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Capítulo XXVIII

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CAPÍTULO XXVIII

Una Navidad catastrófica

ERA NOCHEBUENA y acababan de empezar las vacaciones más largas del año, pues las fiestas se prolongarían doce días más, hasta el seis de enero. La noche iba a empezar con un suntuoso festín que habían preparado los dueños de las tierras que se encontraban entre el palacio y los primeros edificios de la ciudad. A medianoche, la mayoría de las personas asistirían a la misa que se celebraba en una de las iglesias de Hytanica, y luego continuarían la juerga hasta el amanecer, momento en que se retirarían hasta la hora de la misa de Navidad, a la tarde siguiente. Después de la misa, el jolgorio empezaría de nuevo.

Miranna y yo convencimos a Narian para que nos acompañara a la ciudad esa noche, pues él nunca había participado en una fiesta como las que se celebraban en Hytanica. Nuestros guardaespaldas, como siempre, nos acompañaban, igual que London, que parecía decidido a vigilar a Narian de cerca.

El oscuro patio que cruzamos estaba tranquilo y era de una belleza rutilante, pues los árboles estaban espolvoreados de nieve y las puntas blancas de las ramas de los setos brillaban a la luz de la luna. Pero la escena que nos encontramos al atravesar las puertas de la ciudad no era nada tranquila. Se habían encendido unas grandes hogueras donde se asaban enormes jabalíes que se servían acompañados de guisados, panes y salsas, todo regado con cerveza e hidromiel. Los ciudadanos, los campesinos y los habitantes de los pueblos festejaban ruidosamente, lanzaban troncos a los fuegos y se gastaban bromas los unos a los otros mientras se apretaban ante las mesas de comida para llenarse los platos y las jarras.

Cada una de las casas y tiendas de la ciudad estaban decoradas con acebo, hiedra y muérdago, igual que se había decorado el palacio, y mucha gente también llevaba el pelo adornado con flores y hojas. La eufórica multitud no estaba dispuesta a quedarse en casa, y ocupó las calles del distrito del mercado y hasta el paseo principal jugando, cantando villancicos y bailando. Los guardias de la ciudad patrullaban para asegurarse de que los ánimos no se exaltaran hasta el punto de provocar algún daño.

Halias y Destari llevaban unas capas de color azul con el emblema real en los uniformes, y caminaban a ambos lados de nosotros tres. London, que vestía su jubón de piel encima de una gruesa camisa blanca, andaba detrás. Miranna y yo íbamos envueltas en pieles, y Narian vestía la capa negra que últimamente había compartido conmigo.

Miranna y yo sonreíamos, relajadas, dispuestas a relacionarnos y a disfrutar de las fiestas, pero nuestros guardaespaldas estaban inusualmente tensos. Intentaban abrir un poco de espacio a nuestro alrededor, pero era imposible evitar recibir de vez en cuando algún empujón. En cuanto a Narian, se mostraba más cerrado conmigo de lo que era habitual, aunque supuse que se debía a la compañía que teníamos. Era difícil saber qué sentía exactamente.

Abandonamos un rato el banquete y nos dedicamos a mirar a los malabaristas y a otros artistas que actuaban en medio del gentío. Para disgusto de nuestros guardaespaldas, muchos de ellos se acercaban a nosotras con la intención de obtener una carcajada de las princesas de Hytanica. Aunque la mayoría de las actividades me gustaban, me sentía un poco más atemorizada ante los actores y actrices que se acercaban de vez en cuando. Siempre, desde que era niña, me habían dado miedo sus rostros enmascarados, y desconfiaba de su silencio cuando hacían sus pantomimas. No me gustaba que no se pudiera identificar a las personas que se ocultaban detrás de esas máscaras. Miranna, por el contrario, aplaudía con entusiasmo para demostrar su aprecio ante sus números; Narian, que también parecía fascinado, observaba sus máscaras y sus movimientos. Le pregunté en tono alegre si era posible imitar el acento cokyriano, y él me respondió con una ligera sonrisa.

Mientras bromeaba con Narian, otro grupo de actores se acercó a nosotros; sus gestos resultaban muy fluidos y contrastaban con los movimientos erráticos y bruscos del gentío. Aunque los otros me habían hecho sentir incómoda, éstos hicieron que mirara hacia Destari con preocupación, pues sus máscaras eran oscuras y grotescas. Una de ellas era negra, tenía unas líneas rojas que salían desde los ojos, como lágrimas, y la boca se retorcía en un grito de dolor. Otra era de color gris y horrible, como el rostro de un hombre viejo y enfermo. El tercer y último actor llevaba una máscara negra y blanca que sólo dejaba ver sus impresionantes ojos negros. Éste se detuvo delante de mí y empezó a mover la mano de una manera extraña delante de mi rostro, como si me lanzara un hechizo. Di un paso atrás, atemorizada. Cuando Destari se acercó para hablar con él, me sentí aliviada.

—Apártate de la princesa —ordenó—. Tendrás que encontrar a otra persona a quien divertir.

Destari me alejó del actor. Miré por encima de mi hombro y vi que el actor se dirigía a Narian. Todavía nerviosa, seguí caminando hasta que un grito ahogado a nuestras espaldas nos hizo detener de repente. London, con los ojos muy abiertos, tropezó hacia delante y se agarró al hombro de Destari. Éste se dio la vuelta y lo sujetó cuando London estaba cayendo sobre sus rodillas. Miré a mi alrededor buscando a Narian y me quedé helada al ver que varios hombres lo arrastraban hacia el gentío y uno de ellos le apretaba un pañuelo sobre la boca y la nariz.

—¡Guardias! —gritó Destari, mientras dejaba a su amigo en el suelo.

Halias reaccionó inmediatamente atrayendo a Miranna hacia él y llamando a los guardias de la ciudad. Sentí que el corazón me palpitaba con fuerza a causa del miedo, y dirigí la atención hacia London.

Destari estaba agachado a su lado y London se llevó una mano hasta el hombro izquierdo y, con un gesto brusco, se extrajo un pequeño dardo. Reprimí una exclamación al ver que el pequeño dardo que tenía en la palma de la mano era terroríficamente parecido a los que Narian había llevado escondidos en su cinturón, los dardos envenenados que podían acabar con la vida de un ser humano tan deprisa que ningún antídoto era efectivo. Destari también se dio cuenta de esa terrible verdad y frunció el ceño, alarmado, mientras London se esforzaba por incorporarse.

—Los cokyr… tienen a Narian —dijo London, articulando con dificultad.

Entonces cerró los ojos, perdió la conciencia y cayó sobre su amigo. Me dejé caer al suelo, a su lado, con las mejillas surcadas por las lágrimas y atenazada por el pánico al oír su respiración superficial y entrecortada.

Halias se encargó de los doce guardias que nos habían rodeado y Destari se obligó a concentrarse en sus obligaciones como soldado en lugar de en su compromiso como amigo. Con una fuerza de voluntad tremenda apartó la vista de London.

—Debo regresar a palacio y dar la señal de que cierren las puertas de la ciudad —le dijo a Halias; el temblor de su voz delataba cuánto le costaba tomar esa decisión.

Halias asintió con la cabeza y una expresión tensa en el rostro.

—Ve. Los guardias de la ciudad me pueden ayudar a llevar a las princesas de vuelta a palacio.

Destari sacó el brazo que tenía debajo de London, se puso en pie y desapareció entre la multitud.

—Vosotros dos —ordenó Halias señalando a dos musculosos guardias— llevaréis a London. El resto, rodead a las princesas y no dejéis que nadie se acerque a ellas.

Halias se arrodilló a mi lado. Al ver que no reaccionaba, me cogió del brazo y me hizo poner en pie. Aparté los ojos del cuerpo inmóvil de London y lo miré, sin comprender.

—Debemos regresar a palacio, Alera.

Con Halias a mi izquierda y Miranna a mi derecha, que me había tomado del brazo, inicié el camino de regreso a casa. Antes de que hubiéramos dado más de tres o cuatro pasos, oímos el sonido de un cuerno: la señal para que los guardianes de la ciudad cerraran las puertas. Pensé en Narian y rogué mentalmente que las puertas se cerraran a tiempo de impedir que se lo llevaran de Hytanica. Pero el miedo helado que me embargaba al pensar en Narian no era nada comparado con el dolor que sentía en todo el cuerpo por London. Intenté tranquilizarme y no pensar en que podía estar muerto antes de que llegáramos a palacio.

Todo el ruido y el jolgorio que hasta ese momento habían parecido alegres y atractivos resultaban ahora oscuros y amenazadores. Estaba tensa, convencida de que cada persona que veía al otro lado de la barricada que formaban los cuerpos de los guardias de la ciudad era un enemigo en potencia.

Después de unos minutos que parecieron años, llegamos a las puertas del patio y nos apresuramos a entrar, con cierto alivio al pensar que el peligro ya había pasado. Aceleramos el paso por el camino del patio y pronto entramos por la puerta principal del palacio. Al hacerlo, vimos que Destari, Kade y Cannan, evidentemente preocupado, estaban concentrados en una conversación, pero inmediatamente dirigieron la mirada hacia nosotros.

—Alera, Miranna, ¿estáis bien? —preguntó Cannan, que se acercó a nosotras.

Asentimos con la cabeza y él dirigió la mirada hacia London, a quien transportaban dos guardias de la ciudad, que tenía la cabeza echada hacia delante.

—Seguid a Kade hasta la sala del Rey —les dijo a los soldados—. Ya he mandado llamar al médico.

Mientras uno de los sirvientes se acercaba para coger las pieles que Miranna y yo llevábamos, el capitán habló con Halias y Destari.

—He mandado tropas a que registren la ciudad, y tengo a algunos bajo mi mando que pueden coordinarlo. Te quedarás con las princesas… y con tu amigo.

Cannan se mostraba complaciente de una forma atípica en él. Por sus palabras, supe que era inminente que London muriera.

Kade ya había llevado a los guardias que transportaban a London hacia el pasillo, en dirección a la sala del Rey, y el resto los seguimos. Entramos en la habitación y allí encontramos a Bhadran, el médico real, examinando a London, que ya estaba tumbado en el sofá. Destari se acercó para hablar con el médico, y Kade se marchó con los guardias de la ciudad.

Nuestro médico se aclaró la garganta y se giró hacia mí; su rostro sabio tenía un profundo gesto de preocupación.

—Su pulso es casi indetectable y su respiración es superficial. Lo siento, pero no conozco este veneno cokyriano y no sé de nada que pueda contrarrestar sus efectos. Podría intentar el sangrado, por si eso consigue quitarle parte del veneno del cuerpo, pero ya está tan cerca de la muerte que creo que no serviría de nada.

—No lo hagáis —dije, decidida a evitarle un mal adicional a London.

—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó Destari, esforzándose porque el tono de su voz no delatara sus emociones.

—No mucho —contestó Bhadran—. Lo mejor que podéis hacer por él es procurar que esté cómodo. —Al ver mi expresión de aturdimiento, añadió—: Me marcho para no interrumpir vuestro dolor. —Hizo una reverencia y salió de la habitación.

Halias colocó con suavidad un sillón de piel al lado de London para que me sentara. Me sentía tan débil que me hubiera desmayado si hubiera continuado en pie. Los guardias de elite, con expresión angustiada y sin poder hacer nada, permanecieron de pie, uno a cada lado del sofá, y Miranna se acercó y me dio un abrazo.

—Me quedaré, por si me necesitas —me susurró antes de sentarse en un sillón al otro lado de la habitación, al lado de las mesas de juego que utilizábamos a menudo para jugar a las cartas, a los dados o al ajedrez.

Mientras miraba a London, recordé la tarde en que Narian nos había enseñado por primera vez sus extrañas armas y se me ocurrió una idea.

—Destari —exclamé—, Cannan ha mandado uno de los dardos al alquimista. ¡Quizás haya podido preparar un antídoto!

Destari negó con la cabeza tristemente.

—Ya lo he comprobado con el capitán. Nuestros alquimistas no han conseguido averiguar de qué veneno se trata y, por tanto, no pueden encontrar un antídoto. Lo siento, Alera.

Asentí con la cabeza, aceptando que mi última esperanza era inútil, y permanecí en silencio. Al cabo de unos momentos alargué una mano y toqué la frente de London; le aparté con suavidad los mechones plateados de los ojos.

—Está tan frío —dije, sin dirigirme a nadie en especial; a pesar del fuego que crepitaba en la chimenea, tenía la piel helada.

Destari y Halias se sacaron las capas y lo cubrieron con ellas; fue un gesto tan tierno que los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Sentí que me embargaba un sollozo; en ese momento, se abrió la puerta y mi padre entró en la sala.

—¿Han sufrido algún daño mis hijas? —preguntó a los guardias mientras se acercaba a mí y yo me levantaba para que me abrazara.

—No —contestó Destari—. Pero los cokyrianos se han llevado a Narian.

Me separé de mi padre y volví a sentarme en el sillón.

—London tendrá la muerte de un soldado —dijo, mientras me ponía una mano sobre el hombro—. Así es como hubiera querido que fuera. Quede en paz. —Dirigiéndose a Destari y Halias, añadió—: Debo ir a hablar con Cannan. Notificadme cualquier novedad. —Volvió a darme unas palmaditas en el hombro y salió, dejándonos a la espera de la muerte.

Mientras la noche dejaba paso a las primeras horas de la mañana, London continuaba aferrándose tozudamente a la vida. Destari y Halias estaban sentados en el suelo con la espalda apoyada en la pared; el cansancio se dejaba ver en sus curtidos rostros. Miranna estaba adormilada en uno de los sillones. Yo observaba el rostro de London a la tenue luz de la lámpara, admirando la fuerza que tenía. ¿Cómo podía luchar con tanta ferocidad en una situación tan difícil? Le cogí la mano derecha, pues quería que supiera que alguien estaba con él y que no luchaba sólo en esa batalla.

Poco a poco, la tensión y la fatiga se fueron apoderando de mí y apoyé la cabeza entre las manos mientras me esforzaba por no quedarme dormida. Justo cuando estaba a punto de perder la batalla, un ligero gemido me despertó por completo y vi que London movía la mano que antes le había cogido.

—¡Destari! —exclamé—. ¡London se ha movido!

El hombre se puso en pie de inmediato y vino a mi lado justo en el momento en que el capitán segundo abría un poco los ojos.

—London —dije, poniendo una mano encima de la suya—. London, ¿puedes oírme?

Él movió los párpados otra vez, pero no pudo volver a abrirlos.

—¿Es posible? ¿Llamamos a Bhadran? —preguntó, escéptico, Destari; le costaba aceptar lo que veía.

La puerta se cerró y supe que Halias había salido para volver inmediatamente con el médico real. Me puse en pie y me aparté del lado de London para dejar que Bhadran lo examinara.

—Ha mejorado —dijo el anciano médico—. No tengo ninguna explicación, y es demasiado pronto para estar seguros de su recuperación, pero está recuperando fuerzas.

Destari me miró con expresión de extrañeza y, por primera vez, de optimismo.

—Quizá sus gruesas ropas absorbieron la mayor parte del veneno antes de que el dardo penetrara en su brazo —dijo. Dirigiéndose al médico, insistió—: ¿Es posible que no le entrara en el cuerpo el veneno suficiente para quitarle la vida?

—Algunos venenos son tan fuertes que incluso la más pequeña dosis puede matar. Pero hay otros que con una pequeña cantidad pueden hacerte enfermar y que, en dosis mayores, pueden matar. —Entonces añadió un comentario cauteloso—: De todas formas, una pequeña cantidad de casi cualquier veneno provoca daños en el cuerpo, así que, si sobrevive, es posible que nunca vuelva a ser el mismo.

—Gracias —dije con la voz entrecortada, mientras Halias acompañaba al médico fuera de la habitación.

En ese momento no me importaba nada más, sólo que sobreviviera, y rezaba para que lo consiguiera.

Miranna, que se había despertado con el alboroto, se acercó y se quedó en pie al lado de mi silla con las manos apoyadas en mis hombros. Halias se reunió con nosotros, y los cuatro seguimos vigilando a London, cuyo color mejoraba visiblemente y que ya empezaba a respirar de forma más regular. La esperanza y una energía nueva me invadieron el cuerpo, y empecé a hablarle en susurros, pronunciando su nombre. Al cabo de media hora, esos ojos de color índigo que yo conocía tan bien se abrieron. London me miró fijamente e intentó sentarse. Destari le puso una mano en el hombro.

—No tan deprisa. Has estado inconsciente varias horas.

Volvió a dejarse caer en el sofá y, con gran esfuerzo, habló, como si tuviera la garganta hinchada.

—¿Por qué estáis todos sentados a mi alrededor?

Le sonreí, feliz, aunque los ojos se me habían vuelto a llenar de lágrimas. Todos teníamos una expresión de alegría en el rostro.

—Creímos que te habíamos perdido —dije y, sin preocuparme por si era adecuado o no, le cogí la mano y me la llevé a la mejilla.

Él no hizo ningún intento de apartar la mano de mi rostro y sonrió ligeramente. Como buen soldado, inmediatamente nos recordó lo seria que era la situación.

—¿Han encontrado a Narian?

—Todavía no —respondió Destari—. ¿Te sientes capaz de hablar con el capitán? Necesitamos un informe completo.

London asintió con la cabeza, y Destari y Halias salieron de la habitación: el primero fue a buscar a Cannan, y el segundo fue en busca de un poco de bebida para que London pudiera suavizarse la garganta. Halias volvió enseguida con ella. Cuando Cannan y Destari entraron a toda prisa por la puerta, London ya tragaba y hablaba con mayor facilidad. Cannan se acercó a él con el ceño fruncido, quería ver aquel milagro con sus propios ojos. En cuanto confirmó que su guardia de elite estaba, en efecto, recuperado, se tranquilizó.

—Es bueno tenerte de vuelta entre nosotros. Bueno, ¿puedes hablarme del incidente? —preguntó el capitán.

—Tres o cuatro hombres se acercaron a Narian y, cuando intervine, uno de ellos me pinchó en el hombro con lo que debía de ser un dardo envenenado. —London hizo una pausa; arrugó la frente con expresión pensativa—. Es posible que los actores también fueran cokyrianos, o que, por lo menos, trabajaran para el enemigo para despistar.

London se esforzó por sentarse y finalmente consiguió apoyarse en los hombros. Entonces empezó a acribillar a preguntas a Destari.

—¿Se han cerrado las puertas de la ciudad? ¿Pudiste ver bien a los cokyrianos? ¿Ha visto alguien más al chico?

—Di la señal de alarma inmediatamente y estamos registrando la ciudad —le dijo Destari—. Creo que los cokyrianos no se habrán movido tan deprisa como para escapar antes de que cerráramos las puertas de la ciudad.

—He mandado algunas patrullas de búsqueda por todo el territorio, por si acaso —añadió Cannan—. Pero, de momento, no se ha encontrado a ninguno de los secuestradores de Narian.

London volvió a intentar sentarse y Destari lo miró con desaprobación.

—Estoy bien —dijo él—. Ensilladme un caballo para que pueda unirme a la búsqueda.

—London, podemos continuar sin ti durante un rato —dijo Destari, exasperado—. Necesitas recuperar fuerzas.

—Tengo fuerzas suficientes. E iré a pie si no puedes traer un caballo.

Viendo que London estaba decidido a hacer lo que decía, Destari frunció el ceño.

—Entonces ensillaré dos caballos y te acompañaré. No me gustaría que te cayeras y que no hubiera nadie que pudiera cogerte.

Se miraron el uno al otro un momento. De repente comprendí lo profunda que era su amistad y cuánto dependían el uno del otro. Cuando el capitán hubo asentido con la cabeza, Destari salió.

—Mandaré a Tadark para que sea tu guardaespaldas durante la ausencia de Destari —me informó Cannan—. E informaré al Rey.

Después de echar un último vistazo al capitán segundo, se dio la vuelta y salió de la sala.

Cuando Destari volvió, London ya se había sentado en el sofá y se estaba comiendo el pan y la sopa que Cannan le había hecho traer.

—Los caballos están preparados —anunció Destari, que observó los movimientos de su amigo.

London apartó la comida y se puso en pie. Primero trastabilló un poco, inseguro, pero poco a poco consiguió mantener el equilibrio.

—Estoy bien —dijo, pues todos nos estábamos preguntando lo mismo—. Bueno, vámonos.

Los dos hombres salieron de la habitación, aunque el paso de London era menos rápido de lo habitual. Estaba perpleja por lo deprisa que se había recuperado durante la última hora. Si no hubiera estado con él, no me hubiera creído que ese hombre había estado a las puertas de la muerte. De repente recordé la tarde en que mi madre me contó la extraña enfermedad que London había sufrido tras su regreso de Cokyria, dieciséis años antes. Los médicos de predijeron su muerte; está claro que tenía una extraña capacidad para dejar a los médicos como ignorantes.

En ese momento llegó Tadark, que junto con Halias nos escoltó a Miranna y a mí hasta nuestros respectivos aposentos. Entré en la sala y me dejé caer en el sofá, demasiado cansada para prepararme para ir a la cama, y empecé a dormirme. Mi doncella me cubrió con una piel y me sumí en un sueño profundo y sin pesadillas.

Los siguientes días transcurrieron agónicos, pues no había rastro de Narian. Destari había retomado sus funciones como guardaespaldas, pero London continuaba dedicado a la búsqueda, pues conocía mejor que nadie la amenaza que representaba que Narian regresara a Cokyria. Mis sentimientos continuaban debatiéndose entre el pánico y la desesperación: pánico porque las espantosas advertencias de London sobre la leyenda no paraban de darme vueltas en la cabeza, y desesperación por lo que le podía pasar a Narian si lo llevaban de vuelta a Cokyria. Estaba segura de que el Gran Señor no le perdonaría si se negaba a colaborar en su plan de destruir Hytanica. London, por su lado, estaba convencido de que Narian todavía se encontraba dentro de la ciudad, por lo que no había perdido la esperanza.

Tres días después de la desaparición de Narian, por la tarde, London entró en mi sala mientras Destari estaba atizando el fuego.

—Tengo que hablar de una cosa con vos —le dijo a su compañero, y Destari se puso en pie para seguirlo hasta el pasillo.

Me quejé, pues no quería que me dejaran de lado.

—Si se trata de Narian, yo también quiero oír lo que tengas que decir.

London se lo pensó un momento y, finalmente, aceptó con un encogimiento de hombros.

—Creo que los cokyrianos intentarán llevarse a Narian pasando por encima de los muros —anunció, dirigiéndose a Destari—. Sin duda se han dado cuenta de que es inútil intentar atravesar las puertas, pues seguimos registrando todos los carros y calesas que abandonan la ciudad y comprobando la identidad de todo el mundo. Y continuar ocultándose en la ciudad es arriesgado. Cannan tiene patrullas fuera día y noche. Además, se ha puesto en sobreaviso a los ciudadanos para que informen de cualquier cosa que vean y que esté fuera de lo normal.

—Quizá tengas razón —repuso Destari, pensativo—. Aunque resultaría difícil hacer pasar por encima del muro a un prisionero que no quiera cooperar o que se encuentre inconsciente. A pesar de ello, tendrían más posibilidades de lograrlo con ese método que pasando por la puerta. —Pensó un momento en lo que London acababa de decir y preguntó—: ¿Y qué propones que hagamos al respecto?

—Estoy seguro de que ahora, mientras hablamos, los cokyrianos están estudiando cuáles son los hábitos de las patrullas para decidir cuándo deben intentarlo. Escalar el muro oeste sería la mejor opción, puesto que sólo estarán a cubierto si siguen la linde del bosque y se dirigen directamente hacia Cokyria. Si coordinamos la colocación de los guardias que patrullan las torres, creo que podremos deducir por dónde realizarán la huida. Para escalar el muro, lo único que necesitarán es un intervalo de diez o quince minutos. Podemos mantener la vigilancia en el otro lado y atraparlos si muerden el anzuelo.

—Podría funcionar —asintió Destari, con un brillo en sus oscuros ojos—. ¿Has hablado de esto con el capitán?

—No, pero lo haré ahora. Si no actuamos pronto, temo que el enemigo elija otro momento. —London se frotó el hombro, en el punto en que le habían clavado el dardo, y yo comprendí que había más vidas en juego además de la de Narian.

—Volveré cuando tenga la respuesta de Cannan, pero deberías empezar a pensar en los detalles. Sabes tan bien como yo lo que dirá.

London salió y Destari volvió a ocuparse del fuego, pero se le notaba intranquilo. Al cabo de una hora, London volvió seguido por Tadark; Cannan se había mostrado conforme con su plan. Después de dejar a Tadark al otro lado de mi puerta, los dos capitanes segundos se marcharon y me dejaron con una interminable tarea: la de esperar.

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