Kim

Kim


Capítulo 15

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Capítulo 15

No cedería el paso a un emperador,

Mantendría mi camino ante un rey.

Ante la triple corona, no me inclinaría,

¡Pero esto es algo diferente!

Yo no lucharé contra los poderes del Aire,

¡Centinela, déjale pasar!

Puente levadizo abajo, Él es el Señor de todos nosotros,

¡El soñador cuyo sueño se hizo realidad!

El asedio de las hadas

Doscientas millas al norte de Chini, sobre los esquistos azules de Ladakh, está el sahib Yankling, el hombre alegre, inspeccionando indignado las cimas a través de los anteojos, en busca de alguna señal de su batidor favorito, un hombre de Ao-chung. Pero el renegado, con un nuevo rifle Männlicher y doscientos cartuchos, está en otra parte cazando almizclero para vender en el mercado y el sahib Yankling se enterará la próxima temporada de lo muy enfermo que ha estado.

Valle de Bushahr arriba —las águilas de vista larga de los Himalayas se desvían ante su nueva sombrilla a rombos, azul y blanca— se apresura un bengalí, una vez gordo y bien parecido, ahora flaco y desmejorado por la intemperie. Ha recibido las gracias de los dos distinguidos extranjeros, a los que dirigió, no sin habilidad, hacia el túnel de Mashobra que conduce a la capital grande y bulliciosa de la India.

No fue culpa suya que, envueltos en neblinas húmedas, los condujera de largo por delante de la estación de telégrafos y de la colonia europea de Kotgarh. No fue culpa suya, sino de los dioses, sobre quienes soltaba discursos entretenidos, que les condujera a la frontera de Nahan, donde el rajá de ese Estado los tomó por desertores de la soldadesca británica. El babu Hurree le explicó la grandeza y gloria de sus compañeros en su propio país, hasta que el aletargado reyezuelo sonrió. Dio explicaciones a todo aquel que preguntó… muchas veces, en voz alta, de todas las formas posibles. Mendigó comida, se ocupó del alojamiento, demostró ser un médico hábil para un herida de ingle —un golpe como el que uno puede recibir rodando por una ladera rocosa en la oscuridad— y era indispensable en todos los aspectos. El motivo de su amistad le honraba. Como millones de otros siervos, había aprendido a considerar a Rusia como el gran liberador del norte. Era un hombre miedoso. Había temido no poder salvar a sus ilustres patrones de la ira de un campesinado revuelto. Él mismo no tendría nada que objetar a golpear a un santo, pero… Estaba profundamente agradecido y sinceramente contento por haber hecho «lo poco que había podido», llevando la aventura hacia —dejando a un lado el equipaje perdido— un final exitoso. Había olvidado los golpes; negado que los hubiera habido aquella indigna primera noche bajo los pinos. No pedía ni pensión ni avance de honorarios pero, si le consideraban digno de ello, ¿podrían escribirle una recomendación? Le podría resultar útil más tarde, si otros amigos suyos llegaban por los pasos. Les rogó que le recordaran en sus futuras grandezas, porque «opinaba sutilmente» que él, incluso él, Mohendro Lal Dutt, M.A. de Calcuta, le había «hecho un servicio al Estado».

Le dieron un certificado alabando su cortesía, disponibilidad y habilidad infalible como guía. Hurree lo metió en su cinto y lloró de emoción; se habían enfrentado juntos a tantos peligros. A plena luz del mediodía les guio a lo largo del Malí de Simia, lleno de gente, hasta el Banco Alianza, donde deseaban probar su identidad. Luego desapareció como una pequeña nube del alba sobre el Jakko.

Miradle, demasiado chupado para sudar, demasiado apurado para pregonar las medicinas de su pequeña caja chapada en latón, ascendiendo la pendiente de Shamlegh, un hombre justo convertido en perfecto. Observadle, dejando a un lado todas sus ínfulas de babu, fumando al mediodía sobre un catre, mientras una mujer con un tocado de turquesas señala al sureste a través de la hierba desnuda. Las camillas, dice ella, no viajan tan rápido como los hombres solos, pero sus pájaros deben estar ahora en la llanura. El santo no quería quedarse aunque Lispeth le insistió. El babu gime con amargura, se prepara mentalmente y se pone en camino otra vez. No le gusta viajar después del ocaso; pero sus marchas diarias —aunque no hay nadie que las haya anotado en un registro— asombrarían a la gente que ridiculiza su raza. Campesinos amables, recordando al vendedor de medicinas de Dacca de hacía dos meses, le dan cobijo contra los malos espíritus del bosque. Sueña con dioses bengalíes, libros de texto de la universidad y la Real Sociedad de Londres, Inglaterra. Al amanecer siguiente la sombrilla saltarina blanquiazul continúa su camino.

Al límite del Doon, con Mussoorie muy lejano ya a sus espaldas y enfrente las extensas llanuras de polvo dorado, descansaba una camilla desgastada en la cual, toda la montaña lo sabe, yace un lama enfermo que busca un río para su curación. Los pueblos casi llegan a las manos disputándose el honor de transportarle, no sólo porque el lama les ha dado bendiciones, sino también porque su discípulo les ha pagado buen dinero, un tercio entero de los precios de los sahibs. Doce millas al día ha recorrido el dooli, como muestran los extremos engrasados y rozados de los agarres, y por caminos que pocos sahibs usan. Por el paso del Nilang, en una tormenta donde el polvo de nieve flotando rellenaba cada pliegue del ropaje del impasible lama; cruzando entre los negros picos de Raieng, donde oyeron el silbido de las cabras salvajes entre las nubes; dando bandazos y precipitándose hacia abajo sobre esquisto; sostenido con fuerza entre los hombros y con la mandíbula apretada cuando contornearon las terribles curvas de la Carretera Cortada por debajo de Bhagirati; balanceándose y crujiendo al ritmo del trote corto y regular en el descenso al Valle de las Aguas; apresurándose a lo largo de los húmedos terrenos de ese valle encerrado; subiendo más y más, y de nuevo en terreno abierto para encontrarse con las ráfagas rugientes que soplan de Kedarnath; dejado en el suelo al medio día bajo la sombra parda de agradables bosques de robles; pasando de pueblo en pueblo en la helada matinal, cuando incluso se les puede perdonar a los devotos por soltar juramentos a santos impacientes; a la luz de la antorcha, cuando incluso los menos temerosos piensan en fantasmas, el dooli ha alcanzado su última etapa. Los montañeses de baja estatura sudan en el calor creciente de los bajos Siwaliks y se reúnen alrededor de los sacerdotes para recibir sus bendiciones y sus pagas.

—Habéis adquirido mérito —dice el lama—. Un mérito más grande de lo que os imagináis. Y volveréis a las montañas —suspira el anciano.

—Por descontado. A las altas montañas tan pronto como sea posible.

El porteador frota sus hombros, bebe agua, la escupe otra vez y reajusta sus sandalias de esparto. Kim, con cara demacrada y fatigada, les paga con pequeñas monedas de plata que saca de su cinto, levanta la bolsa de provisiones, mete un paquete de hule —los escritos sagrados— entre las ropas de su pecho y ayuda al lama a ponerse de pie. La paz ha vuelto de nuevo a los ojos del anciano y no espera que las montañas se derrumben y le aplasten como hizo aquella noche terrible cuando el río desbordado les demoró.

Los hombres izaron el dooli y balanceándolo desaparecieron de la vista entre una fronda de matorrales.

El lama alzó una mano hacia la muralla del Himalaya.

—No cayó en ti, ¡oh bendita entre todas las montañas!, la flecha de Nuestro Señor. ¡Y nunca volveré a respirar tus aires otra vez!

—Pero tú eres diez veces más fuerte en este aire bueno —dijo Kim, porque su alma fatigada se sentía atraída por las llanuras bien cultivadas y amables—. Aquí o por aquí, cayó la flecha, sí. Iremos muy despacio, quizás un koss por día, porque la búsqueda no fracasará. Pero la bolsa pesa mucho.

—Ay, nuestra búsqueda no fracasará. He evitado una gran tentación.

Ahora, nunca hacían más de un par de millas al día y los hombros de Kim soportaban el peso de todo, la carga de un hombre viejo, la carga de una bolsa de provisiones con los libros con cierre metálico dentro, el peso de los escritos sobre su corazón y los detalles de las faenas cotidianas. Mendigaba al alba, colocaba las mantas para la meditación del lama, le sostenía la cansada cabeza en su regazo durante los calores del mediodía, espantándole las moscas hasta que le dolían las muñecas, mendigaba de nuevo al anochecer y masajeaba los pies del lama, quien le recompensaba con la promesa de la liberación, ese día, al siguiente o, como muy tarde, al próximo.

—Nunca hubo un chela así. Me pregunto a veces si Ananda cuidó más fielmente a Nuestro Señor. ¿Y tú eres un sahib? Cuando era un hombre, hace mucho mucho tiempo, siempre lo olvidaba. Ahora te miro a veces y me acuerdo cada vez de que tú eres un sahib. Es extraño.

—Tú has dicho que no hay ni blanco ni negro. ¿Por qué me fastidias con esta charla, santo? Déjame masajearte el otro pie. Me saca de quicio. No soy un sahib. Soy tu chela, y mi cabeza me pesa sobre los hombros.

—¡Ten un poco de paciencia! Alcanzaremos la liberación juntos. Entonces tú y yo en la alejada orilla del río contemplaremos nuestras vidas como en las montañas veíamos nuestra marcha diaria marcada detrás de nosotros. Quizás una vez yo fuera un sahib.

—Nunca hubo un sahib como tú, te lo juro.

—Estoy seguro de que el Conservador de las Imágenes de la Casa de las Maravillas fue un abad muy sabio en una vida anterior. Pero incluso sus anteojos no permiten a mis ojos ver. Caen sombras cuando miro fijamente. No importa, conocemos los trucos del pobre y estúpido esqueleto, sombra que cambia a otra sombra. Estoy atado por la ilusión del tiempo y el espacio. ¿Cuánto hemos recorrido hoy en carne y hueso?

—Quizás medio koss. (Tres cuartos de milla) —y fue una marcha muy ardua.

—Medio koss. ¡Ha! He recorrido diez mil veces mil con el espíritu. Cuán envueltos, vendados y enrollados estamos todos en estas cosas sin sentido.

Miró su delgada mano de venas azules que encontraba las cuentas tan pesadas.

Chela, ¿nunca tienes deseos de dejarme?

Kim pensó en el paquete de hule y en los libros de la bolsa de provisiones. Si tan solo alguien debidamente autorizado se hiciera cargo de ellos, el Gran Juego podría jugarse por sí solo para todo lo que le importaba a él en ese momento. Estaba cansado, la cabeza le ardía y una tos que venía del estómago le preocupaba.

—No —dijo casi con severidad—. No soy un perro o una serpiente para morder cuando he aprendido a amar.

—Eres demasiado considerado conmigo.

—Eso tampoco. He arreglado un asunto sin consultarte. He enviado un mensaje a la mujer de Kulu, por esa mujer que esta mañana nos dio la leche de cabra, diciendo que tú estabas un poco débil y necesitarías una camilla. Me daría de cabezazos por no haberlo hecho cuando entramos en el Doon. Nos quedaremos en este sitio hasta que la camilla venga.

—Me alegro. Es una mujer con un corazón de oro, como dices, pero es parlanchina… un poco parlanchina.

—No te molestará. Ya me he encargado de eso también. Santo, mi corazón está muy pesaroso por mis muchos descuidos para contigo. —Un nudo de nervios le subió por la garganta—. Te he hecho caminar demasiado lejos; no siempre he conseguido buena comida para ti; no he tenido en cuenta el calor; he hablado con gente por el camino y te he dejado solo… He… He… ¡Hai mai! Pero te quiero… y es demasiado tarde… he sido un niño… Oh, ¿por qué no he sido un hombre?… —Sobrepasado por la tensión, la fatiga y el peso excesivo para su edad, Kim se derrumbó y lloró a los pies del lama.

—¿Qué cosas dices? —dijo el anciano amablemente—. Tú nunca te has alejado ni el ancho de un pelo del camino de la obediencia. ¿Descuidarme a mí? Niño, he vivido de tu fuerza como un viejo árbol vive de la cal de un nuevo muro. Día a día, desde que partimos de Sham-legh, te he robado fuerza. Por eso, y no por un pecado tuyo, estás debilitado. Es el cuerpo, el tonto y estúpido cuerpo, el que habla ahora. No el Alma sólida. ¡Consuélate! Aprende a conocer al menos los demonios con los que luchas. Nacen de la tierra, hijos de la ilusión. Iremos a la mujer de Kulu. Ella adquirirá mérito albergándonos y, especialmente, atendiéndome. Tú tienes que corretear libre hasta que te vuelvan las fuerzas. Había olvidado al estúpido cuerpo. Si hay alguna culpa, yo la tengo. Pero estamos demasiado cerca de las puertas de la liberación para sopesar las culpas. Puedo hacerte cumplidos ¿pero qué necesidad hay? En poco tiempo, en muy poco tiempo, estaremos sentados más allá de todas nuestras necesidades.

Y así, el lama acarició y consoló a Kim con sabios refranes y textos serios sobre ese animal poco comprendido, nuestro cuerpo, que no siendo sino ilusión, insiste en pretender ser el alma para oscurecernos el camino y multiplicar al infinito los demonios innecesarios.

—¡Hai!, ¡hai! Hablemos de la mujer de Kulu. ¿Crees que pedirá otro conjuro para sus nietos? Cuando yo era un hombre joven, hace mucho tiempo, estaba aquejado por esos vapores, y algunos otros, y recurrí a un abad, un hombre muy santo y un buscador de la verdad, aunque entonces no lo sabía. ¡Siéntate y escucha, niño de mi alma! Le conté mi historia. Y él me dijo: «Chela, aprende esto. Hay muchas mentiras en el mundo, y no pocos mentirosos, pero no hay mayores mentirosos que nuestros cuerpos, excepto quizás las sensaciones de nuestros cuerpos». Considerando esto me consolé y por su gran bondad toleró que yo bebiera té en su presencia. Tolera ahora tú que beba té porque estoy sediento.

Con una sonrisa entre las lágrimas, Kim besó los pies del lama y se puso a preparar el té.

—Tú te apoyas en mí con el cuerpo, santo, pero yo me apoyo en ti para otras cosas. ¿Lo sabes?

—Lo he adivinado, quizás —y los ojos del lama lanzaron un destello—. Tenemos que cambiar eso.

Así que, cuando en medio de riñas y peleas, y con aires de importancia, surgió nada menos que el palanquín favorito de la sahiba enviado desde una distancia de veinte millas, a cargo del mismo viejo sirviente urya de pelo canoso, y una vez llegados al desordenado orden de la de la casa blanca, larga y laberíntica, más allá de Saharunpore, el lama tomó sus medidas.

Después de los mutuos cumplidos, la sahiba dijo con alegría desde una ventana superior:

—¿De qué valen los consejos de una mujer vieja a un hombre viejo? Te lo dije… te lo dije, santo, que le echaras un ojo al chela. ¿Y qué has hecho? ¡No me lo cuentes! Lo sé. Ha estado correteando con mujeres. Mira sus ojos, hundidos y ojerosos, ¡y la línea delatadora de nariz para abajo! ¡Le han pasado por el tamiz! ¡Fie! ¡Fie! ¡Y siendo como es sacerdote!

Kim levantó los ojos, demasiado agotado para sonreír y sacudió la cabeza para negarlo.

—No bromees —dijo el lama—. No hay tiempo para eso. Estamos aquí por razones de peso. Una enfermedad del alma me agarró en las montañas y a él una enfermedad del cuerpo. Desde entonces he vivido de su fuerza… consumiéndole.

—Niños, los dos juntos, el joven y el viejo —dijo la anciana con tono desdeñoso, pero se guardó de hacer más bromas—. ¡Que esta hospitalidad de ahora os permita restableceros! Espera un poco y vendré a charlar sobre las buenas y altas montañas.

Por la noche —su yerno había vuelto así que no necesitaba hacer la ronda de inspección de la hacienda—, la sahiba se enteró de los detalles de la historia, explicados en voz baja por el lama. Las dos viejas cabezas asintieron al unísono con sabiduría. Kim se había retirado a una habitación con un catre y había caído en un sopor febril. El lama le había prohibido colocarle mantas o conseguirle comida.

—Lo sé… lo sé. ¿Quién mejor que yo? —dijo la anciana desternillándose de risa—. Nosotros, que bajamos a los ardientes ghats, nos agarramos a las manos de los que suben del río de la vida con jarros llenos de agua, sí, jarros rebosantes de agua. No le hice justicia al chico. ¿Te prestó su fuerza? Es cierto que los viejos devoran a los jóvenes día a día. Ahora debemos conseguir que se reponga.

—Has adquirido mérito muchas veces, sahiba

Mi mérito. ¿Qué es eso? Un viejo saco de huesos haciendo curries para hombres que no preguntan siquiera: «¿Quién cocinó esto?». Ahora que si quedara en reserva para mi nieto…

—¿El que tenía el dolor en la barriga?

—¡Pensar que el santo recuerda eso! Tengo que contárselo a su madre. ¡Ese es un honor especial! «El que tenía dolor de barriga»… el santo lo recordó inmediatamente. No se pondrá orgullosa ni nada.

—Mi chela es para mí como un hijo para los que no están iluminados.

—Di más bien «nieto». Las madres no tienen la sabiduría de nuestros años. Si un niño llora piensan que se les cae el cielo encima. Pero una abuela tiene la suficiente distancia del dolor del parto y del placer de dar el pecho para distinguir si un grito es pura maldad o gases. Y puesto que hablas de nuevo de gases, la última vez que el santo estuvo aquí, quizás le ofendí presionándole con los conjuros.

—Hermana —dijo el lama, usando la forma que un monje budista emplea a veces para dirigirse a una monja—, si los conjuros te consuelan…

—Son mejores que diez mil médicos.

—Digo que si te consuelan, yo, que fui abad de Such-zen, te haré tantos como puedas desear. Nunca he visto tu cara…

Eso incluso los monos que roban nuestros nísperos lo consideran una suerte. ¡Hee! ¡Hee!

—Pero como aquel que duerme allí dice —señaló con la cabeza hacia la puerta cerrada de la habitación de invitados, al fondo del patio delantero— tienes un corazón de oro… Y en mi espíritu, él es para mí como mi propio «nieto».

—¡Bien! Soy la vaca del santo. —Este comentario era totalmente hinduista, pero el lama no le prestó atención—. Soy vieja. He llevado hijos en mi vientre. ¡Oh, hubo un tiempo en el que podía gustar a los hombres! Ahora puedo curarles. —El lama oyó sus brazaletes tintinear como si se remangara para entrar en acción—. Me encargaré del chico, le medicaré, le cebaré y le pondré sano. ¡Hai!, ¡hai! Nosotros, la gente vieja, todavía entendemos algo.

Por ello, cuando Kim, al que le dolía cada hueso del cuerpo, abrió los ojos y se dispuso a ir a la zona de la cocina para recoger la comida de su maestro, se encontró con una fuerte coerción a su alrededor y con una figura vieja con velo en la puerta, flanqueada por el sirviente canoso, que le enumeró con toda precisión las cosas que de ninguna manera podría hacer.

—¿Tú tienes que qué? Tú no tienes que nada. ¿Qué? ¿Un cofre con cerradura en el que guardar libros santos? Oh, eso es otra cosa. ¡El Cielo no permita que me interponga entre un sacerdote y sus oraciones! Te lo traerán y tú guardarás la llave.

Empujaron el cofre bajo su catre y Kim, con un gemido de alivio, guardó allí la pistola de Mahbub, el paquete de hule con las cartas, los libros con cierre y los diarios. Por alguna absurda razón su peso sobre sus hombros no era nada comparado con el peso sobre su pobre mente. Por las noches le dolía el cuello por ello.

—La tuya es una enfermedad poco común en la juventud de hoy; desde que la gente joven ha dejado de cuidar a sus mayores. El remedio es dormir y ciertas pociones —dijo la sahiba; y Kim se alegró de entregarse al vacío que lo amenazaba y lo tranquilizaba a un tiempo.

La sahiba elaboró pócimas en una misteriosa habitación asiática equivalente a una destilería, unos brebajes pestilentes y de peor sabor. Se inclinaba sobre Kim hasta que bajaban y preguntaba exhaustivamente después de que habían subido. Impuso una prohibición de pasar por el patio delantero y la puso en práctica por medio de un hombre armado. Es verdad que este pasaba de los setenta, que su espada envainada se acababa bajo la empuñadura, aún así representaba la autoridad de la sahiba y carros cargados, sirvientes charlando, terneros, perros, gallinas y demás, daban un amplio rodeo por esa parte. Lo mejor de todo fue que, una vez depurado el cuerpo, la sahiba separó de la masa de parientes pobres que llenaban la parte trasera del edificio —perros domésticos, les llamamos— a la viuda de un primo, hábil en lo que los europeos, que no entienden nada de ello, llaman masaje. Y las dos colocaron a Kim hacia el este y hacia el oeste, para que las misteriosas corrientes terrestres que activan el barro de nuestros cuerpos ayudaran y no obstaculizaran, le descompusieron por partes, durante toda una larga tarde, hueso por hueso, músculo por músculo, ligamento por ligamento y finalmente, nervio por nervio. Le masajearon hasta convertirle en una pulpa indolente, medio hipnotizada por el continuo caer y sujetar de los incómodos chadores[165] que cubrían los ojos de las mujeres. Kim se deslizó a diez mil millas de profundidad en un marasmo de treinta y seis horas, que le empapó como la lluvia empapa la tierra agrietada tras una sequía.

Luego le alimentó y la casa entera giró alrededor de sus órdenes. Hizo que mataran aves; envió a buscar verduras, sacándole con ello sudores al jardinero, serio, lento de pensamiento y casi tan viejo como ella; la sahiba cogió especies, leche, cebolla, pescado pequeño de los arroyos, luego limas para sorbetes, codornices engordadas en los fosos, después hígados de pollo en brocheta con jengibre en rodajas entremedio.

—He visto un poco de este mundo —dijo sobre las bandejas llenas—, y en él no hay más que dos tipos de mujeres: Las que absorben la fuerza de un hombre y las que se la devuelven. Una vez fui la primera, ahora soy la segunda. Nay, no juegues al sacerdotito conmigo. No era más que una broma. Si ahora no hace al caso, ya lo hará cuando tomes de nuevo el camino. Prima —esto a la pariente pobre que nunca se cansaba de exaltar la caridad de su benefactora—, su piel está cogiendo brillo como la de un caballo recién cepillado. Nuestro trabajo es como pulir joyas para ser arrojadas a una bailarina, ¿eh?

Kim se sentó en su lecho y sonrió. La terrible debilidad se le había ido como una vieja piel. Su lengua le picaba por poder hablar otra vez sin cortapisas; aunque no hiciera ni una semana, la más simple palabra se le atascaba como si fuera ceniza. El dolor en su cuello (lo debió coger del lama) se había ido junto con los fuertes dolores de dengue[166] y el mal sabor de boca. Las dos viejas mujeres, ahora un poco más cuidadosas con sus velos, aunque no mucho más, cloqueaban tan alegres como las gallinas que habían entrado picoteando por la puerta abierta.

—¿Dónde está mi santo? —preguntó Kim.

—¡Óyele! Tú santo está bien —replicó la sahiba con malicia—. Aunque no sea por mérito suyo. Si supiera un conjuro para hacerle más sensato, vendería todas mis joyas y lo compraría. Rechazar la buena comida que cociné yo misma… e irse dos noches vagando por los campos con el estómago vacío… y al final ir a caerse en un arroyo… ¿llamas a eso santidad? Y entonces, después de haberme roto casi de ansiedad lo que tú has dejado de mi corazón, va y me dice que ha adquirido mérito. ¡Oh qué parecidos son todos los hombres! No, no fue así… me dijo que estaba libre de todo pecado. Yo podría haberle dicho eso, antes de que se mojara entero. Ahora está bien, eso sucedió hace una semana, ¡pero líbrame de tal santidad! Un niño de tres años sabe cuidarse mejor. No te inquietes por el santo. Él tiene los dos ojos puestos en ti, cuando no anda vadeando nuestros arroyos.

—No recuerdo haberle visto. Recuerdo que los días y las noches pasaron como líneas en blanco y negro, abriéndose y cerrándose. No estaba enfermo; sólo estaba cansado.

—Un letargo que viene por sí mismo unos cuantos años más tarde. Pero ahora ya ha pasado.

—Maharaní —empezó a decir Kim, pero alertado por la mirada en los ojos de la anciana, cambió al título de simple cariño—. Madre, te debo mi vida. ¿Cómo te puedo dar las gracias? Diez mil bendiciones sobre tu casa y…

—¡Que la casa sea desbendecida! (Imposible repetir con exactitud las palabras de la vieja dama). Agradéceselo a los dioses como sacerdote si quieres, pero agradécemelo, si te apetece, como un hijo. ¡Cielos! ¿Te he cambiado de posición y levantado y palmeado y retorcido tus diez dedos para que me lances sermones a la cabeza? En algún sitio una madre debió de darte a luz para que le partieras el corazón. ¿Cómo se lo agradeciste a ella…, hijo?

—No tengo madre, madre mía —contestó Kim—. Me dijeron que murió cuando era pequeño.

¡Hai mai! Entonces nadie puede decir que le robé a ella un derecho si… en cuanto tomes el camino de nuevo y esta casa no sea más que una de las miles usadas como refugio y olvidadas, después de una bendición lanzada con facilidad. No importa. No necesito bendiciones, sino… sino… —Y golpeando el suelo con el pie se dirigió a la pariente pobre—. Lleva estas bandejas a la casa. ¿Para qué sirve la comida pasada en la habitación, oh mujer de mal agüero?

—En mi época yo también di a luz a un hijo, pero murió —gimoteó la otra figura hermana inclinada tras el chador—. ¡Tú sabes que él murió! Sólo esperaba la orden de retirar la bandeja.

—Soy yo la mujer de mal agüero —lloró la vieja dama arrepentida—. Nosotros, los que bajamos a los chattris (las grandes sombrillas sobre los ghats ardientes donde el sacerdote recoge los últimos pagos), nos agarramos con fuerza a los portadores de los chattis (jarros de agua; quería decir la gente joven llena de alegría de vivir, pero el juego de palabras es torpe). Cuando uno no puede bailar en la fiesta, uno debe mirar por la ventana y hacer de abuela se lleva todo el tiempo de una mujer. Tu maestro me da ahora todos los conjuros que deseo para el hijo mayor de mi hija, puesto que, ¿es así?, está enteramente libre de pecado. El hakim ha decaído mucho estos días. Va por ahí envenenando a mis sirvientes a falta de alguien mejor.

—¿Qué hakim, madre?

—El mismo hombre de Dacca que me dio la pastilla que me desgarró en tres partes. Apareció hace una semana como un camello perdido, jurando que él y tú habíais sido hermanos de sangre allá arriba en el camino de Kulu, y aparentando una gran preocupación por tu salud. Estaba muy delgado y hambriento, así que di órdenes para que le cebaran también… ¡a él y a su preocupación!

—Quisiera verlo si está aquí.

—Come cinco veces al día y pincha los pequeños furúnculos de mis mozos para salvarse a sí mismo de una apoplejía. Está tan ansioso por tu salud que se queda en la puerta de la zona de cocina y se mantiene con los restos. Se nos quedará aquí plantado. No nos libraremos de él nunca.

—Envíale aquí, madre —el brillo volvió a los ojos de Kim por un segundo— y yo intentaré echarle.

—Le enviaré, pero espantarle no sería bueno. Al fin y al cabo tuvo el sentido común de pescar al santo en el arroyo, adquiriendo mérito de esa forma, como el santo no dijo.

—Es un hakim muy sabio. Envíamelo, madre.

—¿Un sacerdote alabando a otro sacerdote? ¡Qué milagro! Si es amigo tuyo de verdad (porque reñisteis durante vuestro último encuentro) le obligaré a venir aquí con un ronzal y… y después le daré un cena digna de su casta, hijo mío… ¡Levántate y ve el mundo! Estar postrado en la cama es la madre de los setenta demonios… ¡hijo mío!, ¡hijo mío!

La sahiba salió al trote para desatar un tifón en la parte de la cocina y casi sobre su sombra entró el babu envuelto en tela hasta los hombros como un emperador romano, mofletes como Tito, la cabeza descubierta, nuevos zapatos de charol y en el grado superlativo de gordura, exudando alegría y saludando.

—Por Júpiter, señor O’Hara, pero qué contento estoy de verle. Cerraré amablemente la puerta. Es una lástima que se encuentre mal. ¿Está muy enfermo?

—Los papeles… los papeles del kilta. ¡Los mapas y la murasla! —Kim le alargó la llave con impaciencia porque en ese momento la única necesidad de su alma era deshacerse del botín.

—Tiene mucha razón. Es correcta perspectiva departamental a adoptar. ¿Lo tiene todo?

—Cogí todo lo que estaba escrito a mano en el kilta. El resto lo tiré montaña abajo. —Podía oír la llave arañando la cerradura, el sonido del hule pegajoso difícil de desgarrar y un rápido revuelo de papeles. Durante los días inactivos de la enfermedad, le había irritado hasta la exasperación el saber que los tenía debajo: Una carga que no podía traspasar. Por esa razón, la sangre le cosquilleó por el cuerpo cuando Hurree, brincando como un elefante, le dio de nuevo la mano.

—¡Esto está bien! ¡Esto está muy bien! ¡Señor O’Hara! Usted ha, ¡ha!, ¡ha!, les ha dejado con lo puesto. ¡Ellos me dijeron que era el trabajo de ocho meses volatilizado en el aire! Por Júpiter, ¡cómo me golpearon!… Mire, ¡aquí está la carta para Hilás! —Entonó una línea o dos del persa de la corte, que es la lengua de la diplomacia autorizada y desautorizada—. El señor sahib rajá ha metido la pata hasta el cuello. Tendrá que explicar ofeecialmente cómo demonios es que escribe cartas de amor al zar. Y los mapas son muy inteligentes… y hay tres o cuatro primeros ministros de estas tierras implicados en la correspondencia. ¡Por los dioses, sar! El Gobierno inglés cambiará la sucesión de Hilás y Bunár y designará a sus herederos al trono. «Traición de lo más despreciable»… pero ¿usted no entiende nada?, ¿eh?

—¿Está todo en tus manos? —dijo Kim. Era todo lo que le importaba.

—Puede apostar que lo está. —El babu Hurree guardó todo el tesoro alrededor de su cuerpo, como sólo los orientales pueden hacer—. Esto va a ir a la oficina también. La vieja señora piensa que soy apéndice fijo aquí, pero me iré de inmediato con todo. El señor Lurgan estará orgulloso. Está ofeecialmente subordinado a mí, pero incorporaré su nombre en mi informe verbal. Es una pena que no se nos permitan informes escritos. Nosotros, los bengalíes, destacamos en las ciencias exactas. —Le lanzó la llave de vuelta y mostró el cofre vacío.

—Bien. Eso está bien. Estaba muy cansado. Mi santo estaba también cansado. Y cayó en…

—Oah, sí. Soy su buen amigo, se lo digo. Estaba comportándose de forma extraña cuando bajé detrás de ustedes y pensé que quizás él tuviera los papeles. Le seguí en sus meditaciones y para discutir también temas etnológicos. Sabe, aquí soy una persona muuy insignificante estos días, en comparación con todos sus conjuros. Por Júpiter, O’Hara, ¿sabe que el viejo padece enfermedad de ataques? Ssí, digo. Cataléptico, si no incluso epiléptico también. Le encontré en tal estado bajo un árbol in articulo mortem[167], de golpe se puso en pie y saltó a un arroyo y casi se ahoga si no es por mí. ¡Yo le saqué!

—¡Porque yo no estaba allí! —dijo Kim—. Podría haber muerto.

—Sí, podría haber muerto, pero ahora está seco y afirma que ha sufrido transfiguración. —El babu se golpeó la frente con aire entendido—. Tomé notas de sus aseveraciones para Real Sociedad, in posse[168]. Tiene que darse prisa, ponerse bueno, volver a Simia y le contaré toda mi historia en casa de Lurgan. Fue genial. Las culeras de sus pantalones estaban en bastante mal estado y el viejo rajá Nahan pensó que eran soldados europeos desertores.

—Oh, ¿los rusos? ¿Cuánto tiempo estuvieron contigo?

—Uno era francés. ¡Oh, días y días y días! Ahora toda la gente de la montaña cree que todos los rusos son mendigos. ¡Por Júpiter!, no tenían una maldita cosa que yo no les hubiera conseguido. Y le conté a la gente… oah, ¡tales historias y anécdotas! Se las contaré en casa del viejo Lurgan, cuando suba. Tendremos, ah, ¡una velada divertida! ¡Tenemos de qué enorgullecemos! Ssí, y ellos me dieron una recomendación. Eso es lo mejor del chiste. ¡Tendrías que haberlos visto en el Banco Alianza identificándose a sí mismos! ¡Y gracias al Dios Todopoderoso que usted se apropió de sus papeles con pericia! No se ríe demaasiado, pero se reirá cuando esté bien. Ahora iré directamente al tren y partiré. Tendrá todo tipo de honores por su Juego. ¿Cuándo vendrá? Estamos muy orgullosos de usted, aunque nos dio grandes sustos. Y, especialmente, a Mahbub.

—Ay, Mahbub. ¿Y dónde está?

—Vendiendo caballos en esta vecindad, desde luego.

—¡Aquí! ¿Por qué? Habla despacio. Todavía no tengo la cabeza despejada.

El babu miró con timidez hacia abajo.

—Bueno, ya sabe, soy un hombre miedoso, y no me gusta la responsabilidad. Usted estaba enfermo, ve, y yo no sabía dónde demonios estaban los papeles, y, en caso de que estuvieran aquí, cuántos eran. Así que cuando bajé hasta aquí, le envié un telegrama privado a Mahbub, estaba en Meerut por las carreras, para explicarle caso. Él viene con sus hombres, se conchaba con el lama, me llama necio y es muy grosero…

—Pero ¿por qué?, ¿por qué?

—Eso es lo que yo me pregunto. Sólo sugiero que si alguien roba los papeles, quisiera algunos hombres bien fuertes y valientes que los robaran de nuevo. Ve, son de importancia vital y Mahbub Ali no sabía donde estaba usted.

—¿Robar Mahbub Ali en casa de la sahiba? Tú estás loco, babu —dijo Kim indignado.

—Quería los papeles. ¿Y suponiendo que ella los hubiera robado? Era sólo sugerencia práctica, creo yo. No le agrada ¿eh?

Un proverbio nativo, imposible de citar, mostró la total desaprobación de Kim.

—Bien —Hurree se encogió de hombros—, sobre gustos no hay nada escrito. Mahbub se enfadó también. Ha vendido caballos por toda esta zona y dice que vieja señora es vieja dama pukka (respetable) y que no iba a prestarse a actos tan viles. A mí no me importa. Tengo papeles y agradecí apoyo moral de Mahbub. Se lo digo, soy hombre miedoso, pero, de una forma u otra, cuanto más miedoso soy, en más atolladeros me meto. Así que agradecí que usted viniera a Chini y agradezco que Mahbub haya estado cerca. La vieja dama es a veces muy brusca conmigo y mis maravillosas pastillas.

—¡Alá tenga piedad! —dijo Kim contento, apoyándose en el codo—. ¡Qué animal más raro es un babu! ¡Y ese hombre iba solo, si es cierto que fue así, con extranjeros despojados y hambrientos!

—Oah, esoo no fue nada, después de que dejaran de golpearme; pero si hubiera perdido los papeles, eso hubiera sido grave de verdad. Mahbub casi me pega también, luego fue a conferenciar interminablemente con el lama. De ahora en adelante, me ocuparé sólo de investigaciones etnológicas. Ahora adiós, señor O’Hara. Si me doy prisa, puedo pillar el tren de las cuatro y veinticinco para Ambala. Será muy divertido cuando todos le contemos la historia allí arriba, en casa del señor Lurgan. Informaré ofeecialmente que está mejor. Adiós, querido compañero y la próxima vez que se emocione, por favor, no use términos musulmanes con ropa tibetana[169].

Le dio la mano dos veces, babu hasta las últimas consecuencias, y abrió la puerta. Al posarse el sol sobre su cara aún triunfante se convirtió de nuevo en el humilde curandero de Dacca.

—Les robó —pensó Kim, olvidando su propia participación en el Juego—. Les embaucó. Les mintió como un bengalí. Ellos le dieron un chit (una recomendación). Les convierte en el hazmerreír a riesgo de su vida, yo nunca habría bajado a ellos después de los disparos y luego dice que es un hombre miedoso… Y es un hombre miedoso. Tengo que volver de nuevo al mundo.

Al principio sus piernas se doblaban como cañas de pipa de mala calidad y el asalto del aire soleado le mareó. Se agachó junto al muro blanco; su mente revolvía en los episodios del largo viaje en el dooli, la debilidad del lama, y, ahora que desapareció el estímulo de la conversación, en su propia autocompasión, de la cual, como todo enfermo, tenía buena reserva. El cerebro acobardado se retrajo de todo lo exterior, como un caballo salvaje que, tras haber sentido por primera vez la espuela, intenta deshacerse de ella. Era suficiente, más que suficiente, que el botín del kilta estuviera lejos, no es sus manos, no en su posesión. Intentó pensar en el lama, preguntarse por qué había tropezado en el arroyo, pero la grandeza de este mundo, visto entre las puertas del patio delantero, barrió a un lado todo pensamiento coherente. Entonces miró los árboles y los anchos campos, con las cabañas de techo de paja escondidas entre las cosechas —miró con ojos extraños, incapaces de captar el tamaño, la proporción y la función de las cosas— se quedó mirando durante una apacible media hora. Todo ese tiempo sintió, aunque no podía expresarlo en palabras, que su alma no estaba en contacto con su entorno, como una rueda dentada desconectada de la maquinaria, justo como la rueda parada de una trituradora de azúcar Beheea de mala calidad que estaba arrinconada en una esquina. Las brisas le abanicaban, los loros le chillaban, los ruidos de la casa habitada detrás —riñas, órdenes y reproches— caían en oídos sordos.

—Soy Kim. Soy Kim. ¿Y qué es Kim? —Su alma lo repetía una y otra vez.

No quería llorar, nunca en su vida había tenido menos ganas de llorar, pero, de repente, lágrimas suaves y absurdas corrían nariz abajo y con un che casi audible, sintió que las ruedas de su ser se ajustaban de nuevo al mundo. Cosas que hacía un instante desfilaban sin sentido ante el globo de sus ojos, tomaban ahora la proporción adecuada. Los caminos eran para caminar por ellos, las casas para vivir en ellas, el ganado para ser conducido, los campos para ser sembrados, y los hombres y las mujeres para hablar con ellos. Eran todos reales y auténticos, plantados sobre los pies con solidez, perfectamente comprensibles, barro de su barro, ni más ni menos. Se sacudió a sí mismo como un perro con una pulga en la oreja y traspasó la puerta. La sahiba, a quien unos ojos vigilantes habían informado del movimiento, dijo:

—Déjale ir. Yo he hecho mi parte. La Madre Tierra debe hacer el resto. Cuando el santo vuelva de la meditación, díselo.

A media milla de allí estaba parado un carro de bueyes vacío en un pequeño montículo, con un joven árbol banya detrás, una especie de atalaya sobre los terrenos recién arados, y sus párpados, bañados en el suave aire, se hicieron más pesados al acercarse. El terreno era de buen polvo limpio, ninguna planta nueva que, viviendo, estuviera ya a medio camino de la muerte, sino el polvo esperanzador que contiene las semillas de toda vida. Lo sintió entre los dedos de los pies, lo aplastó con la palma de las manos y, articulación por articulación, suspirando hondo, se tumbó cuan largo era a la sombra del carro de clavos de madera. Y la Madre Tierra fue tan leal como la sahiba. Le insufló su aliento para restaurar el equilibrio que Kim había perdido postrado tanto tiempo en una cama, aislado de sus buenos influjos. Su cabeza yacía sin fuerza sobre el pecho de la Tierra y sus manos abiertas se rindieron ante la fuerza de esta. El árbol de extensas raíces por encima de él e incluso la madera muerta y manipulada por el hombre a su lado sabían lo que Kim buscaba mejor que él mismo. Hora tras hora yació allí en un estado de inconsciencia más profundo que el sueño.

Hacia el atardecer, cuando el polvo del ganado que regresaba hacía humear todos los horizontes, el lama y Mahbub Ali se acercaron, ambos a pie, caminando con cautela porque en la casa les habían dicho dónde había ido Kim.

—¡Alá! ¡Qué juego de tontos en campo abierto! —murmuró el tratante de caballos—. Podrían dispararle cien veces, menos mal que esto no es la Frontera.

—Y —dijo el lama, repitiendo una historia contada muchas veces— nunca hubo un chela así. Moderado, amable, sabio, bien dispuesto, con el corazón alegre en el camino, siempre pendiente, educado, sincero, cortés. ¡Grande es su recompensa!

—Conozco al chico… como he dicho.

—¿Y era todo eso?

—Algo hay… pero no he encontrado todavía un conjuro de Gorro Rojo para volverle completamente sincero. Ha sido ciertamente bien cuidado.

—La sahiba tiene un corazón de oro —dijo el lama serio—. Le considera un hijo.

—¡Hmph! Medio Indostán parece dispuesto a considerarle así. Sólo deseaba ver que al chico no le había pasado nada y que era una persona libre. Como sabes, él y yo éramos ya viejos amigos en los primeros días de vuestro peregrinaje juntos.

—Hay un vínculo entre nosotros. —El lama se sentó—. Estamos al final del peregrinaje.

—No es precisamente gracias a ti si el tuyo no se cortó de forma definitiva hace una semana. Oí lo que la sahiba te decía mientras te llevábamos en el palanquín. —Mahbub se rio y acarició su barba recién teñida.

—Estaba meditando sobre otras cuestiones de importancia. Fue el hakim de Dacca quien interrumpió mis meditaciones.

—De lo contrario —esto Mahbub lo dijo en pastú[170] por decencia— hubieras terminado tus meditaciones en la parte más cálida del Infierno, siendo como eres un infiel y un idólatra a pesar de tu ingenuidad infantil—. Pero ahora, ¿qué hay que hacer, Gorro Rojo?

—Esta misma noche —las palabras salieron lentas, vibrando con triunfo—, esta misma noche él será tan libre como yo lo soy de toda mancha de pecado, seguro de ser liberado, como yo, de la Rueda de las Cosas, cuando él deje su cuerpo. Tengo una señal —puso su mano sobre el mapa roto en su pecho— de que me queda poco tiempo; pero le habré salvado a través de los años. Recuerda que he alcanzado el Conocimiento, como te dije, hace sólo tres noches.

—Debe de ser cierto, como el sacerdote de Tirah dijo cuando le robé a la esposa de su primo, que soy un sufi (un librepensador) porque aquí estoy sentado —se dijo Mahbub a sí mismo—, tragándome esta blasfemia intolerable… Recuerdo la historia. En ese momento irá entonces al Jannatu l’Adn (Los Jardines del Edén). ¿Pero cómo? ¿Le matarás o le ahogarás en ese maravilloso río del que el babu te sacó?

—No me sacó de ningún río —dijo el lama simplemente—. Has olvidado lo que ocurrió. Lo encontré gracias al Conocimiento.

—Oh, sí. Es verdad —tartamudeó Mahbub, que se debatía entre una honda indignación y las ganas de soltar una carcajada—. Había olvidado la secuencia exacta de lo sucedido. Encontraste el río a sabiendas.

—Y decir que yo tomaría una vida es… no un pecado, sino una simple locura. Mi chela me ayudó a encontrar el río. Tiene derecho a ser purificado del pecado… conmigo.

—Sí, el chico necesita un lavado. ¿Pero después, anciano… después qué?

—¿Qué importa eso por todos los cielos? Él tiene asegurado el Nibban[171], la Iluminación, como yo.

—Bien dicho. Tenía miedo de que pudiera montar en el caballo de Mohamed y escaparse volando.

—Nay, debe continuar como maestro.

—¡Aha! ¡Ahora lo entiendo! Ese es el paso correcto para el potro. Ciertamente tiene que continuar como un maestro. El Estado le necesita con urgencia como escribiente, por ejemplo.

—Para ese fin fue preparado. Yo adquirí mérito dando limosnas en su beneficio. Una buena acción no muere. Él me ayudó en mi búsqueda. Yo le ayudé en la suya. Justa es la Rueda, oh vendedor de caballos del norte. Que sea maestro o escribiente ¿qué importa? Habrá alcanzado la libertad al final. El resto es ilusión.

—¿Qué importa? ¡Cuándo tengo que tenerle conmigo más allá de Balkh en seis meses! Vengo aquí con diez caballos cojos y tres hombres de espaldas fuertes, gracias a esa gallina del babu, para llevarme a un muchacho enfermo a la fuerza de la casa de una vieja. En vez de eso, ahora parece que estoy esperando mientras un joven sahib es elevado a Alá sabe qué Cielo de idólatras por mediación del viejo Gorro Rojo. ¡Y yo paso por ser un aceptable jugador del Juego! Pero este loco le tiene cariño al chico, y yo debo estar también razonablemente loco.

—¿Cuál es tu plegaria? —le preguntó el lama, mientras el brusco pastún rezongaba entre su barba roja.

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