Kim

Kim


Capítulo 7

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Capítulo 7

¿Para beneficio de quién están los soles preñados en suspensión

Junto a lunas idiotas y estrellas que esconden estrellas?

Deslízate entre ellas, tu llegada no se notará.

El Cielo tiene sus guerras insignes, como la Tierra sus guerras infames

Heredero de esos tumultos, esos enredos, esas luchas

(Esclavizado por el pecado de Adán, de los padres, el tuyo propio);

Escudriña, traza tu horóscopo y di

Qué planeta redime o condena tu miserable destino.

Sir John Christie

Por la tarde el maestro de cara colorada le dijo a Kim que había sido «tachado de los efectivos», lo cual Kim no entendió hasta que le ordenaron que se fuera a jugar. Entonces corrió al bazar y encontró al joven escribiente al que le debía un sello.

—Ahora te pago —dijo Kim regiamente— y ahora necesito que me escribas otra carta.

—Mahbub Ali está en Ambala —dijo el escribiente con desparpajo. En virtud de su oficio era una oficina de desinformación general.

—Esta no es para Mahbub sino para un sacerdote. Coge tu pluma y escribe rápido. Al lama Teshoo, el santo de Bhotiyal que busca un río, que está ahora en el templo de los Tirthankaras en Benarés. ¡Coge más tinta! En tres días voy a ir a Nucklao, a la escuela de Nucklao. El nombre de la escuela es Javier. No sé dónde está esta escuela, pero está en Nucklao.

—Pero yo conozco Nucklao —interrumpió el escribiente—. Conozco la escuela.

—Dile dónde es y te doy media anna.

La pluma de junco garabateaba afanosamente.

—No puede equivocarse. —El hombre levantó la cabeza—. ¿Quién nos observa desde el otro lado de la calle?

Kim miró hacia allí al instante y vio al coronel Creighton vestido para jugar al tenis.

—Oh, es un sahib que conoce al sacerdote gordo de los barracones. Está haciéndome señas.

—¿Qué andas haciendo? —preguntó el coronel cuando Kim se acercó al trote.

—No… no me voy a escapar. Le envío una carta a mi santo en Benarés.

—No había pensado en eso. ¿Le has dicho que te llevaré a Lucknow?

—Nay, no lo he hecho. Leed la carta si no lo creéis.

—Entonces, ¿por qué no has mencionado mi nombre al escribir al santo? —El coronel sonrió de forma extraña. Kim reunió su coraje en ambas manos.

—Una vez me dijeron que no era conveniente escribir los nombres de terceros mezclados en un asunto porque por decir los nombres, muchos planes buenos acaban liándose.

—Te han enseñado bien —replicó el coronel y Kim se sonrojó—. He dejado mi caja de cheroots[90] en la veranda del padre. Tráemela a mi casa esta noche.

—¿Dónde está la casa? —preguntó Kim. Su aguda inteligencia le dijo que estaba siendo probado de un modo u otro y estaba en guardia.

—Pregúntale a cualquiera en el gran bazar. —El coronel siguió su camino.

—Ha olvidado su caja de cigarros —dijo Kim, volviendo junto al escribiente—. Debo llevársela esta tarde. Esa es toda la carta, además de repetir tres veces: ¡Ven a mí! ¡Ven a mí! ¡Ven a mí! Ahora pagaré el sello y la echaré al correo. —Se irguió para irse y, como si fuera una ocurrencia repentina, preguntó—: ¿Quién es en realidad ese sahib con cara malhumorada que perdió la caja de cigarros?

—Oh, es sólo el sahib Creighton, un sahib tonto que es coronel sin tener un regimiento.

—¿Qué hace entonces?

—Sabe Dios. Siempre está comprando caballos que no puede cabalgar y preguntando acertijos sobre las obras divinas, tales como las plantas y las piedras y las costumbres de la gente. Los tratantes le llaman padre de los tontos porque le engañan muy fácilmente con los caballos. Mahbub Ali dice que está todavía más loco que muchos otros sahibs.

—¡Oh! —dijo Kim y se fue. Su experiencia le había dado algunos conocimientos sobre la naturaleza humana y se dijo que a los tontos no se les da una información que provoca la movilización de ocho mil hombres además de artillería. El comandante en jefe de toda la India no habla a los tontos como Kim le había oído hablar. Ni cambiaría el tono de voz de Mahbub Ali, como lo hacía cada vez que mencionaba el nombre del coronel, si este fuera un tonto. Por consiguiente, y este pensamiento le hizo a Kim pegar brincos de alegría, había un misterio en alguna parte y Mahbub Ali probablemente espiaba para el coronel como Kim había espiado para Mahbub. Y, como el tratante de caballos, el coronel respetaba a la gente que no pretendía pasarse de lista.

Se alegró de no haber desvelado que sabía dónde estaba la casa del coronel, y, cuando a su vuelta a los barracones, descubrió que ninguna caja de cigarros había sido olvidada, sonrío con deleite. Ese era un hombre de su gusto, una persona indirecta y tortuosa jugando un juego secreto. Bien, si él podía pasar por tonto, también podía Kim.

No reveló sus pensamientos cuando el padre Víctor, durante tres largas mañanas, le echó discursos sobre una nueva serie de dioses y semidioses —especialmente de una diosa llamada María, que, por lo que Kim entendió, era la misma que la Bibi Miriam de la teología de Mahbub Ali—. No mostró ninguna emoción cuando, tras la conferencia, el padre Víctor le arrastró de tienda en tienda comprándole prendas de vestir, ni se quejó cuando los tambores envidiosos le dieron patadas porque iba a ir a una escuela superior, sino que aguardó el desenlace de las circunstancias con el alma en vilo. El padre Víctor, un buen hombre, lo llevó a la estación, lo colocó en un vagón de segunda vacío, al lado del vagón de primera del coronel Creighton, y se despidió con sincera emoción.

—En San Javier harán un hombre de ti, O’Hara, un hombre blanco y espero que un buen hombre. Saben todo sobre tu llegada y el coronel se encargará de que no te pierdas ni te desorientes por el camino. Te he dado una noción de asuntos religiosos, al menos eso espero, y acuérdate de que, cuando te pregunten por tu religión, tú eres un católico. Di mejor católico romano, aunque no me gusta mucho la palabra. Kim encendió un cigarrillo maloliente, había tenido la precaución de comprar una provisión en el bazar, y se tumbó para reflexionar. Este viaje en solitario era muy diferente del alegre viaje en tercera clase con el lama.

—Los sahibs no disfrutan de los viajes —reflexionó—. ¡Hai mai!, voy de un sitio a otro como si fuera una pelota. Es mi kismet. Nadie puede escapar a su kismet. Pero tengo que rezar a Bibi Miriam y soy un sahib. —Miró sus botas con tristeza—. No, soy Kim. Este es el gran mundo y yo soy simplemente Kim. ¿Quién es Kim? —Se puso a considerar su propia identidad, cosa que nunca antes había hecho, hasta que la cabeza le dio vueltas. En ese ruidoso torbellino de la India, él era una persona insignificante que iba al sur hacia un destino desconocido.

En ese momento el coronel envió a buscarle y le habló durante largo rato. Hasta donde Kim pudo entender, tenía que ser aplicado y entrar en el Departamento Topográfico de la India como agrimensor. Si era muy bueno y pasaba los exámenes correspondientes, ganaría treinta rupias al mes a sus diecisiete años y el coronel Creighton se ocuparía de encontrarle un empleo adecuado.

Al principio, Kim pretendió entender una de cada tres palabras de la charla. Entonces, el coronel, comprendiendo su error, pasó al fluido y pintoresco urdu y Kim se alegró. Nadie que conociera la lengua tan a fondo, que tuviera movimientos tan suaves y silenciosos y unos ojos tan diferentes de los ojos inexpresivos y adiposos de otros sahibs, podía ser un tonto.

—Sí, y debes aprender cómo hacer dibujos de carreteras, montañas y ríos, y a llevar esas imágenes en la retina hasta que llegue el momento apropiado para ponerlas sobre papel. Quizás un día, cuando seas un agrimensor, pueda decirte cuando trabajemos juntos: «Cruza esas colinas y mira lo que hay más allá». Luego alguien dirá: «Hay gente mala viviendo en esas colinas que le matarán si va con el aspecto de un sahib». ¿Qué hacemos entonces?

Kim meditó. ¿Sería seguro recoger la pelota del coronel?

—Diría lo que ese alguien —respondió.

—Pero si yo te contestara: «Te daré cien rupias por la información de lo que hay tras esas colinas, por el dibujo de un río y algunas noticias de lo que la gente dice en el pueblo de allí».

—¿Cómo lo puedo saber? Sólo soy un chico. Espere hasta que sea un hombre. —Luego, viendo arrugarse la frente del coronel, prosiguió—: Pero pienso que podría en unos días ganarme las cien rupias.

—¿De qué manera?

Kim sacudió la cabeza con decisión.

—Si digo cómo las ganaría, alguno podría oírme y adelantárseme. No es bueno vender lo que uno sabe a cambio de nada.

—Di cómo. —El coronel sostuvo una rupia en alto. Kim estiró la mano para cogerla, pero la dejó caer a medio camino.

—Nay, sahib; nay. Conozco el precio que pagarán por la respuesta, pero no sé por qué se hace la pregunta.

—Tómala como un regalo entonces —dijo Creighton, lanzándole la moneda—. Hay en ti una mente despierta. No dejes que la vuelvan obtusa en San Javier. Hay muchos chicos allí que desprecian a las personas de piel oscura.

—Sus madres eran mujeres del bazar —dijo Kim. Sabía muy bien que no había odio como el del mestizo por su consanguíneo.

—Cierto; pero tú eres un sahib y el hijo de un sahib. Por ello, no permitas que en ningún momento te empujen a despreciar a la gente de piel oscura. He conocido a chicos recién entrados en el servicio del Gobierno que fingían no conocer la lengua ni las costumbres de la gente con piel oscura. Se les redujo la paga por su ignorancia. No hay ningún pecado más grande que el de la ignorancia. Recuérdalo.

En el transcurso del trayecto de veinticuatro horas hacia el sur, el coronel envió a buscar a Kim varias veces, volviendo siempre sobre ese tema.

—Estaremos en la misma cuerda, entonces —se dijo Kim finalmente—, el coronel, Mahbub Ali y yo, cuando me convierta en un agrimensor. Me usará como Mahbub Ali me usó, creo. Eso es bueno, si me deja volver al camino de nuevo. Esta ropa no se vuelve más cómoda por usarla.

Cuando llegaron a la atestada estación de Lucknow, no había señales del lama. Kim se tragó su decepción mientras el coronel lo metió en un ticca-gharri[91] con sus nuevas pertenencias y lo despachó a San Javier solo.

—No te diré adiós porque nos encontraremos de nuevo —dijo—. Otra vez y muchas más veces, si eres alguien con un espíritu noble. Pero aún no has sido puesto a prueba.

—¿Tampoco cuando te traje —Kim osó emplear el «tum» de entre iguales— un semental blanco esa noche?

—Se gana mucho olvidando, pequeño hermano —dijo el coronel, con una mirada que atravesó los hombros de Kim mientras este se introducía en el carruaje.

Le llevó casi cinco minutos recuperarse. Luego olfateó el aire nuevo con apreciación.

—Una ciudad rica —dijo—. Más rica que Lahore. ¡Qué buenos deben de ser los bazares! Cochero, condúceme un poco a través de los bazares de aquí.

—Mi orden es llevarte al colegio. —El cochero utilizó el «tú» que es una grosería al dirigirse a un hombre blanco. Kim le señaló su error en la lengua nativa más clara y fluida, y, una vez el entendimiento perfectamente establecido, se montó en el pescante y se hizo conducir durante un par de horas arriba y abajo, juzgando, comparando y disfrutando. No hay ciudad —excepto Bombay, la reina de todas las ciudades— más bella que Lucknow con su fastuoso estilo, lo mismo si se contempla desde el puente sobre el río o desde encima del Imambara, teniendo a los pies las cúpulas doradas de la Chutter Munzi y los árboles que envuelven la ciudad. Los reyes la han adornado con edificios fantásticos, dotado con prebendas, llenado de pensionistas y empapado de sangre. Ella es el centro del ocio, la intriga y el lujo, y comparte con Delhi la pretensión de hablar el único urdu puro.

—Una bella ciudad, una ciudad maravillosa. —El cochero, como habitante de Lucknow, se sentía halagado con los cumplidos y le contó a Kim muchas cosas asombrosas allí donde un guía inglés habría hablado sólo del Motín.

—Ahora iremos a la escuela —dijo Kim por fin. La escuela de San Javier en Partibus, vieja y grande, formada por una serie de bloques de edificios bajos y blancos, se erigía sobre una enorme extensión de terreno frente al río Gumti, a cierta distancia de la ciudad.

—¿Qué tipo de gente vive ahí dentro? —preguntó Kim.

Sahibs jóvenes, todos demonios. Pero a decir verdad, y conduzco a muchos de aquí a la estación de trenes, nunca he visto a uno que tenga cualidades tan buenas para ser un perfecto diablo como tú… como este joven sahib al que estoy conduciendo.

Naturalmente, como nunca fue enseñado a considerarlas indecentes en ningún sentido, Kim había entablado conversación con una o dos chicas frívolas asomadas a las ventanas altas de una cierta calle, y, por supuesto, en el intercambio de cumplidos se había desquitado a gusto. Estaba a punto de señalar la última insolencia del conductor, cuando sus ojos —estaba oscureciendo— repararon en una figura en el largo muro.

—¡Detente! —gritó—. Párate aquí. No voy a la escuela ahora mismo.

—Pero ¿quién paga todas estas idas y venidas? —dijo el conductor con petulancia—. ¿Está loco este chico? Hace un rato era una bailarina. Esta vez es un sacerdote.

Kim se había precipitado de cabeza al camino y acariciaba los pies polvorientos bajo el ropaje amarillo del lama.

—He esperado aquí un día y medio —empezó la voz mesurada del lama—. Nay, tenía un discípulo conmigo. Mi amigo en el templo de los Tirthankaras me proporcionó un guía para este viaje. Cuando me entregaron tu carta, vine de Benarés en el te-ren. Sí, estoy bien alimentado. No necesito nada.

—Pero ¿por qué no te quedaste con la mujer de Kulu, oh santo? ¿De qué forma fuiste a Benarés? Mi corazón ha estado triste desde que nos separamos.

—La mujer me fatigaba con el flujo constante de charla y con sus peticiones de conjuros para niños. Me separé de esa compañía, permitiéndole adquirir mérito mediante regalos. Al menos es una mujer muy generosa e hice la promesa de volver a su casa si fuera necesario. Luego, sintiéndome solo en este mundo grande y terrible, me acordé del te-ren a Benarés, donde conocía a alguien en el templo de los Tirthankaras que era un buscador como yo.

—¡Ah! ¡Tu río! —dijo Kim—. Había olvidado el río.

—¿Tan pronto mi chela? Yo nunca lo he olvidado. Pero cuando te dejé, me pareció más conveniente ir al templo y tomar consejo porque, mira, la India es muy grande y puede ser que hombres sabios antes que nosotros, quizás dos o tres, hayan dejado una indicación del lugar donde está el río. Hay un debate en el templo de los Tirthankaras sobre este tema; unos dicen una cosa y otros otra. Son personas muy corteses.

—Así sea; ¿pero qué haces ahora?

—Adquiero mérito ayudándote a conseguir la sabiduría, chela mío. El sacerdote de ese grupo de hombres que sirven al toro rojo me escribió que todo se haría como yo lo deseé para ti. Envié el dinero suficiente para un año y luego vine, como ves, para cuidar de que entres por la Puerta de la Sabiduría. He esperado un día y medio, no porque me guíe algún afecto hacia ti, eso no forma parte de la Senda, sino porque, como dijeron en el templo de los Tirthankaras, habiendo pagado dinero para la educación, lo correcto era supervisar el final de la historia. Ellos resolvieron muy claramente mis dudas. Tenía el temor de que venía quizás porque deseaba verte… confundido por la niebla roja del afecto. No es así… Además, estoy preocupado por un sueño.

—Pero, seguramente, santo, no has olvidado la carretera y todo lo que sucedió en ella. ¿Seguramente has venido también un poco por verme?

—Los caballos tienen frío y ya se ha pasado la hora de cebarlos —se quejó el conductor.

—¡Vete a Jehannum y quédate allí con tu tía de mala reputación! —rugió Kim por encima del hombro—. Santo, estoy solo en esta región; no sé adónde voy ni lo que me va a suceder. Puse mi corazón en la carta que te envié. Excepto Mahbub Ali, y él es un pastún, no tengo más amigos que tú, santo. No te vayas.

—También he considerado eso —replicó el lama con voz temblorosa—. Está claro que de tanto en tanto adquiriré mérito, si antes no he encontrado mi río, asegurándome de que tus pies van por la Senda de la verdad. No sé lo que te enseñarán, pero el sacerdote me escribió que ningún hijo de sahib en la India estará mejor educado que tú. Así que por eso volveré de vez en cuando. Quizás te conviertas en un sahib como el que me dio estos lentes —el lama los frotó con cuidado— en la Casa de las Maravillas de Lahore. Esa es mi esperanza porque él era una fuente de sabiduría, más sabio que muchos abades… Aunque ¿a lo mejor te olvidas de mí y de nuestros encuentros?

—Si como de tu pan —gritó Kim con emoción—, ¿cómo podré olvidarte nunca?

—No… no. —Apartó al chico a un lado—. Debo volver a Benarés. De tanto en tanto, ahora que conozco las costumbres de los escribientes en estas tierras, te enviaré una carta y de tanto en tanto vendré a verte.

—¿Pero a dónde debo enviar mis cartas? —se lamentó Kim, agarrándose al ropaje del lama, olvidando por completo que era un sahib.

—Al templo de los Tirthankaras en Benarés. Ese es el lugar que he elegido hasta que encuentre mi río. No llores porque, mira, todo deseo es ilusión y una nueva atadura a la Rueda. Ve hacia las Puertas de la Sabiduría. Déjame verte haciéndolo… ¿Me quieres? Entonces ve o se me romperá el corazón… Volveré de nuevo. Seguro que volveré otra vez.

El lama contempló el ticca-gharri retumbando en el recinto y se alejó aspirando rapé a cada paso.

Las Puertas de la Sabiduría se cerraron con un estruendo metálico.

El chico crecido y alimentado en una tierra tiene sus propias maneras y costumbres que no se parecen a las de ninguna otra tierra; y sus maestros se le acercan por caminos que un maestro inglés no comprendería. Por ello, al lector apenas le interesarían las experiencias de Kim como alumno de San Javier entre doscientos o trescientos jóvenes precoces, muchos de los cuales no habían visto nunca el mar. Kim sufrió los castigos normales por traspasar los límites del colegio cuando había cólera en la ciudad. Eso fue antes de que aprendiera a escribir bien en inglés y por eso estaba obligado a buscar un escribiente del bazar. Por supuesto, fue acusado de fumar y de usar las palabrotas más expresivas que se hubieran oído en San Javier. Aprendió a lavarse con la escrupulosidad levítica del nativo que, en su fuero interno considera al inglés bastante sucio. Hizo las jugarretas de costumbre a los pacientes culis[92] que movían los punkahs[93] en los dormitorios donde los chicos pasaban las noches calurosas contándose historias hasta el alba; y calladamente, se medía con sus compañeros, todos ellos chicos muy seguros de sí mismos.

Sus camaradas eran hijos de funcionarios de bajo rango de los ferrocarriles, telégrafos y servicios del canal; de suboficiales, a veces retirados, a veces en activo como comandantes en jefe del ejército feudal de un rajá; otros eran capitanes de la Marina india, funcionarios retirados del Gobierno, propietarios de plantaciones, comerciantes con tiendas en la Presidencia y misioneros. Unos pocos eran hijos pequeños de las viejas casas euroasiáticas que habían echado raíces profundas en Dhurrumtollah: los Pereiras, De Souzas y D’Silvas. Sus padres bien hubieran podido educarlos en Inglaterra, pero adoraban el colegio en el que habían pasado su propia juventud y así, en San Javier, una generación de piel cetrina seguía a otra. Sus hogares variaban desde la Howrah de los ferroviarios hasta acantonamientos abandonados como Monghyr y Chunar; jardines de té perdidos en el camino de Shillong; pueblos en Oudh o en el Decán, donde sus padres eran grandes terratenientes; enclaves de misiones a una semana de marcha hasta la línea de ferrocarril más próxima; puertos de mar a mil millas hacia el sur, frente a los oleajes del océano índico; y plantaciones de quinos[94] al sur de todo. Solamente la historia de sus aventuras, que para ellos no era aventura ninguna, en sus caminos de casa al colegio le hubiera puesto los pelos de punta a cualquier chico occidental. Aunque solían correr solos unas cien millas por la jungla, donde había siempre la agradable posibilidad de ser retrasado por tigres, estos chicos se habrían bañado en el Canal de la Mancha en un agosto inglés con el mismo agrado con el que sus hermanos de la otra parte del mundo se habrían quedado quietos mientras un leopardo olfateaba su palanquín. Había chicos de quince años que habían pasado un día y medio en una isleta en medio de un río desbordado, haciéndose cargo, como por derecho, de un grupo de peregrinos aterrorizados que regresaban de un santuario. Había chicos mayores que, cuando una vez las lluvias habían inutilizado la senda de carros que conducía a las posesiones de su padre, habían requisado, en nombre de San Francisco Javier, el elefante de un rajá encontrado por casualidad y casi habían perdido al enorme animal en unas arenas movedizas. Había un chico que, según él, y nadie lo dudaba, había ayudado a su padre a repeler, con rifles y desde una veranda, un ataque de los akas[95] en los días en que esos cazadores de cabezas se atrevían a asaltar plantaciones solitarias.

Y cada historia era contada en el tono equilibrado y sin pasión del nativo, mezclada con curiosas reflexiones, préstamos inconscientes de nodrizas nativas, y giros del habla que mostraban que habían sido traducidos de la lengua nativa en ese instante. Kim observaba, escuchaba y aprobaba. No era la charla insípida y vacía de los tambores del cuartel. Trataba de una vida que él conocía y en parte entendía. La atmósfera le sentaba bien y estaba creciendo a ojos vista. Cuando el tiempo calentó, le dieron un traje blanco de uniforme y disfrutaba de las nuevas comodidades corporales descubiertas, como disfrutaba al usar su aguda inteligencia en las tareas que le ponían. Su rapidez hubiera encantado a un profesor inglés; pero en San Javier conocen el primer impulso intelectual que se desarrolla con el sol y el entorno, como conocen la flojera que sobreviene a los veintidós o veintitrés años.

Sin embargo, Kim no se olvidó de mostrar en todo momento un perfil discreto. Cuando en las noches calurosas se contaban historias, Kim no acaparaba la escena con sus recuerdos, porque en San Javier se despreciaba a los chicos que «se volvían demasiado nativos». Uno no debe olvidar nunca que es un sahib y que algún día, cuando apruebe los exámenes, tendrá nativos a su mando. Kim se anotó ese detalle, porque empezaba a entender adónde conducían los exámenes.

Luego llegaron las vacaciones de agosto a octubre, las largas vacaciones impuestas por el calor y la lluvia. A Kim le informaron que iría al norte, a alguna estación en las montañas más allá de Ambala, donde el padre Víctor lo había organizado todo para él.

—¿Una escuela de cuartel? —preguntó Kim, que había preguntado mucho y pensado más aún.

—Sí, supongo que sí —dijo el profesor—. No te hará daño mantenerte lejos de las travesuras. Puedes ir al norte, hasta Delhi, con el joven De Castro.

Kim lo consideró desde todas las perspectivas. Había sido aplicado, como el coronel le había aconsejado. Las vacaciones de un chico eran de su propiedad —o al menos eso había comprendido en las charlas de sus compañeros—, una escuela de cuartel sería un tormento después de San Javier. Además, y eso era una magia que valía más que cualquier cosa, él podía escribir. En tres meses había descubierto cómo los hombres podían hablar entre sí sin un tercero al precio de media anna y un poco de conocimiento. Del lama no había oído una palabra, pero le quedaba el camino. Kim añoraba la caricia del suave barro aplastándose entre los dedos de los pies y la boca se le hacía agua pensando en el cordero guisado con mantequilla y col, en el arroz aderezado con cardamomos de fuerte aroma o coloreado con azafrán, ajos y cebollas, y en los grasientos dulces prohibidos de los bazares. En la escuela de barracón ellos le darían ternera cruda en un plato y tendría que fumar a escondidas. Pero, por otra parte, era un sahib y estaba en San Javier y ese cerdo de Mahbub Ali… No, no pondría a prueba la hospitalidad de Mahbub, y sin embargo… Lo meditó a solas en el dormitorio y llegó a la conclusión de que había sido injusto con Mahbub.

La escuela estaba vacía; casi todos los profesores se habían ido; tenía en la mano el billete de tren del coronel Creighton y Kim se hinchó de orgullo por no haber gastado el dinero del coronel ni el de Mahbub en una vida desenfrenada. Era todavía dueño de dos rupias y siete annas. Su nuevo baúl de cuero, marcado con sus iniciales «K. O’H» y el rollo de ropa de cama estaban en el dormitorio vacío.

—Los sahibs están siempre atados a sus equipajes —dijo Kim, haciendo una indicación con la cabeza hacia sus cosas—. Os quedaréis aquí.

Salió bajo la lluvia cálida, sonriendo con decisión y buscó una cierta casa en cuya fachada se había fijado hacía algún tiempo…

—¡Arré! ¿No conoces qué tipo de mujeres viven en este barrio? ¡Oh, qué vergüenza!

—¿Crees que nací ayer? —Kim se acuclilló a la manera nativa sobre los cojines de la habitación del piso superior—. Un poco de tinte y tres yardas de tela para ayudar en una broma. ¿Es mucho pedir?

—¿Quién es ella? Siendo un sahib, eres muy joven para tal diablura.

—¡Oh! ¿Ella? Es la hija de un maestro de un regimiento del acantonamiento. El padre me golpeó dos veces porque salté sobre su muro con estas ropas. Ahora iré como el chico del jardinero. Los viejos son muy celosos.

—Eso es cierto. Quédate con la cara quieta mientras te unto el jugo.

—No demasiado negro, Naikan[96]. No quiero aparecer ante de ella como un hubshi (negro).

—Oh, al amor no le importan estas cosas. ¿Y qué edad tiene?

—Doce años, creo —replicó con descaro—. Extiéndelo por el pecho. Puede ser que su padre me arranque las ropas y si resulto de otro color… —se rio.

La chica trabajó con afán, empapando un trozo de paño en un pequeño plato de tinte marrón que duraba más que cualquier jugo de nuez.

—Ahora ve y consígueme una tela para el turbante. Pobre de mí, ¡mi cabeza está sin rapar! Y, seguramente, él me tirará el turbante.

—No soy un barbero, pero te haré un apaño. ¡Has nacido para ser un Rompedor de Corazones! ¿Todo este disfraz para una noche? Recuérdalo, este tinte no se quita con agua. —Se retorció de risa haciendo tintinear sus brazaletes y las pulseras del tobillo—. ¿Pero quién me va a pagar por esto? Huneefa misma no podría haberte dado un tinte mejor.

—Confía en los dioses, hermana —dijo Kim con seriedad, haciendo toda clase de muecas mientras el color secaba—. Además, ¿has ayudado alguna vez a pintar así a un sahib?

—Nunca en verdad. Pero una broma no es dinero.

—Es más valiosa.

—Jovencito, eres, sin discusión, el más desvergonzado hijo de shaitan[97] que he conocido, hacerle perder el tiempo a una pobre chica con este juego, y luego decir: «¿No basta con la broma?». Llegarás muy lejos en esta vida. —Y, burlándose, le hizo el saludo de las bailarinas.

—Todo uno. Apúrate y córtame el pelo de cualquier manera. —Kim se balanceaba sobre los pies, con los ojos brillantes de regocijo mientras pensaba en los maravillosos días que le esperaban. Le dio a la chica cuatro annas y corrió escaleras abajo con la apariencia de un chico hindú de casta baja, perfecto en cada detalle. Su siguiente parada fue un puesto de comida donde se dio un extravagante atracón de delicias grasientas.

En el andén de la estación de Lucknow, observó al joven De Castro, cubierto de granos a causa del calor, entrar en un compartimento de segunda. Kim agració con su presencia uno de tercera, convirtiéndose en alma y vida del compartimento. Explicó a la compañía que era el ayudante de un juglar, este le había abandonado enfermo con fiebre y ahora iba a reunirse con su maestro en Ambala. Cuando los ocupantes del compartimento cambiaban, Kim variaba esa historia o la adornaba con todos los brotes de una imaginación floreciente, tanto más desenfrenada por haber estado privada largo tiempo de la lengua nativa. Esa noche no había en toda la India ser humano más feliz que Kim. En Ambala se bajó del tren y se dirigió hacia el este, chapoteando sobre los campos encharcados en dirección al pueblo donde el viejo soldado vivía.

En esos momentos avisaban desde Lucknow al coronel Creighton en Simia de que el joven O’Hara había desaparecido. Mahbub Ali estaba en la ciudad vendiendo caballos y el coronel le confió el asunto una mañana galopando suavemente alrededor de la pista de carreras de Annandale.

—Oh, eso no es nada —dijo el tratante—. Los hombres son como caballos. En ciertos momentos necesitan sal y si esa sal no está en los pesebres, la lamerán de la tierra. Kim ha regresado de nuevo al camino por un tiempo. La madraza le aburría. Sabía que lo haría. La próxima vez, le llevaré yo mismo al camino. No se preocupe sahib Creighton. Es como si un poni de polo se libera y corre a aprender el juego solo.

—Entonces ¿no crees que esté muerto?

—La fiebre puede matarlo. De lo contrario, no temo por el chico. Un mono no se cae de los árboles.

A la mañana siguiente, en la misma carrera, el semental de Mahbub se situó al mismo nivel que el del coronel.

—Tal como creía —dijo el tratante—. Al menos ha pasado por Ambala y desde allí me ha escrito una carta después de oír en el bazar que yo estaba aquí.

—Léemela —dijo el coronel con un suspiro de alivio. Era absurdo que un hombre de su posición se interesara por un pequeño vagabundo de esa tierra; pero el coronel recordaba la conversación en el tren y en los últimos meses se había sorprendido a sí mismo pensando a menudo en ese chico raro, silencioso y aplomado. Desde luego su evasión era el colmo de la insolencia, pero requería tener recursos y temple.

Los ojos de Mahbub chispeaban mientras, tirando de las riendas, se dirigía al centro de la pequeña y estrecha planicie donde nadie podía acercarse sin ser visto.

«El Amigo de las Estrellas, que es el Amigo de todo el Mundo».

—¿Qué es eso?

—Un nombre que le damos en la ciudad de Lahore. «El Amigo de todo el Mundo se toma un permiso para coger su propio camino. Volverá el día acordado. Haz recoger el baúl y la ropa de cama y si hace falta, que la Mano de la Amistad aparte el Látigo de la Calamidad». Hay todavía un poco más, pero…

—Sin peros, lee.

«Algunas cosas son desconocidas para aquellos que comen con tenedores. Es mejor comer con las dos manos por un tiempo. Diles palabras suaves a aquellos que no entiendan esto, para que la vuelta sea en paz». Veamos, la manera en la que esto está expresado es, naturalmente, obra del escribiente, pero ¡fíjese con qué sabiduría el chico ha presentado el asunto para no dar ninguna pista excepto a aquellos que están en el secreto!

—¿Es esta la mano de la Amistad que evitará el Látigo de la Calamidad? —rio el coronel.

—Mire qué listo es el chico. Volvió de nuevo al camino, como dije. Sin saber aún su cometido…

—No estoy muy seguro de ello —murmuró el coronel.

—Se dirigió a mí para que arregle las cosas. ¿No es inteligente? Dice que volverá. Sólo está perfeccionando sus conocimientos. ¡Piénselo, sahib! Ha estado tres meses en la escuela. Y su boca no está acostumbrada a esa brida. Por mi parte, me alegro. El poni aprende el juego.

—Sí, pero la próxima vez no debe ir solo.

—¿Por qué? Iba solo antes de que pasara bajo la protección del sahib coronel. Cuando entre en el Gran Juego[98], tendrá que ir solo, solo y con peligro de su cabeza. Si entonces escupe, o estornuda, o se sienta de forma diferente a la gente a la que está vigilando, puede ser asesinado. ¿Por qué impedírselo ahora? Recuerde lo que dicen los persas: el chacal que vive en la espesura de Mazanderan sólo puede ser atrapado por los perros de Mazanderan.

—Cierto. Es verdad, Mahbub Ali. Y si no le sucede nada malo, no deseo cosa mejor. Pero es una gran insolencia de su parte.

—Incluso a mí no me dice hacia dónde va —dijo Mahbub—. No tiene un pelo de tonto. Cuando su tiempo se agote, vendrá a mí. Es hora de que el curador de perlas se ocupe de él. Kim madura demasiado deprisa, a juicio de los sahibs.

Un mes más tarde esta predicción se cumplió al pie de la letra. Mahbub había ido a Ambala para subir una partida nueva de caballos y cuando cabalgaba por el camino de Kalka al anochecer, Kim le salió al encuentro y le pidió una limosna, recibió un juramento y replicó en inglés. No había nadie cerca que oyera la exclamación de sorpresa de Mahbub.

—¡Oho! ¿Y dónde has estado?

—Arriba y abajo, abajo y arriba.

—Ven bajo un árbol, lejos de la humedad y cuenta.

—Estuve un tiempo con un viejo hombre cerca de Ambala; después con una familia de conocidos en Ambala. Con uno de ellos viajé hacia el sur hasta Delhi. Esa es una ciudad maravillosa. Luego conduje un buey para un teli (un comerciante de aceite) que iba al norte; pero oí hablar de una gran fiesta en Patiala y allí me fui en compañía de un fabricante de fuegos artificiales. Fue una gran fiesta (Kim se frotó el estómago). Vi a rajás y a elefantes con adornos de oro y plata; y encendieron todos los fuegos al mismo tiempo, por culpa de eso murieron once hombres, entre ellos mi fabricante, yo volé por los aires a través de una tienda, pero no fui herido. Luego volví al rêl con un jinete sij, a quien hice de mozo de cuadra para ganarme el pan; y así llegué aquí.

¡Shabash! —dijo Mahbub Ali.

—¿Pero qué dijo el sahib coronel? No quiero que me peguen.

—La Mano de la Amistad ha evitado el Látigo de la Calamidad; pero, otra vez, cuando te eches al camino, será conmigo. Es demasiado pronto.

—Para mí, bastante tarde. En la madraza he aprendido un poco a leer y a escribir en inglés. Pronto seré un sahib.

—¡Oídle! —rio Mahbub, mirando a la pequeña figura mojada bailando en la lluvia—. Salaam, sahib —y saludó con ironía—. Bien, ¿estás cansado del camino, o vendrás a Ambala conmigo y trabajarás de nuevo con los caballos?

—Iré contigo, Mahbub Ali.

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