Laura

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TERCERA PARTE » IX · Una poetisa

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IX

UNA POETISA

Días después se presentó en la casa de Peter Nick una poetisa a quien conocían sus amigos con el nombre de Ofelia. Al parecer, había publicado, en su comienzo de escritora, unos versos con ese seudónimo. Se llamaba Irene Uhlenbeck. Era una mujer rubia, delgada y pálida. Había escrito varios poemas muy notables y muy atrevidos. Decían que tenía gran talento. Vestía de un modo muy vaporoso y llegó con un galgo blanco del que decía que era una especialidad.

A pesar de que la poetisa presumía de débil, era muy fuerte; quiso acompañar a Golowin por los montes a encontrar un sitio apropiado para que el astrónomo colocara algunos de sus aparatos y pudiese hacer sus observaciones. Irene solía bajar a la orilla del lago y bañarse a la luz de la luna y cruzar a nado de una orilla a otra. Decía que tenía vocación de ondina.

La mujer de Nick le dijo a Laura que Irene padecía un romanticismo exagerado y morboso. Escribía poesías eróticas desesperadas; algunas muy bien. Era muy admiradora de Nietzsche; amiga y partidaria de una escritora alemana que firmaba con el seudónimo de Sir Galahad y que publicó un libro titulado Mujeres y amazonas en el cual se defendía el matriarcado. Irene amaba el Mediodía y el calor, porque hasta en el verano tenía frío, según aseguraba.

Se contaba de ella que tenía sangre real; su madre era hija ilegítima de un príncipe. Este había ido, ya viejo, a visitar a Irene a Suiza y al oír hablar a su nieta con tanta libertad le había dicho:

—Nadie diría, señorita, que tiene usted sangre real.

—Yo tampoco lo digo —contestó ella—, porque me parece una estupidez. Yo soy princesa de la poesía.

En Basilea, la poetisa había sido amiga de la condesa Gabriela, austríaca o húngara, que había tenido sus amores con un archiduque y una tertulia donde iban muchos de los intelectuales del pueblo. La condesa acabó suicidándose.

Irene hablaba de Suiza como de un pueblo pequeño y burgués. La mujer del pintor dijo que se contaba de ella que una vez, cuando era una muchachita, paseando por los alrededores de Basilea con su novio y con un joven del cantón del Tesino, moreno y de buen aspecto, exclamó con aire romántico:

—¡Qué flores! ¡Qué hermosas flores, aquellas de allá lejos! ¡Qué color! ¡Qué entonación!

El novio le preguntó:

—¿Es que las quieres?

—Sí, pero están tan lejos, tan lejos…

—Si tú las quieres, yo voy…

El novio fue y, cuando se alejó y se perdió de vista, ella se echó sobre el acompañante, el joven del Tesino, y le besó y le abrazó.

Sin duda era una licencia poética, un pequeño escarceo de su alma soñadora.

—Luego —aseguraban también los maliciosos— cuando dijeron que por el camino de un pueblo del Jura aparecía un sátiro que forzaba a las mujeres, la poetisa se presentó con frecuencia por allí, sin duda por cierta curiosidad psicológica y literaria. La poetisa no tenía miedo a nada. Se decía que una vez había asegurado que había abortado.

—Aunque fuera verdad no había que decirlo —replicó una amiga.

—¿Por qué? Para mí eso no tiene importancia.

A ella, al parecer, no le preocupaban estas cosas. Buscaba antes que nada el desenvolvimiento de su personalidad literaria.

A Laura le manifestó desde el principio de conocerla una indiferencia cortés. Sin embargo, la consideraba como una mujer distinguida.

—Usted debía casarse con un aristócrata rico —le indicó una vez.

—¿Es que eso es tan fácil?

—Yo creo que sí. ¿Es que no le gustan los aristócratas?

—Según.

Irene andaba visitando a mucha gente y entrando en todas partes; era muy práctica y, al mismo tiempo, muy romántica. Se pintaba mucho y se arreglaba. Le habían dicho que parecía un elfo porque tenía los hombros anchos y las caderas estrechas.

—Entonces debe usted de tener un Oberón escondido —le dijo alguno.

—Lo he buscado pero no lo he encontrado —replicó ella.

Se veía que era una mujer audaz. Le gustaba poco hablar con las mujeres, prefería la discusión con los hombres. No se tomaba el trabajo de despedirse. Cuando se cansaba de estar en un sitio se levantaba y se marchaba.

No manifestó el menor interés por Laura. Le hablaba con amabilidad. La consideraba como a un viajero de tren de quien nada se espera. En cambio se vio que quiso conquistar a Golowin.

Natalia concibió por Irene una antipatía profunda. Por su parte, la poetisa no le prestaba la menor atención a la niña, ni la miraba siquiera.

—¿Por qué papá trae a esa mujer? —preguntó Natalia a Laura, manifestando su desprecio.

—No es tu papá. Es el pintor.

Un día fueron a Thun; Irene se puso a hablar en el café con una señora rubia que Laura creyó conocer de alguna parte. Después Irene se la presentó como la señora de Golowin. Era una mujer decorativa, muy pintada, llena de joyas, con aire de altivez.

—Cómo, ¿es usted la mujer de Golowin? —preguntó Laura cándidamente.

—La misma.

—¿La madre de Natalia?

—Eso es.

Hablaron las dos durante algún tiempo, y Laura se lanzó a decirle que debía volver a vivir con su marido.

—¿Usted es española? —le preguntó ella.

—Sí.

—Lo comprendo.

—¿Por qué?

—Porque es usted una mujer romántica, y eso ya no se estila. Golowin no me quiere y yo tampoco le quiero a él. Estamos divorciados. No tengo inconveniente en reconocer que es un hombre excelente, de buenas condiciones morales, pero yo no me entiendo con él, ni puedo soportar sus explicaciones astronómicas. ¿Me dirá usted que tengo una niña? Sí, es verdad, es mi hija, pero ¿qué se va a hacer? Tampoco me quiere. Yo me voy a casar de nuevo, y todo eso de que me habla usted es historia pasada.

—¿Tan mal se entendían ustedes? —le preguntó Laura.

—Es cuestión de temperamento y de aficiones; él pensaba en las estrellas y en las flores y en que hay que vivir de una manera contemplativa, y yo quiero vivir de una manera activa entre la gente.

—¡Es lástima!

—¿Por qué? Lo mejor que puede usted hacer si congenia con él es casarse con mi ex marido.

Después de dicho esto, la señora le estrechó la mano y se fue.

Sin duda aquella mujer no podía entenderse con Golowin. Era una mujer de mundo, para hacer efecto.

Unos días después, al volver a Lucerna, supieron que el señor Keller, el de los refranes y anécdotas, había tenido un ataque apoplético y que había estado muy mal.

El médico, al parecer, le dijo que si no dejaba de beber se moriría antes de medio año.

El hombre dejó de beber y se convirtió rápidamente en una piltrafa humana. Se hizo insociable y misántropo y ya no quería ver a nadie, ni contar sus anécdotas de España ni de Filipinas.

En la casa lo echaron de menos. Golowin fue a verle y lo encontró muy triste, pero al parecer le animó y le dio esperanzas.

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