Kira

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KIRA » V

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V

El jardín estaba revuelto de la tormenta de la noche anterior, que dejó al estremecido pueblo del revés y provocó que la gente pasara la mañana del día previo a las fiestas sacando cubos de agua de sus casas y buscando por el barro y los escombros a familiares y amigos ahogados y a supervivientes con los huesos rotos, y llevándose a sus hogares muebles y electrodomésticos de nadie que aparecieron medio enterrados en el desorden de un pueblo sacudido por el indestructible rigor de la Naturaleza.

La hija del perdedor se encerró definitivamente en su cuarto con la consigna de que nadie la interrumpiese hasta que diera por finalizada su novela corta que iba camino de convertirse en una de las mejores obras de la literatura española y que ganaría el primer certamen literario de aquel pueblo donde los habitantes estaban condenados a vivir sin dejar huellas que pudieran seguir o borrar las generaciones siguientes, llamé varias veces a su puerta con la excusa de repasar los casos y los esdrújulos latinos, pero nadie contestaba y pegué la oreja a la madera y solo pude oír los murmullos de la escritora que repasa en bajo lo que escribe en el papel, de manera que creció mi aburrimiento y bajé al jardín, donde el perdedor adiestraba al lagarto de las escamas multicolores que hacía malabarismos con tres piedras y caminaba a diez metros de altura sobre un cable de alta tensión igual que un funámbulo circense, le pregunté al domador de lagartos si quería que le enseñara latín o griego o hebreo para pasar el rato y sacudirnos el aburrimiento, y él contestó que hay sitios donde el aburrimiento forma parte de la vida que desemboca mansamente en un cementerio de almas bostezantes, entonces me cogió del brazo y me dijo ven, siéntate aquí, y me contó que cuando él era niño y aún tenía amigos iba de vacaciones a un pueblo del norte donde a las babosas se las llamaba limacos y tenían la terrible cualidad de escupir salivazos como eyaculaciones que te dejaban ciego si te acertaban en los ojos, y que por eso acudían cada mañana al monte a reventar a pisotones a esos bicharracos, que eran la amenaza para las plantas y para los viajeros, pues se escondían detrás de las piedras de los caminos y sobre el primero que pasaba caía una emboscada de babas venenosas, yo creo, decía el perdedor, que ese es un sistema de defensa cruel y sofisticado, pues cuantos más hombres ciegos hubiese, menos posibilidades tenían los limacos de morir aplastados, y el perdedor siguió su narración farragosa monopolizando a la fuerza mi atención porque después de la historia de los limacos vino la de sus amigos, a los que pulverizó con frases recargadas de insultos y de rencor hasta que se asomó a la ventana de su cuarto su hija la escritora y desde allí arriba nos gritó ¡una máquina de escribir!, y viendo nuestros ojos llenos de interrogaciones nos explicó con atropelladas palabras de paroxismo que joder, qué tonta soy, que necesito una máquina de escribir para poder presentar mi novela, que no se admiten manuscritos, y salió corriendo sin saber demasiado bien adónde iba por ese pueblo devastado por la tormenta repleto de viejos doloridos que recogían de las piltrafas sus pertenencias y a los cuales miraba la escritora con el desprecio congénito de quienes han nacido para ganar, llegó a la casa consistorial que lucía un reloj de treinta horas con la intención de que la vida se hiciese más larga, y subió por unas escaleras enmoquetadas de rojo y bajo gigantescas arañas de oro macizo hasta que se topó con los dos guardaespaldas siameses que custodiaban la puerta del excelentísimo señor alcalde, que según dijeron estaba reunido consigo mismo para votar la propuesta de subirse el sueldo un trescientos por cien, pero tanto insistió la escritora que ese informe bulto de dos cabezas y cuatro piernas llamó a la puerta del jefe y a la voz de adelante entró de canto para no encajarse en el quicio y anunció la visita de una súbdita escritora que solicitaba una máquina de escribir para darle al pueblo el honor de haber parido una artista y una obra de arte por el mismo precio, el alcalde la hizo pasar y la hizo desnudar para saber si mentía, pues ya era sabido que las escritoras gastan el cuerpo blanco y demacrado, y como así era le dio la máquina con la condición inexcusable de que difundiera por el pueblo el mensaje subrepticio de que vio al alcalde en su despacho repartiendo su pan con los niños hambrientos.

El perdedor se pasó la mañana ensamblando unas historias con otras que me contaba con la absurda certeza de que a mí me importaban, yo miraba sus ojos arrasados por un furor de acuarelas y a través de ellos veía las lentas imágenes difuminadas de sus recuerdos más vituperantes que según pude deducir le sembraron en el cerebro un quiste de locura pasiva, porque esa mañana comprendí que el padre de mi hembra era un orate aterrorizado por supersticiones que fueron trepando por las ramas de su árbol genealógico, que me reveló detalladamente con nombres y fechas y una precisión de memoria que me hacía dudar de la veracidad de sus palabras que manaban de su boca como una cascada eterna que no tenía ni principio ni final, que es precisamente a lo que más temía el perdedor, al final de su existencia, como si fuese un héroe cobarde, aunque me era muy difícil comprender qué diferencia había entre la muerte y la vida del perdedor si le quitaban las dalias con babosas y las maternales tetas de Felisa, a la que fue a visitar secretamente antes de comer con la inútil excusa de ir a tomar el aperitivo al bar de los vinagres repleto de juventud a sueldo que se reconcentraba en el pueblo aguardando la hora nocturna en que abrían los bares de copas para despertarse al mediodía siguiente sin recordar nada de la madrugada de juerga y alcohol que se repetía todos los fines de semana como si fuese el rito de una religión pagana.

Encontró a Felisa en el portal de su casa cargada con pesadas bolsas que contenían los alimentos frescos y enlatados que les habrían de servir para las próximas dos semanas, y el perdedor sufrió una alucinación pasajera que le dio fuerza en la sangre, y no se escondió detrás de un contenedor de basura para imaginarse a Felisa en taparrabos sino que se acercó y se ofreció a subirle las bolsas a su casa, porque él era un hombre y Felisa una mujer, y las leyes rigurosas de la convivencia cívica exigen que los perdedores socorran a sus mujeres insensibles y les hagan la vida un poco más fácil, y las mismas leyes que rigen el bienestar de las conciencias obligaron a Felisa a declinar el ofrecimiento con una excusa de andar por casa, una excusa con zapatillas y rulos que el perdedor no dio por elegante y volvió a insistir con la medida de presión de cargarle las bolsas y preguntarle cuál es el piso y la puerta en que vivía, a lo que Felisa respondió con un sonrojo bien fingido y mejor ensayado que acallaba sus verdaderos deseos de conocer los deseos verdaderos de ese hombre que olía a planta y que usaba una voz de trino por la extraña mimesis de los perdedores privados de libertad, y Felisa abrió su puerta y ante el perdedor apareció un mundo lleno de esencias de Felisa, en la oscuridad inicial, en las paredes, en la atmósfera tensa de fondo de baúl y de guiso de fin de mes, en todo estaban los ojos de Felisa, que le indicó al perdedor el camino fácil de la cocina, donde una señora consumida y pellejuda que superaba los cien años de vejez y que debía de ser la mamá de Felisa se columpiaba en una hamaca grasienta con sus dos ojos de corcho que le dejó de herencia la enfermedad de su marido, el perdedor vio abierta la puerta de la habitación donde tantas veces hizo el amor con Felisa en sueños húmedos y que tenía el cristal de la ventana roto y una mesilla con la foto del pescadero en un puerto marítimo de agua oleaginosa, el perdedor tocaba toda la casa porque en cada objeto estaba la huella de Felisa y su olor de hembra voluptuosa y pueblerina y quién sabe si también perdedora, y el perdedor quiso morirse allí si es que tenía que morir en algún sitio, y en su deseo rabioso de alargar más su permanencia bajo ese techo lleno de días de Felisa empezó a sacar alimentos de las bolsas y a colocarlos sin orden ni compás según iba abriendo armarios y cajones, y tanto empeño puso y tantas palabras atropelladas pronunció que no recordaba que Felisa y su mamá ciega lo invitaron a comer en una mesa tan pequeña que podía rozar su rodilla en los muslos de Felisa, lo cual le hizo demorar sus ya de por sí lentas maniobras de comensal torpe hasta que sin que se oyese timbre alguno hizo acto de presencia el pescadero, que omitiendo palabras que se daban por supuestas agarró de las tetas a Felisa y la arrastró a la habitación, donde le practicó seis violaciones consentidas sin la intimidad de cerrar la puerta, de manera que el perdedor se quedó en la mesa comiendo una ciruela y haciendo visajes extraños y aspavientos para comprobar que la vieja era ciega de verdad, el pescadero recordó su presencia con un descomunal pedo que daba por resueltas sus maniobras sexuales y se metió en el cuarto de baño, donde un chorro grueso y prolongado hacía comprender que tenía la vejiga repleta de un líquido viscoso que llenó la casa de olor a pescado podrido, el perdedor se levantó de la mesa, ya con la seguridad de que la mamá de Felisa no conocía la cara de nadie, y entró en el cuarto atravesando un velo de alegorías supersticiosas, contempló el cuerpo desnudo y rollizo de Felisa, su amor hecho trizas a golpe de verga, se sentó en la cama y la tapó con un vestido que había por ahí, después la besó en la frente, sintiendo en sus labios un quemazón de ascuas, y le dijo te amo, Felisa, te amo con todo el placer de mi carne y el entero dolor de mis huesos, te amo desde hace más de veinte siglos de tortura sin verte, te amo porque eres mi salvación en estos días en que la muerte cava una zanja alrededor de mi casa, deja a ese hombre, continuaba el perdedor, que sabía cómo la vida se le escapaba a borbollones, resbalando por su boca inusualmente facunda, déjalo, decía, y ven a bailar conmigo en la plaza con tu más elegante vestido de noche al son de una banda que interpreta un pasodoble, deja que lo mate con mis manos blancas de vago congénito, deja que te libere de esos grilletes genitales que te inflige el hombre de tu mala vida, me quedaré en tu casa declarándote mi amor hasta que me muera de la tristeza de no hallar palabras nuevas que te expresen el desorden de mis entrañas, me instalaré en tu cama todas las noches para naufragar agarrado a la salvación de tus carnes prohibidas, y durante el día gritaré mi amor a la rosa de los vientos para que ya nadie jamás me mire a los ojos con el desprecio caritativo con que se insulta a los perdedores, y de pronto se le acabó el suministro de palabras que explotaban en su cabeza como fuegos artificiales de las fiestas del corazón, porque aunque estaba exhausto y moribundo jamás pudo asomar a Felisa a las puertas de su alma entreabierta, y después de una pausa en que los relojes perdieron su cuerda, Felisa rompió a reír con unas carcajadas convulsas que le sacudían el cuerpo desnudo como si algo le taladrase la espalda, y gritó llena de hilaridad con la cara desencajada por el bullir de los músculos de la risa, y mientras ella reía, el perdedor derramó el lento llanto de la triste historia de su vida que se repetía cada día como si su ángel de la guarda tuviese alma de copista vocacional, fue inundando con su llanto toda la casa marcada de presencias de Felisa, y el mismo llanto salado se escapó en forma de melancólico manantial por el cristal roto de la ventana de la habitación de Felisa, y fue lavando las aceras toscamente empedradas, buscando el monte amnésico cuya tierra empapó hasta formar un río manso sin vida que en las noches de cambio de temperatura alza una densa bruma blanquecina llena de metáforas fantasmales, y mientras, los muebles y la mamá de Felisa flotaban como tablones en el triste océano de lágrimas grandes, porque los ojos del perdedor eran una fuente inacabable de pesares enquistados y sólidos que se derretían al calor de sus propias desgracias, y todos se hubieran ahogado de no ser por que entró nadando el pescadero y lanzó por la ventana al perdedor, que en su caída breve de un primer piso pensó en sus amigos y sus plantas hasta que el durísimo tacto de la tierra firme descabaló sus huesos y le hizo rebotar calle abajo como una rueda extraviada, el perdedor se levantó del suelo con la firme convicción de que estaba maldito, de que alguien con potestad para hacerlo le echó sobre su cabeza la infausta estrella de la mala ventura, y no supo si morirse en la soledad de una calle oscura, mientras el alcalde inauguraba en la plaza las primeras fiestas de su mandato divino, o echar a correr irracionalmente hasta que el cansancio le hiciese olvidar la pobreza de su espíritu, así que decidió lo segundo porque no podía morirse sin dejar algo escrito de mártir eterno ni dar las órdenes oportunas de cómo había de ser su entierro, y salió como una bala por todo el pueblo, procurando que su alma aletargada y sus rancios recuerdos de niño abandonado no pudieran seguirlo en su loco recorrido por esos callejones, donde vio gatos negros danzando alrededor de una sardina y a pobres paralíticos y a perros apedreados siguiendo los vientos de la basura, y corrió delante de la farmacia y de la carnicería y entre los nuevos cimientos de la catedral y pasó enfrente de esos locales de faroles rojos y por las tascas llenas de moscas y acabó confundido entre la multitud de la plaza que escuchaba al alcalde decir que durante las fiestas se suspendía bajo pena de infierno el consumo de alcohol, a lo cual abuchearon cien jóvenes que acabaron siendo colgados del palo de la bandera del ayuntamiento para que supieran los demás adolescentes que el alcalde no habla jamás en broma, y anunció que para mañana se construirá un sol artificial para que siempre sea verano en ese pueblo de su mandato, así como un toque de queda riguroso a partir de las tres de la madrugada, hora en que deben cerrarse todos los bares nocturnos porque lo que no se haya hecho a esa hora ya no se va a poder hacer por mucho que se empeñe la juventud alcohólica y cigarrera, que se cree que la vida empieza de noche con la ingestión inopinada de licores destilados provenientes de otros países, y que no sabe que la verdadera fiesta tiene que alimentar a los pobres y cobijar a los mendigos y restañar las heridas de los enfermos mientras el alcalde elige a la reina de la fiesta y sus dos damas de honor para encerrarse con ellas y provocarles unos cuantos hijos que lo sucedan cuando él muera y deje al pueblo en un plañidero abandono de ramos de flores y misales alrededor de su tumba de oro y marfil.

Un cohete salió zumbando hacia el cielo atardecido y explotó en una ordenación de chispas y estelas multicolores, y acto seguido la banda de música hizo sonar las primeras notas a sus instrumentos viejos para que la gente, igual que un enorme monstruo viscoso de cientos de cabezas, se arrancara a bailar al mismo tiempo la danza de los desheredados, muy parecida a un pasodoble, interpretado por parejas maduras que veían en sus movimientos la máxima libertad de sus pobres fantasías, la gran masa humana era impar y el perdedor se quedó sin nadie con quien bailar sentado en un banco de piedra y observando las risas alucinadas de los toscos bailarines, que besaban a sus parejas sin quitarse el palillo de la boca, y en el delirio de su mala suerte vio a Felisa de su frustración bailando adherida al cuerpo robusto del pescadero, que olía a muslos de mujer y a pescado de oferta, y tan bien bailaban y con tanta armonía que se formó un corro alrededor de ellos llenándolos de aplausos como si fueran el espectáculo sorpresa de unas fiestas decadentes, no lo pudo soportar el perdedor y se marchó a la zona de bares donde la juventud se hacinaba en las aceras muertos del aburrimiento de unos vasos sin alcohol, porque si no había whisky ni ron ni vodka ni ginebra no podía haber diversión ni dar rienda suelta a los deseos de conocer gente y de cortejar a las mujeres en celo que esperaban, en el fondo de su alma coqueta, una lucha cruenta y encarnizada de la que saliera un único vencedor con permiso para meterse dentro de sus bragas, pero no había alcohol, y el paso de las horas era lento y enfermizo, hasta que decidieron sacar las pastillas insípidas que traían la risa porque deformaban la realidad palpable, y en un abrir y cerrar de ojos los jóvenes saltaban y reían y se subían por las farolas creyéndose cosas que no eran, lo cual el perdedor envidió con tanto ímpetu que no paró hasta tragarse cinco o seis de esas píldoras que diluidas en sangre le hacían ver por fin que él no era un perdedor sino el jefe de una tropa de guerreros germánicos, y lo malo fue que los demás adolescentes también se lo creyeron, y a la luz de la luna de un viernes de fiestas el perdedor encabezaba una rebelión paranoica de combatientes medievales que arrasaban muertos de risa todo cuanto les salía al paso con la alucinógena intención de conquistar el pueblo y quemar las casas y llevarse a todas las mujeres, pero cuando ya habían saqueado cinco castillos templarios y habían pasado a cuchillo a los caballeros de Santiago, les dieron las tres de la mañana y las patrullas de la guardia personal del alcalde disparaban a matar para hacer respetar el toque de queda, el perdedor, con sus ojos desquiciados, disolvió a sus tropas y corrió a su casa bajo un fuego cruzado de balas firmadas por el señor alcalde, y una vez a cubierto estaba tan acelerado que no pudo escuchar la fornicación festiva que teníamos su hija y yo porque al fin había logrado concluir su novela.

El perdedor no lograba tranquilizarse porque, joder, cómo se iba a tranquilizar si de todos los cajones de su casa se descolgaban racimos de pitufos azules y marchaban en formación desfilando con disciplina militar, y de las lámparas se columpiaban perezosos con el rabo retorcido, peludos y sonrientes, y de los armarios como tumbas verticales salía un estruendo de murciélagos y quince vampiros rojinegros que hacían relucir sus colmillos manchados de yugular, y el perdedor decía qué puta cosa es esta, porque las baldosas se desencajaban por la fuerza subterránea de las mandíbulas de los cocodrilos del subsuelo y de las gigantescas plantas carnívoras que derramaban espumosas babas cuyas manchas no se podrían limpiar jamás, y se echó las manos a la cabeza cuando las mesas y las sillas salieron a bailar un vals y las figuras de los cuadros pasaban de un marco a otro desordenando el paisaje del arte, y casi le llegó la locura cuando reparó en que el techo estaba repleto de gente dormida con el sueño de la ingravidez, el perdedor se echó a reír con el histerismo de una hiena chillona porque todo le hacía gracia y veía todo lo que él quería ver, de manera que salieron de todas las puertas cientos de Felisas desnudas practicando números lésbicos y llenándolo de susurros verriondos aunque por sus bocas asomaban lenguas viperinas y cucarachas e insectos trompeteros, pero él se reía, se reía como jamás se había reído, y era lógico, porque aparecieron flotando en el aire blancas sábanas con remiendos de costurera dieciochesca, pero eso fue después de que surgiera de la nada una veintena de espejos que deformaban los volúmenes de los dinosaurios que cruzaban por su salón cagándose en las fauces de las plantas antropófagas, el perdedor se retorcía de risa en un foso improvisado de gusanos pilosos y saltaba por el aire y se enganchaba a esas lianas tropicales que caían del techo, y del tiro de la chimenea llegó el esqueleto de un violonchelista vienés que puso música a ese aquelarre de fantasías perturbadoras.

Nosotros, desde mi alcoba incendiada por el ardor del sexo, lo oímos reír y gritar y dar golpes con los pies, pero se calló de súbito cuando sonó alto y claro una noche más el aullido infernal de la perra Kira, la perra sin dueño, encerrada y famélica que según el perdedor interpretaba con sus quejidos obscenos la llegada de las huestes del diablo, el perdedor trazó con su rostro drogado la rúbrica de la tragedia y volvió a echar los pestillos a las puertas y a cerrar las ventanas y a obturar el tiro de la chimenea para que no pudiera entrar la muerte a besarle los labios, Kira aullaba una y otra vez y parecía una voz humana pronunciando horrendos berridos de dolor y crueldad, el perdedor subió a su habitación y se encontró con los cadáveres de cien niños muertos sin bautizar con una estaca de madera clavada en el corazón, dio un alarido de espanto y huyó por toda la planta de arriba con la certeza de que algo oscuro e invisible lo seguía a sus espaldas, pero se volvía y no encontraba nada, y sin embargo lo oía respirar en su nuca abrasándolo con el infernal fuego de su aliento, se metió en el lavabo y se mojó el rostro con agua fría y al mirarse en el espejo vio detrás de él un buitre leonado desplegando sus enormes alas, y por el suelo se enroscaba una enorme anaconda con crestas de brontosaurio, salió atropelladamente del baño y bajó por las escaleras huyendo de su delirio porque allí donde mirara aparecían seres fabulosos escapados del bestiario de sus miedos, y avanzaban hacia él con los brazos extendidos para arrancarle la piel a tiras mientras de algún lugar lejano acudía el aullido de la perra, aullaba y aullaba sin tregua como si interpretase un redoble de trompetas apocalípticas, el perdedor quiso salir de su casa, que se había convertido en una cárcel de los hijos del averno, pero la puerta estaba custodiada por un león de dos cabezas con ancas de sapo, el perdedor se golpeó contra las paredes y reptó debajo de la mesa del salón y allí se acurrucó muerto de espanto sin poder dejar de oír los gemidos incesantes de Kira en el final de una noche donde había intervalos de silencio hasta que a los aullidos de la fiera los acompañaron los quejidos de enferma de la vecina, que no podía soportar el dolor que le deshacía los huesos y que tampoco podía oír los gritos del perdedor, que asomado a la ventana decía con todas sus fuerzas muérete ya, vieja zorra, pero la vieja no escuchaba nada desde su mausoleo de inconsciencia y seguía haciendo el contrapunto al aullar terrorífico de la pobre perra Kira, el perdedor se tapaba los ojos para no ver más sacrilegios en su salón, donde nunca pasaba nada, se hundió en su sillón y allí encajado le sobrevino un cansancio de siglos, un dolor en las articulaciones y un escozor de ojos que interpretó como el veneno mortal que tarde o temprano empapa a los hombres, y gritó con todas sus ya débiles fuerzas porque sabía que se moría, que era verdad, que cuando una perra aúlla es que alguien va a morir, y siguió pronunciando frases descabaladas sobre su entierro y lo que teníamos que hacer con sus plantas y sus pájaros y el lagarto de las escamas brillantes, algo dijo también sobre Felisa, pero ya estaba perdiendo el conocimiento y la cabeza se le descolgó sobre el pecho, y mientras Kira aullaba al sol naciente y la vieja recibía el amanecer con la esperanza de que fuera el último, el perdedor se quedó dormido y no habría de despertar hasta muchas horas más tarde.

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