Kim

Kim


Capítulo 9

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Capítulo 9

S’doaks era hijo de Yelth el Sabio,

Jefe del clan del Cuervo

Itswoot el Oso le tenía a su cuidado

Para hacer de él un curandero.

Era rápido y más rápido aún para aprender,

Atrevido y más atrevido aún para arriesgar:

¡Bailó la temible danza Kloo-Kwallie

Para hacerle cosquillas a Itswoot el Oso!

Leyenda de Oregón

Kim se lanzó con todas sus ganas en el siguiente giro de la rueda. Por un tiempo, sería de nuevo un sahib. Con esa idea en mente, tan pronto como alcanzó la ancha carretera por debajo del ayuntamiento de Simia, buscó a alguien a quien impresionar. Un niño hindú, de unos diez años, estaba acuclillado bajo una farola.

—¿Dónde está la casa del señor Lurgan? —preguntó Kim.

—No entiendo inglés —fue la respuesta, y entonces, Kim cambió de lengua.

—Te la enseñaré.

Juntos se pusieron en camino en el crepúsculo inquietante, lleno de voces de la ciudad bajo la pendiente y del soplo de un viento fresco desde la cima del Jakko coronado de deodares con un trasfondo de estrellas. Las luces de las casas, esparcidas a cada nivel del terreno, hacían como de doble firmamento. Algunas eran luces fijas, otras pertenecían a los rickshaws de los ingleses, despreocupados y parlanchines, que salían a cenar.

—Es aquí —dijo el guía de Kim y se paró en una veranda al nivel de la calle principal. Ninguna puerta les detuvo, sino una cortina de corales que filtraba en estrías la luz de la lámpara del interior.

—Él ha llegado —dijo el niño con una voz un poco más alta que un suspiro y desapareció. Kim se dio cuenta de que, desde el principio, el niño había sido apostado para guiarle, pero poniendo cara de valor ante la situación, descorrió la cortina. Un hombre de barba negra, con una visera verde sobre los ojos, estaba sentado a la mesa y con manos pequeñas y blancas cogía, una a una, bolitas de luz de un recipiente que tenía ante él, las enhebraba en un hilo de seda brillante y tarareaba para sí todo el tiempo. Kim notó que más allá del círculo de luz, la habitación estaba llena de cosas que olían como todos los templos de Oriente. Una fragancia de almizcle, un aroma de madera de sándalo y un efluvio pegajoso de aceite de jazmín llegó hasta sus dilatadas fosas nasales.

—Estoy aquí —dijo Kim al fin, hablando en la lengua nativa: los olores le hicieron olvidar que allí tenía que ser un sahib.

—Setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno —el hombre contaba para sí, ensartando perla tras perla tan rápido que Kim podía apenas seguir sus dedos. Se quitó la visera verde y miró fijamente a Kim durante medio minuto. Las pupilas de sus ojos se dilataron y se contrajeron, como a voluntad, hasta parecerse a las cabezas de una aguja. En la Puerta de Taksali había un faquir que tenía justo ese don y hacía dinero con él, especialmente cuando maldecía a mujeres tontas. Kim observó con interés. Su amigo de dudosa reputación podía también mover las orejas, casi como una cabra y Kim estaba decepcionado porque este desconocido no podía imitarle.

—No tengas miedo —dijo el sahib Lurgan de repente.

—¿De qué debería tenerlo?

—Dormirás aquí esta noche y te quedarás conmigo hasta que llegue el momento de volver a Nucklao. Es una orden.

—Es una orden —repitió Kim—. ¿Pero dónde dormiré?

—Aquí, en esta habitación. El sahib Lurgan señaló con la mano hacia la oscuridad detrás de él.

—Que así sea —dijo Kim con aplomo—. ¿Ahora?

El sahib asintió y sostuvo la lámpara por encima de su cabeza. Cuando la luz bañó la habitación, saltó de las paredes una colección de máscaras tibetanas de danzas demoníacas colgando sobre ropajes bordados de demonios usados para aquellas horribles ceremonias, máscaras con cuernos, máscaras deformes y máscaras de un terror demencial. En una esquina un guerrero japonés, con malla y penacho, le amenazaba con una alabarda, y cantidad de lanzas, khandas y kuttars[106], reflejaban la claridad de la luz irregular. Pero lo que interesó a Kim, más que todas esas cosas —él había visto ya máscaras de danzas demoníacas en el Museo de Lahore— fue una mirada fugaz del niño hindú de ojos dulces, que le había dejado a la puerta; este estaba sentado con las piernas cruzadas debajo de la mesa de perlas con una pequeña sonrisa en sus labios escarlata.

—Creo que el sahib Lurgan quiere asustarme. Y estoy seguro que ese mocoso del demonio debajo de la mesa desea verme asustado. Este sitio —dijo en voz alta— es como una Casa de las Maravillas. ¿Dónde está mi cama?

El sahib Lurgan señaló un edredón nativo en una esquina al lado de las odiosas máscaras, recogió la lámpara y dejó la habitación a oscuras.

—¿Era este, sahib Lurgan? —preguntó Kim mientras se arrebujaba. No hubo respuesta. Sin embargo, podía oír al niño hindú respirando y, guiado por el sonido, se arrastró por el suelo y dio un puñetazo en la oscuridad, gritando:

—¡Da una contestación, demonio! ¿Es esta la forma de engañar a un sahib?

Le pareció oír el eco de una risita sofocada que venía de la oscuridad. No podía ser su compañero de blandas carnes porque estaba llorando. Así que Kim alzó la voz y gritó fuerte:

—¡Sahib Lurgan! ¡Oh sahib Lurgan! ¿Es una orden el que tu sirviente no hable conmigo?

—Es una orden. —La voz vino de detrás de él y le sobresaltó.

—Muy bien. Pero recuerda —murmuró mientras volvía al edredón—, te pegaré por la mañana. No me gustan los hindúes.

No fue una noche agradable; la habitación estaba repleta de voces y música. Kim fue despertado dos veces por alguien llamándole por su nombre. La segunda vez se dispuso a inspeccionar y acabó dándose de narices contra una caja que hablaba de veras con lengua humana, pero no con acento humano. Parecía acabar en una trompeta de hojalata y estar unida por cables a una caja más pequeña en el suelo, al menos hasta donde podía juzgar al tacto. La voz, áspera y runruneante, salía de la trompeta. Enfurecido, Kim se frotó la nariz, pensando, como siempre en esas situaciones, en hindi.

—Esto puede estar bien con un mendigo del bazar, pero… yo soy un sahib y el hijo de un sahib, y lo que es dos veces más en comparación, un estudiante de Nucklao. Sí (aquí cambió al inglés), un alumno de San Javier. ¡Malditos los ojos del señor Lurgan! Es alguna especie de maquinaria como una máquina de coser. Oh, esto es una gran caradura de su parte, en Lucknow no nos asustamos por tan poco. ¡No! —Luego, de nuevo en hindi—: ¿Pero qué gana él? Es sólo un comerciante, estoy en su tienda. Pero el sahib Creighton es un coronel y creo que el sahib Creighton dio orden de que así debe ser. ¡Qué paliza le voy a dar a ese hindú por la mañana! ¿Qué es esto?

La caja de la trompeta estaba soltando una retahíla de los insultos más refinados que el mismo Kim hubiera oído, con una voz alta y monótona, poniéndole el vello del cuello de punta por un momento. Cuando el vil objeto tomó un respiro, Kim fue tranquilizado por el suave zumbido como de máquina de coser.

¡Chûp! (Cállate) —gritó, y de nueva oyó una risita que le decidió—. Chûp, o te rompo la cabeza.

La caja no le hizo caso, Kim tiró de la trompeta de hojalata y algo se abrió con un clic. Era evidente que había levantado una tapa. Si había un diablo dentro, había llegado su hora. Olfateó, exactamente así olían las máquinas de coser del bazar. Eliminaría a ese shaitan. Se quitó la chaqueta y taponó con ella la boca de la caja. Algo largo y redondo se dobló bajo la presión, hubo un runrún y la voz se detuvo, como se detendrían las voces si uno embutiera un abrigo doblado tres veces por el cilindro de cera en la maquinaria de un fonógrafo caro. Kim terminó su sueño con la conciencia tranquila.

Por la mañana notó que el sahib Lurgan le estaba observando de pie.

—¡Oah! —dijo Kim, resuelto firmemente a mantener su estatus de sahib—. Ayer por la noche había una caja que me largó una ristra de insultos. Así que la paré. ¿Era su caja?

El hombre extendió la mano.

—Choca los cinco, O’Hara —dijo—. Sí, era mi caja. Guardo estas cosas porque a mis amigos los rajás les gustan. Esta está rota, pero valió la pena. Sí, mis amigos, los reyes, son muy aficionados a los juguetes, y, a veces, yo también.

Kim le miró de reojo. Era un sahib en cuanto que llevaba ropas de sahib; pero el acento de su urdu, la entonación de su inglés, mostraban que era cualquier cosa menos un sahib. Parecía entender lo que bullía por la cabeza de Kim antes de que el chico abriera la boca y no se tomó la molestia de explicarse, como hubiera hecho el padre Víctor o los maestros de Lucknow. Lo mejor de todo, trataba a Kim como a un igual por parte asiática.

—Siento que no puedas pegar a mi chico esta mañana. Dice que te matará con un cuchillo o con veneno. Está celoso, así que le he castigado en la esquina y hoy no hablaré con él. Acaba de intentar matarme. Tienes que ayudarme con el desayuno. Ahora mismo está demasiado celoso para confiar en él.

Un sahib genuino, importado de Inglaterra, habría montado un gran revuelo por una historia así. El sahib Lurgan hizo la constatación con la sencillez con la que Mahbub Ali solía narrar sus asuntillos en el Norte.

La veranda trasera de la tienda estaba construida sobre la colina casi en vertical, abajo podían verse las chimeneas de sus vecinos, como es costumbre en Simia. Pero incluso más que la comida, exclusivamente persa y preparada por el sahib Lurgan con sus propias manos, a Kim le fascinaba la tienda. El Museo de Lahore era más grande, pero aquí había más maravillas —dagas ceremoniales[107] y molinos de oración tibetanos; collares de turquesas y ámbar en bruto; brazaletes de jade verde; palos de incienso empaquetados de forma curiosa en jarros con incrustaciones de granates en bruto; las máscaras demoníacas de la noche anterior y una pared tapizada de tela color azul pavo real; figuras doradas de Buda y pequeños altares portátiles lacados; samovares rusos con turquesas en la tapa; juegos de porcelana china, tan fina como una cascara de huevo, en extrañas cajas octogonales de mimbre; crucifijos de marfil amarillo, nada menos que de Japón, según dijo el sahib Lurgan; alfombras en embalajes polvorientos, oliendo atrozmente, apiladas detrás de biombos de dibujos geométricos, rotos y destartalados; aguamaniles persas para lavarse las manos después de comer; quemadores de incienso deslustrados, ni chinos ni persas, recubiertos con frisos de demonios fantásticos; cinturones de plata deslucida que se anudaban como si fueran de cuero sin curtir; horquillas de jade, marfil y calcedonia; armas de todas clases y formas, y otras mil rarezas en cajas, apiladas o simplemente tiradas por la habitación, dejando sólo un espacio libre alrededor de la desvencijada mesa de pino donde trabajaba el sahib Lurgan—.

—Estas cosas no son nada —dijo su anfitrión, siguiendo la mirada de Kim—. Las compro porque son bonitas y a veces las vendo, si me gusta la pinta del comprador. Mi trabajo está sobre la mesa, una parte de él.

A la luz del sol matinal las gemas resplandecían, lanzando multitud de brillos rojos, azules y verdes, atravesados aquí y allá por el despiadado destello blanquiazul de un diamante. A Kim se le abrieron los ojos como platos.

—Oh, estas piedras están muy bien. No les hará daño tomar el sol. Además, son baratas. Pero con piedras enfermas es diferente. —Llenó de nuevo el plato de Kim—. No hay nadie, aparte de , que pueda tratar a una perla enferma y devolver el azul a las turquesas. Admito que con los ópalos… cualquier tonto puede curar un ópalo, pero una perla enferma, sólo yo. ¡Supón que me muero! Entonces no quedaría nadie… ¡Oh no! no puedes hacer nada con las joyas. Será suficiente si comprendes un poco sobre la turquesa… algún día.

Lurgan fue hacia el final de la veranda para rellenar del filtro el pesado jarro de agua de arcilla porosa.

—¿Quieres beber?

Kim asintió. A quince pies de distancia, el sahib Lurgan puso una mano sobre el jarro. Al instante siguiente, este estaba junto al codo de Kim, lleno hasta media pulgada del borde, sólo una pequeña arruga en la tela blanca delataba el sitio por donde se había deslizado.

—¡Wah! —dijo Kim con un asombro mayúsculo—. Esto es magia. —La sonrisa del sahib Lurgan mostraba que el cumplido le había agradado.

—Lánzalo de vuelta.

—Se romperá.

—Digo que lo lances de vuelta.

Kim lo tiró al tuntún. El jarro cayó, se rompió en mil pedazos y el agua resbaló por entre los toscos tablones de la veranda.

—Ya dije que se rompería.

—No importa. Mira. Fíjate en el pedazo más grande.

El casco yacía con un centelleo de agua en su cavidad, como si fuera una estrella sobre el suelo. Kim miró con atención. El sahib Lurgan puso una mano suavemente sobre su nuca y le dio uno o dos golpecitos, murmurando:

—¡Fíjate! Volverá de nuevo a la vida, pedazo a pedazo. Primero el gran pedazo se unirá a los otros dos a la izquierda y a la derecha, a la izquierda y a la derecha. ¡Mira!

Aunque le hubiera ido la vida en ello, Kim no hubiera sido capaz girar la cabeza. El ligero roce le tenía como clavado y la sangre le cosquilleaba agradablemente por el cuerpo. Donde antes había habido tres pedazos, había ahora uno grande y sobre ellos el contorno difuminado del recipiente entero. A través de él podía distinguir la veranda, pero se condensaba y oscurecía con cada latido de su pulso. Sin embargo, el jarro, ¡qué lentos vienen los pensamientos!, el jarro se había hecho pedazos ante sus ojos. Otra ola de fuego hormigueante le corrió cuello abajo, mientras el sahib Lurgan movía su mano.

—¡Fíjate! Está tomando forma —dijo el sahib Lurgan.

Hasta ese momento Kim había estado pensando en hindi, pero le sacudió un temblor y con un esfuerzo como el de un nadador que, perseguido por tiburones, se impulsa a sí mismo medio fuera del agua, su mente saltó fuera de una oscuridad que le estaba tragando y se refugió en… ¡la tabla de multiplicar en inglés!

—¡Mira! Está recobrando la forma —murmuró el sahib Lurgan.

El jarro se había roto… sí, roto… no la palabra nativa, no pensaría en ella… sino roto… en mil pedazos y dos veces tres eran seis, y tres veces tres eran nueve y cuatro veces tres eran doce. Se agarró desesperadamente a esa repetición. El contorno difuminado del jarro se disolvió como una neblina después de frotar los ojos. Quedaban los cascos rotos; quedaba el agua derramada secándose al sol y a través de las rendijas de la veranda aparecían, acanalados, los muros blancos de la casa de abajo… ¡y tres veces doce eran treinta y seis!

—¡Fíjate! ¿Está tomando forma? —preguntó el sahib Lurgan.

—Pero está roto… roto —jadeó Kim; el sahib Lurgan había estado murmurando suavemente durante medio minuto. Kim apartó la cabeza a un lado—. ¡Mira! ¡Dekho! Está ahí como estaba antes.

—Está ahí como estaba —dijo Lurgan, mirando a Kim de cerca mientras el chico se frotaba el cuello—. Pero tú eres el primero de muchos que lo ha visto así. —Y se secó la ancha frente.

—¿Era más magia? —preguntó Kim desconfiado. El cosquilleo había desaparecido de sus venas; se sentía extrañamente despierto.

—No, eso no era magia. Era sólo para comprobar si había… un defecto en la joya. A veces, las gemas más finas se deshacen en mil pedazos cuando un hombre las coge en la mano y conoce la forma adecuada. Por esa razón uno debe ser cuidadoso antes de engastarlas. Dime, ¿viste la forma del jarro?

—Durante un momento. Había empezado a crecer del suelo como una flor.

—Y entonces ¿qué hiciste? Quiero decir, ¿cómo pensaste?

—¡Oah! Sabía que estaba roto, y entonces, creo que fue lo que pensé… y estaba roto de verdad.

—¡Hm! ¿Te ha hecho alguien antes el mismo tipo de magia?

—Si fuera así —dijo Kim—, ¿cree que lo permitiría otra vez? Me escaparía.

—Y ahora no estás asustado, ¿eh?

—Ahora no.

El sahib Lurgan lo miró de forma más penetrante que antes.

—Le preguntaré a Mahbub Ali… ahora no, pero en unos días —murmuró—. Estoy satisfecho contigo… sí; estoy satisfecho contigo… no. Eres el primero que se ha salvado a sí mismo. Me gustaría saber qué fue lo que… Pero tienes razón. No debes decirlo, ni incluso a mí.

Regresó a la sombra polvorienta de la tienda y se sentó a la mesa frotándose las manos con suavidad. Un sollozo ronco y breve llegó de detrás de un montón de alfombras. Era el niño hindú que, obediente, estaba de cara a la pared. Sus hombros delgados estaban contraídos por la pesadumbre.

—¡Ah! Está celoso, muy celoso. Me pregunto si intentará envenenarme de nuevo con mi desayuno y obligarme a prepararlo dos veces.

Kubbee, kubbee nahin (Nunca, nunca. ¡No!) —brotó la respuesta entrecortada.

—¿Y si matara a este otro chico?

Kubbee, kubbee nahin.

—¿Qué crees que hará? —Se volvió de repente a Kim.

—¡Oah! No lo sé. Déjele ir, quizás. ¿Por qué quiso envenenarle?

—Porque me quiere mucho. Supon que tú quieres mucho a alguien y ves llegar a otra persona y el hombre al que tienes cariño está más complacido con esa persona que contigo, ¿qué harías?

Kim meditó. Lurgan repitió la frase lentamente en la lengua nativa.

—No envenenaría a ese hombre —dijo Kim reflexionando—, pero pegaría a ese chico, si ese chico le tuviera cariño a ese hombre. Pero primero le preguntaría al chico si es verdad.

—¡Ah! El piensa que todos deben quererme.

—Entonces creo que es tonto.

—¿Lo oyes? —dijo el sahib Lurgan dirigiéndose a los hombros temblorosos—. El hijo del sahib cree que eres una especie de tonto. Sal y la próxima vez que tu corazón esté turbado, no uses el arsénico blanco de forma tan evidente. ¡Apuesto a que hoy el diablo Dasim era el señor de nuestra mesa! Podría haber enfermado, niño, y entonces sería un extranjero el que hubiera tenido que vigilar las joyas. ¡Ven!

El niño, con los ojos hinchados de tanto llorar, salió con cautela de detrás del embalaje y en un arrebato se arrojó a los pies del sahib Lurgan, con un remordimiento tan exagerado que impresionó incluso a Kim.

—Me encargaré de los charcos de tinta[108]… ¡guardaré fielmente las joyas! ¡Oh, padre mío y madre mía, échale! El niño señaló a Kim dando una coz con su talón desnudo.

—Todavía no, todavía no. En breve se irá de nuevo. Pero ahora está en el colegio, en una nueva madraza, y tú serás su maestro. Juega al juego de las joyas con él. Yo llevaré la cuenta.

El chico se secó las lágrimas al momento y se precipitó a la trastienda, de donde regresó con una bandeja de cobre.

—¡Dámelo tú! —dijo al sahib Lurgan—. Que vengan de tu mano, porque si no, puede decir que ya las conocía antes.

—Despacio… despacio —replicó el hombre y de un cajón bajo la mesa sacó un puñado de piedras tintineantes y las puso sobre la bandeja.

—Ahora —dijo el niño, agitando un periódico viejo—. Míralas tanto tiempo como quieras, desconocido. Cuéntalas y, si es necesario, tócalas. A , un vistazo me basta. Y con orgullo le volvió la espalda a Kim.

—¿Pero de qué va el juego?

—Cuando las hayas contado y tocado, y estés seguro de que puedes recordar cada una, las cubriré con este papel y tú tienes que hacerle el recuento al sahib Lurgan. Yo escribiré el mío.

—¡Oah! —El instinto de competición se despertó en el corazón de Kim. Se inclinó sobre la bandeja. Sólo había quince piedras en ella—. Es fácil —dijo después de un minuto. El niño deslizó el papel sobre las piedras centelleantes y garabateó en un libro de contabilidad nativo.

—Bajo ese papel hay cinco piedras azules: una grande, una más pequeña y tres pequeñas —dijo Kim de un tirón—. Hay cuatro piedras verdes, una con un agujero; hay una piedra amarilla a través de la que se puede ver y una como la caña de una pipa. Hay dos piedras rojas y… y… conté quince, pero he olvidado dos. ¡No! Deme tiempo. Una era de marfil, pequeña y amarronada; y… y… deme tiempo…

—Uno… dos —el sahib Lurgan contó hasta diez. Kim sacudió la cabeza.

—¡Escucha mi recuento! —soltó el niño, sin poder contenerse, con un gorgorito risueño—. Primero, hay dos zafiros defectuosos, uno de dos ruttees[109] y uno de cuatro, diría yo. El zafiro de cuatro ruttees tiene una melladura en una esquina.

Hay una vulgar turquesa del Turquestán con vetas negras y hay dos con inscripciones, una con el nombre de Dios en dorado y la otra, como está atravesada por una fisura porque viene de un anillo antiguo, no la puedo leer. Ahora tenemos las cinco piedras azules. Y hay cuatro esmeraldas defectuosas, una está perforada en dos sitios y una está un poco tallada.

—¿Sus pesos? —preguntó el sahib Lurgan sin alterarse.

—Tres… cinco… cinco… y cuatro ruttees, me parece. Hay un trozo de una vieja pipa de ámbar averdosado y un topacio tallado de Europa. Hay un rubí de Burma, de dos ruttees, sin defecto, y hay un rubí rosa pálido defectuoso, de dos ruttees de peso. Hay también un marfil tallado de China representando a una rata sorbiendo un huevo; y, para acabar, hay, ¡ah ha!, una bola de cristal tan grande como una judía, engastada en una hoja de oro.

El niño batió las palmas al final del recuento.

—Él es tu maestro —dijo el sahib Lurgan, sonriendo.

—¡Huh! Él sabía los nombres de las piedras —dijo Kim, enrojeciendo—. ¡Probemos otra vez! Con cosas normales que conozcamos los dos.

Llenaron de nuevo la bandeja con objetos varios cogidos de la tienda e incluso de la cocina, el niño ganó una y otra vez, al extremo de provocar la admiración de Kim.

—Venda mis ojos, déjame palparlo una vez con mis dedos e incluso así, te dejaré atrás a ti con los ojos sin vendar —le retó.

Kim pateó de rabia cuando el mocoso cumplió su desafío.

—Si fueran hombres, o caballos —dijo—, lo haría mejor. Este juego con pinzas, cuchillos y tijeras es demasiado poco.

—Aprende primero, enseña después —repuso el sahib Lurgan—. ¿Es él tu maestro?

—Lo es. ¿Pero cómo se hace?

—Repitiéndolo muchas veces hasta que se hace perfectamente, porque vale la pena aprenderlo.

El muchacho hindú rebosante de satisfacción incluso le dio a Kim unas palmaditas en la espalda.

—No desesperes —dijo—. Yo te enseñaré.

—Y yo me cuidaré de que seas bien enseñado —dijo el sahib Lurgan, hablando todavía en la lengua nativa— porque, excepto aquí mi chico, fue una estupidez de su parte comprar tanto arsénico blanco cuando, si lo hubiera pedido, se lo podría haber dado yo mismo… excepto aquí mi chico digo, hacía mucho tiempo que no me encontraba con alguien a quien valiera la pena enseñar. Y tenemos otros diez días antes de que puedas volver a Nucklao, donde a la larga no enseñan nada, a pesar de pagar tanto. Creo que seremos amigos.

Fueron diez días de locura, pero Kim se divertía demasiado para pensar en ello. Por la mañana jugaban al juego de las joyas, a veces con piedras auténticas, a veces con montones de espadas y dagas, a veces con fotografías de nativos. Por las tardes, él y el muchacho hindú montaban guardia en la tienda, sentados en silencio detrás de un embalaje de alfombra o de un biombo, observando a los muchos y peculiares visitantes del señor Lurgan. Había pequeños rajás, con sus escoltas tosiendo por la veranda, que venían a comprar curiosidades, como los fonógrafos y los juguetes mecánicos. Había señoras a la búsqueda de collares y señores, eso le parecía a Kim —aunque su mente podía estar viciada por un entrenamiento temprano—, a la búsqueda de señoras; nativos de cortes principescas independientes y feudales, cuyo motivo aparente era el de reparar los collares rotos —ríos de luz que se derramaban sobre la mesa—, pero cuyo verdadero propósito parecía ser el de reunir dinero para maharanís fastidiosas o para jóvenes rajás. Había babus a quienes el sahib Lurgan hablaba con severidad y autoridad, pero al final de cada entrevista les daba dinero en plata acuñada, en billetes y en pagarés del tesoro. Ocasionalmente, había reuniones de nativos, de aspecto teatral en sus largos ropajes, que discutían de metafísica en inglés y en bengalí, para gran edificación del señor Lurgan. Este estaba siempre interesado en las religiones. Al final del día se esperaba que Kim y el muchacho hindú, cuyo nombre cambiaba a capricho de Lurgan, dieran un detallado informe de todo lo que habían visto u oído, su opinión sobre el carácter de cada hombre, tal como se reflejaba en su cara, charla y modales y su parecer acerca del verdadero motivo de su visita. Después de la cena, el gusto del sahib Lurgan se centraba más en lo que se podría llamar disfraces, en cuyo juego se tomaba un interés de lo más instructivo. Podía pintar caras de maravilla; con un trazo aquí y una línea allá, cambiándolas y haciéndolas irreconocibles. La tienda estaba llena de toda suerte de vestidos y turbantes y Kim fue ataviado de diversas formas; como un joven musulmán de buena familia, un aceitero, y una vez, durante una velada estupenda, como el hijo de un terrateniente de Oudh con un traje extremadamente suntuoso. El sahib Lurgan tenía un ojo de halcón para detectar el mínimo defecto en el disfraz; y recostado en un desgastado diván de teca les explicaba largo y tendido cómo hablaba tal y tal casta, o andaba, o tosía, o escupía, o estornudaba y, puesto que los cornos importan poco en este mundo, les explicaba sobre todo el porqué de cada cosa. El muchacho hindú jugaba este juego con torpeza. Su limitado intelecto, agudo como un témpano de hielo cuando se trataba del recuento de piedras preciosas, no conseguía amoldarse y penetrar en el alma de otro; sin embargo, en Kim se despertaba un demonio y cantaba de contento mientras se vestía con los diferentes trajes, cambiando con cada uno la voz y los gestos.

Una noche, llevado por el entusiasmo, Kim se ofreció voluntario para mostrarle al sahib Lurgan cómo los discípulos de una cierta casta de faquires, viejos conocidos de Lahore, mendigaban limosnas en la acera y qué tipo de lenguaje usaban con un inglés, un campesino punyabí camino de una feria y una mujer sin velo. El sahib Lurgan se partió de risa y rogó a Kim que se quedara como estaba, con las piernas cruzadas, cubierto de cenizas, con ojos de loco, inmóvil, durante media hora en la habitación trasera. Transcurrido ese tiempo entró un babu obeso y grande, cuyas piernas con calcetines temblaban por la grasa y Kim le lanzó una sarta de bromas callejeras. El sahib Lurgan, para fastidio de Kim, miraba al babu y no a la comedia.

—Creo —dijo el babu pausadamente, encendiendo un cigarrillo—, soy de opeenión que esta es representación extraordinaria, muy efeecaz. Si no me hubiera prevenido, hubiera creído que… que… que me estaba tomando el pelo. ¿En cuánto tiempo puede ser efeecaz agrimensor? Porque entonces le daré tarea.

—Eso es lo que debe aprender en Lucknow.

—Entonces ordénele que sea endiabladamente rápido. Buenas noches, Lurgan. —El babu salió balanceándose con el paso de una vaca caminando por el barro.

Cuando estaban repasando la lista diaria de visitantes, el sahib Lurgan le preguntó a Kim quién pensaba que era ese hombre.

—¡Sabe Dios! —dijo Kim con desenfado. El tono casi podría haber engañado a Mahbub Ali, pero fracasó por completo con el curador de perlas enfermas.

—Es verdad. Dios, Él lo sabe; pero deseo saber lo que tú piensas.

Kim miró de reojo a su anfitrión, cuyos ojos sabían cómo sacarle a uno la verdad.

—Yo… yo creo que me escogerá cuando vuelva de la escuela, pero —confidencialmente, mientras el sahib Lurgan asentía con aprobación— no comprendo como él puede disfrazarse con muchos trajes y hablar varias lenguas.

—Más tarde entenderás muchas cosas. Él escribe historias para un cierto coronel. Su renombre es grande sólo en Simia y es importante que no tenga nombre, sino sólo un número y una letra, esa es la costumbre entre nosotros.

—¿Y su cabeza también tiene precio, como la de Mah… todos los demás?

—Todavía no, pero si un chico que está ahora aquí sentado se levantara y se fuera, ¡mira, la puerta está abierta!, hasta una cierta casa con la veranda pintada de rojo, detrás de lo que fue el viejo teatro en el bazar de abajo, y susurrara a través de las contraventanas: «Hurree Chunder Mookerjee llevó las malas noticias del mes pasado», ese chico podría conseguir un cinto lleno de rupias.

—¿Cuántas? —dijo Kim con presteza.

—Quinientas, mil, tantas como exigiera.

—Bien. ¿Y cuánto tiempo viviría un tal chico después de dar la noticia? —Kim sonrió divertido a las mismas barbas del sahib Lurgan.

—¡Ah! Eso hay que pensárselo bien. Quizás, si fuera muy listo, pudiera sobrevivir el día, pero no la noche. La noche de ninguna manera.

—Entonces ¿cuál es la paga del babu si dan tanto por su cabeza?

—Ochenta… quizás, cien… quizás, ciento cincuenta rupias; pero la paga es lo de menos en el trabajo. De vez en cuando, Dios hace que nazcan hombres, y tú eres uno de esos, que tienen ganas de salir al camino a riesgo de sus vidas y descubrir cosas nuevas, hoy puede ser sobre sitios muy alejados, mañana sobre alguna montaña escondida, y al día siguiente sobre hombres cercanos que han cometido alguna estupidez contra el Estado. Estas almas son muy pocas; y de estas pocas, no más de diez son de lo mejor. Entre estas diez cuento al babu y es curioso. Por eso, ¡qué grande y deseable tiene que ser un cometido para que inflame el corazón de un bengalí!

—Verdad. Pero para mí los días pasan despacio. Soy todavía un chico y sólo hace dos meses que aprendí a escribir angrezi[110]. Todavía no puedo leerlo bien. Y pasarán todavía años y años y largos años antes de que pueda ser por lo menos un agrimensor.

—Ten paciencia, Amigo de todo el Mundo —Kim se sorprendió por el título—. Si tuviera todavía alguno de esos años que a ti tanto te fastidian. Te he probado de muchas pequeñas maneras. No me olvidaré de ello cuando haga mi informe al sahib coronel. —Luego, con una risa grave, pasando de repente al inglés—: ¡Por Júpiter! O’Hara, creo que hay buena madera en ti, pero no tienes que volverte orgulloso, ni parlotear. Tienes que volver a Lucknow y ser un buen chico y meter las narices en tu libro, como dicen los ingleses, y ¡quizás, en las próximas vacaciones, si te apetece, puedas volver conmigo! —A Kim se le puso cara larga—. Oh, quiero decir si tú lo deseas. Ya sé dónde quieres ir.

Cuatro días más tarde fue reservado un asiento para Kim y su pequeño baúl en la parte trasera de un tonga para Kalka. Su compañero de viaje era el babu con aspecto de ballenato, quien, con un chal de flecos enroscado en la cabeza y sentado sobre su regordeta pierna izquierda con calcetín calado, temblaba y refunfuñaba en el frío de la mañana.

—¿Cómo es que este hombre es uno de nosotros? —pensó Kim, observando la espalda gelatinosa mientras se alejaban traqueteando carretera abajo; y la reflexión le empujó a placenteras divagaciones. El sahib Lurgan le había dado cinco rupias, una suma espléndida, así como la garantía de su protección si trabajaba con ahínco. A diferencia de Mahbub, el sahib Lurgan había hablado de forma explícita sobre la recompensa que seguiría a la obediencia y Kim estaba contento. ¡Si sólo, como el babu, pudiera disfrutar de la dignidad de una letra y un número, y un precio sobre su cabeza! Algún día sería todo eso y más. ¡Algún día sería casi tan grande como Mahbub Ali! Las azoteas a investigar se extenderían por media India; seguiría a reyes y ministros, como en los viejos tiempos había seguido a vakils[111] y a emisarios de abogados a través de Lahore por encargo de Mahbub Ali. Entretanto, justo ante sus ojos estaba la realidad inminente, y no desagradable, de la vuelta a San Javier. Habría nuevos chicos con los que ser condescendiente e historias de aventuras estivales que escuchar. El joven Martin, hijo de un plantador de té de Manipur, se había pavoneado de que él iría a la guerra con un rifle contra los cazadores de cabezas. Quizás lo hubiera hecho, pero seguro que el joven Martin no había sido proyectado por el aire al centro del patio delantero de un palacio de Patiala por una explosión de fuegos artificiales; ni había… Kim empezó a contarse a sí mismo la historia de sus propias aventuras de los últimos tres meses. Podría paralizar a todo San Javier, incluso a los chicos más grandes que se afeitaban, con el recital, si le estuviera permitido. Pero, lógicamente, quedaba descartado. A su debido tiempo abría un precio por su cabeza, como el sahib Lurgan le había asegurado; y si él cotorreaba a lo tonto ahora, no sólo ese precio no sería puesto nunca, sino que el coronel Creighton lo expulsaría, y quedaría a merced de la ira del sahib Lurgan y de Mahbub Ali… por el corto tiempo de vida que aún le quedara.

—Así perderé Delhi por un pez —era su filosofía proverbial. Le convenía olvidar sus vacaciones (siempre le quedaría la diversión de inventar aventuras imaginarias) y trabajar, como el sahib Lurgan le había dicho.

De todos los chicos que se apuraban de regreso a San Javier desde Sukkur en las arenas a Galle bajo las palmeras, ninguno estaba más lleno de virtud que Kimball O’Hara, traqueteando hacia Ambala detrás de Hurree Chunder Mookerjee, cuyo nombre en los libros de una sección del Departamento Etnológico era R.17.

Y si se necesitaba un estímulo adicional, el babu lo proporcionó. Tras una copiosa comida en Kalka, habló sin pausa. ¿Iba Kim a la escuela? Entonces él, un licenciado M.A.[112] de la Universidad de Calcuta le explicaría las ventajas de la educación. Había puntos a ganar poniendo la debida atención al latín y a La excursión de Wordsworth (todo esto a Kim le sonaba a chino). El francés también era esencial y el mejor se aprendía en Chandernagore, a unas pocas millas de Calcuta. En resumen, un hombre podía llegar lejos, como él había hecho, prestando una cuidadosa atención a obras llamadas Lear y Julio César, ambas muy solicitadas por los examinadores. Lear no estaba tan lleno de alusiones históricas como Julio César; el libro costaba cuatro annas, pero podía ser comprado de segunda mano por dos en el bazar Bow. Aún más importante que Wordsworth, o autores eminentes como Burke y Hare, era el arte y la ciencia de la agrimensura. Un muchacho que hubiera pasado los exámenes en estas materias, para las cuales, a propósito, no había libros que empollar, podía, caminando simplemente sobre un terreno con una brújula, un nivel y un buen ojo, elaborar un dibujo de ese terreno que podría ser vendido por una elevada suma de plata acuñada. Pero como en ocasiones era inapropiado llevar consigo cadenas de medición, un muchacho haría bien en conocer la longitud precisa de su propio paso, de manera que, cuando estuviera falto de lo que Hurree Chunder llamaba «ayudas ocasionales», podría a pesar de todo calcular las distancias. Para mantener la cuenta de miles de pasos, según la experiencia le había mostrado a Hurree Chunder, no había nada mejor que un rosario de ochenta y una cuentas, o de ciento ocho, porque «era divisible y subdivisible en muchos múltiplos y submúltiplos». De entre el torrente de verborrea inglesa, Kim pescó las ideas principales del tema y las encontró muy interesantes. He ahí una nueva habilidad que un hombre podía almacenar en su cabeza; y a la vista del vasto y ancho mundo que se desplegaba ante él, parecía que cuanto más supiera un hombre, mejor para él.

Cuando hubo hablado durante hora y media, el babu dijo:

—Espero que algún día pueda tener el placer de conocerle ofeecialmente. Ad interim[113], si se me permite la expresión, le daré esta caja de betel, que es muy valiosa y me costó dos rupias hace sólo cuatro años. —Era una caja barata, con forma de corazón y tres compartimentos para llevar la eterna nuez de betel, la cal y la hoja de pan; pero estaba llena de pequeños frascos con comprimidos—. Es una recompensa por mérito de su actuación en papel de hombre santo. Ve, es tan joven que piensa que vivirá siempre y no se preocupa de su cuerpo. Es un gran fastidio caer enfermo en medio de una misión. Soy aficionado a las medicinas y son prácticas cuando hay que curar también a la gente pobre. Estas son buenas medicinas oficiales, quinina y demás. Se las doy de recuerdo. Ahora, adiós. Tengo asuntos privados urgentes aquí, a la vera del camino.

Se bajó sin hacer ruido, como un gato, en la carretera de Ambala, detuvo un carro que pasaba y se alejó en el tintineante vehículo, mientras Kim, enmudecido, le daba vueltas a la caja de betel de hojalta.

El historial de la educación de un chico no le interesa a nadie excepto a sus padres, y, como el lector sabe, Kim era huérfano. Según consta en los libros de San Javier en Partibus, al final de cada trimestre se enviaba un informe sobre los progresos de Kim al coronel Creighton y al padre Víctor, de cuyas manos llegaba puntualmente el dinero para su escolarización. También consta en el mismo libro que Kim mostraba una gran aptitud para los estudios matemáticos así como para la cartografía y que se había llevado un premio (La vida de lord Lawrence, en cuero marrón, dos volúmenes, nueve rupias, ocho annas) por su dominio en la materia; y el mismo trimestre jugó en el equipo de críquet de San Javier contra el Colegio Universitario Musulmán de Aligarh, a la edad de catorce años y diez meses. Fue también revacunado (de lo que podemos deducir que había habido otra epidemia de viruela en Lucknow) por esa misma época. Notas a lápiz en el margen de una vieja lista dejaban constancia de que fue castigado varias veces por «conversar con personas desaconsejables» y parece que, una vez, fue sentenciado a un castigo severo por «ausentarse un día entero en compañía de un mendigo». Eso fue cuando escaló la verja de entrada y durante un día entero, a la orilla del Gumti, le suplicó al lama que, en las próximas vacaciones, le dejara acompañarle en el camino durante un mes, durante una breve semana; y el lama se negó a ello con un gesto duro como el mármol, aduciendo que el momento todavía no había llegado. El deber de Kim, dijo el viejo mientras comían pasteles juntos, era adquirir toda la sabiduría de los sahibs y después ya se vería. De alguna manera, la Mano de la Amistad tuvo que haber desviado el Látigo de la Calamidad porque, al parecer, seis semanas más tarde Kim aprobó un examen de agrimensura elemental con «mención honorable», a la edad de quince años y ocho meses. A partir de esa fecha el registro guarda silencio. Su nombre no aparece entre el grupo que aquel año presentó su candidatura para el Departamento Topográfico de la India, sino que aparecen las palabras «transferido por nombramiento».

Durante esos tres años, el lama recaló varias veces en el templo de los Tirthankaras en Benarés, un poco más delgado y un tono más amarillo, si ello era posible, pero amable e intachable como siempre. A veces venía del sur, del sur de Tuticorin, desde donde los maravillosos barcos de fuego zarpaban para Ceilán, donde había sacerdotes que conocían el pali[114]; otras veces llegaba del oeste, húmedo y verde, y de las miles de chimeneas de las fábricas de algodón que rodeaban Bombay; y una vez del norte, donde hizo ochocientas millas de ida y vuelta para hablar durante un día con el Conservador de las Imágenes en la Casa de las Maravillas. A su regreso se recogía en su celda de fresco mármol pulido —los sacerdotes del templo eran buenos con el anciano— se limpiaba el polvo del viaje, hacía sus oraciones y, muy familiarizado ya con las costumbres del ferrocarril, se marchaba a Lucknow en un compartimento de tercera clase. A su regreso, como señaló su amigo el buscador al sacerdote superior, llamaba la atención que durante un tiempo cesara de lamentar la pérdida de su río o de dibujar prodigiosas imágenes de la Rueda de la Vida, y prefiriera hablar de la belleza y la sabiduría de un cierto chela misterioso, a quien nadie del templo había visto. Sí, había seguido los rastros de los Pies Benditos por toda la India (el conservador está todavía en posesión de una extraordinaria crónica de sus peregrinaciones y meditaciones). No le quedaba más en la vida que encontrar el Río de la Flecha. Sin embargo, le fue revelado en sueños que no era una misión para ser acometida con esperanza de éxito a menos que el buscador tuviera consigo el chela predestinado para conducir el proceso a buen término, un chela investido de gran sabiduría, la sabiduría que posee el Conservador de las Imágenes de pelo blanco. Por ejemplo, (aquí sacaba la tabaquera con rapé y los amables sacerdotes jaines se apresuraban a guardar silencio):

—Hace mucho mucho tiempo, cuando Devadatta era rey de Benarés, ¡escuchad todos al Jâtaka[115]!, un elefante fue capturado durante un tiempo por los cazadores del rey y antes de que se escapara, le colocaron un cruel anillo alrededor del pie. Con odio e ira en su corazón, el elefante intentó quitárselo y corriendo arriba y abajo por la selva, suplicó a sus hermanos elefantes que se lo arrancaran de cuajo. Uno a uno lo intentaron con sus fuertes colmillos y fracasaron. Al final, emitieron el parecer de que el anillo no se podría romper con ningún poder bestial. En un matorral, recién nacida, mojada con la humedad del nacimiento, había una cría del rebaño que tenía un día y cuya madre había muerto. El elefante anillado, olvidando su propia agonía, dijo: «Si no ayudo a este cachorro, perecerá bajo nuestros pies». Así que se colocó por encima del pequeño animal, usando sus piernas como contrafuertes contra la manada que se movía inquieta; y le pidió leche a una vaca virtuosa y la cría creció y el elefante anillado era su guía y su defensa. Ahora bien, un elefante, ¡escuchad todos al Jâtaka!, tarda unos treinta y cinco años en alcanzar la plenitud de sus fuerzas y durante treinta y cinco lluvias el elefante anillado fue el amigo del animal más joven y todo ese tiempo el anillo se le fue clavando en la carne. Entonces un día el joven elefante vio el hierro medio incrustado en la carne y volviéndose al más viejo dijo: «¿Qué es esto?». «Este es mi dolor», dijo aquel que era su amigo. Entonces el otro sacó su colmillo y en un abrir de ojos rompió el anillo diciendo: «El momento señalado ha llegado». Así que el elefante virtuoso que había esperado pacientemente y realizado actos nobles, llegado el momento, fue aliviado por la cría misma a la que él había elegido cuidar, ¡escuchemos todos al Jâtaka!, porque el elefante era Ananda y la cría que rompió el anillo no era otro que el Señor en persona…

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