Lily

Lily


Capítulo 17

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Zac llevaba un buen rato renegando de sí mismo, de Harold y Sarah Thoragood, de Bella, Dodie, Windy, la taberna, su familia y sus clientes; de San Francisco, de la idea de llevar a Lily a cenar en un barco y de todo lo que se le ocurría.

Renegaba del mundo entero, excepto de Lily.

Aunque aborreciese al universo, era incapaz de enfadarse con su prima, lo cual lo ponía todavía más furioso y lo llevaba al borde de la desesperación. Se decía que no tenía derecho a sentir por Lily lo que sentía, pero era incapaz de cambiar sus sentimientos. Cada día que pasaba parecía estar más embrujado por aquella hermosa e inocente criatura.

Hubiera podido resistir a la belleza más perfecta. Podría haber sobrevivido a la más implacable pasión física. El encanto y la amabilidad de Lily, por sí solos, no le habrían hecho mella alguna. Pero lo que lo había derrotado era la maldita inocencia de aquella mujer. En cuanto Zac miraba el fondo de sus ojos brillantes empezaba a sentir vértigo, a pensar que le faltaba el aire. Y le faltaba.

¡Malditas mujeres con nombre de flor! Era cosa de magia. ¿Por qué los hombres Randolph acababan siempre sometidos irremediablemente a ellas? Ahora veía a sus hermanos de otra manera. Ya no le parecían tan débiles. Durante mucho tiempo presumió de ser invulnerable a los ataques de la más arrebatadora mujer. Había sobrevivido a muchas campañas de conquista muy bien orquestadas, a muchos asedios formidables. Y tuvo que llegar de Virginia aquella inocente muchacha de ojos grandes, para que cayera en las redes del amor, como un adolescente atontado.

Tenía que asegurarse de que Lily se quedara con Bella. Había llegado a la conclusión de que esa era la única manera en que podría romper la fascinación que la chica sentía por él. También era la única manera, claro está, de mantener sus manos lejos de ella. Si antes se había sentido tentado a estar con ella, ahora que el mundo entero pensaba que era su esposa, la tentación era más que infinita.

No podía contarle a su prima la verdadera razón por la cual la había llevado a la residencia de Bella. No se la podía contar a nadie, porque era tan inexplicable que se podía decir que no existía. ¿Cómo podría explicar que no confiaba lo suficiente en sí mismo como para mantenerse alejado de su esposa? Todo el mundo esperaba que ellos durmieran juntos. Eso era lo natural, lo que querían todos los recién casados. Pero Zac no quería darse aquel maravilloso lujo cuando estaba seguro de que, al cabo de un tiempo, Lily no querría seguir siendo su esposa. Él podía ser muchas cosas, pero no era tan egoísta ni tan desconsiderado como para traer al mundo a un niño que no tuviera padre y madre, como debía ser. No había permitido que eso le pasara al bebé de Josie ni a muchos otros niños antes. Y ciertamente no iba a permitir que eso le pasara a su propia descendencia.

Zac no podía recordar a su padre, que se había marchado antes de que cumpliera los dos años. Y tampoco podía recordar de verdad a su madre, aunque había vivido dos años más que su padre. Rose y George habían tratado de llenar aquel enorme vacío, pero sin mucho éxito, pues siempre se había sentido desconectado de su familia. Sus hermanos tenían recuerdos y experiencias que él no podía compartir, recuerdos que, aun sin querer, lo excluían a él de una parte muy importante de sus vidas.

Zac nunca había entendido la necesidad que tenían sus hermanos de ponerse a prueba. Había visto sus luchas y en parte se consideraba afortunado de haber escapado a semejantes competencias. Sin embargo, en parte también se sentía privado de algo, marginado.

No tenía otra meta en la vida que satisfacer sus propios deseos.

Se decía que si, en contra de lo que pensaba, Lily quería seguir casada con él, con aquellos precedentes nunca sería un buen cabeza de familia. ¿Podía ser un buen padre un hombre que no quería casarse, que no quería tener hijos, que quería alejar de él a la mujer que todo el mundo pensaba que era su esposa?

Gruñó. Se puso a recordar. La noche que inauguró el Rincón del Cielo había sido uno de los momentos más felices de su vida. Un enorme orgullo. El salón le había brindado un sentido, un objetivo en la vida. Era dueño del negocio con el que había soñado durante años. Cada vez que doblaba la esquina y veía la elegante fachada de la cantina, experimentaba una sensación de enorme orgullo y felicidad y sentía que estaba llegando a casa. Allí, en la cantina, tenía el hogar y la familia que no acabó de tener de niño.

Hasta esa noche. Ahora ante la taberna se sentía como si lo hubiesen enviado al exilio.

Ni siquiera sabía cuáles eran sus sentimientos hacia Lily, la mujer con nombre de flor que había conseguido obsesionarlo. Podría haber entendido su estado de ánimo si estuviera enamorado, pero ¿de verdad lo estaba? Había visto cómo sus hermanos se desvivían para dar gusto a sus mujeres… ¿Le pasaba a él algo similar?

No, no debía de estar enamorado porque no sentía necesidad de desvivirse por los caprichos de su prima… Pero no entendía esa fascinación, esa intoxicación, ese hechizo que sentía. Se sentía embrujado, obsesionado, torturado. No era amor, porque los hombres enamorados que había conocido estaban contentos, no atormentados. Pero entonces, ¿qué era?

Agonía. Zac se sentía entre la espada y la pared, incapaz de moverse. Si no tomaba una decisión pronto, se iba a volver loco. Si Lily decidía que no quería seguir casada con él, eso lo solucionaría todo. Tenía que precipitar esa decisión.

Desde luego que le dolería verla marcharse. No sería verdadero amor, pero nada le gustaba más que tenerla cerca. Pero él no tenía en absoluto lo que ella quería encontrar en un marido. No le llevaría mucho tiempo descubrirlo. Esperaba que cuando ella decidiera marcharse, él ya hubiese superado aquella extraña fascinación, o lo que demonios sintiera por ella. Necesitaba romper el maldito embrujo, pues ya le era casi imposible concentrarse en el juego. En su vida.

—No puedes entrar aquí. —Dodie, alarmada, vio que Lily estaba entrando por la puerta principal de la cantina—. Zac ha dado órdenes estrictas de que no te acerques a este lugar.

La muchacha, muy decidida, evitó a Dodie apretando el paso y dando un pequeño rodeo. Todavía no había decidido cuál sería la mejor manera de acercarse a Zac, pero desde luego sabía que necesitaba libertad para entrar en el salón. Zac había dejado muy en claro que él no iría a buscarla. Le correspondía demostrar a su terco marido que sería más feliz con ella que sin ella.

Miró un momento a Dodie y habló con tono firme.

—Soy la esposa del dueño de este lugar. Tú eres su empleada, no su esclava. Si él quiere que me vaya, déjalo que se levante y me saque de aquí personalmente.

Dodie sonrió con un poco de tristeza.

—Si desobedezco a Zac otra vez, acabará despidiéndome. Lo que me pides es que ponga en peligro mi existencia. Esto es lo único que tengo.

—No, no quiero que pase eso, simplemente…

Dodie la interrumpió.

—Y después de desafiar a tu marido y ponerme a mí en mi lugar de simple empleada, ¿qué pretendes hacer?

—Ayudarte, tal como hacía antes.

La picardía sustituyó a la tristeza en la mirada de Dodie.

—¿Nada más? ¿No quieres que tu marido… sea de verdad tu marido?

—Todavía no. Tengo que pensar un plan para conseguir eso.

—¿Y me vas a contar lo que decidas?

—No lo sé. No quiero que Zac se enfade también contigo.

—No te preocupes, mientras las cosas sigan así, Zac estará siempre enfadado. Conmigo y con el mundo entero, menos contigo.

Lily pidió a Dodie que le enseñara a jugar a las cartas.

A la joven virginiana se le daban bien los números, al igual que Dodie, y entre las dos habían terminado el trabajo contable de la mañana en solo un par de horas.

—¿Estás loca? Zac me comería viva si te enseñara a jugar.

—No quiero jugar a las cartas. Solo quiero saber cómo funciona el juego. No puedo entender qué es lo que les parece tan fascinante a Zac y a todos esos hombres. A mí me parece un poco aburrido.

—No digas eso. Si todo el mundo pensara así, nos quedaríamos en la calle.

—Hablo en serio. ¿Por qué lo hacen?

—Por la posibilidad de ganar.

—Pero si casi siempre pierden casi todos.

—No importa, el verdadero jugador es un optimista eterno. Está seguro de que su suerte cambiará en la siguiente mano y que ganará más que suficiente para compensar todo lo que perdió.

—Zac no pierde mucho.

—Zac juega calculando las probabilidades, y además sabe juzgar a las personas mejor que nadie. Se diría que es capaz de leer el pensamiento. Siempre sabe qué jugador va de farol.

—¿Cómo se juega calculando las probabilidades? ¿Es realmente posible hacer eso? Pensé que uno solo apuesta su dinero y se limita a esperar que la suerte le favorezca.

—Eso es lo que hacen la mayoría de nuestros clientes. Y gracias a eso ganamos dinero. Está bien, te explicaré cómo se juega al póquer.

Para su sorpresa, a Lily el juego le pareció fascinante. Entendió por qué su padre no quería que ella aprendiera nada al respecto. Podría pasarse horas repartiendo las cartas para ver las distintas manos que podía sacar. Y aún más fascinante era tratar de calcular las probabilidades de sacar una carta en particular o de adivinar el juego que tenía el de enfrente.

Dodie la miraba sorprendida.

—¿Seguro que nunca habías jugado póquer?

—Jamás. Santo Dios, papá se moriría si me viera con estas cartas en la mano. Estaría seguro de que me voy directa hacia el infierno.

Dodie se rio.

—Peor sería que nos viera Zac. Será mejor que escondas esa baraja.

—Espera solo un momento.

El momento se convirtió en toda la tarde. De vez en cuando le hacía alguna pregunta a Dodie, pero sobre todo se dedicó a repartir distintas manos, a tratar de mejorarlas cambiando cartas, a ver qué mano ganaba en cada caso. Tuvo suerte: acababa de meterse la baraja en el bolsillo, cuando Zac bajó las escaleras.

Lily sintió pánico. Creía que estaba mentalmente preparada para enfrentarse a él cuando llegó, pero se había distraído tanto con las cartas que la aparición la había tomado por sorpresa. El juego era, en efecto, peligroso.

La joven se animó un poco, sin embargo, al ver que Zac sonreía al posar sus ojos en ella. Es verdad que de inmediato la irritación sustituyó a la sonrisa, pero Lily sabía lo que había visto. Su marido se alegraba de verla. Ahora el problema era cómo obligarlo a admitirlo. Zac se dirigió hacia ella, así que Lily se puso en guardia.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Utilizó un tono de voz tan fuerte que casi todos los que estaban en el salón se volvieron a mirar. Por lo general, a Zac no le importaba que la gente oyera sus conversaciones, pero ahora parecía muy consciente de que tenía público. Miró a su alrededor con preocupación.

—Ven a mi oficina. Hay unas cuantas cosas que tenemos que aclarar.

Zac se daba cuenta ahora de que había sido una tontería pensar que Lily se quedaría en la casa de Bella. Nunca se había quedado en ninguno de los lugares a los que la había llevado. Pese a ello, al bajar las escaleras y verla sentada en una de las mesas, tan bella como un ángel, como si no hubiesen contraído matrimonio el día anterior, se sorprendió. Y se quedó conmocionado.

Tomó aire y cerró la puerta del despacho.

—Te dije que no debías volver por aquí.

Mientras decía eso, pensaba cómo era posible que cada vez que la veía siguiera sorprendiéndose por la belleza de Lily. Llevaba varias semanas viéndola todos los días y en todas las ocasiones descubría algo que no había notado antes. Ese día la muchacha llevaba un vestido azul oscuro que le resaltaba los ojos más de lo habitual. También llevaba el pelo recogido en un elegante moño, con un pequeño ramo de flores azules que lo adornaba. Parecía más madura, y estaba muy elegante.

—No puedo quedarme en mi habitación todo el día sin nada que hacer. Me moriría.

—¿Por qué no has ido a visitar a Sarah Thoragood?

—No creí que fuera prudente. En vista de la forma en que te trató ayer, lo más probable es que yo terminara diciéndole algo desagradable.

A Zac le halagó aquella conmovedora defensa de su prima, que siguió explicándose.

—Pensé en visitar a Daisy, pero supuse que no querrías que lo hiciera.

—También ante ella terminarías por decir algo imprudente, es verdad… pero no puedes seguir viniendo aquí.

—¿Por qué? Este es el sitio donde vive y trabaja mi esposo. ¿Qué otro lugar sería más apropiado para su esposa? Eso es lo que tenemos que discutir. Bella me dice que los hombres ricos no duermen en la misma habitación que sus esposas. Yo sé que en Salem somos muy palurdos, y no siempre hacemos las cosas de la forma más elegante, pero siempre había pensado que un hombre y su esposa deben dormir, como mínimo, bajo el mismo techo.

La chica había sacado a relucir el asunto que más temía su primo. Debería habérselo explicado a Lily desde el día anterior, pero estúpidamente había preferido esperar a que ella lo descubriera por sus propios medios. Pero debería haber sabido que, aunque la chica lo entendiera, de todas maneras querría hablar sobre el asunto.

—Si sigues viniendo aquí, acabarás con tu reputación y despertarás toda clase de rumores.

—No ocurrirá eso si la gente sabe que estamos casados. Y lo sabrá, y entonces será peor para mi buena fama que estemos separados. Nadie lo entendería.

Por inocente que fuera, era evidente que Lily ya había entendido unas cuantas cosas de la vida. Lo mejor sería ser sincero con ella y abordar el asunto sin tapujos.

—Aparte de todas las demás razones que existen para que no vivamos en el mismo lugar, y hay muchas, no puedo pretender estar en la misma habitación contigo y no tocarte. Sería imposible.

Lily se quedó muda por la sorpresa unos instantes.

—Pero yo quiero que me toques. Me gustó mucho la otra noche y estoy esperando que lo vuelvas a hacer cuanto antes.

Zac siempre tan cuidadoso con su apariencia, tan pendiente de que no se le alteraran ni el rostro ni la raya del pantalón ni nada, ahora parecía descompuesto. Le hubiera gustado encontrarse en cualquier otra situación. Metido en un tiroteo o sometido a una regañina de Rose, cualquier cosa menos tener que dar explicaciones a Lily sobre aquel maldito tema.

—No es a los besos y los abrazos a lo que me refiero —dijo Zac—. Cuando los hombres y las mujeres duermen en la misma cama, ellos… Se considera normal que un hombre y una mujer que están casados… Un hombre solo puede contenerse hasta cierto punto. —La miró con desesperación.

—¿Estás tratando de decirme que los hombres siempre están ansiosos por hacer bebés?

El tahúr, que en ese momento pensaba en muchas cosas, pero no en bebés, no sabía se echarse a reír o comérsela a besos por aquella manera de expresarlo.

—Sí, más o menos.

—Pues no te preocupes, porque lo sé todo sobre ese asunto.

—¿Sabes cómo…? —Zac no pudo encontrar la manera de terminar la pregunta.

Lily sonrió.

—Es imposible criarse en una granja y no saberlo.

Zac dejó escapar un suspiro de alivio. Ya había pasado lo peor.

—Entonces lo entiendes. Si tenemos un bebé y un día te das cuenta de que ya no quieres ser la esposa de un jugador, estarías atrapada, sin escapatoria. En cambio de esta manera, cuando te canses de mí, podrás marcharte tranquilamente como si nada hubiera sucedido. Te daré suficiente dinero para que vivas cómodamente hasta que encuentres a alguien con quien quieras casarte.

—A mí no me molesta ser la esposa de un jugador. —A Lily empezaba a angustiarle mucho que su flamante marido no acabara de entenderla.

—Tal vez ahora no te moleste, pero pronto te va a molestar. Y odiarías tener que contarle a todo el mundo que el padre de tus hijos es un tahúr.

—No, no sería así. Me sentiría orgullosa. Además, eres muy apuesto, me encanta y me seguirá encantando presumir de ti.

Zac no pudo evitar una sonrisa. Pero sus pensamientos tenían un sabor agridulce. Toda su vida le habían dicho que era apuesto, encantador, divertido. Todo el mundo lo decía como si fuera algo de lo que debiera avergonzarse, o que no mereciera. Muchas veces le habían dicho que su apariencia no compensaba los graves fallos de su carácter. De modo que preferiría no darle a Lily la oportunidad de llegar a la misma conclusión. Ella era la única persona en el mundo que no veía ningún defecto en él y, francamente, eso le gustaba mucho.

—Ya sé que no lo entiendes, pero estoy haciendo esto por ti. No puedes volver a venir aquí. Voy a decir a los hombres que vigilan la puerta que no te dejen entrar.

—Pero…

—No discutas, por favor. Tienes que hacer lo que digo. Ahora no lo piensas, pero tarde o temprano llegarás a odiar incluso la simple la idea de estar casada conmigo. Entonces me agradecerás lo que estoy haciendo ahora. Te llevaré con Bella.

Lily no se movió.

—¿Vas a levantarte o quieres que te levante por la fuerza y te lleve en brazos?

Zac esperaba que no fuera así, pues si llegaba a tocarla, no estaba seguro de ser capaz de contener el impulso de llevarla a su cuarto.

—No te enfades, solo estaba pensando. —La muchacha se puso de pie—. Pensé que mi padre era el hombre más testarudo y obstinado del mundo. Pero tú eres peor. Y desde luego debo de ser muy tonta para haber venido hasta California para enamorarme de ti.

—Tú no estás enamorada de mí, no me amas. Solo crees que…

—No me digas lo que creo. Papá me lo dijo durante diecinueve años y ya estoy muy cansada de soportar eso.

Zac se sorprendió al oír el tono airado de Lily. Nunca la había visto tan cerca de enfurecerse con él.

—Ojalá tuvieras razón y solo fuera terquedad. En fin, te demostraré que estás equivocado. Puede que yo solo sea una mujer, y que haya crecido ordeñando vacas y batiendo mantequilla, pero me conozco bien a mí misma. Y te guste o no, Zac Randolph, yo te amo. No me mires con esa cara de asombro. Ciertamente, que una esposa diga eso no es un delito.

Lily se alegró de encontrar a Bella en el recibidor de la pensión.

—Necesito tu ayuda —dijo, sin ningún preámbulo. Bella dejó a un lado el libro de contabilidad que estaba revisando.

—¿En qué te puedo servir?

—Necesito que me ayudes a comprar un vestido… en principio, rojo. Quiero que sea algo bastante llamativo, pero no quiero que sea vulgar.

Bella abrió los ojos.

—¿Y dónde quieres lucir ese vestido?

—En la taberna de Zac.

—Imposible, te ha prohibido que vuelvas por allí.

—Me trae sin cuidado lo que Zac prohíba o no. Él tiene la tonta idea de que no lo amo y que en unos cuantos días me voy a arrepentir de haberme casado con él y al final me dará vergüenza reconocer que una vez estuve casada con un jugador.

—¿Y crees que eso no ocurrirá nunca?

—Quiero estar casada con él durante el resto de mi vida.

Bella se quedó unos instantes en silencio, como si le costase trabajo digerir esa afirmación.

—¿Y qué piensas hacer en el salón con el vestidito rojo?

—Tengo la intención de recibir personalmente a cada hombre que pase por la puerta. Pretendo convertir al Rincón del Cielo en la cantina más popular de San Francisco.

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