Laura

Laura


Segunda Parte » 2

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Nos sentamos en el sofá mientras yo le contaba el descubrimiento del cadáver, con la cara destrozada por un tiro BB, la identificación en el Depósito de Cadáveres por su tía y Bessie Clary.

—No me extraña. Teníamos casi la misma estatura y ella tenía puesto mi deshabillé. Usábamos la misma talla de vestidos; yo le había regalado algunos. Su cabello era un poquito más claro, pero sí había mucha sangre…

Ella buscó en su bolso. Yo le di mi pañuelo. Cuando se hubo secado los ojos, acabó de leer el artículo en el diario.

—¿Es usted Mark McPherson?

—Sí.

—¿No ha encontrado al asesino?

—No.

—¿Quiso matar a ella o a mí?

—No lo sé.

—¿Qué va usted a hacer ahora que estoy viva?

—Averiguar quién mató a la otra muchacha.

Ella suspiró, recostándose sobre los cojines.

—Es mejor que beba algo —le dije yendo hacia el aparador—. ¿Qué desea…: escocés, ginebra o bourbon?

Allí estaba la botella de Tres Caballos. Debí preguntarle entonces, antes de que pudiera reflexionar. Pero yo pensaba más en la muchacha que en mi trabajo; me sentía tan mareado que ni siquiera estaba seguro de estar vivo, despierto y en mis cabales.

—¿Cómo conoce tan bien mi casa, señor McPherson?

—No hay mucho de usted que yo no sepa.

—¡Caramba! —dijo ella; pero al cabo de un momento se echó a reír, preguntando—: ¿Se da cuenta de que es usted la única persona en Nueva York que sabe que estoy viva? La única entre seis millones de personas.

Habían cesado los rayos y los truenos, pero la lluvia golpeaba los cristales de las ventanas. Nos daba la impresión de estar separados de todos los demás habitantes de la ciudad y ser importantes porque compartíamos un secreto. Ella levantó su vaso.

—¡Por la vida!

—¡Por la resurrección!

Nos reímos.

—Vaya a cambiarse de ropa. Se va a enfriar.

—¿Qué es eso? ¿Está dándome órdenes?

—Cámbiese de ropa, porque se va a enfriar.

—¡Qué autoritario es usted, señor McPherson!

Fue a cambiarse. Yo estaba demasiado nervioso para sentarme. Parecía un chiquillo metido en una casa oscura. Todo me parecía místico y sobrenatural. Apliqué la oreja a la puerta para oírla moverse por el dormitorio y estar seguro de que no había vuelto a desaparecer. Mi mente estaba llena de un milagro; vida y resurrección. Tuve que luchar para abrirme paso entre nubes antes de poder razonar como un ser humano. Finalmente pude encontrarme en una silla con la pipa encendida.

Por supuesto… el caso Laura Hunt se había acabado. ¿Pero qué hacer con respecto a la otra muchacha? El cuerpo ya había pasado por el crematorio. Para probar un crimen es preciso tener un corpus delicti. Esto no significaba que mi trabajo hubiese concluido. Ni el Departamento de Policía ni la Sección de Investigaciones dejarían que se les escapase un caso entre las manos con tanta facilidad. Nosotros teníamos que averiguar quién y dónde habían visto a la muchacha por última vez. A menos de tener pruebas irrefutables de que se había cometido el crimen, el asesino podría escapar al fallo de culpabilidad, aunque confesase.

—¿Qué sabe usted de esa muchacha? —grité a Laura a través de la puerta—. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Eran ustedes muy amigas?

Abrió la puerta del dormitorio, y allí estaba Laura vestida con una especie de bata suelta, larga, color oro, que le daba el aspecto de una santa en las vidrieras de una iglesia católica. Tenía en la mano la revista que había estado sobre su mesita de noche. En la cubierta posterior había una foto de una joven en traje de soirée sonriendo a un joven mientras le encendía un cigarro. El anuncio decía:

SOCIABLE

NO HAY NADA TAN SOCIABLE

COMO UN LANCASTER

—¡Ah! ¿Así que era una modelo?

—¿No era preciosa? —preguntó Laura.

—Parece una modelo —dije yo.

—Era lindísima —insistió ella.

—¿Y qué más?

—¿Sobre qué?

—¿Cómo era? ¿La conocía usted mucho? ¿Dónde vivía? ¿Cuánto ganaba? ¿Estaba casada, soltera, divorciada? ¿Cuántos años tenía? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Tenía parientes?

—Por favor, señor McPherson, una pregunta cada vez. ¿Cómo era Diana? Me parece que una mujer no puede contestar con toda honestidad a esa pregunta —dijo con cierta vacilación—. Es mejor que se lo pregunte a un hombre.

—Su opinión sería probablemente más fiable.

—Podría perjudicarme. Las mujeres que tienen caras como la mía no pueden opinar con objetividad de muchachas como Diana.

—Yo no veo nada de malo en su cara, señorita Hunt.

—Dejemos eso. Yo nunca he tratado de sacar provecho de mi belleza. Y si le dijese que consideraba a Diana como una criatura más bien tonta, muy superficial y completamente negativa podría pensar que tengo celos de ella.

—¿Por qué le dejó su apartamento si pensaba eso de ella?

—Porque vivía en una habitación muy calurosa en una pensión. De todos modos aquí no había nadie durante unos días, así que le di la llave.

—¿Por qué lo mantuvo tan en secreto? Ni siquiera Bessie lo sabía.

—No era ningún secreto. Almorcé con Diana el viernes. Me contó que en su habitación hacía un calor terrible, y entonces le dije que viniera aquí para estar algo más cómoda. Si yo hubiera venido a casa el viernes por la tarde o hubiese visto a Bessie, se lo habría dicho; pero de todos modos, Bessie iba a saberlo al venir a trabajar el sábado.

—¿Ya había prestado antes su apartamento?

—Desde luego. ¿Por qué no?

—Decían que era usted muy generosa. También es impulsiva, ¿verdad?

Ella volvió a reírse.

—Mi tía Susana dice que me porto como una tonta cada vez que oigo una historia de penurias y mala suerte, pero yo siempre le digo que al final ganan los tontos. No se padece neurosis preocupándose por los asuntos ajenos o calculando si están aprovechándose de uno.

—Algunas veces le matan a uno de un tiro por equivocación. Esta vez tuvo suerte.

—Vamos, vamos —dijo riéndose—. Usted tampoco ha de tener un corazón tan duro, McPherson. ¿Cuántas camisas ha regalado en su vida?

—Yo soy escocés —repuse con mucha firmeza, pues no quería demostrar el placer que me causaba su rapidez en conocer mi carácter.

Volvió a reírse.

—Exageran muchísimo la economía escocesa. Mi abuelita Kirkland era la mujer más liberal y generosa del mundo.

—¿Tenía usted una abuela escocesa?

—Sí, era de un pueblecito llamado Pitlochry.

—¡Pitlochry! Yo he oído hablar de Pitlochry. La familia de mi padre era de Blair-Atholl.

Nos estrechamos la mano.

—¿Eran muy religiosos en su familia? —preguntó Laura.

—Mi padre no. Pero el pecado original empezó en la familia de mi madre.

—¡Vaya! Disensiones en el hogar. No me dirá que su padre leía a Darwin.

—A Robert Ingersoll.

—¡Qué infancia habrá tenido usted! —dijo, llevándose las manos a la cabeza.

—Sólo cuando mi padre tomaba una copa de más. De otro modo Robert Ingersoll ni siquiera llegaba a tener la mitad de la influencia de los Apóstoles.

—Pero su nombre encerraba algo de magia y usted lo leyó a escondidas cuando fue mayor.

—¿Cómo lo sabe?

—Y decidió aprender cuanto hay que aprender en el mundo para que nadie pudiera sentirse superior a usted.

Esto dio lugar al relato de la historia de mi vida. Habrá parecido algo así como una combinación de Frank Merriwell y Superman, en noventa y nueve volúmenes a cinco centavos cada uno. McPherson y la Asociación de Lecheros; McPherson en Washington; La gran noche de McPherson con los Hopheads. Entre en las agencias de apuestas clandestinas con Mark McPherson. Los agitadores profesionales vistos por McPherson. Criminales que he conocido. De ahí volvimos a la infancia de Mark McPherson. De los andrajos a la riqueza, o El niño descalzo de Brooklyn. Creo que le describí todos los partidos que jugué como pitcher de los Mohawks de Long Island, cómo dejé fuera de combate a Rocco, el Temible Italiano, y cómo Sparks Lampini, que había apostado a favor de Rocco, me dejó fuera de combate a mí para vengarse. Le hablé también de mi familia, de mi madre y de mi hermana, que se había propuesto casarse con el patrón, y la carga que éste resultó ser. Incluso le hablé de la época en que todos tuvimos la difteria y murió Davey, mi hermanito menor. Haría por lo menos diez años desde que había nombrado a Davey por última vez.

Ella estaba sentada con las manos cruzadas sobre el deshabillé color oro, con una expresión en su rostro como si estuviera escuchando los Diez Mandamientos leídos por el mismo Moisés. Probablemente eso sería lo que Waldo quería significar por «delicado halago».

—Usted no parece un detective.

—¿Ha conocido quizá a muchos detectives?

—En las historias de detectives hay dos clases: los duros, que siempre están borrachos, charlan por los codos y lo hacen todo por instinto, y los fríos, secos, científicos, que lo examinan todo con el microscopio.

—¿A cuáles prefiere usted?

—¡A ninguno! No me gusta la gente que está continuamente espiando y metiéndose en las vidas ajenas. Los detectives no son héroes para mí, los detesto.

—Muchas gracias.

Sonrió un poquito y añadió:

—Pero usted es distinto. La gente que usted ha perseguido, debía ser desenmascarada. Su trabajo es importante. Espero que tendrá un millón de historias más que contarme.

—Por supuesto —le dije, hinchándome como un globo—. Yo soy las mil y una noches. Pase mil y una tardes conmigo y no llegará a oír ni la mitad de mis atrevidas hazañas.

—Usted tampoco habla como un detective.

—¿No soy ni duro ni científico?

Nos reímos. Una joven había muerto. Su cuerpo había caído en el suelo de este cuarto. Así fue como nos encontramos Laura y yo. Y no podíamos dejar de reír. Estábamos como dos viejos amigos, y más tarde, a las tres y media de la madrugada, cuando ella dijo que tenía hambre, fuimos a la cocina. Abrimos algunas latas y bebimos té fuerte en la mesa de la cocina, como si fuéramos íntimos. Todo pasó como yo me había figurado que sucederían las cosas junto a ella; yo ya la había imaginado vivaz, cariñosa, llena de interés por los demás.

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