Lenin

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Apéndice » Lenin. André Breton

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LEON TROTSKY: LENIN

ANDRÉ BRETON

Por ciertas alusiones que se hicieron aquí mismo[39] y en otras partes, se pudo creer que nosotros teníamos, de común acuerdo, un juicio bastante poco favorable sobre la Revolución Rusa y sobre el espíritu de los hombres que la dirigieron y que, si nos absteníamos a este respecto de críticas más enérgicas, era en menor medida por no querer ejercer nuestra severidad sobre ellos, que por intranquilizar definitivamente a la opinión pública, feliz de no tener que contar más que con una forma original de liberalismo intelectual, como ha visto y tolerado a muchos otros. En primer lugar, porque esto no tiene consecuencias, al menos consecuencias inmediatas; luego, porque rigurosamente, esto puede ser considerado, con relación a las masas, como un poder de acción descongestiva. No es menos cierto que por mi parte me niego absolutamente a ser tomado como solidario de cualquiera de mis amigos, en la medida en que haya creído poder atacar el comunismo, por ejemplo, en nombre de cualquier principio e incluso de aquél, aparentemente tan legítimo, de la no aceptación del trabajo. Pienso efectivamente que el comunismo, al existir como sistema organizado, fue el único que permitió realizar el mayor levantamiento social en las circunstancias de duración que le eran propias. Bueno o mediocre, defendible en sí mismo o no desde el punto de vista moral, ¿cómo olvidar que ha sido el instrumento gracias al cual pudieron derribarse las murallas del antiguo edificio, que se ha revelado como el más maravilloso agente de sustitución de un mundo en otro que nunca fue? Para nosotros, los revolucionarios, poco importa saber si el último mundo es preferible al otro y, por lo demás, todavía no ha llegado el momento de juzgarlo. Como máximo se trataría de saber si la Revolución Rusa ha finalizado, lo que no creo. Terminar una revolución de esta amplitud, ¿se termina tan rápido? ¿Los nuevos valores, ya serían tan sospechosos como los viejos? Vamos entonces, no somos tan escépticos como para seguir con esta idea. Si entre nosotros hay hombres a los que semejante temor aún los hace vacilar, es evidente que me opongo a que comprometan con ellos, por poco que sea, al espíritu general del que nos reclamamos, que no debe permanecer orientado nada más que hacia la realidad, revolucionaria, que debemos alcanzar por todos los medios y a todo precio.

Louis Aragon libre, en estas condiciones, de hacer saber a Drieu La Rochelle, a través de una carta abierta, que jamás gritó: ¡Viva Lenin! sino que «lo vociferaría mañana ya que se me prohibió ese grito»; libre también yo y cualquiera de nosotros, de creer que ésta no sería una razón suficiente para comportarse así y que esto es dar una gran ventaja a nuestros peores detractores, que son también los de Lenin, es dejarles suponer que sólo actuamos de esta manera por provocación. ¡Viva Lenin! por el contrario, y ¡sólo porque es Lenin! Se sobrentiende que no se trata del grito que desaparece, sino de la afirmación siempre bastante elevada de nuestro pensamiento.

Sería deplorable, efectivamente, que en lo que respecta al ejemplo humano siguiéramos refiriéndonos al de los Convencionales franceses, y que sólo pudiésemos revivir exaltadamente estos dos años, muy bellos por otra parte, tras los cuales todo vuelve a comenzar. No conviene abordar un período lejano de revolución con un sentimiento poético, por interesante que sea. Y tengo miedo que los bucles de Robespierre, el baño de Marat no le confieran un prestigio inútil a ideas que, sin ellos, no se revelarían tan claramente. Violencia aparte —pues es esta violencia la que habla más elocuentemente para ellos—, se nos escapa toda una parte de su carácter; así nos dejaremos atrapar nuevamente por la leyenda. Pero si, como creo, ante todo estamos a la búsqueda de medios insurreccionales, me pregunto, por fuera de la emoción que nos han dado definitivamente, me pregunto prácticamente qué esperamos.

No es lo mismo en el caso de los revolucionarios rusos, tal como finalmente llegamos un poco a conocerlos.

Aquí están estos hombres que tanto hemos escuchado criticar y a los que se nos representaba como los enemigos de lo que incluso puede sernos agradable, como los provocadores de no sé cuál desastre utilitario aún mayor que al que asistimos. Libres de toda reticencia política, se nos entregaron en plena humanidad; ellos se dirigen hacia nosotros, ya no como ejecutores impasibles de una voluntad que nunca será superada, sino como hombres que llegaron al apogeo de su destino, y que se nos presentan repentinamente, y que nos hablan, y que se preguntan. Renuncio a describir nuestras impresiones.

Trotsky recuerda a Lenin. Y tanta razón evidente pasa por encima de tantas confusiones que es como una magnífica tormenta que se distiende. Lenin, Trotsky, la simple pronunciación de estos dos nombres va a hacer, aún una vez más, mover las cabezas. ¿Lo comprenden? ¿No lo comprenden? Los que no comprenden se ocupan de lo mismo. Trotsky los llena irónicamente con pequeños accesorios de oficina: la lámpara de Lenin en la antigua Iskra, los papeles sin firma que redactaba en primera persona y más tarde… finalmente todo lo que puede hacer la cuenta ciega de la historia. Y juraría que nada falta allí, ni en perfección ni en grandeza. ¡Ah! ¡Seguramente, no son los demás hombres de Estado, que por otra parte el pueblo de Europa preserva cobardemente, quienes podrían ser considerados desde este aspecto!

Pues la gran revelación de este libro, y no podría insistir suficientemente en esto, es que muchas de las ideas que son muy preciadas por nosotros y de las que nos hemos acostumbrado a hacer depender estrechamente el sentido moral particular que podemos tener, no condicionan de ninguna manera nuestra actitud respecto a la significación esencial que esperamos darnos. En el plano moral en el que hemos resuelto ubicarnos, parece correcto que un Lenin sea absolutamente inatacable. Y si se me objeta que según este libro, Lenin es un tipo y que los tipos no son hombres, me pregunto cuál de nuestros bárbaros razonadores será el que tendrá la cara para sostener que hay algo para corregir en las apreciaciones dadas aquí y allá por Trotsky sobre los otros y sobre sí mismo, y quién seguirá detestando verdaderamente a este hombre, y que no se dejará afectar para nada por su tono de voz que es perfecto.

Hay que leer las brillantes, correctas, definitivas, magníficas páginas de refutación consagradas a los Lenin de Gorki y de Wells. Hay que meditar mucho sobre el capítulo que trata de esa recopilación de escritos infantiles dedicados a la vida y muerte de Lenin, tan dignos de comentario, y sobre los que el autor ejerce una crítica tan fina y desconsolada: «A Lenin le gustaba pescar. En un día caluroso tomaba su línea y se sentaba al borde del agua, y pensaba todo el tiempo en la forma en la que se podía mejorar la vida de los obreros y campesinos[40]»?

Entonces, ¡viva Lenin! Saludo aquí abajo a León Trotsky, a él que, sin el auxilio de muchas de las ilusiones que nos quedan y quizás sin creer como nosotros en la eternidad, pudo mantener para nuestro entusiasmo esta invulnerable consigna:

«Y si la señal de alarma suena en Occidente —y sonará—, podremos entonces estar metidos hasta el cuello en nuestros cálculos, nuestros balances, en la NEP, pero responderemos al llamado sin vacilaciones y sin retraso: somos revolucionarios de la cabeza a los pies, lo hemos sido, lo seguiremos siendo hasta el final».

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