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LA CONQUISTA DEL PODER » 20. De la derrota a la victoria

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20. De la derrota a la victoria

XX

DE LA DERROTA

A LA VICTORIA

La gran cruzada antibolchevique imaginada por Kerenski se prolongó por una decena de días, encarnizándose con la gente de menor importancia. Los dirigentes supieron refugiarse a tiempo y no fueron inquietados. Únicamente Kamenev, el más moderado de todos, se dejó sorprender, más bien por su culpa, pero fue puesto en libertad al cabo de dos semanas. Los resultados de esta campaña de «defensa de la democracia» no fueron, de todos modos, los que esperaban sus promotores. Si la burguesía, impresionada por el espantajo bolchevique que se agitó ante ella, creyó su deber apretar las filas y unir todavía más estrechamente su suerte a la del Gobierno provisional cuya presidencia pasó el 7 de julio del príncipe Lvov a Kerenski, en el mundo de las fábricas y los cuarteles las persecuciones que acababa de padecer el partido bolchevique provocaron una fuerte corriente hacia la izquierda. El número de adhesiones al partido aumento considerablemente. Además, en el seno del partido socialista-revolucionario estaba a punto de ocurrir una separación muy clara entre el ala derecha y el ala izquierda; esta última se aproximaba cada vez más a los bolcheviques. Este era un hecho de una importancia capital cuyo alcance no podía pasarle inadvertido a Lenin. A través de «una tercera persona», su partido iba a poder poner pie en un medio que hasta entonces le había estado obstinadamente vedado: el de los campesinos. Por último, la tentativa contrarrevolucionaria esbozada por el general Kornilov, quien había visto levantarse contra él, fraternalmente unidos, a todos los obreros sin distinción de partido, acabó por ahondar el abismo entre la burguesía y el proletariado. Se oían algunas voces a favor de una nueva coalición en la cual todos los elementos burgueses serían excluidos rigurosamente y que agruparía, para el trabajo gubernamental en común, a todas las fuerzas proletarias representadas en el Soviet.

Inspirándose visiblemente en esta idea, el Comité central del partido bolchevique, tan pronto como se liquidó el golpe de Kornilov, propuso al Soviet, por medio de Kamenev, que se adoptase la resolución siguiente: «Dado que la rebelión contrarrevolucionaria de Kornilov ha sido preparada y sostenida por ciertos partidos cuyos representantes pertenecen al Gobierno, el Comité ejecutivo central de los Soviets opina que es su deber declarar que a partir de ahora cualquier vacilación en la cuestión de la organización del poder debe cesar... La única solución posible actualmente es la formación de un Gobierno compuesto por representantes del proletariado revolucionario y de los campesinos.»

Programa: proclamación de la República democrática, disolución de la Duma y del Consejo de Estado, convocatoria inmediata de una Asamblea Constituyente, confiscación de los latifundios y su transmisión a los comités agrarios, control obrero de la producción, nacionalización de las principales ramas de la industria, impuestos severos para los capitales y los beneficios, cese de todas las persecuciones contra las organizaciones obreras, proposición a las potencias en guerra para que se concierte inmediatamente la paz.

Eran cerca de la medianoche. De los 1.200 miembros con que aproximadamente contaba el Soviet, sólo 400 se hallaban presentes. La resolución, puesta a votación, fue adoptada por 279 votos contra 115. Esta votación tuvo una resonancia enorme. Por primera vez el Soviet hablaba un lenguaje bolchevique. Los bolcheviques, alentados por este éxito, volvieron a la carga cuatro días después en la sesión del 5 de septiembre, planteando la cuestión de la renovación del Comité ejecutivo, que, según ellos, no reflejaba ya fielmente la verdadera proporción de las fuerzas políticas que existían en esos momentos en el interior del Soviet. Durante la reunión plenaria del 9, a la cual asistían alrededor de mil miembros, Cheidze ofreció la dimisión del Ejecutivo. Esta oferta fue aceptada por 519 votos contra 414 y 67 abstenciones. En Moscú ocurrió lo mismo: bajo la impresión del golpe kornilovista, el Soviet adoptó la resolución propuesta por el partido bolchevique. El Buró dimitió. El que fue designado para reemplazarlo comprendía a los dos principales dirigentes bolcheviques de Moscú: Bujarin y Noguin.

Apartado de los acontecimientos desde hacía cerca de dos meses, Lenin no conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, establecer un enlace continuo y regular con Petrogrado, ni sincronizar la situación revolucionaria, que evolucionaba a un ritmo precipitado, con sus propias reacciones.

El primero de septiembre, ignorando todavía el voto del Soviet de Petrogrado, pero enterado de que los mencheviques y los socialistas-revolucionarios estaban decididos a rechazar cualquier participación en un Gobierno en que entrasen los «cadetes» comprometidos en la aventura de Kornilov, Lenin se imaginó que quizá, mediante algunas concesiones, era posible obtener un entendimiento con esos partidos. El resultado fue su célebre artículo De los compromisos, destinado a Pravda. El artículo comienza con una declaración perentoria: Es estúpido decir que un partido revolucionario no puede aceptar compromiso alguno. Puede, y debe, estar preparado para ello. Pero su tarea consiste en permanecer, a través de todos los compromisos que le impongan ciertas coyunturas políticas o sociales, fiel a sus principios, a la clase que representa, a su misión de preparar la revolución y de educar a las masas con objeto de asegurar el triunfo de éstas. «Nuestro partido —declara Lenin—, al igual que los demás, aspira al dominio. Nuestro objetivo sigue siendo: la dictadura del proletariado revolucionario.» Pero la situación, desde la crisis del 27-31 de agosto, es tal que los bolcheviques pueden por su propia voluntad proponer un compromiso no a su enemigo de clase: la burguesía, sino a sus adversarios inmediatos: los partidos pequeñoburgueses menchevique y socialista-revolucionario.

»Los bolcheviques, partidarios de la revolución mundial y de los métodos revolucionarios, pueden y deben, en mi opinión, aceptarlo, sólo para hacer posible una evolución pacífica de la revolución, cosa sumamente rara en la historia e infinitamente valiosa.» Este compromiso consistiría en volver a las reivindicaciones anteriores a la fecha del 3 y del 4 de julio y a la consigna «todo el poder para el Soviet», con un Gobierno compuesto de mencheviques y de socialistas-revolucionarios responsable ante él. Los bolcheviques, al mismo tiempo que se abstenían de participar en el mencionado Gobierno, renunciarían a la transmisión inmediata del poder por procedimientos revolucionarios a los obreros y a los campesinos. A cambio, pedirían la absoluta libertad de propaganda para su partido. Esto permitiría, en opinión de Lenin, incitar a las masas a «democratizar los Soviets, a bolchevizarlos podría decirse, renovando su composición por medio de reelecciones parciales. Así, sin dolor y sin sacudidas, se llevaría a cabo la disgregación de los partidos en el interior de los soviets. La casualidad quiso que este artículo no pudiera ser enviado a Petrogrado ese mismo día. Al día siguiente, los periódicos le informaron que el problema del poder había sido resuelto con la formación de un Directorio de «técnicos» que tenía a su frente a Kerenski, flanqueado por el inevitable Terechtchenko. Estaba claro para Lenin que se trataba de un Gobierno de entente camuflada con la burguesía. El artículo partió de todos modos provisto de una breve posdata: un retraso accidental impidió la oportuna publicación de este texto; actualmente ya no corresponde a la situación. La evolución pacífica de la crisis, que preconiza, es ya imposible. Que se publique de todos modos con este subtítulo: Reflexiones tardías.

Hubo además otra cosa que le hizo cambiar de opinión: la noticia, recibida al mismo tiempo, del derrocamiento de la mayoría en el Soviet de Petrogrado. Días después le llegó otra análoga de Moscú. A partir de ese momento, una gran claridad roja desgarra la noche de su retiro. De pronto todo aparece con una pureza y una limpidez perfectas: el Soviet, convertido por fin en órgano del proletariado revolucionario, debe tomar revolucionariamente el poder. Y puesto que esa toma del poder no puede efectuarse sino por medio de la insurrección, ¡viva la insurrección armada de los obreros y los soldados! Esto, como se sabe, lo ha dicho Lenin muchas veces. Pero he aquí algo nuevo: ya no se trata de pensar en esa insurrección para «un futuro próximo», como le dijo a Podvoiski después de la abortada manifestación del 4 de julio. Ahora es sencillamente, si no «para mañana», a más tardar «para la semana próxima». Simple cuestión de días, estima Lenin. Dos, tres, quizá cuatro, pero no más en todo caso.

La semana siguiente transcurrirá en febriles meditaciones. Escribe poco, calcula. De vez en cuando traslada breves observaciones en pedazos de papel que caen en sus manos. Había que prever objeciones, resistencias. Para combatirlas, Lenin necesitaba argumentos poderosos. Los conseguirá. Acostumbrado a separar las cuestiones, va a escindir el problema planteando, una tras otra, estas dos cuestiones: 1ª ¿Por qué debe llevarse a cabo inmediatamente la insurrección? 2ª ¿Qué medios prácticos deben emplearse para su realización efectiva?

Por tanto, cabe preguntarse en primer lugar: ¿por qué tomar las armas enseguida? Porque, estima Lenin, la situación en el frente interior es excepcionalmente favorable; se cuenta con la mayoría de los soviets de las dos capitales. A continuación, porque la situación internacional exige una acción rápida, inmediata. Circulan rumores sobre una eventual paz por separado entre Alemania y los Aliados, lo cual dejaría las manos libres a Alemania en Rusia para compensar los sacrificios que tuviera que hacer. Lo cual significaba el aplastamiento implacable de la Revolución, para común satisfacción de los capitalistas de los dos bandos enemigos. Por otra parte, desde la ruptura del frente Norte en el sector de Riga y desde la evacuación de esa importante ciudad, se habla de trasladar la sede del Gobierno a Moscú y de abandonar Petrogrado a los alemanes. Esto, con el propósito de decapitar la Revolución privándola de su centro y de su base. Era necesario, por lo tanto, siempre según Lenin, actuar pronto para poder prevenir por un lado las intenciones de Kerenski y por otro las de los Aliados.

De esos tres argumentos en favor de la insurrección inmediata, quizá sólo el primero podía ser considerado como perfectamente válido. En otras palabras: en efecto, era urgente aprovechar el momento en que se disponía de la mayoría en los Soviets de Petrogrado y de Moscú, antes de que un golpe imprevisto viniera a derribarlas. Pero es difícil imaginar que Lenin, que tenía una visión perfectamente lúcida de la situación internacional, no se hubiera dado cuenta de que en ese principio del otoño de 1917, con la entrada en guerra de los Estados Unidos, los Aliados estaban más decididos que nunca a continuar la guerra hasta aplastar definitivamente a Alemania. En cuanto al abandono de Petrogrado, se hablaba de él, en efecto, en las esferas gubernamentales; pero la insurrección hubiera podido iniciarse lo mismo en Moscú (el propio Lenin, como se verá un poco más adelante, así lo reconocía también).

En segundo lugar: ¿qué había que hacer prácticamente? Es muy sencillo: no hay más que fijar el día de la insurrección teniendo en cuenta el estado de preparación de los cuadros y distribuir las tareas a los diferentes organismos políticos y militares que deben participar en ella.

De esas meditaciones nacieron las dos cartas, calificadas justamente de «históricas» por los historiadores soviéticos, dirigidas por Lenin al Comité central del partido bolchevique. Ya no era el pequeño Comité de nueve miembros nombrado en la Conferencia de abril. En el Congreso celebrado en ausencia de Lenin del 26 de julio al 3 de agosto se había elegido un nuevo Comité. Con anterioridad, dicho Congreso había admitido oficialmente en el seno del partido al grupo de Trotski, numéricamente poco importante, pero que contaba, además de con su jefe, a unos cuantos dirigentes activos y diligentes. Se les concedieron cuatro puestos en el nuevo Comité central, desmesuradamente ensanchado, que contaba ahora con 21 miembros y diez suplentes, cosa que Lenin, de haber estado presente, seguramente no habría tolerado. De ello resultó un equipo heterogéneo cuyos elementos dispares no coincidían fácilmente y no reconocían enteramente, ni mucho menos, la autoridad moral del jefe del partido. En realidad, éste no podía contar, fuera de Stalin, Sverdlov y Smilga, reelegidos en el nuevo Comité, más que con dos viejos compañeros de lucha, el letón Berzine y el polaco Dzerjinski, llevados por fin a la dirección del partido. El moscovita Noguin, que se había destacado por sus frecuentes arrebatos de independencia, recibió un refuerzo en la persona de sus dos compatriotas Bujarin y Rykov, cuya actitud de oposición a Lenin era suficientemente conocida. En cuanto a Trotski, que entró en el Comité con sus acólitos Yoffe, Uritski y Sokolnikov, no era hombre que se dejara mandar por otro: quería hacer su propio juego, y con ventaja. Tal era el nuevo areópago llamado a tomar en sus manos los destinos de la revolución proletaria en gestación y al cual se dirigía Lenin. La primera de sus cartas decía: «Habiendo obtenido la mayoría en los soviets de las dos capitales, los bolcheviques pueden y deben tomar el poder. Pueden: 1º, porque la mayoría activa de los elementos revolucionarios es suficiente para arrastrar a las masas, vencer al enemigo, adueñarse del poder y mantenerlo; 2.º, porque al proponer inmediatamente a los pueblos en guerra una paz democrática, al entregar en el acto la tierra a los campesinos, al reconstituir las instituciones democráticas, pisoteadas y envilecidas por Kerenski, los bolcheviques formarían un Gobierno que nadie sería capaz de derribar... «¿Por qué los bolcheviques deben tomar el poder desde ahora? Porque el próximo abandono de Petrogrado dará un golpe mortal a nuestra posición y porque, bajo Kerenski, seremos impotentes para impedir ese abandono... «Se trata de aclarar ese problema para todo el partido poniendo en el orden del día la insurrección armada en Petrogrado y en Moscú, la conquista del poder, el derrocamiento del Gobierno... «Es una ingenuidad esperar a que los bolcheviques tengan una mayoría formal. Ninguna revolución lo espera... «La historia no nos perdonará si no tomamos el poder inmediatamente. «¿Que no hay aparato gubernamental? Sí, sí existe: los soviets y las organizaciones democráticas. La situación internacional nos es favorable, precisamente ahora, en vísperas de una paz separada entre ingleses y alemanes. Ofrecer la paz a los pueblos en este momento es vencer. Adueñándonos del poder simultáneamente en Moscú y en Petrogrado (poco importa donde se empezara; Moscú tal vez podría empezar) venceremos indudable e infaliblemente.»

En la segunda se leía:

»No hay que comparar la situación actual con la que existía los días 3 y 4 de julio. Entonces no teníamos tras de nosotros a la mayoría de los obreros y de los soldados. Ahora esa mayoría existe. Entonces no había entusiasmo revolucionario general. Ahora, después de la aventura de Kornilov, ese entusiasmo existe. Entonces no había vacilaciones entre nuestros enemigos. Ahora esas vacilaciones existen: nuestro principal enemigo, el imperialismo aliado y mundial, vacila entre la guerra hasta el final y la paz separada a expensas de Rusia. Nuestra democracia pequeñoburguesa, que evidentemente ha perdido la mayoría en las masas, vacila entre el mantenimiento y la ruptura de la coalición con los «cadetes». Ello demuestra que la insurrección hubiera sido un error el 3 de julio... Ahora es muy diferente. Ahora, la victoria es nuestra con toda seguridad, ya que el pueblo ha llegado al último grado de la desesperación...»

Lo que sigue necesita ser anotado y recordado: «Únicamente nuestro partido, después de una insurrección victoriosa, podrá salvar a Petrogrado, ya que si nuestra oferta de paz es rechazada, si no obtenemos ni siquiera un armisticio, entonces seremos nosotros lo que nos convertiremos en «defensa nacional», seremos nosotros los que nos pongamos a la cabeza de los partidos belicistas, seremos nosotros el partido más belicista. Entonces, haremos la guerra de una vez por todas, revolucionariamente. Quitaremos el pan y el calzado a los capitalistas. No les dejaremos más que las cortezas y las alpargatas. Todo será enviado al frente y salvaremos a Petrogrado. Rusia posee todavía inconmensurables recursos para una verdadera guerra revolucionaria, tanto materiales como morales.»

Manos a la obra, pues. Se acabaron los discursos. A los actos. Hay que ir a las fábricas, visitar los cuarteles. En todos los sitios hay que decir: la insurrección es todo lo que nos queda. No es posible esperar más tiempo. La Revolución está en peligro de muerte. ¡Socorramos a la Revolución que se muere!...

La pluma se agita, se arrebata, se evade de la realidad presente, la gris y monótona realidad del pequeño cuarto finlandés que abriga sus días de exilio. Los muros se desvanecen. Por todas partes ve surgir las olas del pueblo sublevado que avanzan a lo largo de las avenidas de la capital. Se levantan barricadas en las esquinas. En las plazas se colocan las ametralladoras y los cañones de la Revolución en marcha. Y su partido está ahí, sujetando firmemente los hilos de la dirección del combate, guiando a las tropas, organizando el asalto. La organización: he ahí la constante y la perpetua preocupación de Lenin. «Sin perder un instante —escribe— tenemos que organizar el cuartel general de la insurrección, establecer la disposición de las fuerzas, dirigir los regimientos fieles a los puntos más importantes, hacernos del Gobierno y del Estado Mayor, enviar al encuentro de los cadetes de las academias y de los cosacos de la división salvaje los destacamentos dispuestos a morir en el lugar con tal de no dejar que el enemigo penetre en el interior de la ciudad, movilizar a los obreros armados, ocupar simultáneamente los telégrafos y los teléfonos, instalar nuestro estado mayor insurreccional en la central telefónica y establecer el contacto con todas las fábricas, todos los regimientos, todos los sectores del combate.» De las dos cartas, enviadas a Krupskaia,22 se hicieron varios ejemplares. Lenin deseaba que después de haberlas leído en el Comité central, su contenido fuese comunicado a las principales organizaciones locales del partido, y en primer lugar a los comités de Petrogrado y de Moscú. Una vez terminado el trabajo, se lo remitió a Stalin, quien debía informar al Comité central. Este se reunió el 15 de septiembre. Dieciséis miembros asistían a la sesión. Stalin leyó las cartas.

»Nos quedamos sorprendidos —contaba más tarde Bujarin—. Jamás se haba presentado la cuestión de una manera tan brutal. Nadie sabía qué debía hacerse. Estábamos sumidos en el mayor desconcierto.» Stalin rompió el silencio. De acuerdo con las instrucciones de Lenin, propuso que se dirigiesen sus dos cartas a las diferentes organizaciones del partido, invitándolas a proceder a su discusión. La asamblea no se atrevió a decidir y evitó la dificultad acordando que la cuestión sería examinada durante la próxima reunión del Comité. Esto era ya contrariar la opinión de Lenin, quien estimaba que no había un momento que perder. Pero eso no fue todo. Kamenev planteó la cuestión: ¿No sería preferible conservar un solo ejemplar de cada una de las cartas y destruir los demás? Con eso daba a entender que el envío de las mismas a las organizaciones locales era inútil. La asamblea adoptó esta proposición por seis votos contra cuatro: hubo seis abstenciones.23

Esta votación prejuzgaba la cuestión que el Comité acababa de aplazar: éste se declaraba así, desde este momento, hostil a la difusión de las cartas de Lenin en los círculos más amplios del partido. Esta votación permitía también determinar la actitud de los diferentes miembros del Comité central ante el problema de la insurrección. Los cuatro que, fieles a las directivas de Lenin, habían votado contra la proposición de Kamenev, eran desde luego Stalin, Sverdlov, Dzerjinski y el joven Bubnov, el cual en esa época marchaba dócilmente detrás de Stalin. Todo hace pensar que entre los cinco que habían favorecido con sus votos a Kamenev figuraban los tres moscovitas. En general, no se cree que Trotski y sus afines, que se hallaban presentes (Yoffe, Uritski, Sokolnikov), se hayan pronunciado resueltamente contra Lenin. Lo más probable es que se abstuvieran de participar en la votación. De todos modos, desde ese momento se revelan cuatro tendencias en el Comité: 1.º, la tendencia leninista de la insurrección inmediata y por encima de todo; 2.º, la tendencia de Kamenev opuesta a la insurrección en general; 3.º, la tendencia intermedia, a la cual parece adherirse Trotski y que considera necesaria la insurrección, pero juzga que el momento actual no es favorable para iniciarla; 4.º, una tendencia «de espera», que prefiriere observar antes de qué lado soplaría el viento.

El Comité central se reunió de nuevo cinco días más tarde, o sea el 20 de septiembre. Desde luego, no se trató para nada de las cartas de Lenin. Lo mismo sucedió en las sesiones siguientes. La cuestión parecía definitivamente resuelta. Ni tan siquiera se molestaron en contestar a Lenin. Este, mientras tanto, en Helsingfors, se atormentaba. Su alejamiento de Petrogrado le desesperaba. Se daba cuenta perfectamente de que para actuar eficazmente y hacer entrar en razón a los miembros recalcitrantes del Comité central se hacía necesaria su presencia en Petrogrado. Varias veces insistió con Chotman para que le organizase el cruce clandestino de la frontera. El «tutor» de Lenin, obedeciendo las prescripciones del Comité central, que estimaba esta operación demasiado peligrosa (quizá también algunos de sus miembros no tenían grandes deseos de tener a Lenin encima), se negaba. No pudiendo hacer otra cosa, Lenin decidió instalarse en la proximidad de la frontera rusa.

»Un buen día —cuenta Rovio— Vladimir Ilich me anunció que se iba a trasladar a Vyborg y que yo debería conseguirle una peluca y algo que le sirviese para teñirse las cejas, una tarjeta de identidad y alojamiento en Vyborg.» El «jefe de la policía» de la capital de Finlandia no discutió, localizó entre los anuncios del periódico el de un peluquero que había trabajado antes en los teatros imperiales de Petrogrado, y se dirigió a su casa acompañado de Lenin. El artista declaró que necesitaba por lo menos dos semanas para hacer una cosa bien hecha. «Entonces —continúa Rovio— él (Lenin) se puso a examinar las vitrinas y al descubrir una peluca de cabellos grises pidió permiso para probársela. El peluquero le miró con asombro. Generalmente, se dirigían a él para rejuvenecerse, y este cliente deseaba parecer un viejo. ¿Por qué toma usted esa peluca? Nadie diría que tiene usted más de cuarenta años; ni tan siquiera «tiene usted un solo pelo gris!» «¿A usted qué le importa?», contestó Lenin.

Finalmente, el peluquero cedió y Lenin conseguía su peluca.

El fiel guardaespaldas Rabia fue quien organizó el viaje por su cuenta y riesgo. Era un modelo de obrero militante. Reverenciaba profundamente al Comité central y obedecía dócilmente a Chotman, bajo cuyas órdenes había sido colocado, pero cuando se trataba de Lenin lo demás no contaba. Si Lenin lo había dicho y si Lenin lo quería, había que hacerlo. Y se hizo.

Chotman escribe en sus Recuerdos: «Al enterarme, me trasladé enseguida a Vyborg. Encontré a Lenin muy excitado en la casa del escritor finlandés Lattuk. Una de las primeras preguntas que me hizo en cuanto entré en su cuarto fue: «¿Es verdad que el Comité central me ha prohibido ir a Petrogrado?» Cuando yo se lo confirmé, explicándole que esto era por su propio interés, exigió de mí una confirmación escrita de esta decisión. Yo tomé entonces una hoja de papel y escribí poco más o menos esto: «El firmante certifica por la presente que el Comité central, en su sesión de tal día, decidió prohibir al camarada Lenin, hasta nueva orden, el acceso a Petrogrado.» Lenin tomó este «documento», lo dobló cuidadosamente en cuatro, lo puso en su bolsillo y, hundiendo sus pulgares en el chaleco, comenzó a pasearse de arriba abajo repitiendo varias veces: «No lo toleraré, no lo toleraré.»

Después de tranquilizarse un poco, empezó a interrogar a Chotman: ¿Qué sucede en Petrogrado? ¿Qué dicen los obreros? ¿Cuál es el estado de ánimo del Ejército y de la Flota? Extendió ante él toda una serie de cuadros estadísticos redactados bajo su dirección y destinados a mostrar el progreso extraordinario del volumen de los partidarios del bolchevismo, no solamente entre los obreros y los soldados, sino también entre los círculos de la pequeña burguesía.

«El país, evidentemente, está con nosotros —declaró Lenin con tono de absoluto convencimiento—. Por eso nuestra tarea principal consiste en la organización inmediata de todas nuestras fuerzas con objeto de adueñarnos del poder.»

»Me esforcé —sigue escribiendo Chotman— en demostrarle que era imposible adueñarse del poder en ese momento, que no estábamos preparados todavía técnicamente, que nos faltaban hombres capaces de dirigir el aparato gubernamental.

»A todas estas objeciones, él contestó: «¡Todo eso son nimiedades! Cualquier obrero podrá adaptarse en algunos días a cualquier ministerio. No se necesita ningún conocimiento especial para eso. Ni tan siquiera es necesario estar al corriente de la técnica del trabajo. Eso corresponde a los funcionarios, a los que haremos trabajar como ahora ellos hacen trabajar a los obreros especializados...»

»Algunas de sus explicaciones parecían de tal modo fantásticas, que creí que el propio Lenin no las tomaba en serio. A mis preguntas relativas a las dificultades prácticas que podrían presentarse durante la aplicación de las medidas preconizadas por él, se limitó a contestar: «¡Ya lo veremos!»... Principalmente recuerdo hasta qué punto me desconcertó su proyecto para anular todo el papel moneda emitido tanto bajo el zar como bajo Kerenski. '—¿Pero de dónde sacaríamos la enorme masa de billetes que es necesaria para reemplazar a los que están en circulación?

»—Pues bien, pondremos en marcha todas las rotativas e imprimiremos en algunos días la cantidad necesaria —replicó Lenin sin vacilar. «—Pero entonces cualquier estafador podría falsificarlos. «—Bueno, utilizaremos para eso diferentes tipos muy complicados. Eso corresponde a los técnicos. No vale la pena discutirlo. Ya veremos. «Y de nuevo se puso a explicarme que ése no era el nudo de la cuestión, sino que se trataba de promulgar las leyes que indicarían al pueblo que esta vez sí disponía de un Gobierno propio. Y tan pronto como vea que este Gobierno es el suyo, nos apoyará. El resto se arreglará automáticamente. En cuanto nos adueñemos del poder haremos cesar la guerra. Entonces también el Ejército se pondrá de nuestro lado. Quitaremos la tierra a los nobles, a los popes, a los ricos, y se la daremos a los campesinos. Entonces también los campesinos estarán con nosotros. A los capitalistas les arrebataremos las fábricas y las pondremos en manos de los obreros. «—¿Quién podría estar entonces contra nosotros? —exclamó mirándome fijamente a los ojos, guiñando su ojo izquierdo y con una ligera sonrisa en los labios. «—Con tal de que no se deje escapar la ocasión —repitió decenas de veces, y de nuevo insistió para que yo hallase el medio de que pudiese volver a Petrogrado.»

Habiéndose enterado finalmente de la acogida reservada a sus cartas por el Comité central, Lenin decidió prescindir de él. Smilga, que era uno de sus incondicionales, ejercía desde hacía poco tiempo las funciones de presidente del Comité regional de los soviets de Finlandia, lo que le ponía en estrecho contacto con las organizaciones políticas de los regimientos rusos acantonados en ese país y con el Comité central de la flota del Báltico, el cual estaba en muy malas relaciones con el Gobierno de Kerenski y había venido a instalarse a Helsingfors. El 27, Lenin le escribió una larga carta en la cual, después de lamentar la negligencia de los bolcheviques que «no se dedican más que a votar resoluciones y pierden un tiempo precioso», proponía:

»Parece ser que los únicos elementos con los cuales se puede contar y que constituyen un verdadero valor militar son las tropas rusas que se hallan en Finlandia y la flota del Báltico... Es necesario que usted dedique toda su atención a la preparación para el combate del Ejército y de la Marina sin perder tiempo en las «resoluciones»... Constituya un Comité secreto formado por los militares más seguros, reúna informaciones muy precisas acerca de la composición y la disposición de las tropas en Petrogrado y en sus alrededores, así como sobre los movimientos de la flota, etc...»

Simultáneamente con la preparación militar, la preparación psicológica es igualmente necesaria. Por eso Lenin recomendó a su corresponsal: «Es necesario formar con los soldados y los marineros que van de permiso a sus pueblos equipos de agitadores por medio de jiras de propaganda sistemáticas a través de toda la provincia. Usted se halla particularmente bien situado para comenzar desde este momento la formación de un bloque con los socialistas-revolucionarios, que es lo único que puede darnos una autoridad sólida en el país y la mayoría de la Asamblea Constituyente. Es necesario que en cada uno de estos equipos de agitadores haya un bolchevique y un socialista-revolucionario. La firma S. R. reina por el momento en el campo y hay que aprovechar su suerte (usted cuenta en su grupo con socialistas-revolucionarios de izquierda) para crear, cubiertos por ellos, un bloque de obreros y campesinos.»

La carta de Smilga es del 27 de septiembre. El 29, Lenin envía a Pravda un artículo titulado La crisis está madura, acompañado de una nota confidencial destinada a ser comunicada a los miembros del Comité central, de los comités de Petrogrado y de Moscú, así como a los de los soviets, lo que supone, evidentemente, una audiencia bastante extensa. La nota dice:

»No adueñarse del poder ahora, esperar, negociar con el Ejecutivo, limitarse a una «lucha por el Congreso», eso significa perder la revolución. Dado que el Comité central llega hasta dejar sin respuesta mis exhortaciones a este respecto, que el órgano central del partido suprime en mis artículos todas las alusiones a los errores más evidentes de los bolcheviques... lo cual me indica de una manera «discreta» que el Comité central no está ni tan siquiera dispuesto a discutir mi proposición y que al cerrarme la boca se me invita a retirarme, me veo obligado a presentar la dimisión como miembro del Comité central. Y esto es lo que hago, reservándome la libertad de acción en la base del partido y en su próximo Congreso.»

Ignoro el efecto que esta nota produjo entre los miembros del Comité central. Tampoco puedo decir si en la jornada del 30 se hicieron gestiones apremiantes ante Lenin para que retirara su dimisión. Todo lo que sé es que el 1 de octubre escribió una nueva carta al Comité, donde va no menciona esta cuestión. Es otro llamamiento en favor de la acción. Igual de ferviente, igual de apasionado. ¿Argumentos? Los mismos. «Si no es posible adueñarse del poder sin insurrección, pasemos a la insurrección enseguida», insiste, al mismo tiempo que sugiere la posibilidad de evitar una efusión de sangre. Así, por ejemplo, esto ocurriría si el Soviet de Moscú se declarase Gobierno y se adueñase de los Bancos y las fábricas. «Si Moscú comienza, el frente lo apoyará y los campesinos también. Las tropas de Finlandia y la flota báltica marcharán sobre Petrogrado. Kerenski se verá obligado a rendirse aun en el caso de que disponga de algunos cuerpos de caballería en los alrededores de la capital. Mientras tanto, el Soviet de Petrogrado hará propaganda en favor del Gobierno soviético de Moscú. La consigna: el poder para los soviets, la tierra para los campesinos, la paz para los pueblos, el pan para los que tienen hambre.»

En la mañana del 3 de octubre, al dirigirse a la estación de Finlandia, Chotman se encontró a Rahia, quien le abordó sonriente, pero con aire embarazado: «¿Va usted a la estación, camarada Chotman? Si es para tomar el tren de Vyborg, no se tome la molestia.» Chotman lo contempló aturdido. Entonces el guardaespaldas le explicó que, de acuerdo con su amigo, el mecánico Yalava, había organizado el cruce de Lenin a través de la frontera, sin que lo sepa el Comité central, y que ahora teme una reprimenda de éste. «Se lo reproché violentamente —escribe Chotman—, y le dije que con toda seguridad le costaría un disgusto en el Comité. A continuación, informé del asunto a Sverdlov. Después de una larga conversación, decidimos dejar en paz el asunto.» Esto era, en efecto, lo más prudente. Esa noche, en la reunión del Comité central se decidió «llamar a Lenin a Petrogrado.»

Krupskaia, la única que estaba al corriente de la «fuga» de su marido, le había preparado un refugio en un gran edificio tipo cuartel situado en los suburbios de Vyborg, convertidos en aquel entonces en la ciudadela del bolchevismo, y en los que se alojaban centenares de personas. La estancia de Lenin, que se presentó con peluca y gafas y con la cara completamente afeitada (sus amigos le vieron el aspecto de un viejo profesor de música), había de pasar inadvertida. Tanto más cuanto que se mantenía encerrado en la pequeña habitación puesta a su disposición y que no recibía a nadie, con excepción de su mujer y de su hermana. En el Comité central, únicamente Stalin y Sverdlov conocían la ubicación de su refugio. A los demás se les dijo que Lenin se había instalado bastante lejos de la capital y que se necesitaban varias horas de tren para llegar a su casa.

Así, protegido contra toda indiscreción, Lenin se pasa el día escribiendo: artículos, cartas, llamamientos, proyectos de resolución, etc. Se dirige a todo el partido, pasando por encima del Comité central. Krupskaia le sirve de agente de enlace, y Rahia hace los recados.

El 7 de octubre debía abrirse la tercera Conferencia de las organizaciones bolcheviques de la capital, en la que estarían representados 49.478 miembros del partido. Lenin les envía este mensaje: «¡Camaradas! Permitidme que llame la atención de la Conferencia sobre el estado sumamente grave de la situación política... La revolución está perdida si el Gobierno de Kerenski no es derribado en el futuro más próximo... Hay que dirigirse a los camaradas de Moscú, exhortarlos a tomar el poder, declarar depuesto al Gobierno de Kerenski y convertir al Soviet de Moscú en Gobierno provisional... Hay que exigir al Comité central de nuestro partido que dedique todos sus esfuerzos a desenmascarar ante las masas el complot de Kerenski y de los imperialistas extranjeros y a preparar la insurrección.» El mensaje fue leído. Pero la cosa no pasó de ahí.

El 8, Lenin dirigió una larga carta al Congreso regional de los soviets del Norte, cuya apertura estaba anunciada para el 11 de octubre. Había hecho suya la máxima favorita de Pedro el Grande, que se sentía devorado como él por una inextinguible sed de acción: La contemporización es la muerte. A partir de ese momento, esas palabras se convierten en una especie de leit-motiv en los escritos de Lenin. He aquí lo que dice a los delegados bolcheviques del Congreso del Norte: «En un momento como éste, cualquiera contemporización equivale a la muerte. Fijaos en la situación internacional. El ascenso de la revolución mundial es indudable. La revuelta de los obreros checos ha sido aplastada con una crueldad inaudita. En Turín ha habido un levantamiento en masa. Pero lo que importa sobre todo es la revuelta de la Marina alemana... Sabemos por experiencia que es imposible encontrar un síntoma más claro de la revolución mundial que una insurrección de soldados o de marineros. «Fijaos en la situación interior. Tenemos con nosotros la mayoría de las masas. Hemos conquistado los dos grandes soviets. ¿Y vamos a esperar? ¿Esperar a qué? ¿A que Kerenski y sus generales entreguen Petrogrado a los alemanes, después de haberse entendido con Buchanan y 'con Guillermo para aplastar la revolución rusa?... «Por todo el país se extiende el incendio de las rebeliones campesinas. ¿Vamos a esperar a que los cosacos de Kerenski las aplasten una tras otra?... «No hay que esperar la inauguración del Congreso de los soviets. En vuestro Congreso participan los representantes de la flota balaca y de las tropas de Finlandia. Podéis, pues, decidir su marcha inmediata y combinada sobre Petrogrado, para aplastar al ejército de los generales kornilovistas y de Kerenski. Es el único medio de salvar la revolución rusa y la revolución mundial. «La contemporización es la muerte. No se trata de votar. No se trata de ganarse a los socialistas-revolucionarios de izquierda. No es cuestión de obtener una mayoría suplementaria. Se trata de pasar a la insurrección... «La contemporización es la muerte.»

Se leyó la carta. Pero la cosa no pasó de ahí.

Al mismo tiempo, Lenin redacta «algunos consejos» para los camaradas de Petrogrado, en previsión de los acontecimientos que se preparan.

Que el poder deba pasar a manos de los soviets es, opina Lenin, una verdad «universalmente reconocida» sobre la cual es inútil seguir discutiendo. Lo que conviene hacer notar es que no todo el mundo parece darse cuenta de que el paso del poder a los soviets significa, en realidad, la insurrección armada. Ahora bien, éste es un procedimiento de lucha que tiene sus leyes particulares. Marx las formuló con perfecta precisión. Lenin desea recordarlas: 1. No jugar jamás con la insurrección, pero, de comenzarla, estar firmemente decidido a ir hasta el final. 2. Disponer obligatoriamente de una gran superioridad numérica en el momento decisivo y en el lugar decisivo. 3. Una vez desencadenada la insurrección, proseguir la ofensiva sin detenerse y con la mayor energía. La defensiva mata la insurrección. 4. El enemigo debe ser tomado por sorpresa. 5. Es necesario obtener todos los días por lo menos algunos éxitos pequeños.

Y, para terminar, evoca las palabras de Danton, «que —recuerda— Marx consideraba como el maestro más grande de la táctica revolucionaria que se haya jamás conocido en la Historia»: audacia, más audacia, siempre audacia.

Aplicado a la situación en que se encuentra Rusia en este mes de octubre de 1917, eso significa, según Lenin:

»Ofensiva simultánea y hasta donde sea posible brusca y rápida procedente a la vez de los barrios obreros de la capital, de Finlandia, de Cronstadt. Ataque concertado de toda la flota. Acumulación de una aplastante superioridad numérica con relación a los 15 o 20.000 de nuestros «guardias burgueses» (los cadetes de las academias militares) y de nuestros «Vendéens» (los cosacos). «Combinar nuestras tres fuerzas principales: ejército, marina y formaciones obreras para ocupar y conservar a costa de cualquier sacrificio: 1, el teléfono; 2, el telégrafo; 3, las estaciones; 4, los puentes, en primer lugar. «Formar con los elementos más combativos (nuestros hombres de choque, la juventud obrera, los mejores marineros) destacamentos para la ocupación de los lugares más importantes, de los puntos neurálgicos de la capital. Consigna: mejor morir hasta el último hombre que ceder ante el enemigo.»

La carta termina con la esperanza de que los dirigentes del partido, cuando la acción se haya decidido, sabrán aplicar «los grandes preceptos de Dantón y de Marx». El éxito de la revolución rusa y mundial, recuerda Lenin, depende de «dos o tres jornadas de lucha».

A través de Krupskaia, los ardientes llamamientos de Lenin llegaban a los militantes de la base. Ella misma formaba parte de la organización del barrio de Vyborg. Se pasaba noches enteras en el Comité escribiendo a máquina las misivas de su marido, vigilando el trabajo de las mecanógrafas y corrigiendo cuidadosamente las copias terminadas.

Un miembro de esta organización, el obrero Kaiurov, contaba más tarde:

»En una sesión de nuestro Comité, Nadejda Konstantinovna me llamó a otra habitación y me entregó en secreto una hoja mecanografiada. Era una carta del camarada Lenin. Después de haberla leído, convoqué para el día siguiente a algunos camaradas seguros, a fin de comunicarles su contenido.» Dichos camaradas se reúnen y Kaiurov lee la carta. Es recibida en medio de un silencio pesado, de asombro. A continuación, un viejo obrero protesta contra la forma en que Lenin «precipita las cosas» en una cuestión de tanta importancia. Otro protesta contra su costumbre de «asestar mazazos». El promotor de la reunión observa que no se trata de discutir, sino de preparar las medidas que se deben tomar para la próxima llegada de los bolcheviques al poder. Le dan la razón. La asamblea nombra un comisario para el abastecimiento, otro para el trabajo, uno más para los asuntos municipales y un comandante militar del barrio. Krupskaia recibe la «cartera» de Instrucción pública, y un Directorio compuesto de tres miembros es designado para ejercer la autoridad suprema. «Tal fue el primer Gobierno revolucionario —escribe Kaiurov—. Y habría de ser el Gobierno de todo el país, pensábamos nosotros, en caso de que nuestros jefes hubiesen caído en manos de los contrarrevolucionarios.»

Lenin, sin embargo, no podía continuar ignorando al Comité central. Ya que había aceptado retirar su dimisión, debía, de un modo u otro, entrar en contacto con él. Sverdlov fue, pues, informado de que deseaba participar en la próxima sesión del Comité. El problema consistía en hallar un sitio absolutamente seguro donde Lenin pudiese presentarse sin peligro. Ignoro cómo le vino la idea a Sverdlov de dirigirse a la mujer del «menchevique internacionalista» Sukhanov, la cual, por lo demás, no compartía las opiniones políticas de su esposo y se haba afiliado al partido bolchevique. De cualquier modo, esto, que parecía paradójico a primera vista, resultó perfectamente realizable. En su calidad de redactor-jefe del Novoia Jisn, el periódico de Gorki que se había separado de los bolcheviques y había adoptado una actitud independiente a su respecto, Sukhanov se hallaba obligado a veces a pasar la mayor parte de la noche en la imprenta, situada muy lejos de su domicilio. A menudo le ocurría tener que esperar el alba en la casa de algún colega alojado en la vecindad. En sus Notas sobre la Revolución cuenta, no sin humor, cómo se las arregló su esposa el 10 de octubre para convencerle de que no realizase el largo y fatigante trayecto nocturno. Militante enérgico e intransigente en cuanto a los principios, Sukhanov era al mismo tiempo un marido muy dócil y complaciente. Prometió no regresar al domicilio conyugal hasta el día siguiente. Y así fue como el día mencionado, a las cinco de la tarde, los once miembros del Comité central del partido bolchevique se reunieron en el saloncito de la señora Sukhanov, en espera de la llegada de Lenin.

Este compareció disfrazado con su peluca y los ojos ocultos tras gruesas gafas. De un solo vistazo apreció a los presentes. Stalin, Sverdlov, Dzerjinski se hallan allí: está bien. Zinoviev también; éste vivía oculto corno él y se había dejado crecer una barba que lo hacía irreconocible. Los tres moscovitas están ausentes: mejor, así no habrá tantas discusiones. ¿Kamenev? Estando solo, no pesa mucho. Lo que le inquieta es ese Trotski que está allí con dos de sus amigos y con el cual tiene que hablar ahora de igual a igual. Con él hay que esperar siempre sorpresas. Lenin lo sabe demasiado bien.

Sverdlov, que preside, presenta para comenzar un breve informe sobre el estado de ánimo del ejército. Después de lo cual cede la palabra a Lenin. Fue, dice Trotski, «una improvisación vehemente y apasionada». ¿Improvisación? No, Lenin no ha hecho más que repetir los argumentos invocados por el tantas veces en sus cartas y mensajes para terminar a continuación: «Políticamente, el asunto está completamente maduro. Se trata de pasar a su realización técnica.»

Los debates van a comenzar. Trotski se calla prudentemente. Uno de sus lugartenientes, Uritski, es quien expresa su pensamiento: «Todavía somos débiles, no sólo técnicamente, sino en todos los aspectos. Hemos votado una cantidad de resoluciones. En cuanto a la acción, absolutamente nada. Si verdaderamente se quiere tomar el camino de la insurrección, es necesario disponerse a trabajar efectivamente.» Zinoviev se levantó a continuación. Y eso constituyó para Lenin una tremenda sorpresa. Separado de él, su antiguo discípulo y compañero de armas había sufrido, probablemente bajo la influencia de Kamenev, con quien se había mantenido en excelentes relaciones, una profunda evolución política. En pocas semanas fue completamente «desleninizado» y estaba dispuesto a abrazar fervorosamente las ideas moderadas y conciliadoras de Kamenev.

El texto impreso del acta de la sesión no dice una sola palabra de la intervención de Zinoviev ni de la larga y agria discusión que siguió, pero un «anexo» que en ella figura, y del que se hablará de nuevo más adelante, permite reconstituirla hasta cierto punto, así como las intervenciones de Kamenev, que fue indudablemente el inspirador y que no dejó de apoyarle.

Tesis esencial: «Recurrir en estos momentos a la insurrección armada significa no sólo poner en juego la suerte del partido bolchevique, sino también la de la revolución rusa y mundial.» ¿Por qué? No hay ninguna razón para ello. Ciertamente, la historia conoce casos en que la clase oprimida no ha podido escoger y se ha visto obligada a luchar, aun sabiendo que va a la derrota. ¿Es que la clase obrera rusa se encuentra actualmente en dicha situación? ¡No! ¡Mil veces no! «Tenemos —afirman Zinoviev y Kamenev— la burguesía bajo el cañón de un revólver colocado contra su sien. Este revólver es el ejército y los soviets.»

La posición del partido bolchevique es excelente. Nuevas capas de población han sido ganadas para la causa. Con relación a la Constituyente, su posición no puede ser más favorable: puede contar un tercio, quizá más, de los puestos de la Asamblea.

Es evidente que la clase obrera, por sí sola, por sus propios medios, no es capaz de terminar victoriosamente la revolución. Necesita de la pequeña burguesía. Esta no ha abandonado su tendencia a aproximarse a la burguesía grande y mediana. Un acto demasiado brusco, demasiado inoportuno, como la insurrección, la llevaría definitivamente a los brazos de Miliukov. Lenin ha dicho: la mayoría del pueblo ruso está con nosotros. Esto es inexacto. Los campesinos, en su inmensa mayoría, siguen a los socialistas-revolucionarios y votarán por ellos en las elecciones para la Asamblea Constituyente. En cuanto al ejército, si, llegados al poder, los bolcheviques lo obligan a hacer la guerra revolucionaria, la mayoría de los soldados los abandonarán. ¿Se les enviará pan y zapatos arrebatados a los burgueses? Eso levantará la moral de las tropas, pero no es suficiente para vencer al imperialismo alemán.

Lenin ha hablado de los «síntomas» que se manifiestan en la Marina alemana y en los medios obreros de Italia. Estos síntomas existen indudablemente. Pero de eso a un apoyo efectivo de la revolución proletaria rusa hay una diferencia. «En caso de ser derrotados ahora, asestaremos un golpe terrible a la revolución mundial que trece lentamente. Y, sin embargo, de su crecimiento depende el triunfo definitivo de la revolución en Rusia.»

Resumiendo: Por el momento, hay que mantenerse a la defensiva. No hay que subestimar las fuerzas del adversario. Son más grandes de lo que parecen. Con la ayuda del Comité ejecutivo central, el enemigo podrá ciertamente traer tropas del frente. Habría que luchar al mismo tiempo contra los monárquicos, los «cadetes», el Gobierno provisional, los mencheviques y los socialistas-revolucionarios. Las fuerzas proletarias son considerables, nadie lo niega. Pero aun los que son partidarios de la insurrección reconocen que los soldados y los obreros de la capital no están animados por un espíritu combativo. El Congreso de los Soviets está convocado para el 20 de octubre. Este Congreso va a consolidar y confirmar la influencia siempre creciente del partido bolchevique, que se convertirá así en el centro hacia el cual convergirán todas las organizaciones proletarias y semi-proletarias. En estas condiciones, sería un grave error histórico plantear la cuestión de la toma del poder «ahora o nunca». No, hay que dejar que el partido prosiga su desarrollo, un desarrollo que sólo de un modo puede ser obstaculizado: tomando la iniciativa de la insurrección y exponiéndola de esta manera a recibir los golpes de la contrarrevolución apoyada por la pequeña burguesía.

Se suspendió la sesión durante algunos minutos. La señora Sukhanov sirvió el té y ofreció emparedados. Después se reanudó la discusión.

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