Laura

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PRIMERA PARTE » III · Los estudiantes

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III

LOS ESTUDIANTES

Laura Monroy, entonces de veintiún años, era de estatura mediana, de pelo rubio oscuro, ojos claros, entre azules y verdes, color sonrosado y voz bien timbrada.

Se mostraba como chica modesta, amable, muy servicial, inteligente. Al andar tenía un aire frágil, como de poco peso; parecía que marchaba por la tierra como podía hacerlo una ninfa o un ser fantástico. Tenía a veces una expresión de cansancio o de tristeza.

—¿Te pasa algo? —le preguntaba con frecuencia su madre.

—No.

—Pues, hija, tienes un gesto como si te molestara o como si te doliera algo.

A Laura, en la calle, le seguían los jóvenes y los viejos. Tenía aire de presa muy solicitada.

Aquellos ojos medio verdes, medio azules, bonitos y cándidos, atraían como una promesa. En la calle le seguían e intentaban hablarle. Esto le había producido en la adolescencia cierta satisfacción, pero después le llegó a repugnar.

Su padre, el señor Monroy, había nacido en América de madre irlandesa. No lo decía a nadie porque pretendía ser un español neto y sin mezcla, pero no lo era. Sus ojos, heredados por Laura, tenían una cierta expresión exótica.

Laura era el pajarito de colores del cual quiere apoderarse un chico para meterle en la jaula o atarle un hilo en la pata.

Algunos jóvenes no le encontraban ningún encanto; no era coqueta, no sabía bailar con aire voluptuoso, no tenía el sex-appeal (esta palabra ha llegado en los países latinos hasta las porterías); para otros, esta falta de coquetería constituía un gran atractivo.

A Laura el juego de la coquetería corriente no le agradaba y esa comedia que la gente del pueblo de Madrid llama «castigar» o «dar achares» no era su género.

Quizá influía en ello el estar preocupada y cansada con sus estudios, lo cual no le dejaba lugar para otras actividades más femeninas.

Laura había oído en la calle muchas brutalidades eróticas y la disgustaban profundamente.

—Yo no doy motivo a esas cosas que me dicen —exclamaba descontenta.

—Pero ese es el éxito —le advertía una compañera.

—Yo no quiero éxitos así. Que se guarden sus animaladas y no me las digan. Yo no creo que provoco esas bestialidades.

Laura vestía con sencillez, sin nada exagerado ni aparatoso.

«Es una flor de invernadero —aseguraba don Juan Avendaño—. No le conviene ni el sol fuerte ni las heladas, necesita un clima templado. En ella fermenta un poco la raza irlandesa.»

—Así te vas a quedar soltera —le decía su madre—. Creo que tienes muchos melindres.

—Yo no tengo melindres —replicaba ella—. Si llego a encontrar un novio serio, no pretendo que sea un duque ni un millonario, sino una persona sencilla, amable y nada más.

Laura estudiaba, desde hacía años, medicina. Siempre había tenido afición a cuidar enfermos, a poner inyecciones, a envolver y fajar niños pequeños.

Cuando vivía su padre, Laura llevaba una educación de muchacha rica. Tuvo profesora de francés, de inglés y de piano; cuando quedó huérfana y los ingresos de la casa disminuyeron, entonces se le ocurrió estudiar medicina.

Empezó por asistir a unos cursos de puericultura en la escuela dedicada a tal especialidad en la calle de Ferraz, y luego, por consejo del profesor, siguió la carrera de medicina en San Carlos, con alternativas de entusiasmo y de desesperanza.

A veces se creía con disposición para el estudio, a veces pensaba que era sencillamente una calamidad y que no entendía bien nada de cuanto leía.

Quizá el conocer la anatomía y la fisiología de los sexos le impidió sentir la seducción de lo erótico y hasta de lo obsceno, frecuente en la juventud. En tales cuestiones, todo lo que se halla velado es más atractivo que lo desnudo.

Laura se alegraba de haber estudiado medicina; para ella fue una lección de realismo duro y fuerte, le convenía para su carácter un poco soñador e idealista. La fisiología y luego el hospital la acercaron a la vida con sus necesidades y sus durezas.

No llegaba, como muchos estudiantes, al placer de la insensibilidad; pero sí a la comprensión del egoísmo y de la miseria del hombre. Quizá le dolía interiormente tal conocimiento, pero le convenía tenerlo.

El profesor de puericultura de la calle de Ferraz la llevaba con frecuencia como ayudante a algunas casas. Lo que se veía en ellas no era muy grato. El profesor le pagaba y Laura daba el dinero a su madre.

En muchas familias aristocráticas tenían a los chicos completamente abandonados, entregados a las criadas. Por contraste, en otras, los niños mandaban y los padres y los criados giraban alrededor de sus caprichos. Aunque esto fuese, también, pernicioso, era más humano que el abandono.

Una de las casas visitadas por ella fue la de un escritor en donde había una niña de siete u ocho años, enferma.

No le fue nada simpático aquel hombre cuya literatura le parecía hueca y afectada como él, pero un día se le presentó con un carácter odioso. Estaba tomando ella la temperatura a la niña enferma, y los hermanos gritaban y armaban un gran escándalo alrededor de la cama, cuando apareció el padre con un bastón en la mano y empezó a dar garrotazos a derecha y a izquierda.

«Este hombre es un animal», exclamó Laura.

Afortunadamente no tuvo que volver más a aquella casa.

La grosería le molestaba mucho; para calificar su manera de ser y caracterizarla mejor, los estudiantes y estudiantas empleaban una frase muy generalizada en los colegios de Madrid.

«Es muy repipiada», decían de ella.

Había estudiantes en la Facultad un poco chulos, que hablaban en una jerga popular y callejera. Se decía de ellos que eran muy castizos, empleando esta palabra de una manera impropia y estúpida. Usaban frases tan elegantes y académicas como «Está que chuta»; «Hay que achantarse la muy»; «Para ti los quince»; «¿Y usted de qué la da?» Estos estudiantes llamaban a un muerto «el fiambre», una cosa buena era «chanchi» o la «chipén». De un chiflado decían que estaba «majareta» y al compañero o al amigo le gritaban: «Hola, ninchi.» Estas chulaperías no eran muy del agrado de Laura.

Otros estudiantes eran principalmente deportistas y leían con curiosidad en los periódicos las reseñas de los partidos de futbol carreras de bicicletas y pedestres o luchas de boxeadores. Había pocos compañeros entusiastas de los toros. Parecía que en la clase escolar madrileña, la afición taurina se iba olvidando.

Los estudiantes revolucionarios conocidos por Laura al entrar en la Facultad, habían desaparecido. Quedaban algunos comunistas, pero los que privaban y tenían más éxito eran los fascistas.

Los altos y bajos en las opiniones de la juventud, no se sabe bien de qué proceden. Suele haber una generación de jóvenes liberal y revolucionaria y después otra al contrario, conservadora y religiosa. Por qué una tiene aficiones literarias y otra no siente la menor curiosidad por la literatura, por qué una es deportista y la otra política, nadie lo sabe.

Unos y otros jóvenes, proceden de los mismos campos y de los mismos pueblos, y a pesar de ello hay esa marea que sube y baja automáticamente en la juventud y no se conoce lo que hace de luna para producir esos movimientos de subida y bajada de la sociedad humana.

No estaba a la moda en el tiempo ser antirreligiosos y había muchos que se decían muy católicos.

Entre las estudiantes, algunas no pensaban más que en salir de casa y andar con las amigas y amigos a fiestas, al cinematógrafo y a los campos de futbol. Los jóvenes tenían en general una actitud de petulancia.

Esta actitud de gallo y de rivalidad un poco ridícula de los mozos ante una muchacha guapa, no le gustaba nada a Laura. No quería comprender que era resultado de la naturaleza humana, de una rivalidad biológica, y no un capricho, ni una consecuencia de mala educación.

En personas cultivadas podría quizá velarse esta actitud, pero en el fondo, el sentimiento no variaba y existía lo mismo. En unos la hostilidad se mostraría con una frase torpe, y en otros con una sonrisa irónica.

Laura tenía reservas de simpatía y de afecto por la gente pobre en la sala del hospital.

Manifestaba benevolencia por algunos supuestos enfermos cucos e infelices sin casa y sin trabajo, que no padecían ninguna enfermedad y que querían estar en la cama y bajo techado, sobre todo durante el invierno.

A estos enfermos se les llama calandrias en la jerga hospitalesca, y mozos y practicantes se burlan de ellos. Laura, si podía los protegía y no tenía inconveniente en inventar que tenían fiebre para que no les echaran.

Tampoco se podía hacer esto constantemente, porque la cama ocupada por una persona sana se la quitaban a un enfermo que la necesitaba con más urgencia.

A veces Laura tenía una expresión melancólica como de implorar piedad, y alguna amiga poco caritativa solía decir: «Laura parece que nos dice a todos: ustedes quieren que yo tome caldo, pues yo, aunque se empeñen ustedes, no quiero caldo.»

A su madre, doña Paz, no le agradó al principio la decisión de su hija de cursar medicina. Podía haber seguido estudiando el piano y haciendo los quehaceres de la casa. Según ella, las mujeres no servían para estudios científicos. Si hablaban de su curiosidad por tales cuestiones, era solo por darse importancia y estar a la moda. La pretensión de ser doctora le parecía a doña Paz una pedantería de sainete.

—La mujer tiene bastante con dedicarse a los quehaceres y a la familia —decía.

—Si se casa bien, es verdad —le contestaba Laura—, pero si no se casa…

Laura dormía con frecuencia mal y pensaba que eso contribuía a su cansancio y a su fatiga. Tenía sueños complicados y a veces quería explicárselos racionalmente. Había oído algunas vagas teorías de Freud, interpretaciones desde un punto de vista erótico, pero ella, instintivamente, rechazaba tal origen. Con frecuencia soñaba en un río lleno de piedras blancas y de misterios que le producía un gran terror, no sabía por qué. Aunque parecía que lo que le ocasionaba la inquietud fuera la confusión de la visión, no era así. El miedo era anterior y estaba producido por alguna deficiencia del organismo, y, a base de él, el cerebro inventaba un motivo.

A veces se daba a sí misma en sueños consejos y advertencias. Le preocupaba esto porque los consejos generalmente eran de buen sentido y casi siempre iban en contra de sus inclinaciones.

Le hubiera gustado mucho explicarse la razón psicológica de sus sueños, pero no se hubiera determinado jamás a hablar de ellos a un médico psiquiatra. Le parecía esto un poco desvergonzado.

Laura no creía en el amor romántico. Pensaba que no tendría nunca entusiasmo por un hombre vulgar como cualquiera y que solo por una persona inteligente o muy buena a quien admirara de verdad llegaría a sentir algo como amor.

No creía en las pasiones de las novelas porque en la vida no las había visto y había pensado siempre que lo que llamaban pasiones o amores las compañeras o sus amigos, no eran más que resultado de la terquedad, de la tontería o solo del erotismo primario del sexo.

El ambiente familiar no era muy a propósito para dar ánimo y ayudar a terminar su carrera a Laura. A su madre no le gustaba la idea, a su hermano Luis tampoco, y a la misma criada vieja que se consideraba como de la familia, a la Constantina, le parecía una extravagancia.

Sin embargo, a fuerza de pasar tiempo, la carrera empezó a interesar a la familia; y la madre, el hermano y la criada comenzaron a tomarla en serio y a hacer preguntas a Laura acerca de lo que ocurría en San Carlos.

Primero las anécdotas de la clase de disección, después las operaciones, les atraían. A ellos, como a casi todo el mundo, les apasionaban los detalles de historias cruentas y macabras, porque hay en las personas un fondo de sadismo más o menos larvado y oscuro.

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