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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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DAY

Me comunican mi nueva fecha de ejecución sin darle mayor importancia, con la banda sonora de los truenos que braman en el exterior del edificio. Evidentemente, no puedo ver la tormenta desde mi celda. Estoy rodeado de paredes de acero, cámaras de seguridad y soldados muy nerviosos, así que solo puedo suponer el aspecto que tendrá el cielo.

A las seis de la madrugada, me quitan los grilletes que me encadenan a la pared de la celda. Es una tradición: antes de que un criminal famoso se enfrente al pelotón de fusilamiento, la intendencia de Batalla difunde su imagen por todas las pantallas de la explanada. Y previamente, le liberan de las cadenas para darle la oportunidad de montar el espectáculo. Lo he visto más de una vez, y al público de la explanada le encanta. Por lo general, siempre sucede algo: el criminal se derrumba y empieza a suplicar a los guardias, pide un acuerdo o un aplazamiento e incluso a veces intenta escapar. Hasta ahora, ninguno lo ha conseguido. La imagen del reo se transmite en vivo en todas las pantallas hasta la hora de le ejecución; entonces, cortan y enfocan al pelotón de fusilamiento que se encuentra en el patio de la intendencia, y luego muestran cómo el reo se acerca para hacer frente a sus verdugos. Los espectadores de la plaza gritan —a veces, incluso vitorean— cuando suena la descarga. Y la República se siente muy satisfecha de haber dado ejemplo con la ejecución de un criminal más.

Luego, repiten las imágenes a cada rato durante varios días.

Estoy suelto. Podría dar vueltas por la celda, pero me quedo sentado contra la pared, con los brazos apoyados en las rodillas. No me apetece entretener a nadie. Me late la cabeza de los nervios, el terror, la angustia y la preocupación. Tengo el colgante en el bolsillo. No puedo dejar de pensar en John. ¿Qué harán con él? June ha prometido que me ayudaría; tiene que haber pensado también en algo para salvar a John. Espero.

Pero si de verdad June planea sacarme de aquí, la verdad es que está llevando al situación hasta el límite. El cambio de fecha de mi ejecución ha debido de ponerle muy difíciles las cosas. Me duele el pecho al pensar en el peligro que corre; me encantaría saber qué ha averiguado, qué le ha podido hacer tanto daño como para volverse contra la República a pesar de todos los privilegios de los que disfruta. Si me hubiera mentido… Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tal vez yo le importe más de lo que pienso. No puedo evitar reírme de mí mismo: no es el mejor momento para pensar en estas cosas, pero quizá pueda conseguir un beso de despedida antes de que me fusilen.

Lo único que tengo claro es esto: aunque fallen los planes de June, aunque me encuentre solo, sin ningún aliado, cuando me enfrente al pelotón de fusilamiento… voy a luchar. Tendrán que llenarme de plomo para conseguir que me quede quieto. Tomo aire, estremecido. Sí, como idea está muy bien, pero ¿tendré el valor suficiente para llevarla a cabo?

Los soldados de la celda portan más armas de lo habitual, además de máscaras de gas y chalecos antibalas. No me quitan los ojos de encima: deben de estar convencidos de que voy a intentar algo. Clavo la mirada en las cámaras de seguridad y me imagino a la multitud que me estará contemplando.

—Deben de estar encantados, ¿no? —comento al cabo de un rato; los guardas cambian de postura y algunos de ellos empuñan sus armas—. Dedicar un día entero a mirar a un chico sentado en una celda… Qué divertido.

Silencio; tienen demasiado miedo para responder.

Me pregunto qué hará la gente en la explanada. Puede que algunos se compadezcan de mí e incluso que protesten, aunque la cosa no puede ser tan grave como la última vez, porque no se oyen ruidos. Pero estoy seguro de que la mayoría me odia. Y tal vez haya gente que esté ahí por simple curiosidad morbosa.

Las horas se arrastran. Acabo por desear que llegue la ejecución: al menos entonces podré ver algo diferente a estas paredes grises, aunque solo sea durante unos minutos. Necesito algo que acabe con esta espera paralizante. Y si June no logra rescatarme, al menos dejaré de obsesionarme con las imágenes de John, de mi madre, de Eden, de todo el mundo, que giran una y otra vez en mi mente.

Llega una tanda de soldados nuevos a la celda; debe de quedar poco para las cinco de la tarde. La plaza ya estará abarrotada. Tess… Puede que también esté ahí, tan aterrada de ver cómo me ejecutan como de no verlo.

Suenan pasos en el corredor. Luego, una voz que reconozco: June. Levanto la cabeza.

¿Ya es la hora? ¿Voy a fugarme, o a morir?

La puerta se abre de golpe y los guardas se separan para dejar paso a June, que entra vestida con el uniforme completo. La flanquean la comandante Jameson y varios soldados.

Me quedo sin aliento cuando la observo. Jamás la había visto así. Charreteras resplandecientes en los hombros, una capa larga de algo que parece terciopelo tupido, chaleco escarlata, botas altas con hebillas y gorra de plato. Va maquillada con sencillez y lleva el pelo recogido en una coleta. Debe de ser el atuendo preceptivo para las ocasiones solemnes.

Se detiene a cierta distancia y contempla su reloj mientras yo me pongo trabajosamente en pie.

—Las cinco menos cuarto —dice, y me mira.

Trato de leer su expresión, de adivinar sus planes. Ella suspira con impaciencia.

—¿Cuál es tu última voluntad? —pregunta—. Si deseas ver a alguien por última vez o rezar, deberías decirlo ahora. Es el único privilegio del que gozarás antes de morir.

Por supuesto: la última voluntad. La observo esforzándome por no mostrar ninguna emoción en mi rostro. ¿Qué querrá que diga? Sus ojos brillan con una intensidad ardiente.

—Yo… —comienzo.

Todas las miradas están fijas en mí. June efectúa un sutil movimiento con los labios:

«John», vocaliza. Me giro hacia la comandante Jameson.

—Quiero ver a mi hermano John.

La comandante se encoge de hombros con impaciencia, hace un chasquido con los dedos y le murmura algo a un soldado, que se cuadra y se aleja.

—Concedido —contesta.

El corazón se me dispara. Cruzo una brevísima mirada con June, pero enseguida me da la espalda para preguntarle algo a la comandante.

—Todo está en orden, Iparis —replica ésta—. Hágame el favor de no precipitarse. —Esperamos en silencio unos minutos hasta que oigo pisadas que se acercan por el pasillo. Esta vez, junto a la marcha rítmica de los soldados suena un ruido de arrastre.

Debe de ser John. Trago saliva con dificultad. June no ha vuelto a mirarme.

Mi hermano entra en la celda flanqueado por dos guardas. Está mucho más delgado y pálido; su cabello rubio cuelga en mechones sucios que se le pegan a la cara, aunque él ni siquiera parece darse cuenta. Supongo que tenemos el mismo aspecto. Al verme, me dirige una sonrisa que no le llega a los ojos. Intento devolvérsela.

—Hola —digo.

—Hola —me contesta. June se cruza de brazos.

—Cinco minutos. Dile lo que tengas que decirle y se acabó.

Asiento en silencio. La comandante Jameson fija la mirada en June; no parece tener ninguna prisa por marcharse.

—Asegúrese de que son cinco minutos exactos, ni un segundo más —se lleva la mano a la oreja y empieza a impartir órdenes en tono seco, con los ojos clavados en mí.

Durante unos segundos, John y yo nos limitamos a mirarnos. Intento hablar, pero no me salen las palabras; es como si se me hubieran atascado en la garganta. John no debería encontrarse en esta situación. Puede que yo sí, pero él no. Yo soy un delincuente, un fugitivo; he violado las leyes una y otra vez, pero John no ha hecho nada. Pasó la Prueba de forma limpia y justa. Se preocupa por los demás, es responsable. No como yo.

Finalmente, mi hermano rompe el silencio.

—¿Sabes dónde está Eden? ¿Está vivo? —Niego con la cabeza.

—No lo sé, pero creo que sí.

—Cuando salgas ahí fuera, mantén la cabeza bien alta, ¿de acuerdo? —dice con voz ronca—. No permitas que te hundan.

—Lo haré.

—Haz que les cueste matarte; pégale a alguien si hace falta —me ofrece una sonrisa triste, torcida—. Siempre les has dado miedo, así que síguelo haciendo, ¿de acuerdo? Hasta el final.

Por primera vez desde hace mucho, me siento el hermano pequeño. Tengo que tragar saliva para evitar que se me salten las lágrimas.

—Prometido —susurro.

El tiempo se acaba demasiado rápido. Nos despedimos y dos soldados agarran a John de los brazos para sacarle de la celda. La comandante Jameson parece algo más relajada; para ella es un alivio que esto haya acabado. Se vuelve hacia sus hombres.

—Formen —ordena—. Iparis, acompañe a los guardas de vuelta a la celda de ese chico. Yo volveré enseguida.

June se cuadra y sale detrás de John. Los soldados me atan las manos a la espalda. La comandante Jameson me lanza una última mirada y se marcha también.

Respiro hondo: me hace falta un milagro.

Unos minutos después, me sacan de la celda. Como le he prometido a John, mantengo la cabeza alta y la mirada inexpresiva. Ahora oigo el murmullo de la muchedumbre, que asciende y baja como una marea constante. Según avanzamos, voy mirado las pantallas del pasillo. La gente parece inquieta; sus cabezas se mueven como olas en un día tormentoso. Distingo las hileras de soldados que contienen a la multitud. Algunas personas se han teñido un mechón de rojo brillante. Los soldados se adentran en la multitud para arrestarlos, pero no parece importarles.

A medio pasillo, June se une a la comitiva y empieza a caminar a mi espalda. Me giro, pero no consigo verle la cara. Pasan los segundos. ¿Qué sucederá cuando salgamos al patio?

Finalmente llegamos al corredor que conduce al pelotón de fusilamiento. Entonces oigo la voz de Thomas.

—Señorita Iparis.

—¿Qué pasa?

Las palabras siguientes me atenazan el corazón; dudo que June haya previsto esto.

—Sígame, señorita Iparis. Está usted bajo sospecha.

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