Laura

Laura


Cuarta Parte » 3

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El sábado podé mis uñas de gato, trasplanté las primaveras, puse una nueva hilera de efémeros cerca del arroyo. Eran muy pesadas, tenían las raíces muy largas y tuve que hacer hoyos muy grandes en la tierra. Yo quería distraerme con un trabajo físico bien duro; el trabajo me sentó bien y me quitó de la cabeza todos los terrores del viernes.

Cuando el jardinero vino el lunes me dijo que había trasplantado las peonías demasiado pronto, que seguramente se morirían. Veinte veces fui a verlas aquel día. Las regué suavemente con agua tibia, pero se secaron y me avergoncé ante las víctimas de mi impaciencia.

Antes de que el jardinero se marchase el lunes por la tarde, le ordené que no dijese a Shelby que yo era culpable de la muerte de las peonías por haberlas trasplantado demasiado pronto; no porque Shelby llorase por las peonías, sino porque tendría motivos para reprocharme el haber hecho el trabajo de un hombre en vez de esperar a que él viniese. Me resultó gracioso decirle esto al jardinero, porque yo sabía muy bien que Shelby jamás volvería a cavar y regar en mi jardín. Me sentía desafiante con respecto a Shelby. Procuraba irritarle con el método de la ausencia e imaginaba discusiones para poder herirlo con punzantes respuestas. Desafiando a Shelby trabajé en mi casa, fregando, lavando y lustrando con las manos y los pies. Él siempre me decía que yo no debía hacer trabajos inferiores, porque podía tener sirvientas; él nunca supo lo que era trabajar en su propia casa. Mi familia era gente sencilla; las mujeres fueron al Oeste con sus maridos, pero nunca encontraron oro. Shelby pertenecía a la clase «bien»; tenían esclavos para peinarles y calzarles. Un caballero no puede ver a una señorita trabajando como una negra; un caballero abre la puerta, le retira la silla a una señorita y mete a una prostituta dentro del dormitorio de ella.

Al trabajar de rodillas vi lo que habría sido nuestro matrimonio; una emoción aparente, falsa, formada con los flojos hilos del fingimiento.

La culpa era más mía que de Shelby. Yo me había servido de él como se sirven las mujeres de los hombres: para completar la idea de una vida plana, jugando al amor por complacer mi vanidad, exhibiéndolo orgullosamente como una prostituta afortunada exhibe sus zorros plateados, para decir al mundo que posee un hombre. Al aproximarme a los treinta años, soltera, me alarmé. Pretendiendo amarlo y jugando a la mamá, le compré una escandalosa pitillera de oro, lo mismo que cuando un hombre compra a su esposa una orquídea o un diamante para expiar sus infidelidades.

Ahora que la tragedia ha barrido todas las excusas, veo que nuestro amor estaba tan falto de pasión verdadera como el cruce de dos legumbres selectas que han de combinarse para producir un artículo nuevo y provechoso para los mercados. Nuestro amor era semejante a los amores del cine, una cosa planeada e inventada. Había llegado a su fin.

Dos extraños estaban sentados a ambos extremos del sofá, procurando encontrar palabras que tuviesen el mismo significado para ambos. Era todavía el jueves por la tarde, antes de cenar, después de haber salido Mark y Waldo. Hablábamos en voz baja porque Bessie estaba en la cocina.

—Esto se acabará dentro de pocos días —dijo Shelby—, si nos ponemos de acuerdo para forjar nuestra historia. ¿Quién sospechará? Ese detective es un burro.

—¿Por qué sigues llamándolo ese detective? Sabes muy bien su nombre.

—No nos peleemos —dijo Shelby—, porque eso sólo conducirá a que sigamos peor.

—¿Por qué te imaginas que quiero seguir? Yo no te odio, no estoy enfadada, pero no puedo continuar…

—Te aseguro, Laura, que vine porque ella me lo rogó. Me pidió que viniese a despedirme… Estaba enamorada de mí… Te aseguro que no me importaba un pepino, pero me amenazó con hacer algo desesperado si no venía aquí el viernes por la noche.

Volví la cabeza.

—Ahora tenemos que estar unidos, Laura. Ambos estamos demasiado metidos en este asunto para que nos peleemos. Yo sé que me amas. Si no me amases no hubieras vuelto el viernes por la noche para…

—¡Cállate! ¡Cállate!

—Si no viniste el viernes por la noche, si eres inocente, entonces, ¿cómo podías saber lo de la botella de whisky?… ¿Cómo pudiste responder tan instintivamente a la necesidad de protegerme?

—Otra vez con las mismas, Shelby. Vuelta a repetirlo todo.

—Tú mentiste para protegerme, lo mismo que yo mentí para protegerte.

Todo aquello era monótono e inútil. Tres Caballos era el whisky preferido de Shelby; él lo compraba cuando empezó a venir a mi casa; luego lo empecé a comprar yo para que nunca faltase. Pero un día Waldo se echó a reír porque vio en mi aparador ese whisky tan barato, y me dio el nombre de otro mejor. Entonces procuré agradar a Shelby comprándole un whisky caro. El comprar él aquella noche la botella de Tres Caballos, lo mismo que el regalarle a Diana la pitillera de oro, fue un desafío, el desafío de Shelby frente a mi amparo.

Bessie anunció la cena. Nos lavamos las manos, nos sentamos a la mesa, extendimos la servilleta en nuestro regazo, acercamos las copas con agua a nuestros labios, y cogimos el tenedor y el cuchillo en consideración a Bessie. Probamos apenas los bistecs y hundimos ceremoniosamente nuestras cucharas en el budin de ron que la pobre Bessie había hecho para celebrar mi retorno de la tumba. Sus idas y venidas nos impedían conversar. Cuando nos hubo servido el café junto a la chimenea, como quedase todo el largo de la habitación entre nosotros y la puerta de la cocina, Shelby me preguntó dónde había escondido la escopeta.

—¡La escopeta! —repuse.

—No hables tan alto —me dijo, señalando la puerta de la cocina—. La escopeta de mi madre… ¿Para qué crees que fui a Wilton el otro día?

—La escopeta de tu madre está en el baúl de nogal, donde me viste ponerla después de aquella pelea tan tremenda.

La pelea empezó porque yo le rechacé la escopeta. No me daba tanto miedo estar sola en mi casita como tener guardada una escopeta. Pero Shelby me llamó cobarde, insistiendo en que la guardase para defenderme. Se rió muchísimo al enseñarme a manejarla.

—¿Qué pelea, la primera o la segunda?

La segunda pelea había sido porque se puso a matar conejos. Yo me había quejado porque los conejos se lo estaban comiendo todo. Shelby mató dos conejitos.

—¿Por qué me mientes, querida? Tú sabes que estaré de tu parte hasta el fin.

Cogí un cigarrillo. Él quiso encendérmelo.

—No, gracias —le dije.

—¿Por qué no?

—Porque no puedes llamarme criminal y encenderme el cigarrillo.

Una vez que dije la palabra en voz alta me sentí más aliviada. Me levanté, estiré las piernas, arrojé el humo hacia el techo, sentí que era dueña de mí misma y que podía defenderme.

—No seas chiquilla. ¿No ves acaso que estás metida en un aprieto y que yo estoy procurando ayudarte? ¿No comprendes las precauciones que he tomado, las mentiras que he dicho para protegerte? Esta mañana fui hasta Wilton. Eso me hace cómplice…; yo también estoy en bastante mala situación, y todo por ti.

—Ojalá no te hubiese telefoneado.

—No seas ridícula. Tu instinto no te engañaba. Tú sabías tan bien como yo que irían a registrar tu casita de campo en cuanto descubriesen que estabas de vuelta.

—No te llamé por eso.

Bessie entró a dar las buenas noches y decirme otra vez que estaba muy contenta porque no estaba muerta. Las lágrimas me quemaban el borde de los ojos.

Cuando se cerró la puerta, Shelby dijo:

—Estaría más tranquilo teniendo esa escopeta en mi poder… Pero ¿cómo hacerlo teniendo a los detectives sobre nuestra pista? Yo procuré engañar al agente tomando el otro camino, pero el coche me siguió todo el tiempo. Por eso no tuve más remedio que fingir un gran dolor quedándome en el jardín llorando por ti. Dije que hice un viajecito sentimental, pero ese detective…

—Su nombre es McPherson.

—Estás muy mordaz, Laura. Tendrás que dejar esa mordacidad o no acabaremos nunca con el asunto. Ahora bien, si nos unimos, encanto mío…

Es aquel instante volvió Mark. Le di mi mano a Shelby y nos sentamos en el sofá, bien juntitos, como dos enamorados. Mark encendió la luz; me miró a la cara, dijo que diría la verdad sin ambages. Nos mostró entonces la pitillera de oro. Shelby se puso nervioso y el rostro de Mark se volvió el rostro de un extraño. Es difícil engañar a Mark; él miraba pidiendo franqueza. Shelby tenía miedo de ser franco, siguió enojándose como un colegial, y a fin de cuentas fue precisamente este temor de Shelby lo que dijo a Mark que él me creía culpable.

—¿Me detendrá usted? —pregunté a Mark. Pero él no me contestó. Fue a la farmacia Schwartz, me compró las píldoras para dormir, y cuando se marchó supe que iría a Wilton a registrar mi casita, aunque no le dije nada a Shelby.

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