Laura

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QUINTA PARTE » IV · El castillo de Burg

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IV

EL CASTILLO DE BURG

Una tarde decidieron ir al castillo de Burg.

Fueron en dos automóviles: en uno Laura, Natalia, la señora Fischer y Golowin, que dirigía.

En el otro Irene, la señora Forster, Wollgraff el diplomático y el doctor Maas.

Salieron de Basilea al caer de la tarde.

Cruzaron varios pueblos de un aire menos cuidado y menos repintado que la generalidad de los de Suiza, y por un camino estrecho salieron a una encrucijada con árboles, lugar sombrío y oscuro desde el cual se divisaba en lo alto el castillo de Burg, aún iluminado con el resplandor del sol. Dejaron los coches y fueron subiendo hasta una plazoleta con una fuente, y después, escalando un cerro, por una senda escarpada.

Estaba anocheciendo; el lugar tenía un aire romántico extraordinario. El doctor Maas se detuvo y cantó con una energía germánica el recitativo del tercer acto de Lohengrin, en el que el héroe wagneriano habla del castillo donde vive, en el San Graal, en el bosque del misterioso Montsalvato:

Im fermen Land, unnachbar Euren Schritten,

Liegt eine Burg die Montsalvat genannt.

El doctor cantaba muy bien y las palabras en alemán daban una poderosa energía a la canción.

Al anochecer, este paisaje en donde los montes lejanos enrojecían con los resplandores del crepúsculo, recordaba a los de Böecklin. Sobre una peña se erguía el viejo Burg.

—Es un castillo como de cuento —dijo Natalia agarrándose a Laura.

—¿Es que tienes miedo? No entremos.

—Sí, tengo un poco de miedo; pero me gusta mucho venir aquí.

Pasaron el arco de la muralla y fueron por una escalera de caracol de piedra desgastada que salía al antiguo patio de armas. Luego volvieron a subir otras escaleras y aparecieron en una gran sala de restaurante o de café con mesas y armarios y cornamentas de ciervo en las paredes.

Desde las ventanas se veía una llanura en donde la luz del día iba desapareciendo y penetrando las sombras de la tarde, y en el fondo unas colinas todavía doradas por el sol. Irene recitó trozos de los Nibelungos, de Hebbel, y después poesías de Hölderlin.

Abrieron una puerta pequeña y entraron en una torre redonda pintada de rojo con un zócalo oscuro. Había unos cuadros con escudos nobiliarios en las paredes.

—Aquí vamos a cenar —dijo Maas.

—Yo me siento feudal —exclamó Irene.

Volvió a recitar otras poesías.

Cenaron, bebieron y brindaron y después aparecieron de nuevo en la gran sala. Esta tenía en un testero una plata forma y en ella dos sillas y delante de cada una el bombo y los platillos y un acordeón. Dos hombres comenzaron a tocar un aire como de feria y la señora Forster empezó a bailar sola. Ni el doctor Maas ni Wollgraff se atrevieron a acompañarla.

Natalia se divertía mucho. Desde las ventanas resplandecían los últimos fulgores del crepúsculo y en las cúspides de los montes brillaba aún el sol.

Luego el hostelero les dijo que les llevaría a la parte de la vivienda donde había unas mazmorras. La suegra suya, una señora vieja, les explicarla la historia de todo aquello. Se levantaron.

—No vayamos —dijo Golowin.

—¿Por qué? —le preguntó Laura.

—Hay que bajar unas escaleras estrechas y desgastadas, peligrosas, y luego hay un cuarto con un subterráneo. Yo conozco esto.

—Entonces nos quedaremos aquí.

Se quedaron en la torre los dos, hablando de sus proyectos.

Los demás fueron en compañía del fondista a una parte del castillo convertida en vivienda.

«Este castillo —les dijo el hostelero— es del siglo IX; primero fue del emperador Barbarroja y después de los Habsburgo.»

Luego les llevó al cuarto de una vieja señora, su suegra, con aire de espectro. Irene la excitó para que hablara y la vieja contó unas historias horrorosas, de un prisionero que emparedaron y que tardó meses en morir y cuya voz se oía por las noches, y les habló de fantasmas y de espectros y de Damas Blancas que aparecían en las torres del castillo.

El hostelero les mostró algunos cuadros antiguos. En medio del cuarto, en el suelo, se veía una trampa. El hombre la abrió y echó por ella un periódico encendido que iluminó las paredes de la mazmorra.

Había otro calabozo próximo para los suplicios.

Irene recitó unos versos con voz lúgubre, del Cuento de Invierno, de Enrique Heine.

En una alcoba próxima, donde dormían, sin duda, el posadero y su mujer, se erguían dos maniquíes con uniformes de soldado y un muñeco con una careta como calavera, de aspecto lúgubre y macabro. Eran horrorosos, para dar miedo. Además hacía frío.

La mujer vieja tenía también un tipo siniestro y el castillo entero dejaba una impresión de pesadilla.

A Natalia le produjo una mezcla de terror y de risa que le dio gran locuacidad.

—Natalia no debía haber ido —dijo Golowin al verla—, pero ¿quién la detendría? Se la ve excitada y nerviosa.

—Sí, es verdad.

En la cena y en la visita se había pasado un par de horas y era cosa de volver.

Bajó Laura, apoyada en Golowin, las escaleras del castillo muy despacio, con la luz de una lámpara de acetileno que llevaba un mozo.

En el automóvil, Laura y Natalia fueron con la señora Fischer. Esta contó su historia a Laura: primero sus amores con un médico misterioso a quien no llegó a hablar. Después de estos amores platónicos se casó con un hombre rico y la noche en que concibió su hija última, se le apareció en sueños el médico y luego una niña. Ella creía que su hija última era espiritualmente hija de él, como un caso de íncubo. Si cerraba los ojos veía en sueños al hombre aquel al lado de la cama; cerca, una sepultura negra y en medio una niña. Era manifestación también de la afición a lo tenebroso y al misterio de Loreley.

Al llegar a su casa Laura durmió tranquilamente, pero al despertarse le dijeron que Natalia había pasado la noche inquieta y que había tenido pesadillas y despertado a su padre, que anduvo levantado y tuvo que darle un calmante.

Luego supo que Irene había excitado a la señora vieja, medio loca, a contar historias, lo que hizo que Natalia se espantase y que por la noche tuviera convulsiones. La relación de la señora Fischer debía de haber contribuido a esto. La niña apareció en el comedor pálida y sonriente y contó los distintos sueños de terror que tuvo por la noche.

—No debías haber ido —dijo Laura.

—¿Por qué no? Me he divertido mucho.

Hubo una racha de sucesos adversos. Días después el señor Keller, el Español, como le llamaba Golowin, fue a la casa, a media tarde, y estuvo hablando con la señora Bergmann.

De pronto, según dijeron, empezó a hacer gestos con la boca como si estuviera riendo, se le puso la cara de color de ceniza y torció la cabeza.

La señora Bergmann se le acercó y le sostuvo y llamó. Se presentaron la Fanny, la doncella y después Irene, que estaba de visita. Irene contempló al viejo con una curiosidad de cínife, sonriendo y con una ironía extraña.

El señor Keller se puso a bramar como un toro. La señora Bergmann llamó por teléfono a un cuarto de socorro que envió un coche rápidamente y se llevaron a Keller, que por la mañana siguiente había muerto.

La señora Bergmann no dijo nada a Laura, para que no le hiciera efecto la noticia. Laura después se lo agradeció y sintió la muerte; ya le tenía cierto afecto al hombre.

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