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LENIN Y LA VIEJA

ISKRA

«La escisión de 1903 fue, casi, una anticipación…»

Lenin en un discurso en 1910

El período de la vieja

Iskra (1900 a 1903) tendrá sin duda un interés psicológico excepcional para el futuro biógrafo de Lenin; pero presentará a la vez grandes dificultades porque en ese breve lapso Lenin llegó a ser, precisamente, Lenin. Esto no quiero decir que luego dejará de crecer. Lo hizo por el contrario —¡y en qué proporciones!—, antes y después de Octubre. Pero es, de allí en adelante, un crecimiento más orgánico. El salto de la conspiración política al poder el 25 de octubre de 1917 fue inmenso; pero significó el salto material, externo por así decirlo, de un hombre que había pesado y medido todo lo que un hombre puede pesar y medir. En el período anterior a la ruptura del II Congreso[6] se produce en cambio un salto interior, imperceptible para los extraños, pero mucho más decisivo.

Estas memorias ofrecen al futuro biógrafo, material acerca de este período extraordinariamente notable y significativo del desarrollo mental de Vladimir Ilich. Desde entonces hasta el momento en que escribo estas líneas han transcurrido más de dos décadas, ¡y qué décadas!, que gravitan inusitadamente en la memoria de la humanidad. Se podrá tener una natural aprehensión: ¿en qué medida este relato reproducirá exactamente lo que ha pasado? No he dejado de tener el mismo temor, que durará mientras trabaje en este libro, sabiendo que ya existen muchos recuerdos incoherentes y testimonios inexactos. Mientras escribía este esbozo no tenía a mano documentos, notas ni material de ninguna clase. Fue, creo, una ventaja. Tuve que apoyarme únicamente en mi memoria y espero que mi trabajo espontáneo, en tales condiciones, haya estado mejor protegido contra los involuntarios retoques retrospectivos, tan difíciles de eludir incluso cuando se ejerce sobre uno mismo una crítica tan rigurosa. Además, la tarea del futuro investigador resultará fácil cuando utilice este libro luego de haber tenido a mano los documentos y todo el material relacionado con este período.

En algunos pasajes presento las conversaciones y discusiones del momento en forma dialogada. No necesito agregar que después de más de dos décadas me resulta difícil reproducir con exactitud los diálogos. Pero en las cuestiones de fondo, creo, mi pluma es fiel y, en algunas expresiones más intensas, la reproducción es literal.

Como se trata de material para una vida de Lenin, y reviste por tanto extraordinaria importancia, me permitiré decir algunas palabras acerca de ciertas peculiaridades de mi memoria. Ella es malísima para recordar ciudades y hasta casas. En Londres por ejemplo, más de una vez me perdí por las calles en el corto trayecto que debía seguir de la casa de Lenin ala mía. Durante mucho tiempo tuve una memoria pésima para las fisonomías, pero en esto he hecho grandes progresos. En cambio solía tener, y tengo aún hoy, una excelente memoria para las ideas y su combinación y para las conversaciones sobre temas ideológicos. A menudo pude comprobar que esta opinión no es subjetiva: otras personas que han oído las mismas conversaciones que yo, las repiten casi siempre con menor exactitud y hallan muy precisas mis correcciones. Además, cuando fui a Londres era un joven provinciano que deseaba mucho conocer y comprenderlo todo lo más rápido posible. Esto contribuye a explicar que las conversaciones con Lenin y los otros miembros de la redacción de

Iskra se hayan grabado fuertemente en mi memoria. Son éstas las consideraciones que el biógrafo no puede soslayar al estimar el valor histórico de las memorias que aquí siguen.

Llegué a Londres el otoño de 1902. Sería el mes de octubre y muy temprano a la mañana. Gesticulando, logré hacerme entender por un cochero y el coche me condujo a una dirección que tenía escrita en un trozo de papel: era mi destino, la casa de Vladimir Ilich. Antes de ir a Londres (quizá en Zurich) me habían informado que debía golpear un cierto número de veces con el anillo de la puerta. Si no recuerdo mal, fue Nadejda Konstantinovna [Krupskaia] quien me abrió; debe haber saltado de la cama, supongo, por el ruido que hice. Era muy temprano y cualquier hombre más experimentado, más acostumbrado a los buenos hábitos de la civilización, hubiera esperado tranquilamente en la estación un par de horas antes de golpear la puerta, se podría decir a la madrugada, en una casa desconocida. Pero yo me encontraba aún bajo la impresión de mi fuga de Verjolensk[7]. De la misma forma, o casi, había invadido el departamento de Axelrod en Zurich, sólo que no al alba sino a la medianoche.

Vladimir Ilich se hallaba aún en la cama y, en su cara, la amabilidad se matizaba con una justificada sorpresa. En estas condiciones se realizó nuestro primer encuentro y nuestra primera conversación. Vladimir Ilich y Nadejda Konstantinovna ya tenían noticia de mí por una carta de Clara (M. G. Krjijanovsky), quien me había introducido oficialmente en Samara a la organización de

Iskra bajo el nombre de «Pero» (la Pluma). Por eso Nadejda Konstantinovna me recibió así: «Ha llegado ‘Pero’…»

Creo recordar que me dieron el té en la cocina. Mientras, Lenin se vestía. Les expliqué mi fuga y me quejé del mal funcionamiento de la organización fronteriza de

Iskra: estaba en manos de un estudiante de «gimnasio» socialrevolucionario, que no tenía grandes simpatías por la gente de

Iskra desde que sostuvo con ella una dura polémica; además los contrabandistas me habían robado sin compasión, aumentándome todas las tarifas y tasas. Entregué a Nadejda Konstantinovna un conjunto bastante modesto de direcciones y lugares de citas, o para ser más exacto, de informaciones sobre la necesidad de suprimir algunas direcciones que no tenían ningún valor. Por orden del grupo de Samara (Clara y otros) había visitado Karkov, Poltava y Kiev, y en casi todas partes, o en todo caso en Karkov y Poltava, pude darme cuenta del estado defectuoso de las relaciones entre las organizaciones.

No recuerdo si fue esa mañana o al día siguiente cuando di un prolongado paseo por Londres en compañía de Vladimir Ilich. Me mostró la abadía de Westminster (por fuera) y otros edificios famosos. No recuerdo lo que dijo, pero puso en su frase este matiz: «Éste es

su famoso Westminster». Este «su» no aludía a los ingleses, sino al enemigo. Este matiz no era enfatizado, sino profundamente orgánico, expresado sobre todo por el timbre de la voz, se encontraba siempre en Lenin cuando hablaba de valores culturales o de nuevas conquistas, se tratase del edificio del Museo Británico, de la riqueza informativa del

Times o, unos años más tarde, de la artillería alemana o la aviación francesa:

ellos saben,

ellos poseen, o

ellos, han hecho o

ellos han obtenido, ¡pero siempre como enemigos! Una sombra imperceptible, la de la clase de los explotadores, parecía proyectarse frente a sus ojos sobre toda la cultura humana y esta sombra la sentía tan evidente como la luz del día.

No recuerdo haber prestado entonces mucha atención a la arquitectura de Londres. Saltando bruscamente de Verjolensk al extranjero, donde me encontraba además por primera vez, sólo tomaba de Viena, París y Londres unas primeras impresiones muy sumarias, sin dar importancia a «detalles» como Westminster. Como es obvio, por otra parte, Vladimir Ilich no me había invitado a pasear para esto. Se proponía conocerme y examinarme.

El examen abarcó, en verdad, todos «los puntos de la asignatura». Contestando a sus preguntas, le respondí describiendo la composición del contingente exiliado sobre el [río] Lena[8] y las agrupaciones internas que allí se delineaban. La gran línea divisoria entre las tendencias se definía entonces alrededor de las opiniones que se tenía sobre la lucha política activa, el centralismo de la organización y el terror.

—Bien, ¿pero hay divergencias teóricas con relación a la doctrina de Bernstein[9]? —me preguntó Vladimir Ilich.

Le dije que habíamos leído el libro de Bernstein y la réplica de Kautsky[10] en la prisión de Moscú y luego en el destierro. Entre nosotros, ningún marxista levantaba su voz a favor de Bernstein. Considerábamos axiomático, por así decirlo, que Kautsky tenía razón. Pero no vinculábamos los debates teóricos que se realizaban entonces a nivel internacional con nuestras propias discusiones sobre organización política; nunca habíamos pensado en ello, al menos hasta que en el Lena aparecieron los primeros números de

Iskra y el folleto de Lenin

¿Qué hacer?

Le dije, sin embargo, que habíamos leído con gran interés los folletos filosóficos de Bogdanov[11]; Vladimir Ilich me respondió, recuerdo muy claramente el sentido de su observación, que el folleto sobre el punto de vista histórico en la contemplación de la naturaleza le parecía también muy valioso, pero que Plejanov no lo aprobaba sosteniendo que no era materialista. Vladimir Ilich no tenía entonces opinión propia sobre esto; repetía sólo el juicio de Plejanov como reconocimiento de su autoridad filosófica pero también con inseguridad. Las opiniones de Plejanov también me sorprendieron mucho.

Le hice preguntas a Lenin sobre las cuestiones económicas. Le dije cómo en la prisión de traslado de los deportados, en Moscú, habíamos estudiado en grupo su libro

El desarrollo del capitalismo en Rusia y que en Siberia, habíamos trabajado con

El Capital, pero que nos habíamos quedado detenidos en el Tomo II. Recordé la enorme cantidad de datos estadísticos reunidos en

El desarrollo del capitalismo.

—En la prisión de Moscú, hemos hablado más de una vez con admiración de este trabajo gigantesco.

—Sí, ciertamente, no es una obra hecha en un instante —respondió Lenin.

Le complacía, evidentemente, que los jóvenes camaradas estudiaran con cuidado su obra económica más importante.

Luego hablamos de la «doctrina» de Mijaisky, de la impresión que había producido entre los deportados, en aquéllos más o menos numerosos que ella había podido seducir. Le conté que el primer cuaderno mimeografiado de Mijaisky nos había llegado «de un alto lugar» del Lena, y que nos había causado una fuerte impresión a la mayoría de nosotros por su crítica violenta al oportunismo socialdemócrata; en este sentido se hallaba en consonancia con la marcha de nuestros propios pensamientos, determinada por la polémica entre Kautsky y Bernstein. El segundo cuaderno, en el que Mijaisky «desenmascaraba» las fórmulas marxistas sobre la producción presentándolas como una justificación teórica de la explotación del proletariado realizada por los intelectuales, nos había indignado y desconcertado. Finalmente, el tercer cuaderno —que recibimos más tarde—, con su programa positivo en el cual las supervivencias del «economicismo» se conciliaban con un embrión de sindicalismo, nos provocó la sensación de una absoluta inconsistencia.

Cuando comenzamos a hablar sobre mi futuro trabajo, la conversación se limitó a generalidades. Yo quería, ante todo, familiarizarme con lo que se había publicado recientemente y luego pensaba volver clandestinamente a Rusia. Se decidió que comenzara por «situarme» un poco.

Nadejda Konstantinovna me halló hospedaje en la casa donde vivían Zasulich, Martov y Blumenfeld, quien dirigía la impresión de

Iskra. Se me cedió una habitación vacía. El tipo de casa era el habitual en Inglaterra: no se extendía horizontalmente sino en sentido vertical; en el piso inferior vivían los propietarios y en los superiores los inquilinos. Quedaba aún una habitación libre que servía de sala común, a la que Plejanov después de su primera visita bautizó como «la guarida». En este bazar, en parte por culpa de Vera Ivanovna Zasulich, pero también con la complicidad de Martov, reinaba un gran desorden. Allí tomábamos el café, sosteníamos largas pláticas, fumábamos, etcétera. De ahí el sobrenombre de este antro.

Así empezó el breve período de mi vida que pasé en Londres. Devoraba con avidez los últimos números de

Iskra y los folletos de

Zariá[12]. Por entonces comencé también mi colaboración con

Iskra.

Escribí una nota acerca del 200 aniversario de la fortaleza de Schlüsselburg, mi primer trabajo para

Iskra. Terminaba mi artículo con palabras de Homero o, más exactamente, con palabras de su traductor, Gnedich. Aludía a las «manos invencibles» que la revolución pondría sobre el zarismo (en camino hacia Siberia, en el vagón, había devorado

La Ilíada). A Lenin le gustó el artículo, pero el tema de las «manos invencibles» le suscitó una justificada duda, que me expresó con una sonrisa bondadosa «Pero lo he sacado de un verso de Homero», le dije para justificarme, aunque aceptando gustoso que la cita clásica no era indispensable. Ahora se podrá hallar el artículo en

Iskra, pero sin las «manos invencibles».

Fue entonces que hice mis primeras conferencias en White-Chapel, donde «me medí» con el

viejo Chaikovsky (ya era un viejo) y con el anarquista Cherkesov, que tampoco era joven.

Como resultado, sinceramente me extrañó mucho que aquellos famosos emigrados de barba gris pudiesen decir groserías tan grandes… Nuestro contacto con White-Chapel estaba asegurado por el viejo «londinense», Alexiev, un emigrado marxista que estaba relacionado con la redacción de

Iskra. Fue quien me inició en la vida inglesa y, en general, la fuente de todo tipo de nociones y conocimientos. Recuerdo que después de una conversación detallada con él acerca de la manera de ir a White-Chapel y volver, hablé a Vladimir Ilich sobre dos de las opiniones de Alexiev, que se referían a la caída del régimen político en Rusia y al último folleto de Kautsky. El cambio de régimen, decía Alexiev, se debía producir no gradualmente sino con un extremo salvajismo, debido a la rigidez de la autocracia. La palabra rigidez se grabó fuertemente en mi memoria.

—Está bien, quizá tenga razón —dijo Lenin después de escuchar mi relato.

La segunda opinión de Alexiev se refería al folleto de Kautsky,

El día siguiente de la revolución social. Sabía que a Lenin le interesaba mucho ese opúsculo; que, según me había dicho, leyó dos veces y lo releía una tercera; hasta creo que editó la traducción rusa. Por recomendación de Vladimir Ilich yo acababa de estudiar cuidadosamente el folleto. Alexiev lo hallaba oportunista.

—Im-bé-cil —dijo Lenin súbitamente, haciendo una mueca como cuando estaba descontento.

Alexiev, en cambio, sentía por Lenin gran respeto.

—Creo —decía—, que para la revolución Lenin es más importante que Plejanov.

Naturalmente, no dije nada de esto a Lenin, pero sí se lo comuniqué a Martov, quien no me contestó una palabra.

La redacción de

Iskra y

Zariá constaba de seis personas: tres de los «viejos» —Plejanov, Zasulich y Axelrod— y tres jóvenes —Lenin, Martov y Potresov[13]—. Plejanov y Axelrod vivían en Suiza; Zasulich, en Londres, con los jóvenes. Potresov se hallaba entonces en algún lugar del continente. Esta dispersión de los colaboradores traía algunos inconvenientes, pero no parecía que éstos molestaran a Lenin; todo lo contrario. Antes de dejarme volver a cruzar el canal de la Mancha hacia el continente, me inició prudentemente en las relaciones íntimas de la redacción y me dijo que Plejanov reclamaba el traslado de todo el cuerpo de redacción a Suiza, pero que él, Lenin, se oponía porque significaría poner dificultades aún mayores al trabajo. Entonces supe por primera vez, o más bien adiviné por pequeños indicios, que la residencia de la redacción en Londres se debía explicar por consideraciones en las que la policía sin duda jugaba su rol, pero donde la influencia sobre los redactores también tenía su importancia.

En el trabajo cotidiano de organización política, Lenin necesitaba actuar con la mayor independencia posible con respecto a los «viejos», en primer lugar de Plejanov, con quien había tenido violentas discusiones, principalmente en la elaboración de un proyecto de programa del partido. Zasulich y Martov asumían en estos casos el papel de mediadores: Zasulich jugaba en estos duelos una suerte de rol de testigo de Plejanov, Martov hacía lo mismo con respecto a Lenin. Los dos intermediarios estaban dispuestos a obtener una conciliación y, por otro lado, eran muy amigos. Gradualmente fui enterándome de las muy serias diferencias que se produjeron entre Lenin y Plejanov sobre la parte teórica del programa. Recuerdo que Vladimir Ilich me preguntó qué pensaba del programa que acababa de aparecer (en el número 25 de

Iskra, si no recuerdo mal).

Pero yo había asimilado sólo las grandes líneas del programa, y por ello, era incapaz de dar una opinión sobre la cuestión interna que le interesaba a Lenin. Los disensos tenían como base la necesidad, según Lenin, de definir más clara y categóricamente las tendencias principales del capitalismo, la concentración de la producción, la decadencia de las clases medias, la diferenciación de clase, etc.; sobre estas cuestiones, Plejanov pedía una mayor prudencia y moderación.

En el programa, como se sabe, abundan las palabras «más o menos» provenientes de Plejanov. Hasta donde recuerdo, según nos contaron Martov y Zasulich, el proyecto original de Lenin, opuesto al de Plejanov, encontró una crítica durísima por parte del último, que adoptó aquel tono irónico y altivo que caracterizaba en tales casos a George Valentinovich. Pero no era así, ciertamente, como se podía intimidar ni desmoralizar a Lenin. El conflicto asumió un carácter completamente dramático.

Vera Ivanovna —me lo contó ella— dijo a Lenin: «Georges (Plejanov) es un galgo. Muerde bien su presa pero al final siempre la suelta; pero tú eres un buldog: cuando muerdes, no la sueltas más».

Recuerdo esta frase muy exactamente, así como también la observación de Zasulich.

—Lenin estaba muy contento con esta comparación. «¿Yo muerdo y no suelto más la presa?»… «¿Es así?» —preguntaba con satisfacción.

Y Vera Ivanovna imitaba la entonación con una natural ironía.

Durante mi estadía en Londres, Plejanov estuvo allí por algunos días. Lo vi entonces por primera vez. Vino a nuestro hospedaje y estuvo en «la guarida», pero yo no estaba en casa.

—Ha llegado Georges —dijo Vera Ivanovna. Quiere verte. Ve a dónde se encuentra

—¿De qué Georges se trata? —pregunté con sorpresa, pensando que se trataba de un personaje famoso que yo desconocía.

—Plejanov… le llamamos Georges.

Fui a verlo aquella tarde. En la pequeña habitación, junto a Plejanov, estaban el socialdemócrata alemán Beer, escritor bastante conocido, y el inglés Askew. Como no había más sillas no sabía dónde sentarme; Plejanov me propuso —no sin antes dudar un poco— que me sentara en la cama. Para mí era completamente natural, aunque no viniendo de un europeo hasta la punta de las uñas, como Plejanov, quien sólo podía tomar una medida tan excepcional en caso de extrema necesidad. La conversación se realizaba en alemán, que Plejanov conocía escasamente, limitándose a emitir algunos monosílabos. Beer habló primero sobre cómo había llegado la burguesía inglesa a seducir a los obreros más destacados; luego se habló sobre los predecesores ingleses del materialismo francés. Beer y Askew se fueron pronto. George Valentinovich esperaba, y con razón, porque era tarde, que yo me fuera con ellos a fin de no molestar a los propietarios con nuestra conversación. Pero yo, al contrario, opinaba que sólo entonces comenzaría la verdadera conversación.

—Beer ha dicho algunas cosas muy interesantes —dije yo.

—Sí, todo lo que dijo acerca de la política inglesa es interesante, pero lo de la filosofía es una tontería —respondió Plejanov.

Cuando vio que no estaba dispuesto a marcharme, propuso que fuéramos a tomar una cerveza en un establecimiento cercano. Me hizo algunas preguntas sin importancia, fue amable, pero en esta amabilidad había algo de oculta impaciencia. Sentí que su atención era dispersa. Quizá estaba simplemente fatigado por su jornada del día, pero me separé de él insatisfecho y con un sentimiento de amargura.

Durante este período en Londres, como en Ginebra después, encontré a Zasulich y a Martov con mayor frecuencia que a Lenin. En Londres vivía en la misma casa que ellos, y en Ginebra, generalmente desayunábamos y cenábamos en el mismo restaurante, por lo que los encontraba varias veces al día, mientras que cada encuentro con Lenin, que vivía con su familia, por fuera de las reuniones oficiales era un pequeño acontecimiento.

Zasulich era una persona singular y singularmente seductora. Escribía muy despacio, padeciendo verdaderamente todos los tormentos de la creación literaria.

—Lo que hace Vera Ivanovna no es una composición, es un mosaico —me decía entonces Vladimir Ilich.

Y en efecto, extendía su texto sobre el papel frase por frase, iba y venía durante mucho tiempo por la sala, patinando y golpeando el suelo con sus pantuflas, fumaba sin cesar cigarrillos que ella misma había hecho, tirando las colillas a medio fumar en todas esquinas, sobre los apoyos de las ventanas, sobre las mesas, esparciendo la ceniza por su vestido, sobre sus manos, los manuscritos, en su taza de té y, si la ocasión se presentaba, sobre su interlocutor. Era y fue hasta el final una vieja intelectual radical a quien la suerte le había infligido una inyección de marxismo. Los artículos de Zasulich revelaban que había asimilado admirablemente los elementos teóricos de Marx. Pero, al mismo tiempo, hasta su muerte permaneció intacta la base política y moral que habían hecho de ella una radical rusa de los años 1870-71. En conversaciones íntimas se permitía mostrar su descontento contra algunos procedimientos o deducciones del marxismo. La palabra «revolucionario» revestía para ella un significado particular, independiente de la conciencia de clase. Recuerdo una conversación con ella acerca de su

Revolucionarios en medios burgueses. Yo utilicé la expresión «revolucionarios burgueses-demócratas».

—Pero no —interrumpió Vera Ivanovna, con un atisbo de amargura, o más exactamente de tristeza—. No burgueses ni proletarios, sino simplemente revolucionarios. Naturalmente, se puede decir los revolucionarios pequeñoburgueses —añadió— si hace entrar en la pequeñoburguesía todo lo que no se pueda hacer entrar en otra parte…

El punto de convergencia ideológico de la socialdemocracia era entonces Alemania y nosotros seguíamos con suma atención la lucha de los ortodoxos contra los revisionistas en la socialdemocracia alemana. Pero Vera Ivanovna sólo pensaba lo que ella quería y decía de golpe:

—¡Siempre lo mismo! Ellos acabarán con el revisionismo, restablecerán a Marx, obtendrán la mayoría y, sin embargo, vivirán con su Kaiser.

—¿Quiénes son «ellos», Vera Ivanovna?

—Los socialdemócratas alemanes.

En este punto, además, Vera Ivanovna no se engañaba tanto como pudo parecer en ese momento, aunque los acontecimientos tomaron un curso distinto y por diversas razones de las que ella creía…

Zasulich miraba con escepticismo el programa de la división de la tierra; no lo rechazaba formalmente, pero se burlaba amistosamente de él.

Recuerdo una anécdota sobre este particular. Poco antes del Congreso, Constantin Constantinovich Bauer vino a Ginebra. Uno de los viejos marxistas, era por otro lado un hombre poco equilibrado; fue amigo de Struve[14] durante un tiempo, pero en esta época dudaba entre el grupo de la

Iskra y

Osvobojdenie (Emancipación del Trabajo). En Ginebra comenzó a inclinarse hacia

Iskra, pero no admitía el reparto de la tierra. Fue a ver a Lenin, a quien probablemente conocía del pasado. Regresó de verlo sin haberse convencido, sin duda porque Vladimir Ilich, que conocía su naturaleza de Hamlet, no se había tomado la molestia de convencerlo. Yo había conocido a Bauer durante la deportación: tuve con él una larga conversación acerca del infortunado reparto de la tierra Con el sudor de mi frente, le expuse todos los argumentos que había reunido en seis meses de interminables debates con los socialrevolucionarios y, en general, con todos los adversarios del programa agrario de

Iskra. Y entonces, en la tarde de aquel mismo día, Martov (recuerdo que fue él) nos dijo en una reunión de la redacción a la cual asistí, que Bauer lo había visitado y que, finalmente, se había declarado partidario de

Iskra. Trotsky, se suponía, había disipado todas sus dudas.

—¿Acerca del reparto también? —preguntó Zasulich, casi asustada.

—Sí, especialmente acerca del reparto.

—¡El po-o-o-bre hombre! —exclamó Vera Ivanovna, con una expresión tan inimitable, que todos nos reímos amistosamente.

Lenin me dijo un día: «En Vera Ivanovna muchas cosas reposan sobre la moral y los sentimientos».

Y me contó cómo ella y Martov se habían inclinado por el terror individual, cuando Val, el gobernador de Vilna, apaleó a los trabajadores que habían tomado parte en una manifestación. Las huellas de esta «desviación» temporal, como le diríamos hoy, pueden encontrarse en uno de los números de

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