Legacy

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Capítulo II

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CAPÍTULO II

Un encuentro desagradable

LLEGÓ el anochecer, mi momento del día favorito. Siempre esperaba con ansia el momento en que podía salir al balcón de la sala de baile y mirar más allá de las puertas del patio de nuestro palacio, hacia la ciudad amurallada, para ver los puntos de luz que iban apareciendo a medida que sus habitantes encendían las lámparas para ahuyentar la oscuridad. Detrás de la ciudad, los campos se sucedían hacia el agreste río Recorah, que fluía desde las montañas y dibujaba la frontera del este y del sur del reino.

Era el día en que cumplía diecisiete años y los cortesanos de varios reinos se había reunido para celebrarlo ese 10 de mayo. Esa celebración tenía una característica que le añadía emoción: era costumbre que una heredera femenina se casara a los dieciocho años con el hombre que se convertiría en rey, así que se esperaba que yo eligiera esposo durante ese mismo año que se iniciaba. Me retiré al balcón cuando sentí que los murmullos y las especulaciones sobre cuál podía ser mi elección habían consumido mi mejor predisposición, esperando que el aire fresco me aliviara un poco del ambiente cargado de la habitación y de esas conversaciones.

A pesar de que posiblemente se hubiera permitido que fuera yo quien gobernara, la tradición influía en el punto de vista de mi padre y dictaba que se debía depositar la confianza del reino en las manos de un hombre y no en las de una mujer. Puesto que mi padre no tenía un heredero varón, yo sería coronada reina, pero no dirigente y, de esa forma, no tendría ningún papel en el gobierno del reino. La función de la reina era supervisar el hogar, planificar y encargarse de los eventos sociales y criar a los hijos. Puesto que la línea de sangre real continuaría a través de mí, el hombre con quien yo me casara sería quien gobernara en mi lugar.

Oí pasos detrás de mí y me di la vuelta, esperando encontrarme con alguno de los jóvenes que reclamaban mi atención. Pero se trataba de Miranna. Mi hermana se acercó hasta la barandilla, absolutamente radiante con su vestido azul cielo. Tenía una piel de porcelana y unos rasgos delicadamente esculpidos, así que estaba destinada a romper los corazones de muchos pretendientes.

—¿Está siendo esta celebración demasiado para ti, hermana? —preguntó con ojos brillantes y juguetones, pues sabía que no me gustaban las festividades en las que debía desempeñar un papel principal.

—Debo confesar que me cuesta respirar en esa sala de baile.

Permanecimos en silencio mientras respirábamos el aire fresco. Entonces Miranna me tocó la mano suavemente.

—Dime, ¿ha conseguido alguien llamar tu atención esta noche?

—Nadie conseguiría la aprobación de padre —dije, procurando que no hubiera amargura en el tono de mi voz—. Y no me puedo casar sin su aprobación.

—Cierto, ¡pero existen posibilidades tan intrigantes! —El rostro de mi hermana brillaba de entusiasmo: últimamente había desarrollado un gran interés por la población masculina—. Sé que padre puede ser un poco exigente, pero es bastante razonable. Ha demostrado muchas veces que sabe juzgar a las personas.

—Es muy posible, pero esta vez parece que sólo emite un único juicio favorable. —Mi intento de hacer un comentario gracioso había fracasado, puesto que, a diferencia de Miranna, la tarea que tenía ante mí no me proporcionaba ningún placer—. Vamos a hacer un repaso de unos cuantos candidatos: lord Thane es amable e ingenioso, pero ha decidido estudiar Medicina, lo cual lo descalifica, puesto que padre insiste en que un rey debe tener formación militar; luego está lord Mauston, que está en la caballería, pero su familia está pasando una época de grandes apuros económicos y él no podría aportar bienes suficientes a este matrimonio; el barón Galen es un comandante de campo que heredó el título de su padre, pero es el mejor amigo de lord Steldor y no es el hijo del capitán de la guardia, así que queda relegado a un segundo puesto, en el mejor de los casos. Además, padre quiere que me case con alguien que sea unos años mayor que yo, alguien que tenga experiencia y la madurez suficiente para ascender al trono inmediatamente, lo cual elimina a todos los nobles de mi edad. —En un tono forzadamente simpático, concluí—: Así que, ya ves, el problema no es una falta de interés por mi parte, sino la larga lista de exigencias de padre.

—¿Y qué me dices de lord Steldor? No sé si has hablado con él esta noche, pero, desde luego, tiene un aspecto muy atractivo.

Miranna, al igual que mi padre, sentía predilección por el hijo del capitán de la guardia, aunque yo sospechaba que era por motivos muy distintos.

—Nunca ha dejado de tener un aspecto atractivo. Puesto que atrae tu atención, no debes sentir ningún recelo en perseguirlo, Miranna.

—¿Por qué te desagrada tanto?

—Si quieres saberlo, es por su arrogancia. Steldor no camina, se pavonea. No mantiene una conversación con los demás, sino que los bendice con su presencia. Ni siquiera se ríe: emite un sonido altivo y desagradable que me revuelve el estómago y me pone enferma. Y, además de todo eso, es la persona más posesiva y de mal carácter que he conocido, y eso me asusta más de lo que puedo expresar.

Miranna se retorcía un mechón del pelo con aire distraído mientras me escuchaba, y supe que comprendía mi punto de vista, por lo menos respecto al carácter de Steldor. En Hytanica, la mujer era propiedad del marido y él podía hacer con ella lo que le pareciera conveniente. Eso ya me colocaba en inferioridad de condiciones ante el hijo del capitán, puesto que era habitual en mí quedarme sin palabras. Sospechaba que la reacción de Steldor ante un comportamiento así podía ser muy desagradable.

—A pesar de todo, él tiene cualidades excepcionales —dijo finalmente—. Y aunque los aspectos que has mencionado le conviertan en un esposo menos deseable desde tu punto de vista, casi no afectan a su habilidad para reinar. Además, nuestro padre y el suyo lo guiarán. Será un buen rey, Alera. Todo el mundo se da cuenta. ¿Por qué tú no?

—Creo que es hora de que volvamos a la fiesta —dije, para terminar con el asunto—. Padre y madre llegarán pronto, y esperarán que me una a ellos.

Me di la vuelta y entré en la sala de baile arreglándome el pelo, que me caía hasta los hombros, y forzando una expresión cordial. Al caminar, el vestido de noche que habían confeccionado especialmente para la ocasión flotaba alrededor de mis tobillos. Era de seda blanca, su corte se ajustaba a las curvas de mi cuerpo, y las mangas, acampanadas, eran tan largas que casi llegaban al suelo. Una diadema de plata y de intrincado diseño, con unas delicadas flores de diamantes cuyas diminutas hojas dibujaban un arco en el centro, adornaba mi cabeza. Miranna caminaba a mi lado y, sin duda, deseaba que retomáramos nuestra conversación, pero yo lo evité saludando a todas las personas con quienes nos cruzábamos.

En ese momento, Lanek, el encargado de armas de palacio y secretario personal de mi padre, realizó el tradicional anuncio en voz alta. Aunque tenía una increíble capacidad pulmonar, era un hombre bajo y fornido y se parecía mucho a un gato sobrealimentado y satisfecho.

—¡Saludamos al Rey, al rey Adrik de Hytanica, y a su reina, lady Elissia!

Todo el mundo, incluidas Miranna y yo, nos inclinamos con una reverencia mientras mis padres entraban en la sala de baile desde la sala de dignatarios y se colocaban en una plataforma elevada. La sala de dignatarios se encontraba al lado de los aposentos de mis padres y hacía las funciones de sala de espera de los reyes, y ocasionalmente, de algún invitado especial.

Mis padres iban acompañados por el capitán de la guardia, Cannan, un hombre alto e imponente, de pelo oscuro y ojos que raramente sonreían. De edad parecida a la de mi padre, era miembro de la nobleza, además de comandante del Ejército de Hytanica, posición que había tomado durante la guerra contra Cokyria y poco antes de que mi padre se convirtiera en rey. A partir de ese momento, en los años que siguieron, se había ganado tanto el respeto como la amistad de mi padre y, a menudo, lo acompañaba en calidad de consejero y guardaespaldas.

Mi padre y mi madre vestían con colores parecidos esa noche; según dictaba la tradición, así debía ser en las ocasiones formales. Mi madre llevaba un vestido dorado con unos bordados muy elaborados en el corpiño y una corona de rubíes sobre el pelo, rubio como la miel, que le habían recogido detrás de la cabeza. Mi padre, que tenía el cabello y los ojos del mismo color que los míos, iba vestido también en tonos dorados y con corona de oro, y llevaba una gruesa capa, larga hasta el suelo, de color rojo y ribeteada con hilo de oro en las mangas y en el cuello. Mientras que mi madre tenía una pose contenida y digna, mi padre mostraba una naturaleza muy jovial que se expresaba en unas risueñas arrugas alrededor de los ojos y en cierto volumen extra alrededor del cuerpo.

—¡Bienvenidos! —exclamó mi padre, inclinando la cabeza hacia la gente—. Esta celebración no se lleva a cabo para honrarme ni a mí ni a mi reina, sino en honor de mi hija, la princesa Alera. A finales del año que viene se casará, y el hombre que se convierta en su esposo subirá al trono. Confío en que demostraréis al nuevo rey la misma lealtad y el mismo respeto que me habéis demostrado a mí durante mi reinado. ¡Hasta entonces, larga vida a la princesa Alera!

Mi padre hizo un gesto hacia mí, sonriendo ampliamente, y los invitados repitieron su petición al dirigir su atención hacia mí. Mientras le hacía una reverencia como respuesta, vi que mi padre miraba directamente a Steldor, que se había colocado de forma muy conveniente al lado de la plataforma en la cual se encontraban mis padres. El barón Galen, homólogo de Steldor, se encontraba a su lado; a unos metros de distancia, permanecía de pie el resto del entorno de Steldor: dos fornidos soldados de aristocrática cuna que se llamaban Barid y Devant.

Galen, de estatura un poco menor que Steldor, tenía el pelo ceniciento y ondulado, unos cálidos ojos marrones y una constitución bien formada, aunque no podía competir con mi aspirante a esposo. Su padre había muerto en la guerra cuando Galen tenían cuatro años, y Cannan había sido un padre para él, igual que lo había sido para Steldor. Ambos jóvenes habían ascendido a comandantes de campo al graduarse en la academia militar y eran prácticamente inseparables, aunque Galen era marcadamente menos fanfarrón y más humilde que su amigo. A veces me preguntaba si no sería la influencia de Steldor lo que sacaba la parte más insensata de su carácter.

Barid y Devant se habían convertido en los seguidores de Steldor durante la época de la escuela militar. A mí me parecían menos inteligentes que sus líderes, aunque de alguna forma tenían que añadirle valía a Steldor, porque, si no, él nunca les habría permitido ser sus camaradas.

No me había encontrado muchas veces con Steldor y sus seguidores en grupo, pero su reputación de pendencieros los precedía. Disfrutaban haciendo la vida imposible a las personas que consideraban que estaban por debajo de ellos (lo cual, en el caso de Steldor, era todo el mundo), aunque se concentraban principalmente en aterrorizar a los jóvenes cadetes de la academia militar. Nunca hacían nada verdaderamente grave, pero estaba segura de que los estudiantes estaban cansados de que les desataran los caballos, les llenaran las botas de barro o de piedras y de que les echaran sal en el agua para que ésta fuera imbebible.

Además, Steldor y compañía tenían fama de realizar la ronda de tabernas de Hytanica en una sola noche, durante la cual se volvían más escandalosos con cada copa que tomaban y realizaban algunas bromas indignantes. Yo me sentía desconcertada e irritada por el hecho de que, a pesar de los rumores que circulaban acerca del comportamiento de Steldor, mientras él se comportara como un perfecto caballero delante de mis padres, éstos estaban dispuestos a cerrar los ojos ante sus faltas.

Mi padre y mi madre bajaron de la plataforma y se acercaron a mí acompañados por Cannan y por los guardias personales del Rey, que los seguían. Los invitados habían retomado sus bromas, y Galen le dio un amable empujón a Steldor en mi dirección. Yo dudaba de que Steldor necesitara que lo animaran, acostumbrado como estaba a conquistar a las mujeres. Esa noche iba vestido de negro y con un abrigo largo de ribetes plateados que se adaptaba a su cuerpo. Se movía con una gracia natural que evidenciaba sutilmente su poder físico. Por desgracia para él, cualquier posibilidad que hubiera podido tener de suscitar una reacción favorable en mí se vio anulada por la irritante sonrisa que lucía.

—Alera —me llamó mi padre con alegría en cuanto él y mi madre se hubieron acercado a mí—. ¿Te gusta la decoración? ¿La encuentras apropiada para la ocasión?

Observé el salón iluminado por las antorchas y vi los grandes y hermosos ramos que habían colocado a intervalos regulares y los manteles blancos con blondas que adornaban las mesas de los refrigerios, que eran igual que los que adornaban mi vestido.

—Sí, la decoración es espléndida, majestad.

—Bueno, bueno —rió mi padre con satisfacción—. Ya sabes que no soporto la ceremonia.

—Pero ¿cómo puedo evitarlo si estáis tan majestuoso? —bromeé.

—Tú mereces ese adjetivo tanto como yo, querida —repuso él mientras me acariciaba la mejilla en un gesto afectuoso—. Me gustaría hablar contigo esta noche, más tarde, acerca de la elección de tu esposo. Sé que comprendes lo importante que es esta decisión, pero, de todas formas… —Se interrumpió al ver que Steldor, con un impecable sentido de la oportunidad, se colocaba a mi lado.

—Majestad, alteza —saludó Steldor con una reverencia. A continuación, dirigiéndose a mí, añadió—: Princesa Alera.

Me besó la mano. Ahora, la arrogante sonrisa de antes parecía estar llena de confianza. Mi padre, con una expresión de inmensa felicidad, me guiñó un ojo.

—Lord Steldor —saludé con frialdad, y tuve la sensación de que a mi padre le hubiera gustado poder borrar ese semblante.

Steldor cruzó los brazos con un ligero mohín en el rostro y yo miré rápidamente al capitán de la guardia, que permanecía tan impasible como siempre. Su trabajo consistía en proteger a la familia real y no en involucrarse emocionalmente en sus asuntos, pero me pareció detectar que reprimía un gesto de reproche ante la actitud de su hijo.

Reanudamos la conversación con una sorprendente escasa participación de Steldor, puesto que no dejaba de observarme con intensidad. Tuve la sensación de que estaba planeando cuál sería su próximo paso. Me invadía un sentimiento de desagrado ante su actitud, así que, en cuanto Miranna apareció entre nosotros de la mano de su amiga Semari, me aparté de él.

Semari, de catorce años, era la hija de un rico teniente, el barón Koranis, y de su esposa, la baronesa Alantonya. Los padres de Semari se contaban entre aquellos que habían perdido un niño hacia el final de la guerra contra Cokyria. Sus vidas siempre habían sufrido la negrura de la tragedia y del misterio, pues a su primer hijo lo secuestraron en su cuna poco después de nacer. Su cuerpo no se encontró entre los de los bebés que los cokyrianos devolvieron. La familia había seguido con su vida lo mejor que había podido; dos años más tarde de todo aquello, nació Semari, y después dos hijas, en un lapso de cinco años. Finalmente, nació un varón, algo importante para ellos, pues solamente los hombres podían heredar títulos y propiedades.

Al ver que mi efervescente hermana y Semari habían acaparado el interés de todo el mundo, vi mi oportunidad de abandonar la sala de baile. Saludé con un gesto de cabeza a los guardias de palacio que se encontraban en el pasillo, salí al rellano de la doble escalera y miré por la barandilla hacia la planta inferior, que quedaba a siete metros. No vi ningún movimiento, aparte de los guardias que estaban apostados en las puertas delanteras, así que bajé un piso por la escalera de la izquierda y entré en el vestíbulo principal, desde donde se podía pasar por debajo de la escalera y entrar en la sala del trono, o bien dirigirse hacia cualquiera de las dos alas del palacio.

Me dirigí hacia el ala oeste, donde se encontraban, entre otras dependencias, la sala del Rey —donde había tenido la cita con Steldor—, una gran sala de reuniones y las áreas de servicio del palacio. Al caminar oía el susurro de mis zapatillas de suela de piel sobre el pavimento de piedra. Ese suelo de piedra no fue muy amable conmigo durante mi niñez: correr con los pies desnudos sobre él me los dejaba siempre doloridos y más de una vez, al tropezar, me había pelado las rodillas o me había sangrado la nariz. A veces, mis padres no me podían atender cuando me hacía daño, pues estaban pendientes de mi hermana, que había estado muy enferma de niña y necesitaba cuidados especiales. Y, desde luego, tenían que ocuparse de asentar el reino después del desastre de la guerra. Por eso, mi guardaespaldas personal había adoptado el papel de padre durante mi niñez.

Miré a mi alrededor, pero no se veía a London por ninguna parte. Sonreí al pensar que quizá no me había visto salir de la sala de baile, pues se había estado paseando entre la gente, atento a cualquier señal de contratiempo.

Me sentí encantada con esa inesperada libertad, así que me di la vuelta, dejé atrás la sala de reuniones y me dirigí hacia la parte posterior del palacio con la intención de encontrar refugio en el jardín. Cuando llegué a la puerta, los guardias abrieron los pesados batientes de roble y salí fuera. Siguiendo el protocolo, uno de los guardias anunció mi llegada a sus compañeros, que patrullaban el perímetro de la zona.

Mi padre nos había advertido muchas veces a Miranna y a mí de que no debíamos salir a esa parte del complejo del palacio sin un guardaespaldas. Creía que el jardín podía ser el lugar ideal para que alguien se infiltrara en el recinto puesto que allí sólo hacía falta salvar una barrera, el muro que el jardín compartía con la zona norte de la ciudad, para entrar en nuestra residencia. Pero esta preocupación se veía aliviada porque, por un lado, el terreno del norte de la ciudad era muy agreste y boscoso, y, por el otro, por el hecho de que esta parte del muro de la ciudad era tres metros más alto que el resto. De todas formas, yo nunca había creído que pudiera correr ningún peligro en medio de tanta belleza.

En ese momento todo estaba completamente oscuro y solamente la luna y las antorchas de las paredes del jardín ofrecían un poco de iluminación. Inhalé con fuerza el perfumado aire y me adentré en las sombras, contenta de poder disfrutar de la quietud de la noche en soledad.

—No os he visto salir de la sala de baile.

Me sobresalté y me di la vuelta de inmediato. London se encontraba apoyado en las puertas del palacio y tenía una ceja levantada con expresión provocadora. Iba vestido, como siempre, con un largo jubón de piel marrón encima de una camisa blanca de manga larga. Unos manguitos de piel le cubrían las muñecas y los antebrazos, y dos largos cuchillos le colgaban del cinturón. Llevaba unas botas altas hasta las rodillas y dobladas en la parte superior, y de una de ellas sobresalía la empuñadura de una daga. Un anillo de plata le brillaba en el dedo índice de la mano derecha.

—Sólo…, sólo iba a dar un paseo —tartamudeé—. No quería molestarte con algo tan trivial.

London sonrió, verdaderamente divertido.

—Buen intento. Pero mi trabajo consiste en asegurarme de que no os alejéis y hagáis algo insensato…, como esto. Me gustaría oíros soltar tal excusa ante vuestro padre.

—No se lo vas a contar, ¿verdad, London? —pregunté, sintiendo una oleada de pánico.

Los años de guerra habían hecho que mi padre se volviera extremadamente paranoico, como demostraba el hecho de que Miranna y yo tuviéramos que ir constantemente acompañadas de guardaespaldas. Sabía perfectamente lo contrariado que se iba a sentir si sabía que me había escapado del hombre que tenía la responsabilidad de protegerme, pues en el pasado ya había conocido su ira.

—No, no se lo diré —rió London—. Sólo lo decía porque sabía que perderías los nervios.

Le dirigí una mirada fulminante y me alejé por uno de los caminos.

—Bueno, supongo que tendrás que venir conmigo —le dije sin girarme—. Quédate todo lo lejos que te sea permitido y no digas ni una palabra.

—Lo que digáis, princesa.

—Lo digo en serio, London —contesté al notar el tono de burla en sus palabras.

—Por supuesto. Comprendo vuestro deseo de tener un poco de tranquilidad.

Esta vez el tono pareció sincero, incluso parecía tener una nota de disculpa.

Continué por el camino, aliviada al oír el murmullo de las hojas de las plantas y de los árboles que se mecían bajo la brisa. Los grillos cantaban a mi alrededor y empecé a disfrutar tanto de los sonidos de la noche como de la fragancia del jardín. London mantuvo su palabra y permaneció completamente en silencio, hasta el extremo de que empecé a preguntarme si de verdad se encontraba detrás de mí.

De repente, al doblar un recodo, me sobresalté y casi no pude reprimir un grito. Unos ojos, unos ojos luminosos y verdes me miraban desde la oscuridad. Me esforcé por enfocar la vista, completamente aterrorizada, y pude distinguir la silueta de un hombre completamente vestido de negro. Éste dio un paso hacia mí y vi el destello metálico de una espada en su mano derecha.

—Princesa —dijo, en un tono malicioso y más agudo de lo que yo habría esperado.

Me aparté, pero antes de que pudiera empezar a correr, London pareció caer del cielo y aterrizó ante el intruso con las dos espadas desenfundadas. Se enzarzó en combate con el joven que, sobresaltado por el guardaespaldas, había dejado escapar la espada. Yo estaba clavada en el suelo y vi pasar volando por el aire el arma del intruso, que acabó aterrizando a unos metros de distancia. London soltó la espada de la mano derecha y atrapó al intruso; le torció un brazo por la espalda y llevó la punta de la otra espada a su garganta.

—Dime, cokyriano —London pronunció esa última palabra como si el hecho de decirla le hiciera sentir mal gusto en la boca—, ¿cuántos sois?

El otro no contestó. Di un paso hacia ellos para ver mejor al asaltante, a pesar de que el miedo me atenazaba el cuerpo. Forcé la vista en la oscuridad y me quedé boquiabierta por la sorpresa.

—¿Eres… una mujer?

El intruso no respondió. Sólo soltó un bufido ante la idea de que yo pensara que podía ser cualquier cosa menos una mujer.

—¡No os acerquéis, Alera! —me gritó London, y me detuve, sin saber que me estaba poniendo en peligro—. ¡Llamad a la guardia!

Dudé un momento, puesto que el único guardia al que yo había tenido que llamar en mi vida era el que se encontraba frente a mí, pero London volvió a insistir en la urgencia de la situación.

—¡Ahora!

—¡Guardia! —grité mientras corría hacia palacio y repetía la llamada varias veces.

Cuando llegué al camino que rodeaba el perímetro del jardín, tres de los hombres que patrullaban ya se apresuraban hacia mí.

—London necesita ayuda —dije precipitadamente, señalando hacia el camino por donde había llegado—. ¡Hay un intruso!

Seguí a los hombres, que corrieron en ayuda de mi guardaespaldas.

—Llevadla a las mazmorras —ordenó London en cuanto los guardias llegaron hasta él, y dejó a la mujer a su custodia—.

Avisaré al capitán y al Rey.

London me agarró por la muñeca y me obligó a entrar en palacio inmediatamente. Tropezando detrás de él, subimos las escaleras de caracol hasta el segundo piso.

—¿Adónde me llevas? —le pregunté cuando llegamos al pasillo, intentando evitar que continuara arrastrándome.

—A ver a vuestro padre. Debo decirle lo que ha pasado.

—¿Y qué ha pasado, exactamente? —pregunté, esperando no parecer completamente tonta.

London se dio la vuelta para encararse a mí tan de repente que casi choqué con él.

—¿No sabéis quién ha entrado en vuestro querido jardín?

—No…, yo…

—Bueno, quizás hayáis oído hablar de su gente: los cokyrianos.

—Sí, he oído hablar de ellos. Pero ¿qué significan?

London no contestó, simplemente me agarró la muñeca con más fuerza y continuamos avanzando por el pasillo. No me resistí, pero insistí otra vez en que se explicara.

—¡Dímelo, London!

—¡Puede que os sorprenda, pero es absolutamente necesario que dejéis de hacer preguntas sin sentido! ¡Necesito pensar!

Sentí rabia al notar las lágrimas que me bajaban por el rostro a causa de ese trato abrupto y rudo. Él nunca me había desairado de esa forma, y yo me sentía casi como si me hubiera dado una bofetada. Me sequé las lágrimas de los ojos y me apresuré tras él para no contrariarlo más. Él se detuvo delante de la puerta de la sala de baile y me miró.

—No voy a arrastraros ahí dentro. Es mejor que no montemos una escena. Seguidme de cerca e iremos directamente a ver al Rey.

Su actitud no dejaba lugar a ninguna respuesta, así que me limité a asentir con la cabeza y lo seguí mientras él se abría paso entre la multitud de invitados. Avanzó hasta encontrar a mi padre, que estaba al lado de mi madre con un grupo de gente entre la cual se encontraban el barón Koranis, la baronesa Alantonya, Cannan y su mujer, la baronesa Faramay.

London habló antes de que nadie hubiera tenido tiempo de saludarlo. Ignoró a Cannan, su comandante y a quien hubiera debido informar, y prefirió dirigirse a mi padre directamente.

—Alteza, se ha producido un disturbio. Os aconsejaría que vuestra guardia os escoltara a vos y a vuestra familia hasta vuestros aposentos, de inmediato.

Mi padre sonrió con buen talante.

—Esto es poco ortodoxo, ¿no os parece? —le preguntó, y soltó una despreocupada carcajada.

—Majestad, creo que sois un hombre inteligente, así que supongo que tendréis la prudencia de seguir mi consejo. Por favor, haced lo que os he dicho.

London se giró hacia su capitán y, con descaro, le ordenó:

—Seguidme. Debemos reforzar la seguridad del palacio.

Cannan frunció el ceño ante el evidente, aunque no poco frecuente, desprecio de London por la cadena de mando. No obstante, dada la urgencia en el tono de voz del Guardia de Elite, no dijo nada. Miró a su alrededor en busca de Kade, el sargento de armas que estaba a cargo de la guardia de palacio y que era «un poco menos» que Cannan en todo: un poco menos mayor, un poco menos alto, un poco menos intimidante y un poco menos serio. Kade, que había visto a London dirigirse apresuradamente hasta donde estaba el Rey, ya se acercaba a nosotros. Cannan le dio órdenes al sargento y se marchó con su capitán segundo.

En cuanto los dos hombres se marcharon, Kade y el Rey intercambiaron unas palabras. Luego mi padre, tras pasar un brazo por la cintura de mi madre, la acompañó hasta donde estaba mi hermana, no muy lejos, en compañía de Semari, Steldor y Galen. Habló un momento en voz baja con Miranna y le hizo un gesto a Kade, que acompañó con los guardias personales a mi familia hasta la plataforma y la puerta que conducía a la sala de los dignatarios. Justo antes de marcharme, miré hacia Steldor y vi que él y Galen se apresuraban en la dirección que el capitán y London habían tomado, pues no querían quedarse al margen en nada que tuviera relación con el Ejército.

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