Legacy

Legacy


Capítulo XXVI

Página 29 de 39

CAPÍTULO XXVI

El enemigo de fuera y el enemigo de dentro

CUANDO la Gran Sacerdotisa hubo aceptado encontrarse con nosotros al cabo de cinco días, la ciudad empezó a bullir con los preparativos ante un posible asedio. Cannan envió patrullas a los pueblos de los alrededores para avisar a sus habitantes de que estuvieran preparados para desplazarse al recinto de la ciudad si fuera necesario. Salieron partidas de caza a batir los bosques del norte y los habitantes de los pueblos mataron a todos los animales que pudieron para aprovisionarse de comida. También se reunieron cientos de otros productos para poder soportar un largo y duro invierno. Se revisaron, se repararon y se contaron las armas, y se equipó el palacio y el complejo militar con el armamento imprescindible para que todo soldado dispusiera de las armas necesarias.

Cuando llegó el quinto día, me desperté antes del amanecer para ver partir a London y a los treinta soldados que iban a acompañarlo en su misión. Destari también asistiría al encuentro; él que era el único soldado de rango, aparte de London. Su tarea consistía en evaluar la dimensión y la inmediatez de la amenaza que los cokyrianos podían representar para Hytanica mientras London les comunicaba el mensaje del Rey.

Durante la ausencia de Destari, me habían vuelto a destinar a Tadark como guardaespaldas. No había vuelto a hablar con ese aniñado y enclenque guardia desde que me traicionó ante Cannan al contarle cuál era la naturaleza de mis visitas a Narian. Al principio, por supuesto, él se mostró inquieto al estar conmigo, pero no le presté ninguna atención, pues tenía preocupaciones más importantes. Por desgracia, él no tardó en suponer que todo había quedado olvidado, si no perdonado, y pronto volvió a adoptar sus enojosas costumbres.

Con Tadark molestamente pegado a mí, bajé por la escalera principal y salí al patio central donde London, Destari, Cannan y mi padre se habían reunido ante las puertas del extremo más alejado de palacio. Destari vestía el uniforme, tal como se esperaba de cualquiera que actuara en calidad de representante de Hytanica; London, siempre rebelde, continuaba vistiendo su jubón de piel y sus gastadas botas. Al otro lado de las puertas, que estaban abiertas, las tropas, completamente uniformadas con unas corazas que les protegían el pecho y la espalda, esperaban sobre sus monturas a que los dos guardias de elite se unieran a ellos.

Me acerqué a ellos, con Tadark pisándome los talones. El viento frío y helado de la mañana resultaba desagradable, y temblé a pesar de la pesada capa que llevaba. Aunque se suponía que iba a ser un encuentro rápido, nadie creía que los cokyrianos recibirían bien el mensaje de Hytanica. Era muy probable que regresaran menos soldados de los que partían.

Me detuve a pocos pasos de los hombres, pues sabía que mi presencia no sería bienvenida, por lo menos, por parte de Cannan y de mi padre, pero quería que London y Destari supieran que les deseaba un buen viaje. A pesar de que London había retomado sus deberes en palacio, todavía no había venido a verme. Estaba deseosa de que todo se arreglara entre nosotros.

London me miró y se acercó un momento a mí antes de montar su caballo.

—No deberíais estar aquí —me dijo, burlón—. Pero nunca he conocido a nadie que desacate tanto las reglas como vos.

—Creo que eso se puede atribuir a tu influencia —contesté, aliviada por su actitud relajada.

—Volveremos sanos y salvos —prometió—. Pero si no es así, sabed que, a pesar de lo que sucedió entre nosotros en el pasado, nunca habéis abandonado mi corazón.

Asentí con la cabeza, tenía los ojos llorosos. Él y Destari montaron en sus caballos y se colocaron a la cabeza de las tropas. Observé su partida hasta que les perdí de vista y luego me dirigí a la capilla para rezar por nuestros hombres. Al terminar, regresé a mis aposentos para esperar noticias.

El tiempo pasó despacio y un sentimiento de mal augurio se fue apoderando de mí. Nuestras tropas ya tendrían que haber llegado al puente. ¿A cuántos cokyrianos se habían encontrado? ¿Habían comunicado ya su mensaje? ¿Cómo habría respondido el enemigo? Y, la pregunta más terrible de todas, ¿estaban vivos los dos guardias en quien yo más confiaba?

El día avanzaba y yo iba saliendo regularmente al balcón para observar la ciudad y las tierras que podía ver al otro lado de sus muros por si detectaba algún movimiento. Cuando el débil sol de noviembre empezó a bajar hacia el horizonte vi a unos jinetes que se aproximaban en la distancia. Los observé, sabiendo que London y Destari tenían que ir en cabeza, y luego salí de mis aposentos y bajé corriendo la escalera principal. Solamente había visto un caballo frente a nuestros hombres.

Con el estómago en un puño esperé en el rellano del primer piso. Oí pasos provenientes de abajo y vi a Cannan y a mi padre salir de la antesala seguidos por varios guardias; era evidente que les habían comunicado que nuestros hombres regresaban.

Permanecí donde estaba, pues sabía que mi padre no aprobaría mi presencia cuando los guardias de elite entraran en palacio para informarle. Tragué saliva varias veces para intentar relajar el nudo que sentía en la garganta; por una vez, Tadark había tenido la cortesía de dejar un poco de espacio entre nosotros y había ido a apoyarse en la pared que quedaba a mis espaldas.

La extraña tranquilidad que reinaba en el ambiente resultaba angustiosa y el tiempo pareció pasar perturbadoramente despacio, a pesar de que sólo transcurrieron unos minutos hasta que los guardias de palacio abrieron las puertas. Destari y London entraron precipitadamente y casi sin resuello, y yo tuve que sujetarme a la barandilla para no desmayarme del alivio que sentía.

London parecía haber salido ileso, aunque estaba sudoroso y sucio. Destari tenía la manga izquierda manchada de sangre. La herida, fuera cual fuera, había sangrado profusamente durante un buen rato. Me mareé ligeramente al ver esa sangre, pero no aparté la vista de ellos.

—Informad —ordenó Cannan, sorprendido por el estado de sus dos mejores soldados.

—Los cokyrianos no se han sentido complacidos por lo que les hemos dicho —anunció London secamente mientras se frotaba la nuca, como si le doliera—. Nos atacaron cuando nos marchábamos. Mi caballo recibió una flecha en el cuello, y cuando Destari vino a buscarme, recibió una en el hombro.

—La flecha me provocó un rasguño en el brazo —dijo Destari mientras todos lo miraban con preocupación—. Parece peor de lo que es.

—Tendrías que hacértela examinar inmediatamente —intervino mi padre señalando la herida; parecía más preocupado que yo—. Has estado sangrando mucho…, quizás haya que coserte la herida.

—Hay muchos que han temido lo peor, majestad. En este momento no necesito ningún cuidado.

—¿Cuántos han resultado heridos? —inquirió Cannan.

Me encogí de miedo al esperar la respuesta.

—Veinticuatro soldados han regresado con nosotros —dijo London, después de mirar a Destari y decidir que sería él quien diera las malas nuevas. Habló en un tono extrañamente distante—: De ellos, nueve han sido llevados a la enfermería de la base militar. Hemos dejado atrás a seis; aparentemente, estaban muertos.

Apreté la mandíbula con tanta fuerza que me dolieron los dientes. Pensé en las familias de los seis soldados muertos, que pronto sabrían que sus esposos, sus padres, sus hermanos o sus hijos habían dejado este mundo, que habían sido asesinados durante una misión aparentemente simple y segura, y me entraron ganas de llorar. Quizá sus esposas les estaban preparando la cena, sin saber todavía que se encontraban tumbados sin vida a orillas del río, atravesados por las flechas de los cokyrianos. Recordé los dignos rostros de las cokyrianas que habían estado dentro del reino que hasta hacía una semana había sido mi hogar y ya no vi en ellas unas figuras reales, sino a unas asesinas sin piedad. Reprimí las lágrimas con dificultad.

—¿Tiene el enemigo un número suficiente de soldados para representar una amenaza inmediata? —preguntó Cannan, mientras yo me recuperaba de la conmoción.

—No, señor, no para presentar una amenaza para la ciudad —contestó Destari—. No nos persiguieron, sino que parecieron satisfechos con el castigo infligido. Ellos también tienen heridos y, seguramente, bajas.

—Ve a la enfermería a ver cuántos quedan con vida; Destari, ve a curarte la herida —ordenó Cannan. El tono de su voz era de agotamiento, como si volviera a sentir el dolor de una guerra, un sentimiento enterrado durante los últimos dieciséis años—. Mandaré a las tropas que recojan los cuerpos y que refuercen la vigilancia del puente.

London y Destari hicieron una ligera reverencia y el pequeño grupo se separó. Los dos guardias salieron por la puerta principal. Cannan y mi padre se dirigieron hacia el despacho del capitán.

Después de la debacle del puente, el capitán aumentó el número de soldados que patrullaban por las fronteras de Hytanica día y noche, y envió patrullas de reconocimiento a las montañas Niñeyre para vigilar las actividades de los cokyrianos. A pesar de que nuestros enemigos se habían marchado, nadie esperaba que esa situación durara mucho tiempo. Nuestro reino se encontraba en estado de alerta. Pero no hubo ningún incidente. Destari, que había vuelto a su función de guardaespaldas cuando todavía no había pasado una semana desde que lo habían herido, dijo que eso era un recuerdo del final de la guerra, cuando los cokyrianos habían dejado de atacar y habían abandonado sus campamentos para permanecer invisibles durante dieciséis años.

A medida que pasaban los días, la ciudad resistía. Un inequívoco mal presentimiento la inundaba, a pesar de que cada nuevo día traía otro aplazamiento. A principios del mes de diciembre, cuando habían pasado dos semanas desde el encuentro en el puente, el ambiente en la ciudad y en el palacio empezó a ser menos tenso. Se acercaba la Navidad y, a pesar de que los asuntos con los cokyrianos no estaban resueltos, el ánimo mejoró. Cannan no había reducido el número de tropas que patrullaban, pero los hytanicanos empezaron a pensar que los cokyrianos no tenían intención de atacar. Se pensaba que era imposible que iniciaran una guerra por un insignificante chico de dieciséis años.

Durante ese tenso pero tranquilo periodo, vi muy poco a Narian, a pesar de que continuaba residiendo en el ala de invitados. Todavía no había hablado con él. Sólo podía pensar que Cannan le había prohibido el acceso a ciertas zonas de palacio, quizá preocupado por su relación con la Gran Sacerdotisa. Pero vi a London más a menudo, pues estaba con Destari con frecuencia, y empecé a pensar que tenía dos guardaespaldas. Por eso no me sorprendí cuando, una tarde, al salir de mis aposentos con intención de ir a la biblioteca, me encontré con los dos hombres al otro lado de la puerta de mi sala.

Recorrí los pasillos seguida por mis dos guardaespaldas, que hablaban entre ellos en voz baja, pero yo estaba demasiado feliz de tener a London de nuevo para sentirme molesta por sus modales. Aunque todavía no era la hora de la cena, todas las lámparas de los pasillos estaban encendidas, pues las horas de luz habían disminuido con la llegada del invierno. A pesar de que casi todas las chimeneas de palacio estaban encendidas, la temperatura interior había bajado, y me abrigué con un chal para protegerme del frío.

Al entrar en la biblioteca vi que Narian estaba sentado en uno de los sillones frente a la chimenea, totalmente absorto en la lectura de un libro. La luz del fuego proyectaba sombras sobre su rostro que le daban un aspecto rojizo a su pelo rubio. Narian levantó la cabeza y se puso en pie con expresión casi alegre, pero al ver a Destari y a London volvió a adoptar su habitual postura precavida.

—Princesa Alera —dijo, con una cortés reverencia.

Yo, que ya lo había visto varias veces sin esa actitud de calculada frialdad, me sentía molesta cuando volvía a adoptarla. De todas formas, comprendía la necesidad de preservar la formalidad cuando se encontraba alguna otra persona presente, especialmente ante «mis dos guardaespaldas».

—Buenas noches, lord Narian —dije, consciente de la necesidad de actuar con naturalidad, aunque cada palabra y cada gesto me pareciera torpe—. ¿Os gusta residir en palacio?

—Estoy bien instalado, a pesar de que me siento un poco limitado.

Perpleja, le pregunté:

—¿Echáis de menos a vuestra familia?

—No, no he visto a mi familia desde antes del torneo. Echo de menos estar al aire libre; echo de menos la actividad.

Entonces se me ocurrió una idea, una idea que quizá me diera la oportunidad de pasar un tiempo con él sin tanta vigilancia.

—Tal vez os gustaría ayudarnos a preparar el palacio para las fiestas de Navidad. Tenemos que colgar acebo, muérdago y hiedra por todo el interior del palacio, y en el exterior…

—No creo que ésa sea la clase de actividad que echa de menos, Alera —me interrumpió London, que se apoyó en la pared que quedaba a la izquierda de la ventana, al lado de las estanterías repletas de libros—. Estoy seguro de que él os lo dirá si se lo preguntáis…, está acostumbrado a entrenarse a diario. Uno pierde la forma física si pasa demasiado tiempo sin entrenarse.

Narian miró a London con frialdad, aunque arrugó un poco la frente. Cerré los ojos, esperando que London hubiera terminado. Por supuesto, no era así.

—Yo podría continuar con vuestro entrenamiento —ofreció con tranquilidad, a pesar de que miraba a Narian con ojos de depredador—. Después de todo, conozco bien los métodos de vuestros instructores.

Contuve la respiración involuntariamente. Destari, que estaba sentado en la ventana, también parecía sorprendido, pues había levantado las cejas con expresión de incredulidad. Narian nos miró y luego volvió a dirigir los ojos a London.

—Oh, bueno —añadió London con indiferencia mientras sacaba un libro de una de las estanterías y pasaba las páginas con aire distraído—. Era sólo una idea.

Aunque todos lo mirábamos boquiabiertos, él permaneció con una actitud inescrutable y despreocupada y yo me maravillé ante su capacidad de mantener la compostura. Nunca antes había hecho mención de su estancia en Cokyria, y ahora acababa de insinuar que no sólo había conocido al Gran Señor, sino que sabía mucho sobre sus métodos y acerca del tipo de entrenamiento que Narian había recibido.

Yo era la única en quien Narian había confiado; solamente yo sabía que el Gran Señor había sido su maestro. Debería haber imaginado, especialmente por lo que me había dicho antes de la exhibición, que London acabaría juntando todas las piezas, pero no había esperado en absoluto que tuviera el coraje de insinuarle a Narian hasta qué punto lo había adivinado todo.

—Bueno, hablando de la Navidad —le dije a Narian, con la garganta tan seca que la voz me sonó ronca—, ¿os gustaría ayudarnos?

Narian pareció no haberme oído. Tenía la vista clavada en las manos de London mientras éste pasaba las páginas del libro.

—Ese anillo no os pertenece —declaró inesperadamente.

London levantó la mano derecha con el dorso hacia fuera para mostrar el ancho anillo de plata formado por dos aros unidos entre sí que llevaba en el dedo índice. Era la única joya que llevaba, y nunca se la quitaba.

—Oh, creo que sí me pertenece —lo contradijo London, que arqueó una ceja con expresión de advertencia—. Pagué más que de sobra por él hace dieciséis años.

La habitación se llenó con un tenso silencio mientras Narian y London se miraban. Finalmente, el joven apartó la vista y yo repetí mi pregunta, con la esperanza de aliviar la tensión que se había instalado en el ambiente.

—Si queréis mi ayuda, estaré encantado de ofrecérosla.

Aunque la respuesta había sido sincera, no podía mantener su atención. Había empezado a creer que nada podía penetrar las defensas de Narian, pero estaba equivocada, pues era evidente que London le había hecho perder la calma.

—Me falta un regalo para Ailith, y ya tendremos un regalo para cada uno —dijo Miranna mientras se detenía para observar unas joyas que había en el mostrador de una de las tiendas.

Habíamos salido a visitar el distrito del mercado para comprar regalos baratos pero que fueran un detalle para nuestros sirvientes y doncellas personales. Cada año íbamos juntas de compras con este propósito. A pesar de que no se consideraba adecuado que les compráramos regalos a nuestros guardaespaldas, que estaban obligados a soportarnos más que nuestras doncellas, sabía que London, Destari y Halias disfrutaban con su trabajo y me hubiera gustado que me permitieran mostrarles mi aprecio con un regalo de Navidad.

El invierno se había instalado en Hytanica, pero no estaba siendo especialmente duro. A pesar de que era raro que hiciera tanto frío como para que el río Recorah se helara, el paisaje era monótono y sombrío. En el mes de enero, el cielo era gris y llovía a menudo. A mayor altura, la lluvia se convertía en nieve y cubría de blanco las montañas del norte.

Miranna salió de la tienda y, abriéndose paso por entre la gente de la calle, se dirigió hacia una tienda que vendía tejidos. Continué mirando el mostrador, a pesar de que mi atención se veía más atraída por las dagas que había en un extremo de éste que por las joyas. Desde que había recibido las clases de defensa personal con Narian, había desarrollado un interés por las armas que llevaban Destari y los otros guardias que trabajaban en palacio. No sabía nada de las dagas que se vendían en esa tienda, ni sobre ningún otro tipo de arma, excepto que el mero hecho de mirarlas se hubiera considerado muy poco apropiado para una dama. Aparté la mirada de las dagas e intenté interesarme de nuevo por las joyas, vagamente consciente de la puerta de la tienda, que se abría y cerraba constantemente.

Mientras paseaba la mirada por las mercancías, un fuerte brazo me sujetó por la parte superior del pecho y me apretó contra un cuerpo musculoso. Inmediatamente arañé el brazo del hombre, intentando desesperadamente soltarme mientras pensaba, frenética, que Destari no había acudido en mi ayuda. Mi asaltante me soltó con una carcajada y me di la vuelta. Era Steldor.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunté con las mejillas ruborizadas y sintiendo crecer el enfado en mí—. ¿Siempre asaltáis a las mujeres por detrás?

Steldor arqueó una ceja con expresión divertida.

—La verdad es que prefiero asaltarlas por delante —repuso, observando descaradamente mi cuerpo—. Además, creí que estabais aprendiendo defensa personal. Parece que necesitáis un profesor mejor.

Lo fulminé con la mirada, tanto en respuesta a su sutil crítica hacia Narian como censurando que de alguna manera se hubiera enterado de mis actividades durante las visitas a la casa del barón Koranis. Supuse que Tadark había hablado demasiado.

—Mi profesor es el mejor luchador de Hytanica —repliqué, con la esperanza de irritarlo.

Steldor sonrió con sorna; estaba claro que disfrutaba con mi reacción, como si me hubiera puesto un anzuelo a propósito.

—Sabéis manejar las palabras, princesa, pero ¿qué calificación habéis conseguido con las armas?

Lo miré sin saber qué decir. ¿Estaba sugiriendo que quería evaluar mi habilidad y el éxito de las enseñanzas de Narian? ¿Y con qué propósito?

—Eso no es asunto vuestro —dije, altiva, mientras me alejaba con intención de ir a buscar a Miranna al otro lado de la calle.

—No creo que vuestro padre considere que Narian es un profesor adecuado —comentó Steldor, siguiéndome—. Quizá sería instructivo hacerle la pregunta a él.

Me di la vuelta, llena de desconfianza. Él sonrió ampliamente al darse cuenta de que había ganado.

—Si deseáis continuar aprendiendo defensa personal —dijo, mientras me acariciaba un mechón del cabello—, os daréis cuenta de que soy vuestra única posibilidad.

—Bueno, puesto que vos sois la persona ante quién más necesito defenderme, rechazaré vuestra amable oferta —repliqué—. Si me disculpáis, debo terminar mis compras antes de que acabe el día.

Pasé por delante de él para salir de la tienda, pero, para mi sorpresa, él me siguió. Extrañamente, parecía que mi enojo lo había animado.

—No estoy de servicio, así que os acompañaré —me informó en tono arrogante y sin molestarse en disimular cuánto le divertía la situación.

—No será necesario. —Lo fulminé con la mirada, deseando hacer un agujero en su irritante y perfecto rostro.

—Por supuesto, no es necesario, pero, estoy seguro de que la tarde será interesante.

Le di la espalda y caminé entre la multitud en dirección a donde se encontraba mi hermana, mientras hacía todo lo posible por ignorar a ese hombre. Hubiera preferido que lo aplastara una calesa antes de que me acompañara. Él me siguió, dispuesto a arruinarme el resto del día.

Ir a la siguiente página

Report Page