Limbo

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2. Eco, él » 1

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El grupo lo habíamos formado, tres años atrás, Juan Feliu, compositor del grupo Vacabou, y yo, en la isla de Mallorca. Yo era seguidor de su banda y, para mi sorpresa, un día me dijo que quería hacer algo aparte, una aventura musical que alcanzando el carácter de experimento poseyera también el tono audible y amable de la música pop y rock. Yo salía de un periodo de más de un año en el que tras una cadena de fracasos sentimentales me había dedicado a leer la Biblia con verdadera obsesión; en concreto, el Nuevo Testamento. De modo que la propuesta de Juan me pareció excelente.

Nunca las Sagradas Escrituras habían estado entre mis intereses, ni tan siquiera la literatura religiosa en general. Aquel ejemplar cayó por casualidad en mis manos. Lo vendían puerta a puerta. Hice la compra por quitarme a la pareja de encima; no recuerdo a qué congregación pertenecían. El libro permaneció sobre la mesa de la sala durante más de un mes, sin ser tocado más que para cambiarlo de sitio cuando me estorbaba, o para usarlo de ocasional posavasos, hasta que atraído por su materialidad y diseño le presté atención. Por ejemplo: las dimensiones de libro de bolsillo, o la extrema delgadez de las hojas —cuyo porqué no entendí hasta que, al tacto, comprobé su carácter balsámico—, o la cubierta, de plástico y provista de rugosidades que imitaban una imposible piel de color azul. Pero fue el título, Nuevo Testamento, impreso en dorado y con tipografía Orator Std, lo que terminó por modelar la atracción. Sólo días después de experimentar todo aquello lo abrí con intención de inspeccionar el contenido. No tardé en comprobar el poder pacificador de su lectura. Mis manos iban de Juan a Lucas, de Romanos a Hechos de los Apóstoles con la fluidez de un sistema reticular. En días consecutivos, volví al libro en muchas ocasiones. Sería largo y tedioso relatar el proceso mediante el cual aquellos inverosímiles sintagmas terminaron por alcanzar cualidades de maravilla, sólo diré que con el paso de los días olvidé el aseo personal y las más destacadas obligaciones domésticas, para pasar después a olvidos mayores, como por ejemplo no contestar los correos electrónicos de compromiso, desatender también las llamadas de los amigos, y hasta las de mi agente literario. Finalmente, abandoné mi inquebrantable costumbre de ver la televisión por las noches. En su lugar, me sentaba en un taburete, abría las Escrituras al azar y releía para siempre encontrar inopinadas resonancias, nuevos significados. Revisar, por ejemplo, el pasaje de Mateo, capítulo 4,

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre,

provocaba una exacta identificación entre las apetencias de Jesús y las mías, además de establecer correspondencia directa entre el citado desierto y mi apartamento, que, de manera gradual, iba pareciéndose a un espacio en el que a pesar de contar con mis habituales objetos lo propiamente mío iba desapareciendo. De modo que existía en el Nuevo Testamento un consuelo que se abría más allá de lo contingente. Dicho de forma más exacta: algo escrito en el principio de los tiempos había esperado, en germen, el momento preciso para florecer en mí. Existían, además, características del Libro que, si bien accesorias, dotaban a sus textos de una profunda contemporaneidad: ordenado por párrafos numerados, se correspondía puntualmente con la idea de una lista. Pensemos en la lista de la compra, o en un listín telefónico, en el que puedes entrar en cualquier página o párrafo y encontrar pleno sentido a lo leído. En efecto, era el Nuevo Testamento el primer libro fragmentado de la Historia, con el añadido de que en él tenía su reflejo exacto la forma en que se organiza la Red, malla en la que vas de un site a otro site sin pasar por lugares intermedios. Los Apóstoles se perfilaban, pues, como los primeros autores de una clase de literatura que con los siglos daríamos en llamar internauta. Por ejemplo, abría el Libro e iba de Lucas a los Corintios —quizá los bloques más dispares, casi antagónicos—, y siempre había una continuidad en el discurso. Incluso probé a leer un fragmento, dejar un tiempo muerto —en ocasiones de más de una semana—, para abrir de nuevo el libro al azar y hallar allí exacta continuidad con lo leído en la última visita. Me di cuenta entonces de que el Nuevo Testamento poseía la misma pauta sintáctica que la televisión, motivo por el cual —especulé— yo había abandonado el vicio de ponerme cada noche ante la pantalla. El Nuevo Testamento era el zapping original, aquel del que habían salido todos los zapping posteriores. Por descontado, también era el Nuevo Testamento un conjunto de microrrelatos, boceto de bocetos. Pero todos estos hechos, por llamativos que fueran, únicamente rodeaban, o como mucho apuntalaban, su principal virtud: no sólo su lectura tenía un efecto balsámico con resultado paliativo para mi angustia nerviosa, sino que, contrariamente a los fármacos recetados, me curaba, me convertía en alguien nuevo; por ser más específico: no me devolvía a la monótona velocidad de mi anterior vida, sino que hacía aparecer en mí una aceleración, un impulso que lo cambiaba todo. Un día, recién levantado, tiré por el retrete todas las cajas de Prozac y demás tranquilizantes —de los que, por cierto, nunca conseguí retener el nombre—, y me entretuve toda esa tarde imaginando la disolución de las cápsulas en las alcantarillas y posteriormente toda esa química derivando al mar, química insignificante para la totalidad del

Mediterráneo pero colosal para mi cuerpo, detalle este que me hizo pensar durante varios días en la relatividad inherente a cualquier volumen de materia. Fue uno de esos días cuando, en una de mis salidas semanales al supermercado, de regreso a casa me encontré con Juan y me propuso montar el grupo. Me dije que era el momento adecuado para abandonar mi encierro, motivo suficiente para darle allí mismo, a pie de acera, el sí quiero. Caminamos hasta mi portal, nos despedimos —como era habitual entre nosotros— con un abrazo. En el ascensor, noté el ruido del motor especialmente molesto. No me importó. En realidad, ya nada molesto me importaba porque mi cuerpo, fruto de la lectura del Libro, era ahora un cuerpo blindado.

Días más tarde sonó el teléfono; era Juan. Nos pusimos de acuerdo en trabajar sin apenas guión. Por ejemplo, yo llegaba a su estudio de grabación con el esbozo de una canción, y a ese esbozo le ensamblábamos piezas de la cosecha de Juan, o viceversa: él sacaba material inédito y yo aportaba alguna idea. En su calidad de músico profesional, la interpretación final solía correr a su cargo. Los textos de las canciones los redactábamos in situ, o los cogíamos de libros o de conversaciones recordadas, incluso de los manuales de instrucciones de diversos aparatos electrónicos que circulaban por el estudio. También mezclábamos idiomas aun sin saber hablarlos correctamente, y eso nos proporcionaba especial placer: jugar a retorcer las estructuras no sólo sonoro-musicales sino también sonoro-verbales, pasando de la prosodia. En ocasiones grabábamos piezas manifiestamente cursis y, superpuesto, algo que podría calificarse de metal; o nos daba igual si una pieza dark era contaminada con rock sinfónico, o si un pasaje de electrónica culta se veía infiltrado por acordes punk, lo único que teníamos prohibido eran el flamenco, los ritmos caribeños y el blues, estilos que constituían una grave contrariedad para nuestros oídos. De hecho, creo que fue la indiferencia hacia tales armonías lo que tácitamente nos unió. Un día, por tantear afinidades, le presenté a Juan una lista de genealogías musicales, pongo algunos ejemplos:

Monteverdi —> Sufjan Stevens

Bach —> Radiohead

Vivaldi —> Supertramp

Wagner —> Nirvana

John Cage —> Broadcast

Beethoven —> Animal Collective

Rossini —> Tom Waits

Debussy —> Belle & Sebastian

Chopin —> Portishead

Schónberg —» Kraftwerk

Dijo que sí, dijo que todo estaba okey; me puse muy contento. Fue éste un tipo de test que con el tiempo se convertiría en un modo rápido y certero de comprobar si entre ambos aún había sintonía. Sólo había que ir modificando la lista de la izquierda y esperar a que el otro dictara la derecha.

Nuestra mecánica de trabajo inicial, que a la postre resultó constitutiva, fue componer y grabar una canción por día, siempre una, y sin otra intención que dar conciertos, no nos interesaba grabar discos, sino dar conciertos, experimentar el pacto vocal y corporal con el público. Teníamos claro que, aparte del propio sonido, lo que une el cuerpo del espectador con el del músico es simple y llanamente el sudor, químico matrimonio de gotas que, cristalinas, son idénticas en ambos cuerpos; agua, sal y vitamina B, sólo eso. Si grabábamos las canciones en el estudio, era sólo para nosotros, para aprenderlas y poder interpretarlas después en directo. Fue uno de aquellos días cuando, por boca de Juan, supe de la existencia del Festival de Benicássim Chino, popularmente conocido como el Benicássim Chino. Se celebra cada año en Shanghái. Un cartel espectacular, idéntico al del Festival de Benicássim español del año en curso. Los músicos chinos se visten como los grupos reales occidentales, y tocan las mismas canciones. Con el tiempo, esos grupos han llegado a superar a los originales. No en vano, hace una década el Benicássim Chino se celebraba con posterioridad al español; desde hace dos años se celebran simultáneamente.

Aquel año, eran:

Jueves 14

The Streets + Paolo Nutini + Pendulum + Chase & Status + Congotronics Vs Rockers + Crystal Fighters + Dorian + Julieta Venegas + Aldo Linares + Anna Calvi + Grupo Salvaje + Henry Saiz + Jack Beats + Layabouts + Violens + Plan B

Viernes 15

The Strokes + Brandon Flowers + Elbow + Friend-ly Fires + The Stranglers + Atom Rhumba + Hermán Dune + The Juan MacLean + Nudozurdo + The 1945 + Ainara LeGardon + The Marzipan Man + The Morning Benders + O Emperor + The Paris Riots + Zombie Zombie + James Murphy

Sábado 16

Arctic Monkeys + Mumford & Sons + Primal Scream + Beirut + Big Audio Dynamite + Bombay Bicycle Club + Amable + Astrud & Col-lectiu Brossa + Lori Meyers + Jerry Fish & The Mudbug Club + Logo + McEnroe + Nadadora + Smile + Spectrals + Tame Impala

Domingo 17

Arcade Fire + Portishead + Tinie Tempah + Noah & The Whale + Professor Green + CatPeople + The Go! Team + And So I Watch You From Afar + Anika + The Coronas from Ireland + Hidrogenesse + Verónica Falls + Antonia Font + The Joy Formidable + Indienella

Y todos ellos, repito, eran chinos.

Un día, en mi casa, tras la comida, en cuanto el Telediario comenzó con los deportes, me quedé dormido. Cuando abrí los ojos había en la pantalla lo que me pareció un documental. Una voz en off hablaba de los loros salvajes de Australia, bandadas que crecen y se desarrollan silvestres en las tierras áridas de ese continente. Son millones. Si los ves juntos en vuelo, conforman una masa que, aun dibujando diferentes y complejas formas, al final siempre adopta una silueta de lágrima. Como les ocurre a las nubes, me dije, que por mucho que ocasionalmente simulen ser un perro, una casa o un violín, terminan por tener el contorno de una gota de agua. No en vano, las nubes están hechas de agua, su destino último no es dar sombra sino descargar agua, así que parece lógico que la forma de un objeto sea mimesis de su función. Ocurre a veces con los edificios —una vez vi un restaurante italiano en un edificio que tenía forma de pizza, y un concesionario de coches que tenía forma de coche, sólo fallaban las ruedas, y son sólo dos ejemplos—. Aquel mediodía no continué viendo el documental mucho más tiempo, había quedado con Juan, estábamos en una fase especialmente obsesiva de composición, así que bajé al parking, arranqué la Ves-pa y me dirigí a su casa. Hacía sol. Juan vive en las afueras de Palma, a menos de 15 minutos del casco urbano, muy cerca del mar, en una zona de apartamentos turísticos que se vacía en invierno, un lugar donde J. G. Ballard hubiera escrito novelas increíbles o simplemente vivido sus últimos años en máxima paz. Reduje la marcha cuando la carretera entró en la zona de hoteles. Unos tipos con pantalones bermudas apoyaban su espalda contra la puerta del palacio de Marivent; bebían cervezas. Delante de mí circulaban dos motos, cuyos conductores también vestían bermudas. Yo, por supuesto, no usaba tal prenda, qué pensarán los loros salvajes australianos acerca de la gente que va a verlos con bermudas y brújula, me pregunté mientras aceleraba con intención de adelantar aquellas dos motos.

Cuando llegué al apartamento, la puerta estaba abierta. Encontré a Juan ante una fiambrera de seis litros llena de un helado de té que el cocinero de un restaurante japonés cercano le había vendido a precio de saldo, me dijo, y se sirvió tres cucharadas en un bol. El helado de té es el único helado que no me gusta, su textura me induce la sensación de estar masticando manteca de cerdo de color verde, así que abrí una Coca-Cola Zero y enchufamos el ordenador y los instrumentos. La tarde se desarrolló bien, hicimos un tema, Aviones a escala, y ecualizamos otro, Oreja for drama, para ello usamos la batería electrónica, una guitarra acústica, un sintetizador midi y el programa con el que habitualmente confeccionábamos los diferentes samples y loops. También desempolvamos una antigua grabadora analógica de cuatro pistas, que graba en cintas de casete y de la que a veces emergen sonidos que, por sucios, resultan interesantes. A las diez de la noche, un poco cansados, grabamos el trabajo del día en el disco duro del ordenador del estudio, hicimos una copia en mi disco duro portátil, y me fui. La Zona Ballard —así la llamábamos, Zona Ballard— estaba a esas horas más Ballard que nunca. Los hoteles comenzaban a retirar las sombrillas de las terrazas, y ni motos ni tiendas de chinos abiertas ni bermudas ni chiringuitos. Me vinieron a la memoria unos versículos del Evangelio de San Marcos:

28) y le dijeron: con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio autorización para hacer estas cosas,

29) y Jesús, respondiendo, les dijo: os haré yo también una pregunta, y cuando obtenga vuestra respuesta os diré con qué autoridad hago yo estas cosas.

Y volví a pensar en los incontrolados loros australianos, y en las formas que dibujan las bandadas en el aire, y pensé entonces en esa peculiaridad de los loros que consiste en copiar la voz humana: sin que nadie les ponga freno la repiten hasta el infinito, con el tiempo desarrollan su propio lenguaje, mutado desde el nuestro. Se me apareció entonces la tan absurda como verosímil idea de que tenemos unos dobles voladores, unos clones de sonido allí, en mitad del cielo de las áridas tierras australianas, aunque sea ése un lugar que ni hemos pisado ni jamás pisaremos, y que los sonidos que emiten los loros crecen también, como las propias bandadas, sin que nadie los controle, y pensé que quizá esos loros estuvieran cantando ya nuestra Oreja for drama, o Aviones a escala, o una canción que aún no habíamos compuesto. Admito que es absurdo pero, detenido en el primer semáforo de la entrada a la ciudad de Palma, pensé qué ocurriría si la copia antecediera al original. Cuando entré en el garaje y apagué el contacto de la moto, estaba ya totalmente convencido de que algún día deberíamos tocar en el Festival de Benicássim, pero no por el hecho de tocar en ese festival, que era lo de menos, sino porque ésa era y es la única manera de llegar al lugar donde se dan cita las copias más perfectas de la historia de la música, el Festival de Benicássim Chino. Decididamente, mi copia y la de Juan, de llegar a existir, serían mucho más prometedoras y excitantes de lo que lo éramos nosotros.

Abrí la puerta de casa, dejé el casco en la primera mesa que encontré y tecleé el número de teléfono de Juan. No tardó en descolgar. Me dijo que en ese momento estaba rebañando el fondo de la fiambrera de seis litros de helado de té verde, y veía en la tele la reemisión de un documental de loros australianos. Le conté entonces mi plan, el que debería ser nuestro plan a partir de entonces. Le pareció fenomenal, y añadió:

—Pero, oye, si queremos actuar algún día en Beni-cássim deberíamos ponernos un nombre, ya en serio.

Permanecimos en silencio unos segundos. Dirigí la vista a la ventana. Sobre una colina, una colección de luces de chalets y una valla publicitaria.

—Mira, asómate a la ventana —dije.

—Ya estoy.

—¿Ves la valla publicitaria en la que pone Art-work, la que está en la colina?

—Sí, la veo, la que anuncia seguros de vida.

—Eso es. ¿Ves que dice Artwork?

—Sí, sí, lo veo.

—Está en el punto medio del camino de mi casa a la tuya. ¿Por qué no ponernos ese nombre? Artwork.

Instantes de silencio.

—Me parece muy bien —contestó al fin Juan—, además, aplicado a nosotros nada significa. Es justo lo que necesitamos.

—¿Nos vemos mañana?

—Sí, nos vemos mañana.

Colgamos.

Con intención de oír el tema que habíamos compuesto aquella misma tarde, conecté el disco duro portátil al ordenador, y en tanto éste hacía los correspondientes reconocimientos, la página de Yahoo me mostró la noticia de la muerte, hacía pocas horas, de Ernesto Sabato, autor de Uno y el Universo, libro que en su día había sido de suma importancia para mí por cuanto en forma de hábil diccionario constituía una miscelánea de casi todos los temas que en mi primera juventud me preocupaban. Me dio mucha pena.

No tardé en quedarme dormido.

Me despertó una sirena de ambulancia. Dos y media de la madrugada. La boca seca. Recordé que en la nevera quedaba un poco de Coca-Cola del día anterior, me levanté. Mi calle corta una de las venas principales de la ciudad, de modo que ambulancias, policía y bomberos la usan como atajo para acudir al escenario de cualquier drama. Bebí el fondo de la lata, dejó en mis labios un dulzor adhesivo, la aplasté con la mano izquierda antes de arrojarla al cubo de la basura. Regresé al sofá. Somnoliento, fui zapeando ante el televisor. Me detuve en Art&History, canal que tramposamente recoge basura teórica de diferente procedencia y la mezcla con resultados rigurosos. En aquel preciso momento comenzaba un documental, producido por la Tate Britain de Londres, que podríamos meter en la categoría de reportajes serios: La historia de los retratos de espaldas: de los faraones hasta nuestros días. Analizaban gran número de retratos en los que, a lo largo de la historia, y ya fuera en pintura, fotografía, cine u otras prácticas de representación, los retratados no muestran el rostro, sino la espalda. Durante hora y media disfruté observando la parte de atrás de cientos de cuerpos de toda época y clase social, casi siempre varones, detalle este que citaba insistentemente una historiadora de la Duke University. Admito que no entendí bien por qué llamaban «retratos» a todas aquellas pinturas, fotografías, dibujos y fotogramas. Para mí, la palabra «retrato» quedaba sólo reservada a representaciones en las que se muestra la cara, pero acepté de buena gana tal ampliación terminológica, una especie de «retrato expandido». Aún no había terminado la emisión cuando todos aquellos dibujos, pinturas y fotografías que pasaban por la pantalla trajeron a mi cabeza, y de manera un tanto atropellada, imágenes sueltas pero totalmente determinadas de cuadros o fotografías de gente de espaldas que en diferentes momentos de mi vida había visto, ya fuera fugazmente o con detenimiento. Abandoné el sofá con intención de localizar algunas de ellas.

Para encontrar la primera sólo tuve que abrir el periódico de aquel mismo día.

Al verla volvió a sorprenderme que este desierto tan humano, tan terrestre, respondiera a una imagen de Marte —tomada aquellos mismos días por la NASA—. Un espacio vacío de personajes.

Acto seguido, buceé en un archivo de imágenes que desde hace años voy llenando con cosas que capturo en la Red y después imprimo en papel fotográfico. No tardé en encontrar lo que buscaba.

Se trata de una fotografía proveniente de un spot publicitario, que alguien había hecho a su pantalla de televisor. Un humano nos da la espalda y observa el desierto que se abre ante él. Presencia humana: 1.

Para encontrar la tercera imagen debía bajar al trastero, ubicado en el sótano del edificio, donde en alguna caja recordaba haber guardado el libro de Historia del Arte de mis estudios de bachillerato. Sabía que podía buscar esa imagen en la Red, pero algo me obligaba a realizar un esfuerzo físico, lo que interpreté como una especie de pago por traer al presente un fragmento de mi propio pasado. Me calcé los zapatos, apreté el botón de llamada del ascensor, y mientras descendía comprobé que el ruido del motor adquiere un tono especialmente monótono por la noche, lo que induce la sensación de que el descenso dura más tiempo que ese mismo trayecto en horario diurno. Cuando encontré la caja, despegué la cinta de embalar sin esfuerzo; más de veinticinco años de humedad habían hecho su trabajo. De regreso, en mi apartamento, abrí el libro y en el capítulo dedicado a Romanticismo encontré la imagen buscada.

Sunset (Brothers), óleo pintado en 1835 por Caspar David Friedrich. Siempre me había preguntado de qué estarían hablando esos dos hombres, si es que de algo hablan. Me lo volví a preguntar. En un paisaje desértico, presencia humana: 2.

La última era un fotograma de la película Stranger than Paradise, de Jim Jarmusch (1984), primera película que vi de ese director estadounidense —y creo que aún hoy la que más me gusta de su filmografía—. Encontré el fotograma en un escueto monográfico que había comprado cuando, a mediados de los años ochenta, la película se hiciera famosa.

3 desheredados observan un paisaje americano mientras dan la espalda al espectador.

Desplegué entonces las cuatro imágenes sobre la mesa de centro y fui ordenándolas ateniéndome a una idea que sin mucha dificultad se me fue apareciendo: existe un desierto —terrestre o extraterrestre, da lo mismo— que se va ocupando con sucesivos cuerpos que nos dan la espalda. Tal posición —dar la espalda— no responde a capricho, sino a que es la única manera en que los allí representados pueden observar el desierto que se abre ante ellos. Indudablemente, la representación de un solo cuerpo de espaldas significa soledad; el desierto está ahi, ante el observador, y se manifiesta tal como es, inconmensurable. Al aumentar a 2 el número de cuerpos algo cambia radicalmente en el paisaje, aparece la compañía, lo que equivale a decir esperanza, proyecto compartido y, en justa correspondencia, la mutación de ese desierto en un imaginado vergel o tierra prometida. Tal es el caso de los Brothers, su complicidad ante la sublimación de un paraíso hasta entonces no imaginado. Continuando con la adición, sin ninguna clase de duda tres cuerpos de espaldas ante un desierto significan comunidad, recapitulación, pasar a limpio, hacer inventario de lo visto: mirada que traza un plan de territorio, aparece la idea de la producción, la utilización del terreno, el agricultor, el agrimensor.

No sólo esos cuadros y fotografías así lo confirman, sino que llegaríamos a idénticos resultados con tal de hacer breves repasos a la historia de la imagen en Occidente.

Yo mismo acababa de deducirlo fácilmente de un documental generalista, poco más que un producto de masas de Art& History, y unas cuantas fotografías que tenía a mano. Me recosté en el sofá, sobre la mesa del comedor descansaba el tomo del Nuevo Testamento. En la distancia, las letras doradas de su lomo adquirían un tono de cobre pálido. Me di cuenta entonces de que aquel documental había pasado por alto un importante detalle; precisamente, el Nuevo Testamento. Volví la vista al conjunto de fotos y cuadros, desplegados en la mesa de centro; fijé mi atención en el desierto de Marte. Recité en voz baja: «Mateo, capítulo 4, versículos 1, 2 y 3: Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre. Y vino a él el demonio y le dijo: si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan».

En efecto, el primer desierto de la Historia era aquel que citaba Mateo. Nunca nadie antes que Jesús había poblado un desierto en completa soledad. El lo hizo, y sus cuarenta días y cuarenta noches sin compañía dieron origen a la aparición de una segunda persona, que, en contra de lo que quiere hacernos creer el Nuevo Testamento, no es el Diablo, sino el hambre. Jesús, antes que nada, tuvo hambre, aparición de la que no nos hablan ni los documentales televisivos ni los libros de historia del retrato. De este modo, la segunda persona no es el humano que, como en el caso de los Brothers pintados por Caspar Friedrich, nos hace compañía, sino que la segunda persona nace dentro de la propia persona, y se trata simple y llanamente del hambre. O lo que es lo mismo, la toma de conciencia de la existencia del propio cuerpo, la supervivencia. La Historia académica arranca pues con esa tara, esa carencia, y así, la Historia de las imágenes y sus diferentes interpretaciones son erróneas. Mi hallazgo invertía el orden temporal y espacial conocido de la cadena paisaje-figura.

Lo admito, me puse nervioso.

Lo que en un cuadro, fotografía o película antes era 1 persona ahora pasaba a ser 2, lo que eran 2 pasaban a ser 3, lo que eran 3 pasaban a ser 4, etcétera, porque a todas ellas había que añadir el hambre, la supervivencia. Sentí una euforia similar a la que experimentas en una curva peligrosa. Oí otra ambulancia atravesar la calle, miré el reloj, las 4.38 de la madrugada, me levanté, dirigí mis pasos al ventanal, vi bajar la ambulancia por la avenida que va a dar al puerto. A pesar de la ausencia de tráfico tardó casi un minuto en llegar al último semáforo. Me embobé en la observación del asfalto, la oscuridad le devuelve un azul petroleado que estoy seguro que recordaría al mar de los cuadros del Greco si el Greco hubiera pintado mares. Perdí de vista la ambulancia cuando giró, pero continué con la mirada puesta en la calle, el puerto al fondo, los mástiles de los barcos, quietos como las cerdas de un cepillo de pelo. Hasta que me pareció que alguien, desde mi espalda, me miraba. Sentí de pronto en el estómago un hueco de hambre, mucha hambre. Me mantuve así unos segundos, antes de reunir valor para girar sobre mis pies, lo hice con rapidez; no había nadie. Fui a la cocina, abrí una bandeja de queso en lonchas, comí unas cuantas, compulsivamente. Dejé la bandeja en la nevera, aún tendría para otra ración. Volví al sofá. Permanecí mirando la pared del fondo de la sala, temía que cualquier cosa me distrajera de mi hallazgo, aún no suficientemente fijado en mi cabeza. Se me aparecieron más imágenes, que constituían una ampliación de aquellas otras. Encendí el ordenador, tecleé en el buscador las palabras «Michael Jackson Neverland», pronto encontré lo que buscaba.

La luz emitida en el rancho Neverland, residencia de Michael Jackson, pocos días después de su muerte en junio de 2009. Siempre me había parecido una fotografía muy hermosa por cuanto los haces de luz son incontables, son millones, pero también podría ser un solo haz muy ancho, lanzado hacia el universo desde un punto concreto de la superficie terrestre, una llamada, un mensaje; nadie puede saberlo. Es una imagen que en los meses siguientes a la muerte de Michael Jackson vi muchas veces, reproducida en la prensa digital, y que esa noche me hizo recordar de inmediato otra, asociada a mi infancia, Paisaje invernal a la luz de la luna (1829), obra menor del alemán Cari Eduard Ferdinand Blechen, reproducción que siempre vi colgada en el pasillo de la casa de mis padres. Creo que hasta esa noche nunca este cuadro había vuelto a mi cabeza más que como decorado o ruido de fondo de otros recuerdos. En mi infancia y adolescencia no me había fijado en esa reproducción con más interés que en el gotelé de la pared de la que colgaba; de hecho, creo que me parecía mucho más interesante o digno de mención aquel gotelé y, aún hoy, no podría asegurar si ese cuadro sigue allí o ha sido retirado. Lo encontré en la Red, en una página de venta de reproducciones a 20 dólares.

No tardé en darme cuenta de lo que intuitivamente había ido buscando; podría resumirse así: aunque es posible contar cuántos troncos emergen de la tierra, no es posible contar el número de sus terminaciones en ramas, es ése un número que está indeterminado de la misma manera que, me dije, sería posible contar cuántas bombillas hay en el rancho de Michael Jackson pero no cuántos haces de luz emergen de ellas. Miré al televisor, después al techo, respiré profundamente.

Me excitó mucho este resultado.

Aparté la vista de las fotografías. En el televisor, alguien entraba en coma en urgencias. No suelo fumar más allá de la medianoche, pero encendí un cigarrillo. Pensé acerca de lo contable y lo incontable, y me pareció extraño que, por ejemplo, podamos enumerar cuántas personas hay en el cuadro de Goya popularmente conocido como Los fusilamientos del tres de mayo, pero no cuántos barcos hay en La batalla de Camperdown, de Thomas Whitcombe, óleo que tenía perfectamente dibujado en mi cabeza.

Deberían poder contarse esos barcos porque, como las personas, las bombillas o los troncos, son objetos discretos, individuales, pero por algún motivo que se me escapa, no es posible. Años atrás, viendo la película Troya, la protagonizada por Brad Pitt, ya había pensado algo similar durante las escenas del desembarco en la playa, en las que me pareció que había más extras que personas habitaban en aquel momento el planeta Tierra, lo que convertía aquella masa de cuerpos en algo virtualmente incontable, irreal. Levanté la vista; en la tele, recobraba el pulso el hombre que había entrado en urgencias, pero instantes después fallecía. Apagué el cigarrillo, me metí en Google Earth y busqué el lugar exacto en el que me encontraba, mi propia casa.

En la pantalla era de día. Yo aparecía entre dos coches, señalado con la letra «A» en un trozo de acera sin ocupar, junto a unas palmeras, como si yo fuera un aparcaco-ches a la espera de un cliente. Esto no me sorprendió, es habitual que Google Earth cometa tales errores, lo que sí me sorprendió fue la visión diurna. Intuitivamente, esperaba que fuera de noche, una noche como la que en aquel momento veía a través de la ventana. Imaginé qué ocurriría si hiciésemos esa fotografía satélite de la Tierra cuando es de noche, sería como ver nuestro negativo, me dije, algo así como un negativo de la Tierra. La artista Katie Pater-son hizo una vez una topografía de las estrellas, yo había tenido la suerte de poder verla en 2009, en la Tate Britain de Londres. Entré en su web, http://www.katiepaterson.org/, observé esas estrellas.

Un cielo nocturno que no es tal. Se trata de un mapa de estrellas muertas. Los puntos blancos son todas las estrellas conocidas que en ese sector del cielo por una u otra razón ya han dejado de brillar; es el negativo del cosmos lo que ahí vemos. La exacta expresión de la muerte. Algo así, me dije, sería la Tierra, mi casa, yo mismo, fotografiado de noche por Google Earth. De nuevo sentí hambre. Me levanté. De pie, con la puerta de la nevera abierta, comí un trozo de chocolate negro y las lonchas de queso que quedaban; tiré la bandeja de poliexpan a la basura. Regresé al sofá, observé de nuevo mi localización en Google Earth, pero con un simple clic de ratón pasé ahora a la opción de Mapa.

Mostraba un perfecto desierto, y yo, icono que dice «A», habitando ese desierto. Volví a sentir hambre pero no me levanté, mi estómago estaba lleno, no era posible que mi cuerpo necesitara más alimento.

Demasiada información que traté de recapitular: es posible contar el número de estrellas muertas, también el número de edificios y árboles y coches que ofrece la visión satélite de Google Earth, pero no es posible contar cuántos elementos hay en la visión de ese mapa de Google porque, en efecto, esa visión es un desierto, como tampoco se pueden contar los haces que emergen de Neverland en la noche, ni contar cuántas ramas de árboles aparecen en Paisaje invernal a la luz de la luna, ni cuántos barcos pelean en La batalla de Camperdown, o cuántos extras aparecen en la película Troya.

De modo que b que no se puede enumerar no existe, y ésa y no otra cosa fue lo que en aquel momento, y a falta de mejor denominación, bauticé como Conjetura de la Realidad. Los fusilamientos del tres de mayo pertenecen al campo de lo Real porque puedes contar cuántos hombres hay en la escena, las estrellas muertas de Katie Paterson pertenecen al campo de lo Real por el mismo motivo, y las lonchas de queso de mi nevera, que se pueden contar, también pertenecen al campo de lo Real, pero no el queso en sí, la propia superficie del queso, que es incontable, es un desierto, y por eso mismo pertenece al campo de lo Irreal, tan irreal como los barcos del cuadro La batalla de Camperdoum, que no pueden contarse y son desierto, y las ramas de los árboles de Paisaje invernal a la luz de la luna, que tampoco pueden contarse y por lo tanto son desierto, y los haces de luz que emergieron de Neverland pocos días después de la muerte de Michael Jackson, que, por incontables, también son un desierto. Y todo así. Con una excitación que no recordaba haber experimentado jamás, me levanté, cogí un bolígrafo y el primer papel que encontré —el reverso de una factura de teléfono—, y redacté la que sería la idea más luminosa de mi vida:

Conjetura de la Realidad: la Realidad viene definida por la propia estructura de las cosas. Concretamente, por el hecho de que esas cosas puedan ser descompuestas en puntos contables.

Su opuesta, «la Irrealidad viene definida por la carencia de puntos contables en las cosas», también es cierta.

Corolario n.° 1: el hambre es el primer síntoma de aparición de la Segunda Persona, lo que equivale a decir que en ese momento el Desierto comienza a descomponerse en sus puntos, en sus partes [1,2, 3,4…, n], aparecen puntos en su estructura, aparecen «personas» contables, síntoma del salto de la Irrealidad a la Realidad que en ese momento acontece.

Corolario n.° 2: no es posible saber cómo se realiza ese salto de la Irrealidad a la Realidad.

Dejé el papel a un lado. Me levanté, caminé en torno a la mesa de la sala. Consulté el reloj, casi las 6.00 de la mañana, amanecía. La Irrealidad, me dije, es como cuando vas a un país cuyo idioma no conoces, y oyes hablar a la gente en torno a ti y aquello no es más que una pasta sonora, imposible de separar en palabras. En ese momento, ese idioma es para ti irreal, una lengua que es un exacto desierto. Cuando volví a consultar el reloj pasaban de las 6.30, había quedado con Juan en vernos por la tarde; decidí acostarme. Me metí en la cama con la esperanza de que al día siguiente todos aquellos razonamientos me parecieran igualmente válidos, y creo que así fue, porque cuando durante la tarde siguiente grabamos y pulimos un nuevo tema, me sentí especialmente pletórico. Tanto es así, que le propuse a Juan que lo tituláramos La noche de lo real.

Entonces, bajo el nombre de Artwork, comenzamos a tocar en directo. Teníamos nueve canciones, algunas de ellas de más de siete minutos, suficiente para dar conciertos de una hora. En absoluto éramos un grupo de grandes masas, pero pronto empezamos a recibir muy buenas críticas y a acumular cientos de seguidores en diferentes redes sociales. Artwork comenzó a oírse con frecuencia en emisoras de radio, también extranjeras, fundamentalmente británicas. Un día, tras tocar en el Festival de Tou-louse, un tipo entró sin llamar en nuestro camerino, nos preguntó dónde se compraba nuestro disco, no lo encontraba en parte alguna, a lo que contestamos que no teníamos disco, que sólo nos interesaba tocar en directo, y que únicamente habíamos entregado, para promoción, dos canciones a los medios. El tipo dijo no poder creerlo, un año interpretando nuestros temas ante centenares de personas y no teníamos disco, ni tan siquiera canciones colgadas en la Red salvo algunas piratas extraídas de conciertos. Entonces, René —así dijo llamarse, como los malos de las películas de la nouvelle vague, que siempre se llaman René— nos informó de que era productor y que él nos grabaría un disco y se encargaría de la distribución internacional; no se metería en absoluto en la producción de las canciones, eso era cosa nuestra, sólo teníamos que hacer lo mismo que hacíamos en directo, exactamente lo mismo. Para ello ponía a nuestra disposición un estudio de grabación en la Bretaña francesa, inmediaciones de un pueblo llamado Plougras, «una casa muy grande, un cháteau, lo que en España llamáis palacio rústico o algo así, pero muy acogedor, y por el que han pasado muchos grupos de la escena nacional e internacional»; ésas fueron sus palabras. Con tan sólo mirarnos, Juan y yo supimos que aquélla conversación podría materializar nuestra llegada al Festival de Benicássim y, de ahí, a nuestro principal objetivo, el Festival de Benicássim Chino. La mansión, aseguró René, disponía de todo el material e instrumentos para llevar a cabo cualquier clase de grabación. Si por él hubiera sido, podríamos haber partido para Bretaña aquel mismo día, pero regresamos a Palma para llenar las maletas y coger el disco duro portátil con todos los samples y material pregraba-do que deberíamos después insertar en los temas.

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