el cine mudo. Me acerqué a un retrato, primerísimo plano fechado en 1917. Me hizo gracia detectar en las pupilas de la actriz el reflejo de un objeto de un siglo de antigüedad, que no reconocí. El descargó el equipaje, encajó mi maleta en el espacio que quedaba entre la cama y la pared. Propuso sacar los planos de la zona, estudiar la ruta del día siguiente, tener las cosas a punto; además, argumentó, a simple vista, desde el porche, se veían más carreteras o pistas de tierra de las que el mapa dibujaba; no sería difícil perderse. Le dije que más tarde; necesitaba dormir. Cerré la puerta de la habitación. Me tumbé sobre la colcha. El salió a inspeccionar, dijo. Le oí arrastrar sillas en el porche. Me quedé dormida. Soñé de nuevo con un perro que orinaba al pie de una palmera muy alta y después se iba. Soñé que le contaba a él quién había sido la actriz mexicana Dolores del Río, y algo referente a los animales que, en las películas, ella siempre lleva en brazos. Soñé que estábamos en el porche y tomábamos cervezas y snacks, y que la línea del horizonte era tan perfecta que cuando se puso el sol nos pareció que alguien había pulsado un interruptor. Cuando me desperté eran las siete de la tarde. La primera imagen que me vino a la mente fue la de la mujer que nos había traído las llaves. Cierto que mi recuerdo correspondía a su visión de lejos, pero me di cuenta de que la familiaridad de su cara venía por el gran parecido que guardaba con Eva Braun. Recientemente había visto un documental de Eva Braun, y de alguna manera la duermevela asoció ambos rostros, o la pose, o la vestimenta, o el modo en que ella le había tendido las llaves, no sé. Tumbada en la cama recuerdo haberme desabrochado el sostén, que me lastimaba en la espalda, y haber mirado por la ventana. Los visillos de ganchillo, la estela de un avión, el sol, ya rojo, cayendo sobre el rojo del desierto, y Eva Braun en un documental en color, y Eva Braun filmando películas domésticas en el Nido del Aguila, y Hitler que se agacha y acaricia unos perros, y Eva Braun que juega al ping-pong en bikini en una terraza, y su bikini es francamente bonito, y recuerdo haberme preguntado por qué la historia no ha dado mujeres dictadoras, y responderme que las mujeres tenemos otro concepto del bien y del mal, el bien y el mal no funcionan de la misma manera en ambos sexos debido a la maternidad. La mujer que mata, me dije, mata simbólicamente a sus hijos. Un hombre dictador siempre es un fallo del sistema, una mujer dictadora es un fallo de la especie. Y no sé si agradecí esa colosal tara. Hacía calor, me quité la falda. Ajusté la goma de las bragas, eran Ias que había usado durante el secuestro. Siempre me negué a tirarlas. Introduje mi mano entre las piernas. Comencé a estimularme. Días atrás me había depilado el vello púbico, de modo que sentí en las yemas de los dedos esa sensación de lija que no me gusta, me recuerda a la barba de dos días que los fines de semana acostumbran a dejarse los hombres. Oí entonces pasos en el porche, después en el interior de la cabaña, con rapidez retiré mi mano del clítoris e instantes después él abrió la puerta. Un tanto atropelladamente, me dijo que el cocinero, a quien llamó Bob, ya había llegado, y que en 15 minutos nos esperaba en el comedor, situado en un añadido de madera, en la parte de atrás. Nos fuimos a cenar de inmediato. Wok de fideos con verduras, todo chino. La cabaña, de paredes y suelo de madera, tenía una moqueta que imitaba la madera. Entre risas comentamos la redundancia. El cocinero, sentado en un sofá, de espaldas a nosotros miraba un televisor que, encajado en la propia chimenea, emitía un reportaje de una señora inglesa con aspecto de dama. Paseaba por unos jardines de su propiedad, al norte de Londres. Al fondo se veía una especie de castillo, la cámara se acercaba y ella contaba que cuando en 1985 se quedó viuda decidió dedicarse en cuerpo y alma a la recuperación de los jardines que tanto había amado su esposo. Hoy era una de las mayores expertas en paisajismo de Gran Bretaña. Prescindimos del postre. El me propuso contratar la habitación de manera indefinida, así durante los días siguientes podríamos ir al punto del Sonido del Fin con la tranquilidad de regresar cuando quisiéramos, evitar el peregrinaje diario de hallar alojamiento. «Me parece bien —le dije—, entonces mañana deberemos dejar las cosas en la habitación, es la primera vez que vamos a dejar nuestras cosas en una habitación, qué gusto no cargar con la maleta». «Sí, sí, eso es», respondió. Aprovechando el momento en el que Bob se acercó a recoger los platos, le comentamos nuestra intención de prolongar la estancia. «Muy bien, está todo libre, ya me encargo yo de decírselo a Mary —dijo, e hizo una pausa antes de aclarar—, Mary es la dueña, la de las muletas». Después comentó que vivía a setenta millas y que en cuanto recogiera y fregara, se iría. Salimos del comedor, caminamos los pocos metros que nos separaban del porche. Nos sentamos. Sacamos unas cervezas. Los cactus del jardín recordaban sombras humanas. Lo comentamos. Le dije: «por la noche, los jardines más graciosos son los de hortensias, parecen cientos de moños de ancianas en la peluquería, lo dijo la señora esa, la inglesa del documental de la tele», y él dijo no recordar esa frase. Miles de insectos acudieron a la luz de la entrada. Me agobié. Decidí acostarme. El se quedó fuera, quería preparar la ruta del día siguiente. Tras ir al lavabo, entré en la habitación, cerré la puerta y me metí en la cama. No podía conciliar el sueño, daba vueltas entre las sábanas. Oí cómo él recogía las cosas del porche y después entraba. Sus pasos avanzaban, se detenían, parecía mover libros, hojear revistas. Se sentó en el sofá, lo supe por el chirrido de los muelles. Di más vueltas. El tintineo de las bolsitas en torno a mi cuello no dejaba de resultarme molesto, me quité el colgante, lo puse en la mesilla de noche. Me coloqué boca arriba. El desierto, especialmente luminoso cuando hay luna llena, arrojaba un haz de claridad dentro de la habitación. Me entretuve en mirar las manchas del techo. Permanecí minutos así, con la idea de que de ese modo pronto me dormiría. El sonido del tren de mercancías llegó hasta la cabaña; debía de ser el convoy de antes, que hacía la ruta de vuelta. Después, otra vez silencio. Ocurrió sin aviso ni preámbulos: comenzaron a desaparecer los objetos del cuarto. No es que los viera volatilizarse ante mis ojos, sino que por momentos perdía toda conexión con ellos. Estaban ahí pero su presencia, a través de los lazos que el cuerpo establece con la materia, iba desapareciendo. Mejor dicho, eran esos lazos lo que desaparecía. No era cine, no era un sueño, no era una alucinación, no era una expresión de odio, tampoco un deseo. Los objetos dejaban de sobreactuar para, simplemente, actuar. Minutos más tarde, ya ni eso. Supe entonces —de una manera que sólo puedo calificar de diáfana y extremadamente silenciosa— que él había estado viajando con una muerta.

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