Laura

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CUARTA PARTE » I · Las vacaciones

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I

LAS VACACIONES

Al llegar a mediados de septiembre, Golowin indicó a Laura:

—Cuando a usted le parezca, tome usted sus vacaciones. Dígame usted en qué época las quiere.

—Yo quisiera ir quince días, a primeros de octubre, a ver a mi madre.

—¿Y dónde tiene usted a su madre?

—En un pueblo vasco francés, próximo a San Juan de Luz.

—Yo voy contigo —dijo Natalia al oír el proyecto.

—Tú no sabes si a esta señorita la estorbas o no.

—Ya sé que no le estorbo.

—Es cierto, a mí Natalia no me estorba nada, todo lo contrario.

—Bueno, pues entonces iremos los tres.

Efectivamente, fueron juntos a París en automóvil, un viaje muy rápido y muy agradable, y se instalaron en el hotel Lutecia, del bulevar Raspail.

En seguida Laura fue a encontrar a Mercedes, que seguía viviendo con Camila. A esta la encontró triste.

—Chica, lo siento pero tengo prisa —dijo Mercedes—, tengo que ir a mi oficina; no puedo estar mucho tiempo contigo.

—Te llevaré en auto.

—Bueno, entonces vamos.

Bajaron a la calle y entraron en el coche.

—Está triste Camila —dijo Laura.

—Sí; ¿no sabes lo que le pasa? No, no lo sabrás.

—¿Qué le pasa?

—Que el sobrino Carlitos se ha muerto.

—¿Que se ha muerto?

—Sí.

—¿En el Liceo?

—No. Durante las vacaciones. Y lo malo es que parece que se ha suicidado. Tenían una sociedad de tres o cuatro jóvenes medio poetas que tomaban no sé qué cosas para experimentar sensaciones raras y, sin duda, Carlitos tomó demasiado y lo encontraron muerto.

—¡Qué barbaridad!

—No hubo escándalo, no se dijo nada; Camila encontró entre los libros del chico un frasco de no sé qué droga.

—Camila estará impresionada.

—Muchísimo. La pobre mujer se encuentra muy afligida y ahora va todos los días a la iglesia.

Llegaron al almacén donde trabajaba Mercedes, con tiempo sobrante.

—Me viene bien —dijo esta— para terminar unas cuentas. ¿Dónde estáis?

—En el hotel Lutecia, bulevar Raspad.

—Cuando salga de aquí voy en seguida allá.

—Ven a cenar. A las siete.

—Muy bien. Allá estaré.

Efectivamente, al salir del almacén Mercedes tomaba el Metro y se presentaba en el hotel. Las dos amigas se retiraron a charlar en un rincón del

hall.

—¿Sabes que Luis, tu hermano, habla mal de mí? —dijo Mercedes.

—¿Y a ti qué te importa de él?

—¿Crees tú?

—Se ha casado, se ha marchado a Argelia y va a tomar cuentas de lo que tú has hecho. Es estúpido.

Luego Laura le preguntó:

—¿Y el doctor Bearn?

—Me sigue escribiendo.

—¿Y quiere casarse contigo?

—Eso dice.

—Pues creo que haces una tontería en no hacerle caso.

—¿Así te parece?

—Sí. ¿Qué más se le puede pedir a un hombre? Es inteligente, joven, de buen aspecto, de porvenir…

—No; si a mí me parece muy bien; pero ahora me han entrado los escrúpulos, aunque si quieres que te diga la verdad, me los han ido sugiriendo. El otro día, hablando con Camila, que se está haciendo muy mística impresionada por la muerte de Carlitos, me dijo que debía confesarme y ella misma me recomendó a un cura. Le he ido a ver y le he explicado lo que me ha ocurrido.

—Eres valiente. Yo creo que no me hubiera atrevido nunca, en tu caso, a tomar una determinación así —dijo Laura.

—¡Pues si hubieras visto las preguntas que me hizo!

—¿Te hizo preguntas terribles?

—A ver, había que poner la cuestión sobre el tapete, como se dice en los periódicos.

—Me asombras, chica ¿Y qué te ha preguntado?

—Figúrate, las impresiones de la violación. Si tenía una conciencia clara de lo que me había ocurrido en todos los momentos, si había experimentado placer o dolor, si el acto había durado mucho tiempo.

—¡Qué horror; no me digas!

—Si recordaba a aquel hombre y cómo lo recordaba, si me sentía unida a él por aquel acto.

—¿Y tú que le has contestado? —preguntó Laura.

—La verdad. Yo le he dicho que sí, que durante algún tiempo me he sentido unida y preocupada por él. Después le he explicado que tenía un novio que sabía lo ocurrido, que quería casarse conmigo, pero que yo sentía miedo de que al vivir con él se me representara siempre el otro hombre por el recuerdo.

—¿Y él que te ha dicho entonces?

—Que este recuerdo sería una especie de adulterio espiritual y que debía esforzarme por olvidar lo ocurrido en Madrid. La confesión creo que me ha servido, porque todo lo que sea aclarar un asunto es quitarle interés y debilitarlo. El cura con quien me he confesado, que estuvo hace años en los departamentos franceses del Este, me ha dicho que algunas mujeres casadas, durante la guerra, que habían sido forzadas por los invasores, le habían confesado que sus impresiones eróticas habían sido mucho más enérgicas que en su vida normal. Al parecer, esas mujeres reconocían que casi no sabían lo que era el amor hasta que había llegado la época de la guerra.

—Sí, yo creo que eso se podría explicar dentro de la fisiología.

—Después, una de estas señoras de la compañía del bazar en donde trabajo, que es judía, me ha dicho que ella estaba neurasténica y que solía consultar con un médico austríaco y también judío, que ha venido de Viena, que practica eso que llaman el psicoanálisis. La señora me ha indicado: «Si usted tiene algún problema sentimental, véale usted.» Fui a verle y el médico me ha dicho que para una buena cura psicoanalítica es necesario pagar al médico con puntualidad aunque sea pariente o amigo. Si no se paga al médico, el sistema no es eficaz. Se ve que es un procedimiento que han inventado los judíos, como los bazares que se llaman Monoprix.

—¿Y no te has decidido a seguir una de esas curas?

—No, le he dicho al médico que tengo poco dinero. La persona que se entrega a un tratamiento de esos no debe ocultar nada; ni lo que ha sentido, ni lo que ha pensado, ni aun lo que ha soñado.

—A mí me parece peligroso —dijo Laura—, porque quién sabe el uso que va a hacer el médico de esos conocimientos.

—Es cierto. No creo que esos judíos sean tan de fiar. El caso es que yo no me he puesto en sus manos. El médico se ha debido de quedar un poco defraudado.

—Ya veo que te vas riendo de tus aprensiones.

—Sí, las voy tomando en broma.

—¿No piensas ir a Bidart a ver a tu chico?

—Sí, iría con mucho gusto; pero he mandado allá todo el dinero y no me queda.

—¿Tienes posibilidad de pedir vacaciones en el almacén donde trabajas?

—Sí, eso sí.

—Pues entonces nosotros te llevaremos. Iremos con Golowin. Yo se lo diré y te llevará encantado.

—¿Y qué tal con tu patrón?

—Muy bien; es un hombre muy amable y muy generoso. Ahora vendrá.

—¿Sigue enamorándose de ti?

—No pienso en eso. Tenemos una amistad tranquila. El no creo que sea muy apasionado y yo tampoco. Te llevará con mucho gusto. Lo mejor es ir en seguida porque ahora hará allá un hermoso tiempo.

—Bueno, entonces yo reclamaré mis vacaciones y te avisaré.

Llegaron Golowin y su hija y saludaron a Mercedes.

Golowin la invitó a quedarse con ellos unos días. Mercedes no podía. Se reunieron en una mesa del comedor grande, ceremonioso, muy decorado, y estaban en los postres cuando Mercedes se echó a reír y señaló a Natalia dos ratones pequeños que salían de un agujero del suelo y se acercaban a la mesa. Natalia lo celebró mucho y Golowin se lo indicó al mozo, que dijo con calma:

—Vienen a saludar a los clientes.

Golowin contestó:

—Evidentemente, se ve que son ratones muy civilizados. Natalia sintió gran simpatía por Mercedes, que le pareció muy guapa y muy elegante.

Después de cenar, Laura acompañó a la niña a la cama.

Golowin se quedó charlando con Mercedes.

—¿Y ustedes no han ido alguna vez a estos

music-halls de París? —le preguntó.

—No. Es cosa para nosotras muy cara.

—¿Quieren ustedes que vayamos hoy?

—Por mí, vamos.

—¿Usted, a qué hora va a su trabajo?

—A las nueve —le dijo Mercedes.

—Entonces, aunque se acueste usted a las dos de la mañana…

—No me importa. Tengo tiempo para dormir.

Golowin consultó con el mozo y este les aconsejó un

music-hall de Montmartre.

Fueron a un sitio en el que había revistas de gran espectáculo y al mismo tiempo baile para el público en una pista del centro del teatro.

Estaba lleno. Golowin le preguntó a uno de los acomodadores, con candidez, qué había que hacer. El acomodador le dijo que si quería participar en el baile debía tomar una mesa y pedir una botella de champagne, y si no quería más que ser espectador, se podía ir a unos palcos altos.

—No nos privaremos del derecho del baile —dijo Golowin—; aunque yo no baile más que la Osa Mayor.

El acomodador les llevó a una mesa próxima y les trajo un cubo de hielo y dentro una botella de champagne.

Se oía por allí toda clase de idiomas: inglés, francés, alemán y ruso.

Había cerca una mesa en donde se hablaba algo parecido al español. Laura se puso a escuchar con atención. A veces se oían palabras españolas, pero otras no.

Como el acomodador, un tanto cicerone, se acercó a Golowin, este le dijo, señalándole el grupo:

—¿Españoles?

—No. Sefarditas.

—Ah, ya.

Un joven invitó a bailar a Mercedes, que aceptó y subió a la pista. Otro se dirigió a Laura, pero esta no quería exhibirse.

Golowin estuvo hablando filosóficamente del baile nuevo en que se hacían fantasías grotescas y se daban gritos. Había interrogado a uno de los acomodadores sobre la nueva danza; se llamaba el paso del canguro.

El hombre contestó muy ceremoniosamente. El paso del canguro, unos decían que estaba inspirado en la manera de andar de este animal; otros que no, que era la imitación de la manera de marchar de los traperos, y otros, de unos condenados que pasaban un vado en un pueblo de Inglaterra. Era evidentemente un baile grotesco y alegre que no tenía la solemnidad aparatosa del tango, ni la agitación un poco repulsiva del charlestón y de otras danzas por el estilo.

Golowin dio las gracias por estos informes. A pesar de su cortedad, el ruso tenía una manera de pedir de príncipe.

Mercedes no sabía el baile nuevo, pero hizo lo que veía que hacían los demás y sin duda se divirtió. Entre las figuras había una en la cual los bailarines se daban golpes en los muslos y después gritaban y levantaban las manos.

Tras el baile de la gente del público, se representaron otros espectáculos en el que intervenían muchas mujeres desnudas, muy finas, muy bellas, con todo el cuerpo al aire. Bailaban frenéticamente el cancán, que hacía mucho tiempo estaba olvidado. El French Cancan, se le llamaba ahora.

—No me hace mucha gracia esto —dijo Golowin—. Siento cierta lástima por estas mujeres tan guapas que tienen que exhibirse ante un público de metecos tan vulgar.

A Laura le pareció también algo triste y desagradable.

—Yo creo que vivirán bien estas chicas —dijo Mercedes—, quizá hubiera sido más sabio hacer como ellas.

—Entonces habría que pensar —contestó Golowin— que el principio de la sabiduría no es el saber dudar, sino que el principio de la sabiduría es el saber bailar.

Después del espectáculo erótico y del French Cancan desenfrenado, el baile se convirtió en literario, y las mujeres danzaron unas poesías de Baudelaire.

—Esto me parece francamente ridículo —dijo Golowin, y dio su opinión y la explicó, sin pensar si a alguno le podían molestar sus ideas.

Contó una anécdota que decía que era de Chamfort.

Un curioso había visto que en un teatro de París se anunciaba como baile la

Atalia, de Racine, y dijo:

—Si sigue así, pronto veremos bailar las

Máximas, de La Rochefoucauld, o el

Espíritu de las Leyes, de Montesquieu.

En el momento en que Golowin divagaba irónicamente, ocurrió un hecho que a Laura le sorprendió. Una señora muy elegante se puso a escuchar sonriendo.

Golowin, con su sencillez habitual, preguntó a la señora:

—¿Es que está usted conforme con lo que yo digo?

—Oh, yo entiendo mal el francés —dijo ella—. Soy inglesa.

—Yo me había hecho la ilusión —replicó Golowin a la dama en su idioma— de que me entendía usted y que por eso asentía.

—No, no, pero habla usted de una manera tan expresiva y tan humana…

—Muchas gracias.

—Me gustaría hablar con usted. Venga usted alguna vez al hotel donde vivo.

La señora sacó una tarjeta pequeña con una corona encima de su nombre y se la dio. Estaba en un hotel de la Avenida de los Campos Elíseos. Al poco rato se levantó con la que le acompañaba, saludó sonriendo y se marchó.

Laura quedó extrañada. Evidentemente, Golowin tenía atractivo; todo el mundo le atendía. Él no se daba cuenta de su prestigio y creía que era un hecho general. Antes de terminar el espectáculo, salieron del teatro, tomaron un auto, llevaron a Mercedes a su casa y volvieron después al hotel Lutecia.

Al día siguiente por la mañana, Laura buscó a sus antiguas amigas estudiantes de medicina. A Kitty Bazarof la encontró lo mismo, siempre alegre, decidida y de un optimismo a prueba de desengaños. Kitty andaba vacilando, según dijo, entre dos pretendientes y no sabía por cuál decidirse. El uno, francés y profesor, era simpático, pero tenía una familia muy entonada, muy conservadora y muy cargante y había que vivir con ella; el otro, ingeniero y ruso, le hacía mucha gracia, pero vivía como un bohemio, sin sentido práctico alguno, y cuando no tenía dinero, lo cual le pasaba con frecuencia, se alimentaba de pan y té.

—Así es la vida. No se encuentra nada completo —le dijo Laura.

—Ya se encontrará.

—Chica, celebro verte siempre tan optimista y tan alegre. El día que te vea juiciosa y melancólica me voy a echar a temblar.

Kitty habló de sus amigos rusos de la calle del Campo de la Alondra y de lo que habían hecho unos y otros. Luego se fue tan contenta. Laura la convidó a cenar en el hotel.

París estaba muy animado y hacía un tiempo suave.

Fueron Golowin, Laura y Natalia a varios teatros, y una noche a la Ópera a ver

Rigoletto. Natalia estuvo admirada y haciendo mil preguntas a Laura. Algunos espectadores próximos se incomodaron y dijeron: «¡Silencio!».

—Realmente, en estas óperas antiguas y ya tan conocidas, en algunos parlamentos muy vulgares se podía dejar hablar a los espectadores —dijo Golowin.

Como Natalia creía que Laura era la sabiduría personificada, le hacía mil preguntas.

—Mira, Natalia, déjala —advirtió Golowin—; porque la agobias con tanta pregunta.

Golowin estaba un poco inquieto.

—¿Qué le pasa a usted? —le preguntó Laura.

—Esta música me perturba y me fastidia. Y el argumento es de un melodrama desagradable.

Cuando acabó la ópera, Golowin se levantó.

—Creo que falta el baile —le dijo Laura.

—¡Psch! Eso qué importa.

—Pero a Natalia le gustará verlo.

—Sí, sí. Yo quiero verlo —exclamó la niña.

—Bueno, entonces yo les espero a la puerta.

Efectivamente, lo encontraron a la salida, donde tomaron un auto para ir a su casa.

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