Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 17. El retorno

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Al conocer ese documento, Grimm manifestó serio descontento. Mandó a Lenin una protesta con esta explicación: se le atribuyó equivocadamente un papel activo en este asunto; nunca recomendó a nadie que usara ese medio para pasar a Rusia. No fue más que un simple intermediario encargado de transmitir la proposición a quien correspondiese hacerlo. Ahora ya está hecho, estima que su misión ha terminado. En cuanto a la organización del viaje propiamente dicho, Lenin debe dirigirse a otro. Lenin, que no tenía mucho interés en entenderse con Grimm, «falso e hipócrita» según él, se dirigió inmediatamente a Platten, quien aceptó con entusiasmo. El 3 de abril, Platten presentaba en la Embajada alemana un memorándum que enumeraba las condiciones materiales en que debería efectuarse la travesía de Alemania:

1.º Platten conducirá bajo su entera responsabilidad y por su cuenta y riesgo el vagón de los emigrados que quieran regresar a Rusia.

2.º Sólo Platten estará en contacto con las autoridades alemanas. Nadie podrá entrar en el vagón sin su autorización.

3.º Se reconoce al vagón el derecho de extra-territorialidad.

4.º No podrá ejercerse ningún control de pasaporte o de persona ni al entrar ni al salir de Alemania.

5.º Platten se encarga de tomar los billetes a la tarifa normal.

6.º Nadie podrá salir del vehículo ni por su propia iniciativa ni por una orden. El paso se hará sin interrupción.

7.º La autorización de pasar sólo se concede sobre la base de un canje con las alemanes internados o prisioneros en Rusia.

8.º Los viajeros se comprometen a actuar ante la clase obrera rusa para que el artículo 7 sea realizado.

9.º El viaje debe hacerse lo más rápidamente posible.

Tres días después, Platten informaba a Lenin que el Gobierno alemán había aceptado sus condiciones. Desde ese momento Lenin ya no aguanta más allí. «Hay que partir para Berna en el primer tren», le dice a su mujer. Krupskaia lo mira asombrada.

»El tren salía dos horas después —leemos en sus

Recuerdos—y había que liquidar todos nuestros enseres, pagar a la propietaria, devolver los libros de la biblioteca. Le dije: «Vete solo, yo iré mañana.» «No, nos vamos juntos.» Se liquidaron los enseres, se rompieron las cartas y se embalaron los libros. Tomamos un poco de ropa, las cosas más necesarias, y partimos. Hubiéramos podido hacerlo con más calma. Era la Pascua y nuestro viaje fue retrasado.»

Al enterarse del telegrama enviado por Lenin a Grimm, los representantes de los otros partidos se reunieron y votaron una resolución que condenaba su gesto. Declaraba que la decisión de los «camaradas del Comité central» debía ser considerada como una «falta política» mientras no se probara la imposibilidad de obtener el consentimiento del Gobierno ruso.

Lenin estimó que, en esas condiciones, sería conveniente proveerse de una especie de certificado extendido por socialistas de diferentes países europeos y que sirviera para justificar la decisión que habían tomado él y sus camaradas. Platten aceptó gustoso firmar un papel en ese sentido y convenció para hacer lo mismo a un socialista alemán, el kienthaliano Paul Levi. El polaco Bronski se mostró igualmente dispuesto a dar su firma. Pero Lenin quería sobre todo tener firmas francesas. Por órdenes suyas, Zinoviev escribió al secretario de la sección bolchevique de Ginebra: «Sería muy conveniente reunir firmas de los franceses. Hable inmediatamente con Guilbeaux, explíquele la situación, muéstrele las condiciones. Si se solidariza, pídale que venga aquí. Sería muy importante que lo hiciera. Con toda seguridad invitaremos también a Naine (Platten le telefoneará). Algo todavía más importante: si Guilbeaux está de acuerdo, ¿no podría sacarle la firma a Romain Rolland? Es sumamente importante. Le Petit Parisien ha publicado una nota diciendo que Miliukov amenaza con entregar a la justicia a todos los que pasen por Alemania. Dígaselo a Guilbeaux. Eso hace que el apoyo de los franceses sea particularmente importante para nosotros.»

La víspera de la partida, Lenin envió a Guilbeaux un telegrama personal, urgiéndole a venir. «Cubriremos gastos. Traiga a Romain Rolland si está de acuerdo en principio», le decía. Cito ahora a Guilbeaux: «Fui a ver a Romain Rolland al hotel Beauséjour... Le comuniqué el encargo de Lenin. En cuanto dije las primeras palabras, Romain Rolland me detuvo. «Sí, vaya a Berna, pero exhorte vivamente a nuestros amigos a no pasar por Alemania. De lo contrario, causará un gran perjuicio al pacifismo y a ellos mismos. ¡Recuérdeles lo que se dijo y se escribió antaño de los comunalistas!» Estimé que era inútil cumplir la misión que me había llevado a verle. Hablamos de cosas diversas y me fui.»

A falta del autor de Audessus de la mélée, Guilbeaux llevó a Berna al maestro Loriot, que había reemplazado a Merrheim como secretario del Comité para la reanudación de las relaciones internacionales y había ido a Suiza para entrar en contacto con los círculos internacionalistas. Cuando lo presentó a Lenin, éste llevó a Guilbeaux aparte para preguntarle: «¿Cree usted que firmará?» El otro lo tranquilizó. Vuelvo al texto de Guilbeaux: «Cenamos todos juntos en el Volkshaus y a eso de la medianoche nos retiramos a la habitación de Radek... Estaban Lenin, Levi, Inés Armand, Radek, Zinoviev, Loriot y yo. Inés leyó el protocolo en alemán y luego en francés.»

Ese texto decía: «Los abajo firmantes, conociendo los impedimentos puestos por los gobiernos de la Entente a la partida de los internacionalistas rusos y las condiciones aceptadas por el Gobierno alemán para su paso por Alemania, y dándose perfecta cuenta de que el Gobierno alemán sólo deja pasar a los internacionalistas rusos con la esperanza de reforzar con ello, en Rusia, las tendencias contra la guerra, declaran: que los internacionalistas rusos, que durante toda la guerra no han cesado de luchar con todas sus energías contra el imperialismo alemán, no quieren volver a Rusia sino para trabajar por la revolución, que con esa acción ayudarán al proletariado de todos los países, particularmente a los de Alemania y Austria, a empezar su lucha revolucionaria contra sus gobiernos.» Por todas estas razones, los abajo firmantes estiman que sus camaradas rusos «no sólo tienen el derecho, sino también el deber de aprovechar la posibilidad de volver a Rusia que se les ofrece».

Terminada la lectura del protocolo, Inés Armand se lo pasó a Guilbeaux, quien firmó y lo transmitió a Loriot. Este lo releyó e hizo esta reflexión: —Estoy dispuesto a firmar, pero quisiera que se modificara ligeramente el texto. Escriben ustedes: «...que los internacionalistas rusos, que durante toda la guerra no han cesado de luchar con todas sus energías contra el imperialismo alemán...» Propongo agregar: «contra todos los imperialismos, y en particular contra el imperialismo alemán».

Se aceptó unánimemente. «Todavía creo ver —escribe Guilbeaux— la cara de alegría que puso Lenin ante esa manifestación de internacionalismo consecuente.»

Al día siguiente, los viajeros se reunieron en el restaurante «Zahringer Hof» para celebrar una comida de despedida. Lenin dio a conocer la carta que se proponía dirigir a los obreros suizos para patentizarles el profundo agradecimiento de los emigrados rusos que habían sido recibidos y tratados por ellos como verdaderos camaradas. «En esta ocasión —decía la carta— tenemos que precisar en unas cuantas palabras nuestra concepción de las tareas de la revolución rusa. Creemos necesario hacerlo, tanto más cuanto que podemos y debemos, por mediación de los obreros suizos, dirigirnos a los obreros alemanes, franceses e italianos que hablan el mismo idioma que la población suiza...

»El proletariado ruso tiene el gran honor de comenzar una serie de revoluciones engendradas por la guerra imperialista. Pero nos es absolutamente ajena la idea de considerar al proletariado ruso como a un proletariado revolucionario elegido entre los obreros de los demás países. Sabemos muy bien que el proletariado ruso está menos organizado, menos preparado y que es menos consciente que los obreros de los otros países. No son cualidades particulares, sino un concurso particular de circunstancias históricas las que han convertido al proletariado ruso, por cierto tiempo, quizá muy corto, en el pionero avanzado del proletariado revolucionario del mundo entero. «Rusia es un país campesino, uno de los más atrasados de Europa. El socialismo no puede vencer directamente, en el acto. Pero el carácter campesino del país puede, dada la inmensa superficie de los dominios de los grandes terratenientes, dar, sobre la base de la experiencia de 1905, una formidable amplitud a la revolución burguesa democrática y convertir a nuestra revolución en el prólogo de la revolución socialista, en un pequeño paso hacia ésta... Las condiciones objetivas de la guerra imperialista nos garantizan que la revolución no se limitará a la primera etapa de la revolución rusa, que la revolución no se limitará a Rusia. «El proletariado alemán es el aliado más seguro y más digno de confianza de la revolución proletaria rusa y mundial... «¡Viva la revolución proletaria comenzada en Europa!»

A las dos y media se ponen en marcha rumbo a la estación, formándose una comitiva. A la cabeza va Lenin con Platten, Radek y Zinoviev. Lenin lleva un pequeño sombrero redondo y un abrigo amplio que usa en todas las épocas del año y en todas las ocasiones. Calza enormes borceguíes claveteados que le fabricó su huésped, el zapatero Kammerer, para sus excursiones alpestres y que Radek llama «el terror del empedrado de Zurich». Son 32 en total: veinte hombres, diez mujeres y dos niños. Entre los hombres volvemos a ver, además de Radek y Zinoviev, al viejo georgiano Zakhaia, uno de los veteranos de la socialdemocracia rusa, que quiere terminar sus días en el país natal; el antiguo estibador Safarov; los demás carecen de notoriedad. Entre las mujeres: Inés Armand y la exuberante Olga Ravitch, que ha demostrado durante la guerra ser una militante muy activa y entusiasta, las esposas de Lenin, Zinoviev y Safarov... Todo el mundo está cargado de equipajes. Las maletas son raras. En su mayoría se trata de carteras, paquetes atados de cualquier manera, almohadas y mantas sujetas con correas. Varios amigos los acompañan.

En la entrada de la estación se forma, por separado, un grupo de emigrantes con aire sombrío y actitud hostil. Son mencheviques y social-revolucionarios que han venido a protestar contra este viaje, escandaloso según ellos, pero que no tendrán más remedio que hacer a su vez, un mes más tarde. Lenin y sus compañeros, recibidos con abucheos y gritos de: «¡Traidores, vendidos, espías alemanes!», etc..., se dirigen directamente a su vagón. El tren debe partir a las 3.10. Mientras todo el mundo se instala, Lenin se entera de que se ha presentado un nuevo candidato que pide ser admitido entre los viajeros. Es un tal doctor Oscar Blum, que no goza de muchas simpatías entre la colonia bolchevique de Berna. Con razón o no, se sospecha que ha estado en relaciones con la policía zarista. Lenin no quiere tenerlo a su lado. Le explica que, por su propio bien, sería preferible que no fuera a Rusia, al menos por el momento. El otro insiste. La cuestión se pone a votación. Por catorce votos contra once, los viajeros se niegan a admitirlo en el vagón. Al indeseable no le queda ya más que retirarse. Instantes después lo descubren agazapado en la oscuridad, en un compartimiento vacío. Al enterarse, Lenin lo agarra por el cuello y sin más preámbulo lo arroja al andén. Se acerca el momento de la salida. Se cierran las portezuelas. En el último instante llega todo sofocado el trotskista Riasanov, quien llama a Zinoviev aparte muy excitado para decirle: «Lenin se ha embalado y ha olvidado los peligros. Usted tiene más sangre fría. Debe comprender que esto es una locura. ¡Persuada a Lenin de que debe renunciar a su proyecto de pasar por Alemania!»

Apenas ha terminado de hacer esta última exhortación cuando el tren se pone en marcha. Un agregado de la embajada alemana acompaña a los rusos hasta la frontera. En Hottmandingen pasan al tren alemán, sin que se les pida pasaporte ni verificación alguna de identidad, tal como está previsto; por lo demás, es el acuerdo concertado. Todos los viajeros fueron simplemente reunidos en la sala de espera de la Aduana: las mujeres y los niños a un lado y los hombres a otro, para ser contados. Mientras se efectuaba esta operación, Lenin se mantuvo silencioso, apoyado contra la pared. Después se dirigió con los demás hacia un vagón mixto de segunda y tercera clase que había de pasar a la historia con el nombre de «el vagón sellado». Dos oficiales alemanes se instalan también y se da la señal de partida.

Lenin aceptó, no sin haber hecho previamente vivas protestas, un compartimiento especial de segunda para él y su mujer. El compartimiento contiguo fue reservado a las damas: Inés Armand, Olga Ravitch y la esposa de Safarov. Este último fue admitido también, probablemente para no separarlo de su mujer. Radek logró introducirse al quinto, a título de no se sabe qué. Pero fue recibido con gusto. Era un compañero alegre, de charla brillante y espiritual que sabía entretener a su auditorio. Pretendía odiar a los charlatanes. Quizá por eso se creía autorizado a hablar sin descanso. Se puso enseguida a contar cosas muy graciosas y la expansiva Olga no cesaba de reír. Lenin, que nada más instalarse había sacado sus fichas y sus cuadernos para reanudar el trabajo, no lo toleró mucho tiempo. Cuando ya no aguantó más se levantó, pasó al compartimiento de al lado, tomó de una mano a la excesivamente alegre Olga y, sin decir una palabra, la condujo a otro compartimiento. Radek comprendió, se calló y no volvió a moverse.

En Karlshure, Platten le informó que el doctor Janson, uno de los dirigentes del sindicalismo alemán, viajaba en el mismo tren y había manifestado el deseo de venir a saludarle. Era un «kautskista» notorio. Al oír pronunciar su nombre, Lenin se encolerizó y lo mandó al diablo o, más exactamente y para emplear sus propias palabras, a la abuela del diablo. Platten, que era un muchacho educado, se cuidó mucho de transmitir al doctor esa recomendación del jefe del partido bolchevique y lo recibió, simulando que lo hacía en su nombre, en el compartimiento de los oficiales alemanes, separado del resto del vagón por una línea de demarcación trazada con tiza en el suelo del corredor.

Cuando el tren se detuvo en Francfurt se produjo un incidente que estuvo a punto de estropearlo todo. Platten estaba citado con «una amiga» que había venido a esperarlo a la estación; salió del vagón «para comprar periódicos y cerveza» y, deseoso de no perder momentos tan preciosos, dio una propina a dos soldados que se paseaban por el andén para que le llevaran sus compras al tren. Los oficiales de la escolta también habían salido. Los soldados suben al vagón y se dan de narices con Radek. Este aprovecha la ocasión, se pone a «trabajarlos» y empieza a demostrarles la absoluta necesidad de cortarle la cabeza a Guillermo II y de empezar a la revolución socialista. En medio de su discurso aparecen los oficiales. Los soldados huyen aterrados. Radek se encoge, se bate en retirada precipitadamente y se desliza en un compartimiento, en el otro extremo del vagón. No es para menos, pues su situación es ilegal. Es ciudadano austríaco, desertor por si fuera poco, y se ha hecho pasar por ruso para poder acompañar a Lenin, que no tenía el menor escrúpulo en engañar a los alemanes y violar una de las cláusulas del acuerdo, que sólo era válido para emigrados de nacionalidad rusa. Lenin quería tener a Radek a su lado, pensando en los múltiples servicios que éste podría prestarle. Era, en efecto, un hombre muy valioso desde todos los puntos de vista. Siempre estaba dispuesto a aceptar cualquier clase de tarea. Su cinismo asqueaba a veces a Lenin. A finales de 1916, cuando se enteró que Radek había logrado, a espaldas suyas, desplazarlo de una revista que publicaban unos internacionalistas holandeses, le escribió a Inés Armand: «A individuos así se les rompe la jeta o se les da de lado. He escogido la segunda solución.» Un mes después volvían a ser buenos amigos.

El resto del viaje terminó sin incidentes. Lenin salió del territorio alemán el 13 de abril, en Sassnitz, después de un trayecto que había durado tres días. En su relación del viaje, Platten afirma categóricamente que durante todo ese tiempo no salió un instante del vagón y que ni una sola persona de fuera penetró en su compartimiento. Un barquito de vapor debía trasladarlo ahora a Trólleborg, Suecia.

Durante la travesía, cada uno de los viajeros recibió una hoja de cuestionario entregada por las autoridades suecas a todos los extranjeros que llegan al país. Lenin no sabía que se trataba de una medida de orden general y sin consecuencias, y se mostró muy inquieto. Creyó que el Gobierno sueco obedecía a los deseos de sus enemigos, los imperialistas anglo-franceses, e iba a internarlo en cuanto desembarcara. Radek y Zinoviev son llamados a su camarote. ¿Qué hacer? ¿Dar su verdadero nombre? Eso sería echarse de cabeza en la boca del lobo. ¿Poner seudónimos? Mientras se interrogan perplejos se abre la puerta y aparece en el umbral el capitán del navío. «¿Cuál de estos caballeros es el señor Ulianov?», pregunta. «Ya está —piensa Lenin—, han venido a detenerme.» No hay nada que hacer. Se da a conocer. Entonces el capitán aclara: «Un radiotelegrama para usted», le dice tendiéndole un pedazo de papel, saludándolo con un toque a la gorra y retirándose.

El telegrama es del activísimo Ganetzki, que, enterado por Lenin de su salida de Suiza, había venido a Trólleborg para esperar su llegada. Al saber que un barco acababa de salir de Sassnitz con un grupo de emigrados rusos, logró, haciéndose pasar por delegado de la Cruz Roja encargado de la repatriación de los emigrados, enviar un mensaje radiotelegráfico al capitán del navío, redactado en estos términos: «El señor Ganetzki pregunta si el señor Ulianov se encuentra a bordo y cuántas personas le acompañan.» Veinte minutos después recibía la respuesta: «El señor Ulianov saluda al señor Ganetzki y le ruega reservar plazas para el tren de Estocolmo.»

El final de la travesía resultó difícil. El mar estaba muy agitado y los viajeros se tiraban sobre sus literas presas de un mareo atroz. Lenin, Zinoviev y Radek no se dieron cuenta. Habían entablado en el puente del navío una violenta discusión política que les hizo olvidar el mar, las olas y todo lo demás.

Un tren especial los esperaba en Trólleborg. Ganetzki, aprovechando la complacencia de las autoridades locales, había logrado arreglar las cosas una vez más. En la aduana persuadió al personal para que no importunara a Lenin y a sus camaradas con formalidades administrativas y no registrara sus equipajes. Los aduaneros aceptaron. Unicamente pidieron que les mostraran cuál de todos era Lenin, a fin de poderlo contemplar en carne y hueso.

Un cuarto de hora más tarde, el tren corría hacia Estocolmo. En su compartimiento, Lenin, acompañado de Zinoviev y Radek, interroga a Ganetzki sobre la situación en Rusia. Este se muestra bastante reticente, le entrega un paquete de periódicos, entre los cuales figuran los últimos números de

Pravda, y le anuncia que Kamenev, que regresó de Siberia hace unas tres semanas, ha vuelto a la dirección del periódico. «Que salga entonces a recibirnos», decide Lenin, y se envía un telegrama a Petrogrado pidiendo a Kamenev que espere en la frontera rusa la llegada del tren de Lenin.

Este es recibido solemnemente en Estocolmo por unos señores de levita y hasta por uno con sombrero de copa. Son socialistas suecos que han venido a darle la bienvenida. Uno de ellos es el alcalde de Estocolmo en persona. En la alcaldía se sirve un banquete en honor de Lenin.

»El aspecto distinguido de nuestros camaradas suecos —escribe Radek en su relación del viaje— fue sin duda lo que nos incitó a tratar de que Lenin estuviera más presentable. Sus borceguíes suizos eran los que causaban mayor sensación.» Radek trató, a su manera, de tomar las cosas por su aspecto humorístico. «Por lo menos debería usted tener piedad de las calles de Petrogrado —dijo a Lenin—. No se recobrarán nunca después de haber sufrido la huella de sus zapatos.» El maestro sonrió y se dejó llevar a un gran almacén para recibir un par de zapatos. Alentado por ese primer éxito, Radek siguió adelante. Hacía tiempo que observaba con una especie de curiosidad malsana el estado del pantalón de Lenin. Se acercaba la primavera y pronto habría que prescindir del abrigo, lo cual podía dar lugar a una sorpresa más bien desagradable. Lenin se defendió ahora más enérgicamente, replicando a su contradictor que no iba a Rusia para abrir una tienda de confecciones, pero acabó por ceder.

Así, pues, Lenin llegó a la frontera rusa con zapatos y ropa nueva, al menos en parte.

Desde la ventanilla de su compartimiento ve acercarse el andén de la estación, en el que hay un grupo como de cincuenta personas con la mirada fija en el tren que avanza. Escruta desde lejos las figuras y ve rostros extraños, desconocidos. Por fin localiza el de María. Su corazón se oprime. La vieja y querida madre no está allí. Hace ocho meses que ha muerto.

Lenin aparece en el estribo y varios hombres se lanzan sobre él. Son los obreros bolcheviques de la fábrica de armas vecina que han venido a saludarle. Un muchachote lo coge autoritariamente por una pierna. Lenin pierde el equilibrio y apenas si le queda tiempo para aferrarse al cuello de su admirador. Unos brazos vigorosos lo levantan. Se debate desesperadamente. «¡Eh, muchachos, despacio, despacio!» Lo llevan así hasta la fonda de la estación. Una vez allí baja a tierra, vuelve a tomar posesión de su persona y tiende los brazos a su hermana. ¿Pero quién es esta dama elegante y más bien voluminosa que con evidente emoción le entrega un enorme ramo de flores a nombre de la organización bolchevique de Petrogrado? Se presenta, confusa y radiantemente feliz: Alejandra Kollontai. ¡Aquí está por fin su devota corresponsal! Lenin le estrecha cordialmente la mano. Se besan. Y entonces de todos los lados se tienden hacia él labios desconocidos. Todo el mundo quiere su parte. Soporta estoicamente el asalto. Luego, haciendo una señal a Kamenev, al que apenas había reconocido de tanto como lo habían cambiado los años de exilio, Lenin vuelve a subir al tren y se encierra con él en un compartimiento. Tiene muchas cosas que decirle al redactor-jefe de

Pravda. Pero enseguida tocan a la puerta. Alguien le anuncia: los obreros quieren un pequeño discurso. Lenin, algo molesto, contesta: «¡Envíele a Zinoviev!», y cierra la puerta. Se reanuda la conversación y llueven las preguntas. Esta, entre otras: «¿Van a detenernos en cuanto bajemos del tren?» Kamenev sonrió, evasivo y enigmático... El domingo por la noche, 2 de abril (viejo calendario ruso), María había recibido el siguiente telegrama de su hermano: «Llegamos lunes noche 11. Avisa a

Pravda.» Pero ya desde por la mañana Chliapnikov, que desde su retorno se había creado mía buena posición en los círculos bolcheviques de la capital, así como en el Soviet de los Diputados Obreros desde que empezó la revolución, había recibido un telegrama de Ganetzki y se había lanzado a preparar a Lenin una triunfal acogida. Se había creado rápidamente la costumbre de recibir con solemnidad a los emigrados y deportados distinguidos que volvían a Petrogrado. Plejanov, llegado la antevíspera, el 31 de marzo, fue objeto de una brillante recepción. Era absolutamente necesario que la de Lenin la superara en brillantez. Corrían las fiestas de la Pascua. No habría periódicos al día siguiente. Las fábricas no trabajaban. El problema consistía en informar a todo el mundo. Empezó a sonar el teléfono en las secciones bolcheviques. Se mandaron correos a los cuarteles, a Cronstadt, para avisar a los marineros de la flota báltica. Las cercanías de la estación de Finlandia fueron rápidamente decoradas. Se colgaron oriflamas rojas a todo lo largo del andén. Antes de salir al encuentro del maestro, la señora Kollontai encargó abundantes rosas rojas.

El Comité ejecutivo del Soviet fue avisado que se esperaba verle representado por una delegación especial encargada de dar la bienvenida al ilustre desterrado. El Comité obedeció. Ignoro a quién se le ocurrió la absurda idea de proponer que se confiara ese honor al georgiano Zeretelli, un inveterado menchevique que había vuelto de la deportación quince días antes. Este, naturalmente, se negó categóricamente. Por nada del mundo iría a saludar a Lenin. El presidente, el viejo Cheidze, no tuvo más remedio que molestarse en persona y fue a la estación gruñendo y de muy mal humor (estaba acatarrado y, además, acababa de enterrar a su hijo). Le acompañó su colega Skobelev, un antiguo trotskista. Dos o tres miembros del Comité se les unieron como simples curiosos.

Ya era de noche cuando la delegación del Soviet llegó a la estación. La plaza estaba atestada de gente. Apenas pudo abrirse paso hasta el salón de honor donde, conforme a lo convenido, Cheidze debía recibir a Lenin. Pero eso no era todo. De todas partes acudían comitivas precedidas de banderas rojas adornadas con inscripciones adecuadas a las circunstancias e iluminadas por antorchas que devotos militantes enarbolaban cada vez más en alto. De pronto surgió una oleada de luz cegadora que dio brusco relieve a una parte de la oscura masa humana. Es el proyector, monstruo todavía nuevo y poco familiar, traído por un destacamento de la división blindada, que se presenta con sus tanques.

A todo lo largo del andén se alinean ya los soldados para formar una guardia de honor. Los músicos empiezan a afinar sus instrumentos, mientras el Comité bolchevique de Petrogrado, los miembros del Buró del Comité central y los colaboradores de

Pravda ocupan los lugares que les han sido asignados. A última hora llegan corriendo los marineros de Cronstadt, traídos apresuradamente en canoas automóviles. Se les hace un lugar al lado de los representantes del regimiento de ametralladoras, futuro pilar del bolchevismo petersburgués.

Mientras tanto, Cheidze se impacienta con los suyos en el salón de honor, esperando un tren que llega con retraso. Por fin aparecen en la lejanía los faros de la locomotora. En el andén suena una breve orden. Los soldados presentan armas. Aparece Lenin y la banda ataca una Marsellesa a todo brío.

Religiosamente sostenido por la señora Kollontai y por Chliapnikov, Lenin baja del tren y se adelanta con un paso incierto que rápidamente va cobrando aplomo, entre las hileras de soldados alineados en una postura impecable. Todavía no comprende muy bien lo que ocurre. ¿Toda esta gente que está aquí no ha venido entonces para llevarlo a la cárcel? ¡Enhorabuena! ¡Hay verdaderamente una revolución! Cuando el joven oficial de Marina llegado con los marineros de Cronstadt, poco ducho en política pero con todo el entusiasmo del neófito, se presenta ante él para expresarle la esperanza de que pronto ocupe un lugar entre los miembros del Gobierno provisional, Lenin sonríe sarcástico y por toda respuesta lanza un grito que resuena como una orden: «¡Viva la revolución socialista!»

Orientado por Chliapnikov, que desempeña a la perfección el papel de maestro de ceremonias, Lenin penetra en el salón de honor donde lo espera, en medio de la pieza, ceñudo, el presidente del Soviet de los Diputados obreros y soldados, listo para iniciar su discurso. Lenin ha reconocido enseguida en su cabeza de viejo montañés georgiano, al hombre al que combatió con tanta vehemencia cuando Cheidze, que era entonces presidente de la fracción menchevique de la Duma, ingeniaba todos los medios posibles para sembrar obstáculos en el camino de sus colegas bolcheviques. ¿Y este vejestorio, este vestigio del pasado, es el que va a darle la bienvenida en nombre de la nueva Rusia revolucionaria? ¡Qué ridículo! En efecto, helo aquí que toma la palabra:

»¡Camarada Lenin! En nombre del Soviet de los obreros y soldados de Petrogrado y de toda la revolución, le saludamos en Rusia. Pero nosotros estimamos que la principal tarea de la democracia revolucionaria consiste actualmente en defender nuestra revolución contra cualquier ataque interior o exterior. Estimamos que para lograr ese resultado no necesitamos la división, sino la unión de toda la democracia. Esperamos que usted perseguirá, junto con nosotros, esa finalidad.»

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