Lily

Lily


Capítulo 3

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Lily cerró la puerta de su habitación y de esa manera puso fin al día más crucial de su vida. Bueno, tal vez el día en que empacó sus cosas y se marchó de Salem mientras sus padres se encontraban en un encuentro religioso que duraría dos semanas había sido más importante aún, pero entonces todo salió según lo planeado. Cuando el tren abandonó la estación, ella había experimentado incluso una ligera sensación de abatimiento, una especie de anticlímax, por así decirlo.

A la llegada a San Francisco, en cambio, las cosas habían salido mal desde el principio. Primero descubrió que la carta que enviara a Zac se había perdido, luego cuando tuvo que convencer al conductor de un coche de alquiler de que realmente quería que la llevara a una dirección en el extremo del distrito de Barbary Coast. Ese día todo había sido una lucha constante.

Y encima Zac se negó a cumplir su promesa de recibirla.

Bueno, en realidad no se había negado del todo. Le había buscado un cuarto donde alojarse y probablemente iba a estar pendiente de ella. Pero era evidente que su propósito era convencerla de que regresara a Virginia cuanto antes.

Pero Lily no tenía intención alguna de volver a casa. Y no solo porque no estaba segura de que su padre se lo permitiera. Aquel desencuentro le resultaba triste, pero sabía que era inevitable. Su padre y ella nunca se habían entendido bien. No tenía sentido fingir que las cosas eran de otro modo.

Tampoco tenía sentido pretender que hubiese podido ser feliz convertida en la mujer de Ezequías y dedicando su vida a ayudarlo con su congregación. Lily había tratado de explicarle a Ezequías por qué no quería casarse con él, pero no sirvió de nada. El buen hombre creía que el matrimonio de una mujer era un asunto que se negociaba entre el padre de la novia y el novio. Una vez acordado el enlace, el deber de la mujer era aceptar su papel y hacer todo lo que estuviera a su alcance para que su esposo fuera feliz.

A Lily le parecía que semejante arreglo favorecía únicamente los intereses del novio. Su inteligencia innata le decía que no era posible que un hombre capaz de pasar por alto los deseos de la mujer antes del matrimonio pudiera convertirse en un marido solícito después de la boda.

La joven se quitó el vestido negro, desató los cordones del corsé y dejó escapar un suspiro de alivio cuando el armazón de huesos de ballena cayó al suelo. Rápidamente se quitó las enaguas y la combinación y se puso un camisón y una bata. Luego se miró al espejo. Estaba pálida. Con razón su primo el jugador se había comportado como si hubiese visto un fantasma.

Cuando pensó en Zac Randolph, sonrió. Debía de ser el hombre más apuesto del mundo. Desde luego, tenía que ser un tipo peligroso en determinadas circunstancias, pero a pesar de eso tenía un cierto aire de vulnerabilidad. Un chico malo y guapo, sujeto ideal de las fantasías femeninas.

A pesar de las terribles soflamas, admoniciones y advertencias de su padre a propósito del primo réprobo, Zac no parecía estar haciendo nada especialmente malo en San Francisco. Jugaba a las cartas, sí, pero solo arriesgaba su dinero, no estaba casado y no se podía decir que estuviera quitando el pan a su esposa y a sus hijos. No bebía, no fornicaba —bueno, eso Lily no lo tenía tan claro— y tampoco blasfemaba. Una oveja negra con semejante comportamiento era como mucho una oveja gris.

Recordó entonces la sonrisa de su primo y se dijo que probablemente sería más preciso decir que Zac era una oveja gris claro. Un hombre tan atractivo no podía ser tan malo.

La chica se tapó con las sábanas. Era maravilloso acostarse en una cama de verdad en lugar de dormir de mala manera en el tren. Era todo un lujo poder estirarse y darse la vuelta sin temor a caerse o echarse encima de un desconocido. Era maravilloso no oír el incesante chirrido de las ruedas de acero sobre las vías, no sentir el incesante vaivén y no tener constantemente en las fosas nasales el olor acre del hollín y el humo. Era delicioso saber que estaba a salvo de las manos de los pasajeros varones sin escrúpulos.

Ya había ido en tren en otras ocasiones, pero siempre con su padre, y no sabía que había tantos peligros en los viajes. Tampoco estaba preparada para las diferencias entre los hombres del Oeste y aquellos con los que había crecido en su pequeño pueblo de Virginia. Sin embargo, no había tenido miedo en ningún momento. Solo incomodidad.

Lily se sentía fascinada. Le habían dicho que las cantinas eran los refugios del demonio y casi esperaba ver horribles criaturas con cuernos que acechaban a los inocentes transeúntes que pasaban por la calle y los conducían a las entrañas del local satánico. Pero en lugar de eso había visto un salón lleno de gente que se divertía y que no le resultaba especialmente tenebrosa.

Parecía que su padre estaba equivocado con respecto a los salones. Tal vez también estuviera equivocado en lo que se refería a Zac. Eso esperaba. Porque su primo le agradaba. Le agradaba mucho.

Pero a su padre nunca le gustaría.

Lily se incorporó sobresaltada. No había escrito a sus padres. Ellos todavía tardarían una semana en regresar de su encuentro religioso, y su idea era que encontraran la carta al volver a casa. No quería que se preocuparan por ella.

Así que se levantó y vio papel y tinta sobre una pequeña mesa junto a la puerta. Lo único que tenía que hacer era sentarse, escribir una carta y enviarla al día siguiente.

Pero ¿qué podía escribir, qué podía decir? Nadie había desafiado antes a su padre, ni siquiera sus hermanos. El hecho de que su hija desafiara su autoridad le resultaría incomprensible, perturbador al máximo. El reverendo no entendía que su hija pudiera tener ideas propias, ni derecho a que sus deseos fuesen tenidos en cuenta. Ella era su hija, debía hacer lo que él quería y su obligación en este mundo era hacerlo sentirse orgulloso.

Su padre, sin quererlo, claro, la había obligado a marcharse, pero en la fuga el predicador no vería más que una desobediencia flagrante. Es posible que ni quisiera saber dónde estaba o si estaba a salvo. Es posible que dejara de quererla, que la repudiara para siempre.

Sintió una punzada de dolor. Aunque Lily estaba en desacuerdo con su padre, lo amaba profundamente. Él siempre la había protegido, había sido su refugio y le había enseñado lo que sabía. Y desde luego la amaba.

Pero ahora no quería seguir dándole vueltas a eso. No había pensado en otra cosa durante meses. Así que sacó una hoja de papel y mojó la pluma en la tinta.

Querido Papá,

Te vas a enfadar mucho cuando leas esta carta. Lo siento. Sé que no lo entiendes. Nunca podré ser la clase de hija que deseas, así que pensé que era mejor marcharme.

Di a mamá y a los chicos que no se preocupen. Estoy alojada en una posada para jovencitas muy agradable. No tienes que preocuparte por el dinero. Tomé el dinero de la tía Sofía para venir aquí. Mañana voy a conseguir un empleo, así que podré mantenerme perfectamente.

Lily tuvo que parar un momento para secarse las lágrimas. El solo hecho de pensar en su madre le partía el corazón. Iba a extrañar mucho a su familia. No la entendían, pero eran las personas a las que más amaba en la vida.

Estoy en San Francisco. Zac Randolph también está aquí. Sé que él no te agrada, pero ha sido muy amable.

Dile a Ezequías que se alegre de que no me haya casado con él. No habría sido una buena esposa y él habría sido muy infeliz.

Será mejor que te deje ahora. Estoy muy cansada por el viaje en tren. Fue muy interesante, pero echo de menos mi propia cama. Me gustaría mucho recibir de vez en cuando una carta para saber que estáis bien. Aunque no siempre esté de acuerdo contigo, te quiero mucho.

Lily tuvo que volver a suspender la escritura. Estaba llorando tanto que las lágrimas rodaban por sus mejillas y estaba decidida a no permitir que cayeran sobre la carta.

Por favor, escribe. Ya te estoy echando de menos.

Te quiere,

Lily

Lily escribió la dirección y selló el sobre. Lo echaría al correo a primera hora.

A la mañana siguiente, Lily estaba vestida y lista en el primer piso antes que Bella.

—No esperaba verte levantada antes del mediodía. —Bella parecía incómoda porque la hubiese pillado con la gastada bata y rulos en el pelo.

—En casa siempre nos levantamos a las seis, y a las siete ya hemos terminado de desayunar —dijo Lily.

Bella hizo una mueca de horror.

—Eso no te va a hacer ganar muchos amigos en San Francisco. A esta hora no hay nada que hacer aquí, a menos que seas el lechero. —La miró unos instantes—. ¿Quieres comer algo?

—Sí, por favor. Mi padre siempre insiste en que es necesario desayunar muy bien. Dice que es la comida más importante del día.

Bella volvió a hacer una mueca.

—Pues vas a tener que hacer algunos cambios en tus costumbres para poder sentirte cómoda aquí.

—Lo sé. Y pienso comenzar a hacerlo hoy mismo.

—¿De veras?

—Quiero conocer todo lo que pueda de San Francisco. Luego pienso ir a la cantina de Zac. Lo más probable es que esté fuera todo el día.

Lily encontró las calles prácticamente desiertas. No entendía cómo podía vivir tanta gente en un lugar y que no hubiese nadie en la calle casi a las ocho de la mañana. En su pueblo, a las nueve de la mañana la gente ya llevaba medio día de trabajo. Pero al parecer en San Francisco nada comenzaba antes de esa hora.

La muchacha se detuvo para observar la vista que presentaba la bahía. Estaba acostumbrada a ver montañas, pero en su pueblo no había nada que se pudiera comparar con la vista de la bahía y el mar. Si giraba noventa grados podía ver el Golden Gate y observar las magníficas embarcaciones que venían desde puertos lejanos de todas partes del mundo, con sus velas hinchadas por el mismo viento que las había impulsado a lo largo de miles de millas por mares infinitos.

El leve aroma salado del aire era todavía más tonificante que la brisa de las montañas. Ahora comprendía aún menos que la gente se pudiera quedar en la cama, sin gozar de aquella bendición de la vida y la naturaleza.

Dejó la tranquila calle de casas respetables y se adentró en otra que parecía mucho más comercial, con distintos negocios en ambas aceras. Pero no vio ni un alma. Luego dobló por la avenida del Pacífico y todo cambió.

Solo unas cuantas construcciones eran tan imponentes como el Rincón del Cielo. La mayoría eran casas de una planta, pobremente construidas, de apariencia poco atractiva. Casi todas las fachadas eran de madera, sin pintar. Los carteles anunciadores invitaban a los clientes a entrar para disfrutar de diversos placeres, algunos de los cuales debían ser de una naturaleza que Lily ni siquiera podía adivinar.

La Casa Salem le pareció tan imponente como la noche anterior, pero ahora las cortinas estaban cerradas y no se veían luces en las ventanas. Un hombre salió por una puerta lateral, miró nerviosamente a un lado y otro de la calle y luego se marchó rápidamente en la misma dirección de la que Lily venía.

Algo en su actitud furtiva la hizo sentirse incómoda, y algo nerviosa siguió hasta que llegó al Rincón del Cielo. Aliviada, entró.

La cantina le pareció muy distinta de lo que recordaba del día anterior. Ahora estaba tan vacía y silenciosa como las calles. Las mesas estaban limpias y los asientos habían sido colocados meticulosamente. Ya no había barajas sobre las mesas, las fichas de las apuestas y los dados reposaban en sus cajas, las ruletas estaban quietas, habían retirado los tapetes verdes y las máquinas tragaperras estaban cubiertas. Hasta el suelo estaba impecable. Lo único que evitaba que Lily pensara que había soñado toda la escena de la noche anterior era el tufillo a whisky y humo, aún muy perceptible.

Y Dodie. Lily la encontró sentada en una esquina, con una taza de café en una mano y una especie de libro en la otra. Llevaba una bata de terciopelo verde, encima de un camisón de seda color crema. Unas pantuflas de color rosa, con borlitas, contrastaban dramáticamente con el resto del atuendo. Se estaba fumando un cigarro largo y delgado y el humo le salía perezosamente de la boca y la nariz. Incluso a esa hora tan temprana, tenía el rostro oculto tras una máscara de polvos y maquillaje.

Lily se le acercó, con cierta sensación de alivio por encontrar por fin a alguien que conocía.

Dodie levantó la vista.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Lily supuso que no usaba aquel tono por grosería, sino por la sorpresa, pero era evidente que no estaba muy feliz de verla.

—He venido a ver a Zac.

—Me dijo que te ibas a marchar en el primer tren. Deberías estar haciendo el equipaje.

—No voy a ir a ninguna parte.

—Pues él dijo otra cosa.

—Y yo le dije que no.

Dodie pareció calmarse un poco. Se encogió de hombros. Dio un sorbo a su café, una calada a su cigarrillo y luego hizo señas a Lily para que se sentara.

—Las mañanas no están hechas para mí. Y tener que levantar la vista hacia tu rostro espantosamente bello me irrita todavía más.

Lily se sentó.

—¿Por qué dices que mi rostro es espantosamente bello? No veo cómo se pueden combinar esas dos características.

—Cualquier tonto puede ver que eres hermosa. Y digo que es espantoso porque no puedo soportar ver a alguien tan hermosa como tú.

—Pero tú también eres hermosa. —Lily la miraba con expresión franca.

Dodie dio otro sorbo al café y otra calada al cigarrillo.

—¿Ves todo este mejunje sobre mi cara? —Dodie se quitó un poco de lápiz de labios con el dedo índice—. Así es como lo logro. ¿Tú llevas algo de maquillaje?

—Por supuesto que no. —Le aterraba pensar siquiera en eso—. Papá no lo permitiría.

—Pues precisamente por eso pienso que eres espantosa, porque te levantas tal cual estás ahora mismo. Yo me paso horas trabajando en mi cara, lo cual encima cuesta una fortuna, y sin embargo no consigo estar ni la mitad de bien que tú.

—Tú tienes mucho mejor color que yo. —Lily arrugó la frente—. Soy tan pálida que la gente siempre piensa que estoy enferma.

—Mejor para ti. Seguro que muchos hombres se ofrecen a traerte un poco de agua o a sostenerte la mano hasta que te sientas mejor.

—En Salem no. Papá dice que ninguna mujer decente debe tener una corte de hombres jóvenes siguiéndola a todas partes. Los espanta y los manda a ocuparse de sus asuntos.

—Me imagino que saldrán espantados, sí. —Dodie sonrió, desabrida, entre un trago de café y otra calada al cigarrillo.

—Papá dice que…

—Por favor, no me hables más sobre lo que dice tu papá. Me imagino lo que dice. Suena muy parecido a la monserga de mi propio padre, que en paz descanse.

—¿También era ministro?

—Eso decía, pero no es así como la gente lo describía.

—Ah, ya sé lo que quieres decir. A veces la gente le dice cosas feas a mi padre, sobre todo cuando les afea su conducta o critica sus comportamientos.

—El problema de mi padre no era esperar mucho de los demás, sino exigirse muy poco a sí mismo.

Ahora Lily no estaba segura de comprender a qué se refería Dodie. Estaba empezando a entender que la gente de San Francisco era distinta a la de su pueblo, así que decidió que sería mejor no entrometerse en asuntos ajenos hasta que entendiera un poco más la mentalidad de aquella extraña ciudad.

—¿Por qué has venido aquí?

—Ya te lo dije, a ver a Zac.

—Me refiero a por qué viniste a San Francisco. Eres una chica del campo. No perteneces a un lugar como este. No es tu vida.

—Me imagino que alguna vez tú también fuiste una chica del campo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—No me quieres aquí, pero no me has echado a la calle. Tú sabes lo que es ser una forastera.

Dodie la miró con más intensidad.

—Algunas de nosotras no hemos tenido que ir tan lejos como tú, esto no nos resulta tan difícil.

Lily se negó a ceder. Sabía que no le agradaba a Dodie, que probablemente le causaba desconfianza, pero se negaba a sentirse intimidada.

—Tal vez, pero de todas formas voy a salir adelante. Me refiero a que voy a conseguir un trabajo y me podré mantener por mi cuenta. No pienso ser una carga para Zac.

—¿Y qué sabes hacer?

—Pensé que podía ayudar en la cantina.

Dodie estuvo a punto de atragantarse con el café y, al tratar de evitarlo, lo derramó por toda la mesa. Unas cuantas gotas se le escurrieron por la barbilla y le cayeron en la bata.

—No sé bailar, al menos como lo hacían las chicas que vi anoche —siguió Lily—, pero puedo cantar. He cantado en el coro de la iglesia desde los catorce años. Todo el mundo dice que tengo una bonita voz. Canto canciones tradicionales, supongo que podemos llamarlas así, pero en general a la gente le gustan mucho.

Dodie terminó de limpiar el café derramado y arrojó la servilleta mojada sobre la mesa.

—Por el momento tenemos cubierto el cupo de bailarinas y cantantes. Y por lo general no nos piden muchas canciones tradicionales.

—Entonces puedo servir las mesas. Solía ayudar a mamá en todas las comidas.

—No creo que sea buena idea.

—¿Por qué no? —A Lily no le gustó que Dodie despreciara sus dotes de cantante sin haberla oído, pero era inaudito que pensara que tampoco era capaz de servir una comida.

—Nuestras chicas sirven sobre todo whisky —explicó Dodie— y llevan la falda tan corta y vestidos tan escotados que probablemente acabarías con neumonía.

—Podría…

—Por no hablar del maquillaje. Tendrías que embadurnarte tu linda carita hasta quedar más o menos como yo. A los hombres les gusta eso, y además, por las noches hay tan poca luz aquí que parecerías un fantasma si no te maquillaras.

—No creo que…

—Ah, y se me olvidaba mencionar los pellizcos y los abrazos… y los hombres suelen arrojar monedas por el escote del vestido, con la intención de intentar pescarlas de nuevo después.

—¡Eso no! —Lily se sintió horrorizada por fin—. Si una moneda llegara a perderse entre mi ropa, allí se quedaría para siempre. Papá…

—Lo que diga tu padre aquí no tiene ninguna importancia. —Dodie hablaba de manera implacable, dispuesta a espantarla para que se fuese de una vez a Virginia—. Él está a cuatro mil kilómetros de distancia y tú estás aquí sola.

—Zac no permitiría que nadie me tocara por unas cuantas monedas.

Dodie se puso de pie y tomó su taza de café.

—Tienes que aprender unas cuantas cosas sobre Zac. ¿Te apetece tomarte un café?

—Sí, gracias.

—¿Solo?

—No, con mucha leche: la mitad de la taza, si puede ser.

—Si yo tomara tanta leche, en pocos días estaría como la vaca que la produce. —Dodie refunfuñaba al salir. Luego regresó con dos tazas de café y puso frente a Lily una que parecía en un noventa por ciento leche.

—Puse un poco más de leche de la que me pediste, porque no creo que la vaca que dio esa leche estuviera en buena forma.

Lily le dio un sorbo. Estaba demasiado caliente para saborearlo, pero se dio cuenta de que se trataba de un café demasiado fuerte para su gusto y se alegró de que tuviera más leche de la que le ponía habitualmente.

—Papá diría que me estás malcriando pero te lo agradezco.

—¿Siempre tienes que contar a todo el mundo lo que dice tu padre? ¿Es el único que habla en ese pueblo del que vienes?

Lily se puso roja como un tomate.

—No, claro que no. Supongo que todo el mundo habla, pero no cuando papá está cerca. Él siempre tiene tantas cosas que decirle a la gente que cuando termina ya no queda tiempo para que hablen los demás.

—Probablemente todos están tan contentos de poder escabullirse, que ni siquiera abren la boca por temor a que se arranque con otro sermón.

Dodie rio su propio chiste. Lily, para su propia sorpresa, también acabó sonriendo.

—Yo misma he hecho eso muchas veces. Papá odia que la gente huya cuando empieza a enumerarles sus defectos. Dice que eso muestra falta de carácter.

—Bueno, pues tú vas a necesitar todo el carácter que puedas reunir si quieres sobrevivir en San Francisco. Dime qué sabes y puedes hacer, además de ordeñar vacas y servir un desayuno campesino.

—Puedo cocinar, coser, limpiar y manejar un hogar con la suficiente habilidad como para que el hombre de la casa pueda dedicarse con libertad a sus responsabilidades.

—Parece como si tu padre te hubiese hecho aprender eso de memoria para impresionar a los pretendientes.

—Papá dice que no está bien que una alardee de sus logros. —Lily parecía ahora un poco abochornada—. Dice que eso es cosa suya, que el deber de un padre es informar a los jóvenes pretendientes sobre lo útil que les puede ser su hija.

—Eso te hace parecer una criada, más que una mujer hecha y derecha. —Dodie frunció el ceño—. Pero, claro, los hombres son así. Siempre quieren saber lo que tú puedes hacer por ellos, pero nunca piensan en lo que ellos pueden hacer por ti.

—¿Tu novio es así? —Lily hizo la inesperada pregunta con una inocencia tal que Dodie se quedó paralizada dos o tres segundos.

—Yo no tengo ningún novio. —Habló con un tono demasiado intenso como para sonar convincente—. Todavía no he encontrado a un hombre que valga la pena.

—Pensé que podías estar con Zac.

Dodie se ruborizó tanto que no pudo disimularlo su gran capa de maquillaje.

—Para ser una campesinita ingenua, a veces captas más de lo que debes. —Dodie no parecía nada complacida con la capacidad de observación de Lily.

—Ordeñar y coser no son actividades muy difíciles, de modo que tienes mucho tiempo para pensar. Y algunas de las campesinas como yo aprendemos a leer cuando tenemos edad suficiente para casarnos.

Parecía que Dodie estaba a punto de enojarse, pero de repente estalló en una carcajada.

—Me agradas. No sé por qué diablos me agradas, pero me agradas. Las vas a pasar canutas si decides quedarte, pero te ayudaré de vez en cuando si no me das mucha lata.

Sin embargo, no iremos bien si te dedicas a aparecer por aquí antes de que me tome mi café y tenga la oportunidad de revisar los libros. Incluso las diez de la mañana sería demasiado temprano.

Lily sonrió.

—Trataré de recordarlo. Pero estoy acostumbrada a levantarme a las seis.

—¡Por Dios! —Dodie sacudió la cabeza con asombro—. ¿Me creerías si te dijera que yo solía levantarme así de temprano? Aquello era horrible. El mundo está completamente en desorden a esas horas. Dios necesita varias horas para secarlo, calentarlo y hacer que las cosas comiencen a funcionar. Por eso pienso que es mejor quedarse en la cama hasta que Él termine. No quiero cruzarme en Su camino. Así, además, Él no se interpone en el mío.

Lily trató de contener la risa, pero le resultó imposible.

—Si papá te oyera esas herejías, le daría un infarto.

—Entonces habrá que rezar para que nunca venga a San Francisco.

Lily se puso repentinamente seria.

—No lo hará.

—Pues yo creo que a lo mejor ahora mismo ya está en un tren hacia aquí.

—Todavía no sabe que me he marchado, pero cuando se entere de todo no vendrá. Probablemente le dirá a todo el mundo que he muerto. Él preferiría verme muerta antes que residiendo en esta capital del pecado. Dice que los lugares como este son pozos de iniquidad.

—Si piensa eso, razón de más para que haga todo lo posible por evitar que te hundas en el vicio y la perdición.

—Yo no pretendo hundirme. No voy a hundirme.

—Espero que tengas éxito en esta aventura, Lily, de veras. Solo te advierto que no debes poner tus esperanzas en Zac. Evita enamorarte de su apuesto rostro y no fantasees por nada del mundo con la idea de fundar un hogar con él y llenarlo de niños…

—No estoy interesada en casarme por ahora. Si lo estuviera, en Salem ya me podría haber casado un montón de veces.

—Por Dios, no dudo que tuvieras pretendientes, pero seguro que tu padre pondría a cualquiera de ellos las cosas muy difíciles.

Las dos se rieron.

Dodie se pasó la mano por el pelo y volvió a hablar.

—Hace un rato insinuaste que yo estoy enamorada de Zac. La verdad es que hubo una época en la que así fue, y la viví con angustia, con desesperación, pero ya lo superé. Toda mujer que pone los ojos en él piensa que se acaba de morir y está en el cielo. Si él le habla o le dedica una sonrisa, la afortunada se derrite inmediatamente. Probablemente seguiré trabajando para él mientras el maquillaje me sirva de algo, pero no quiero ser nada más que su empleada. Ya hace tiempo que descubrí que Zac es el ser humano más egoísta del mundo.

La joven asentía, en parte incrédula y en parte apiadándose de su nueva amiga, que siguió hablando tras una amarga pausa de unos segundos.

—Sigue mi consejo. Apóyate en él para instalarte y establecerte en la ciudad. Demonios, es tu primo, aprovéchate de él todo lo que puedas. Pero nunca, por mucho que te sonría, por muchas cosas bonitas que te diga, te permitas el lujo de enamorarte de él. Te romperá el corazón y ni siquiera se dará cuenta.

Dodie hablaba con dureza, pero sin rastro de pasión, como si el egoísmo de Zac le hubiera secado el alma por completo.

—¿Todavía lo quieres?

Dodie bajó los ojos.

—Todo el mundo quiere a Zac. Es imposible no querer a un tío que de todas formas tiene sus cualidades. Además, cuando se lo propone, puede ser dulce y encantador como el que más.

Lily sonrió, asintiendo de nuevo. Se había dado cuenta de lo que decía aquella mujer desde el principio. Cuatro años atrás, Zac había sido tan dulce y tan encantador con ella que Lily casi sentía que era un rasgo de deslealtad estar hablando de él a sus espaldas.

Dodie levantó la mirada.

—Pero no te equivoques, con todo su encanto superficial, Zac es incapaz de pensar en alguien que no sea él mismo.

—¿Y no tiene ninguna amiga?

—Todas las mujeres que conoce son sus amigas. —Dodie alzó las cejas para subrayar el doble sentido de sus palabras—. Pero en realidad solo está enamorado de una mujer.

Lily se quedó totalmente sorprendida. No sabía que el corazón de Zac tuviera dueña.

—¿Y quién es ella?

—La Señora Suerte. Hasta la fecha, esa dama le ha sido bastante fiel. —Sin dejar de hablar, Dodie se levantó de la silla—. Pero es hora de que me ponga a trabajar. Será mejor que tú regreses a la residencia de Bella. Le diré a Zac que quieres verlo.

—No me importa esperar —dijo Lily—. ¿Cuándo crees que volverá?

—No ha ido a ninguna parte. Todavía está en la cama.

—Pero si son las nueve pasadas.

—Querida, ese hombre nunca se levanta antes de las cinco de la tarde. ¿Para qué tendría que hacerlo, si sabe que yo hago todo el trabajo por él? Para que le vayas conociendo: dice que necesita dejar reposar su belleza. ¿Cómo crees que se mantiene con ese aspecto de dios griego?

—¿Dónde vive Zac? —preguntó Lily.

Dodie se volvió a reír.

—Cuando compró este sitio, hizo que unieran tres habitaciones y las convirtió en una suite estupenda. En este momento está en el segundo piso, justo sobre tu cabeza, roncando como un bebé.

—Pues ya es hora de que se levante —dijo Lily, con aire entre ingenuo y travieso—. Es ridículo dormir durante la mejor parte del día.

—Zac piensa que la mejor parte del día comienza con el crepúsculo.

—Eso es porque no ha disfrutado como es debido de la mañana, que es una bendición de Dios.

Dodie se rio.

—Esto es San Francisco. Dios prefiere otros lugares, y antes del atardecer nunca ocurre nada importante.

—¿Y qué quieres que ocurra si todo el mundo pasa el día entero en la cama? —Lily se puso de pie.

—¿Qué vas a hacer? —Dodie empezaba a sentirse un poco inquieta por la imprudencia de la joven.

—Lo voy a despertar.

—Nadie despierta a Zac. Te matará si tratas de hacerlo.

—Veremos si está tan dormido como para discernir si soy su prima o una cortina flotando en medio de la brisa.

Dodie amagó con interponerse en el camino de Lily, pero luego pareció pensarlo mejor, se detuvo, sonrió y se hizo a un lado.

—Tal vez tú seas la elegida —murmuró entre dientes.

—¿La elegida para qué? —preguntó Lily.

—La elegida para despertarlo sin que ello te cueste la vida.

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