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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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D

A

Y

A la mañana siguiente, June entra en mi celda y se detiene al verme desplomado contra la pared. La saludo con un movimiento de cabeza. Vacila por un instante, pero recupera rápidamente la compostura.

—Has debido de enfadar mucho a alguien —comenta, y hace un chasquido con los dedos en dirección a los soldados—. Todo el mundo fuera; quiero hablar en privado con el prisionero —señala las cámaras de seguridad de las esquinas—. Apágalas.

El soldado al mando se cuadra.

—A sus órdenes.

Mientras desconectan las cámaras, la veo sacar dos cuchillos del cinturón. También he debido de enfadarla a ella. Una carcajada burbujea en mi garganta antes de convertirse en un ataque de tos. Bueno… Tarde o temprano, a todo el mundo le llega el momento.

Los soldados salen de la celda y cierran la puerta. June se acerca y se agacha a mi lado. Me preparó para sentir el tacto frío del cuchillo contra la piel.

—Day… —dice sin moverse.

Vuelve a guardarse los cuchillos en el cinto y saca una cantimplora. Vaya, de modo que estaba disimulando para engañar a los soldados. Me salpica la cara de agua fría. Me estremezco, pero abro la boca para beber. El agua nunca me ha sabido mejor.

June me vierte un chorro directamente en la boca y aparta la cantimplora.

—Tienes la cara machacada —su cara tiene una expresión difícil, de preocupación mezclada con algo más—. ¿Quién te ha hecho esto?

Me sorprende que le importe.

—Gracias por preguntar. Me temo que ha sido tu amigo el capitán.

—¿Thomas?

—El mismo. Se ha enterado de que nos besamos y la idea no parece hacerle muy feliz, de modo que vino a interrogarme acerca de los Patriotas. Al parecer, Kaede es una de ellos. Qué pequeño es el mundo, ¿eh?

Un destello de furia le cruza la cara.

—No me dijo nada. Ayer por la noche me… Bueno, lo hablaré con la comandante Jameson.

—Gracias —pestañeo para evitar que me entre agua en los ojos—. Me preguntaba cuándo vendrías… —titubeo por un segundo—. ¿Has averiguado algo de Tess? ¿Sabes si está viva?

June baja la vista.

—No sé nada. Lo siento, pero no tengo forma de averiguar dónde está. No creo que la detengan, siempre y cuando no llame mucho la atención. No le he hablado a nadie de ella. Su nombre no aparece en las listas de detenidos… ni en las de muertos.

Me siento frustrado por la falta de noticias y aliviado al mismo tiempo.

—¿Cómo están mis hermanos?

—No tengo acceso a Eden, aunque estoy segura de que sigue vivo. John está… bien, teniendo en cuenta las circunstancias —cuando levanta la vista, sus ojos muestran una expresión confusa—. Siento lo de ayer con Thomas.

—Ya —musito—. ¿Hay algún motivo para que hoy estés tan amable?

No esperaba que se tomara mi pregunta en serio, pero lo hace. Me observa y se sienta frente a mí con las piernas dobladas a lo indio. Parece diferente: apagada, triste, insegura. Nunca había visto este gesto en su cara, ni siquiera durante los días que pasamos en las calles.

—¿Te preocupa algo?

June agacha la cabeza y se queda un buen rato callada. Su actitud me intriga. ¿Estará intentando convencerse de que debe confiar en mí?

—Ayer revisé el informe del asesinato de mi hermano —su voz se apaga hasta convertirse en un susurro y tengo que inclinarme hacia ella para oír lo que dice.

—¿Y…?

June me busca la mirada y duda antes de hablar.

—Day, ¿de verdad no… no fuiste tú quien asesinó a Metias? —Ha debido de encontrar algo. Quiere una confesión.

La noche en que asalté el hospital me viene a la mente en una sucesión rápida de imágenes: mi disfraz, Metias mirándome cuando pasé a su lado, el médico joven que tomé como rehén, las balas que rebotaban contra los frigoríficos. Mí larga caída. El encuentro con Metias, la forma en que le lancé el cuchillo. Vi cómo le daba en el hombro; se clavó tan lejos de su corazón que de ninguna manera pudo matarlo. Le sostengo la mirada a June.

—Yo no maté a tu hermano —intento agarrarle la mano y una punzada de dolor me recorre el brazo—. No sé quién lo hizo. Lamento haberlo herido, pero era la única manera de escapar. Ojalá hubiera tenido más tiempo para pensar en cómo salir de aquella.

June asiente en silencio. Su expresión me parte el alma; por un instante, me gustaría abrazarla. Necesita consuelo.

—Le echo de menos, ¿sabes? —susurra—. Pensaba que estaría a mi lado toda la vida, que sería siempre un apoyo para mí. Era todo lo que tenía. Y ahora se ha ido y me gustaría saber por qué —menea la cabeza despacio, como si se sintiera derrotada, y vuelve a mirarme. La tristeza le da una belleza increíble; es como si la nieve cubriera un paisaje inhóspito—. Y no sé por qué… Eso es lo peor de todo, Day. Que no sé por qué ha muerto. ¿Quién querría matarlo?

Me cuesta respirar. Lo que dice es tan parecido a lo que siento yo por la muerte de mi madre… No sabía que hubiera perdido a sus padres, aunque debería haberlo adivinado por la forma en que se comporta. June no mató a mi madre ni contagió de peste a mi familia; no es más que una chica que perdió a su hermano, y alguien le hizo creer que era culpa mía. Por eso me siguió la pista, por eso me delató. Si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho lo mismo.

Empieza a llorar. Le sonrío tímidamente, me incorporó y estiró la mano hacia su rostro con un tintineo de cadenas. Le enjugo las lágrimas. No decimos nada más; no hay necesidad de palabras. Sé lo que está pensando: si tengo razón sobre lo de su hermano, ¿en qué más cosas la tendré?

Después de un instante, June me toma la mano y la aprieta contra su mejilla. Su contacto me provoca una oleada de calor. Es tan bella… Apenas puedo resistir el impulso de atraerla hacia mí y pegar mis labios contra los suyos para tratar de borrar la tristeza de sus ojos. Ojalá pudiera volver atrás, a la noche en que la encontré en el callejón.

Decido romper el silencio.

—Yo creo que los dos tenemos un enemigo común —murmuro—. Y me parece que nos ha enfrentado al uno contra el otro.

June suspira.

—No sé… —responde, aunque su voz me dice que está de acuerdo conmigo—. Es peligroso hablar de esto aquí —aparta la vista, mete la mano bajo su capa y saca algo que creí que no volvería a ver.

—Toma. Quiero devolvértelo; ya no me sirve de nada.

Me gustaría arrebatárselo, pero el peso de las cadenas me lo impide. Lo que reposa en la mano de June es mi colgante. Está algo arañado y sucio, pero sigue entero. La cadena forma un montoncito en la palma.

—Lo tenías… —musito—. Lo encontraste esa noche en el hospital, ¿verdad? Por eso me reconociste: te diste cuenta de que trataba de acariciar un colgante que ya no llevaba puesto.

June asiente en silencio. Me agarra la mano y deja caer el colgante entre mis dedos. Lo contemplo, sumido en mis recuerdos.

Mi padre… Ver el colgante de nuevo me devuelve su recuerdo. Regreso al pasado, al día en que volvió a casa después de seis meses en que no supimos nada de él. Cuando se aseguró de que nadie lo había visto entrar, cerró las cortinas, abrazó a mi madre y le dio un beso larguísimo, posando la mano sobre su estómago en un ademán protector. John esperaba pacientemente, con las manos en los bolsillos. Yo todavía era muy pequeño, lo bastante para abrazarme a su pierna. Eden no había nacido: estaba en el vientre de mi madre.

—¿Cómo están mis chicos? —dijo mi padre al fin. Me acarició la mejilla y sonrió a John, que le devolvió una sonrisa de oreja a oreja. Ya era lo bastante mayor para dejarse crecer el pelo, y lo llevaba recogido en una coleta corta. Levantó un papel sellado.

—¡Mira! —gritó—. ¡He pasado la Prueba!

—¡Lo conseguiste! —mi padre le dio una palmada en la espalda y luego un apretón de manos, como si ya fuese un hombre.

Todavía recuerdo el alivio que mostraban sus ojos, el temblor de alegría que sonaba en su voz. Todos habíamos estado muy preocupados pensando que John no pasaría la Prueba, porque le costaba mucho leer. Mi padre se agachó.

—Estoy muy orgulloso de ti, Johnny. Buen trabajo —le dijo. Entonces se volvió hacia mí. Recuerdo que examiné su rostro con atención. Oficialmente, mi padre trabajaba para la República retirando escombros en las zonas por las que pasaba el frente de guerra, pero siempre sospeché que no era su única ocupación. Aquellas historias que me contaba a veces sobre las Colonias y sus alegres ciudades, su avanzada tecnología, sus días festivos… En aquel momento, me hubiera gustado preguntarle por qué tardaba tanto en volver a casa cuando acababan sus periodos de servicio, por qué no venía nunca a vernos.

Pero algo captó mi atención, una forma circular que sobresalía en la tela de su chaleco.

—Tienes algo en el bolsillo, papá —dije. Él se rio entre dientes.

—Has dado en el clavo, Daniel —se giró hacia mi madre—. Es muy perspicaz, ¿eh?

Ella me sonrió. Mi padre titubeó un poco y nos indicó a todos que entráramos en el dormitorio, al fondo de la casa.

—Grace, mira esto con atención —dijo tras cerrar la puerta. Se sacó el objeto del chaleco y mi madre lo contempló con extrañeza.

—¿Qué es?

—Una prueba más.

Me las ingenié para echarle un buen vistazo al objeto mientras mi padre lo hacía girar entre sus dedos. Por un lado se veía un pájaro; por el otro, un hombre de perfil. En una cara estaba grabado: «Estados Unidos de América. En Dios confiamos. Un cuarto de dólar». La otra rezaba: «Libertad, 1990».

—¿Lo ves? Es una prueba —lo apretó en el puño.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó mi madre.

—En los pantanos del sur, en el frente. Es una moneda auténtica del año 1990. ¿Ves el nombre? Estados Unidos. Existieron de verdad.

Los ojos de mi madre brillaban de emoción, pero contempló a mi padre con seriedad.

—Es muy peligroso conservar esto —susurró—. No podemos guardarlo en casa. —Mi padre asintió.

—Pero tampoco podemos destruirlo. Hay que conservarlo, Grace; tal vez sea la única moneda de este tipo que quede en el mundo —la puso en la palma de la mano de mi madre y le cerró los dedos sobre ella—. Voy a hacerle una funda metálica, algo que la cubra por las dos caras. La soldaré para que no se sepa lo que hay dentro.

—¿Y qué vamos a hacer con ella?

—Ocultarla —mi padre se detuvo un instante y nos miró a John y a mí—. Los mejores escondites son los que están a la vista de todo el mundo. Si se la damos a los chicos como si fuera un medallón, la gente pensará que es un colgante normal y corriente. En cambio, si los soldados la encontraran escondida bajo la tarima, sabrían que es algo importante.

Me quedé callado; incluso a esa edad entendía la preocupación de mi padre. Nuestra casa había sufrido varias inspecciones de rutina, como todos los edificios de la calle. Si escondíamos algo, acabarían por encontrarlo.

Mi padre se marchó al día siguiente antes de que amaneciera. Solo le vi una vez más. Los recuerdos me abruman por un momento. Me repongo y elevo la vista hacia June.

—Gracias por encontrarlo —me pregunto si notará toda la tristeza que siento en este instante—. Gracias por devolvérmelo.

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