Laura

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QUINTA PARTE » VI · Miserias de los rusos

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VI

MISERIAS DE LOS RUSOS

La señora Bergmann encontró en una tertulia de Basilea a una señora rusa, Ana Reitz, venida del Extremo Oriente, y la llevó a casa de Golowin. La rusa tenía mucho que contar. La señora Bergmann se sintió más moscovita que nunca y habló a todas horas de lo que era su constante obsesión: conspiraciones, complots e intrigas. La rusa recién llegada, la señora Reitz, era viuda de un alemán. Su padre había sido profesor de un Liceo de San Petersburgo. Cuando comenzó la revolución, el hombre afirmó que no se movería de su colegio, pero pasó el tiempo y se moría de hambre porque no le daban un cuarto. La familia suya se encontraba en una aldea de Finlandia. Al cabo de dos años de vivir en el Liceo solo y abandonado de todo el mundo, salió de Rusia, llegó al pueblo de Finlandia, vio a su familia y al día siguiente murió.

La Reitz contó que había una sociedad de los Caballeros de la Verdad Rusa, agrupación terrorista que preparaba atentados y boicoteaba a los bolcheviques. Según ella, muchos de sus afiliados estaban escondidos en los bosques de Siberia.

En Rusia había un espionaje terrible, no se podía dar un paso sin ser espiado. Para hablar con alguien en confianza había que llevarle a un bosque o a un descampado y después de ver que no había nadie alrededor se podía uno explicar con claridad. La señora Reitz, al mismo tiempo que abominaba de la época actual, hablaba de las excelencias y de la dulzura del antiguo régimen.

Contó esa señora, no se pudo comprender si como ejemplo que cuando era joven, a una criada de su familia, entonces una muchacha, la cambiaron por un perro de caza. En el canje no le había ido mal, pero el hecho la ofendía.

La señora Bergmann no sabía lo que pasaba en Rusia. Había salido cuando la revolución con sus padres, pero le gustaba mostrarse enterada. Tenía que referirse a cosas de Alemania y de Francia. Aseguró que los obreros rusos de la Exposición de París decían que aquella había sido la mejor época de su vida y que si volvían a su país era porque tenían a sus familias en rehenes, que si no, no hubieran vuelto.

Según la Reitz, Stalin quería acabar con todos los generales inteligentes. Las mujeres de los generales y oficiales fusilados con Tukachewski, que pretendieron no parar en presidio o no ser deportadas, tuvieron que subir a una tribuna de la Plaza Roja de Moscú y decir públicamente: «Mi marido era un traidor y ha merecido la muerte.» Esto parece que hizo la mujer de Yakir, que era judía como él.

Los partidarios de Stalin decían que estos jefes militares habían preparado un gran complot contra el gobierno soviético en colaboración con Alemania. ¡Quién podía saber con exactitud lo que había dentro de todo aquello!

Golowin tuvo que ver a la señora Reitz y hablar con ella, pero no manifestó gran curiosidad. No le gustaba oír aquellas historias dramáticas y folletinescas.

Después le dijo a Laura: «Si no te interesan, no hagas caso. Estas rusas son mujeres muy intrigantes y teatrales. Les gusta la tragedia y el enredo. Hay que tomar estos relatos con desconfianza.»

Laura oía con curiosidad, pero lo lejano del escenario daba a lo que le contaban un aire de fantasía.

La señora Reitz apareció un día en la casa con un ruso pequeño y raído a quien presentó con el nombre de Sergio Murachef. Este había sido empleado, durante algún tiempo, en el Kremlin y vivía escondido en Basilea. A Murachef los bolcheviquistas le fusilaron el padre y la madre y le llevaron una hermana. Exasperado, se había dicho: «Me vengaré.» Entró en la burocracia y llegó a ser persona de confianza de los jefes. Poco a poco pasó a ser uno de los secretarios de Stalin.

Murachef, relacionado con la policía, pudo averiguar quiénes habían influido en la muerte de sus padres y en la desaparición de su hermana, y los persiguió a todos, los enredó en las mallas de la policía y consiguió que a unos los fusilaran y a otros los llevaran a la cárcel o a la deportación. Lo que más le encantaba era pensar que uno de sus enemigos se colgó del montante de una puerta y que él le había visto ahorcado y que tenía una terrible mueca de dolor.

Alguno de los enemigos llegó a sobrenadar y tuvo influencia y entonces este hizo campaña contra él. Sergio era raquítico y pequeño. Se reía con una risa de condenado. Una de las señoras suizas, la Forster, decía que le recordaba a un judío pintado en una tabla del Juicio Final entre los condenados del infierno.

Pronto Murachef notó que la gente de alrededor del dictador rojo desconfiaba de él y este mismo le dijo que saliera de Moscú y que fuera a pasar una temporada larga a alguna provincia. Escogió el Cáucaso, poniendo como pretexto que se encontraba débil del pecho.

Dijo la señora Reitz que tenía una caja que aparentemente era un tablero de ajedrez. En cada cuadrado había hecho otros y cada división de estas se subdividía en varias. Esta clasificación le servía como una clave para recordar todos los asuntos de interés en los cuales había tomado parte y pensaba después tratar.

Un día Sergio Murachef fue a la frontera de Persia y vio que, con motivo de una fiesta de Pascua, los soldados estaban borrachos. Entró en Persia; andando cuanto pudo, llegó a una aldea, se escondió en un pajar y al día siguiente marchó a caballo a varias leguas y se acogió a un consulado inglés.

Le buscaron los rusos y no le pudieron encontrar.

Por entonces estaba refugiado en Basilea y pensaba marcharse a Alemania, donde al parecer iba a ser protegido por los hitlerianos. Tenía miedo. Según decía, a Kutiepoff le cogieron en París unos oficiales rusos chóferes, le metieron en un auto y lo mataron. Después llevaron el cuerpo a la Rochela, lo colocaron en una caja y de allí, en un barco, lo enviaron a Rusia. A estos oficiales, con pretextos insignificantes, los fusilaron después a todos. Ya en esta época hablaban de las intrigas de la cómica la Plevitskaia, que era la mujer del general Skoblin.

Murachef sentía un gran pánico al pensar en sus paisanos.

Dijo que había más de cinco millones de personas en la Carelia, al norte de Rusia. Trabajaban con cadenas en los pies, ante los soldados con fusiles ametralladoras que mataban al que no quería trabajar. Estas gentes vivían sin comer lo suficiente y no podían resistir con aquel régimen. El canal del norte de Rusia, según decía, había producido para su construcción la muerte de medio millón de deportados, y en el primer año había transportado a ochocientas personas. Medio millón de muertos para este resultado.

Según dijo Murachef, a uno que escribió contando los horrores de los deportados en la Carelia y que pudo escapar de ella e instalarse en Berlín, le enviaron de Rusia una bomba dentro de una caja, y al abrirla, estalló y le mató. Por eso él no abría nada de lo que le llegaba por el correo.

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