Kim

Kim


Capítulo 6

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6

Ahora recuerdo camaradas…

Viejos compañeros en nuevos mares…

Cuando comerciábamos con oropimente[82]

Entre los salvajes de allí.

Diez mil leguas hacia el sur,

Y hace treinta años…

No conocían al noble Valdez,

Pero a mí sí me conocían y me amaban.

Canción de Diego Valdez

Muy temprano por la mañana las tiendas blancas fueron desmontadas y desaparecieron, mientras los Mavericks tomaban una carretera secundaria hacia Ambala. Esta no pasaba por el

parao y Kim, que caminaba penosamente al lado de un carro de equipajes, bajo el fuego de los comentarios de las esposas de los soldados, ya no tenía la misma confianza que la noche anterior. Había descubierto que le vigilaban de cerca, el padre Víctor, por una parte, y el señor Bennett, por la otra.

Antes del mediodía la columna se detuvo. Un ordenanza montando un camello le entregó una carta al coronel. Este la leyó y habló con el comandante. Media milla atrás en la retaguardia, Kim oyó un clamor ronco y lleno de alegría aproximándose hacia él a través del denso polvo. Luego, alguien le golpeó en la espalda, gritando:

—Dinos ¿cómo lo sabías tú, pequeña pata de Satán? Querido padre, vea si usted puede hacerle hablar.

Un poni se colocó a su lado y Kim fue subido a la montura del sacerdote.

—Ahora, hijo mío, tu profecía de la noche pasada se ha cumplido. Nuestras órdenes son de tomar un convoy para el frente mañana en Ambala.

—¿Qué es eso? —dijo Kim, porque «frente» y «convoy» era palabras nuevas para él.

—Vamos a «la guerra», como la llamaste.

—Por supuesto que vais a vuestra guerra. Ya lo dije ayer por la noche.

—Lo hiciste; pero, ¡por los poderes de las tinieblas!, ¿cómo lo sabías?

Los ojos de Kim chispearon. Apretó los labios, asintió con la cabeza y asumió un aire enigmático. El capellán avanzó a través del polvo y las personas, sargentos y subalternos se llamaban la atención unos a otros sobre el chico. El coronel, a la cabeza de la columna, le miraba con curiosidad.

—Fue probablemente algún chismorreo de bazar —dijo—; pero incluso así… —Se refería al papel en su mano—. ¡Que me cuelguen! La cosa se decidió sólo en las últimas cuarenta y ocho horas.

—¿Hay muchos como tú en la India? —dijo el padre Víctor—, ¿o eres acaso un

lusus naturae[83]?

—Ahora que os lo he contado —dijo el chico—, ¿me dejaréis volver con mi viejo lama? Si no se ha quedado con la mujer de Kulu, tengo miedo de que se muera.

—Por lo que vi de él, es tan capaz de cuidar de sí mismo como tú. No. Nos has traído suerte y vamos a hacer un hombre de ti. Te llevaré de vuelta a tu carro de equipaje y vendrás a verme esta noche.

Durante el resto del día Kim fue objeto de una distinguida consideración de la parte de unos cientos de hombres blancos. La historia de su aparición en el campamento, el descubrimiento de sus orígenes y su profecía, no había perdido nada con la transmisión de boca en boca. Una mujer blanca, voluminosa y amorfa, sentada sobre una pila de ropa de cama, le preguntó con tono misterioso si él pensaba que su marido volvería de la guerra. Kim reflexionó con gravedad y dijo que volvería, y la mujer le dio comida. En muchos sentidos, esta gran procesión que tocaba música a intervalos —ese gentío que hablaba y reía tan fácilmente— se parecía a la procesión de un festival en la ciudad de Lahore. Hasta el momento no había señal de trabajo duro y Kim resolvió dedicar su atención al espectáculo. Por la noche les salieron al encuentro bandas de música que acompañaron a los Mavericks hasta su campamento cerca de la estación de Ambala. Fue una noche interesante. Soldados de otros regimientos vinieron a visitar a los Mavericks. Los Mavericks, por su parte, fueron también de visita. Sus patrullas se apresuraron a traerles de vuelta, encontrándose con patrullas de otros regimientos con la misma orden; y, después de un rato, los clarines sonaban locamente reclamando más patrullas con oficiales para controlar el tumulto. Los Mavericks tenían una reputación de fogosidad que mantener. Pero a la mañana siguiente estaban en el andén en perfecta forma y condición; y Kim, dejado atrás con los enfermos, las mujeres y los niños, se puso a gritarles adiós calurosamente mientras los trenes se alejaban. Por el momento la vida de

sahib era divertida; pero la disfrutaba con cautela. Después le enviaron, bajo el cuidado de un tambor, de vuelta a los barracones, encalados y vacíos, cuyos sucios estaban cubiertos de desperdicios, cuerdas y papel, y cuyos techos devolvían el eco de sus pisadas solitarias. Kim se enrosco a la manera nativa en un catre desnudo y se puso a dormir. Un hombre enfadado llegó pisando fuerte por la veranda, lo despertó y le dijo que él era un maestro. Fue suficiente para que Kim se replegara en su concha. Alcanzaba justo a descifrar, por la cuenta que pudiera traerle, los múltiples avisos de la policía inglesa en Lahore y entre los muchos huéspedes de la mujer que cuidaba de él, había un alemán raro que pintaba escenarios para un teatro parsi[84] ambulante. El alemán le contó que había estado «en las barricadas en el cuarenta y ocho» y por lo tanto —al menos eso le pareció a Kim— enseñaría al chico a escribir a cambio de comida. A base de puntapiés, Kim había avanzado hasta las letras del abecedario, pero no tenía buena opinión de ellas.

—No sé nada. ¡Váyase! —dijo Kim al maestro, barruntando algún mal. En ese momento el hombre le agarró por la oreja, lo arrastró a una habitación en un ala alejada donde una docena de tambores estaban sentados en bancos y le ordenó que se estuviera quieto, si no era capaz de otra cosa. Eso lo consiguió Kim fácilmente. Durante media hora por lo menos, el hombre explicó algo con líneas blancas sobre una pizarra negra y Kim continuó su siesta interrumpida. Desaprobaba el cariz actual de la situación porque esa era la misma escuela y disciplina que había estado intentado evitar durante dos tercios de su corta vida.

De repente se le ocurrió una estupenda idea y se maravilló de no haberlo pensado antes.

El hombre los echó y el primero en saltar por encima de la veranda al sol del exterior fue Kim.

—¡Eh, tú! ¡Alto! ¡Para! —dijo una voz aguda a su espalda—. Tengo que cuidar de ti. Mis órdenes son no perderte de vista. ¿Adónde vas?

Era el joven tambor que había estado rondando a su alrededor toda la mañana, una figura rolliza y pecosa de unos catorce años, y Kim lo odiaba de pies a cabeza.

—Al bazar, a comprar dulces, para ti —dijo Kim tras pensarlo.

—No sé, el bazar queda fuera de los límites. Si vamos allí nos darán una buena regañina. Vuelve.

—¿Hasta dónde podemos acercarnos? —Kim no sabía lo que significaba la palabra «límite», pero deseaba ser educado, por el momento.

—¿Acercarnos? ¡Alejarnos querrás decir! Podemos ir tan lejos como a ese árbol de allí, en la carretera.

—Entonces iré allí.

—De acuerdo. Yo no voy. Hace demasiado calor. Puedo vigilarte desde aquí. No te trae cuenta escapar. Si lo haces, te descubrirán por tus ropas. Lo que llevas puesto es el traje del regimiento. No hay patrulla en Ambala que no te traiga de vuelta más rápido de lo que hayas tardado en escurrirte.

Esto no le impresionó a Kim tanto como el darse cuenta de que sus ropas serían una incomodidad si intentaba escaparse. Se encorvó contra un árbol en la esquina de una carretera desnuda que conducía hacia el bazar y observó a los nativos que pasaban. Muchos de ellos eran sirvientes de los barracones, de la casta más baja. Kim llamó a un barrendero quien replicó prontamente con una grosería innecesaria, en la creencia lógica de que el chico europeo no podía entenderle. La réplica rápida y soez le sacó del engaño. Kim puso su alma cautiva en ello, agradecido por la oportunidad tardía de insultar a alguien en la lengua que conocía mejor.

—Y ahora, ve al escribiente de cartas más cercano en el bazar y dile que venga aquí. Quiero escribir una carta.

—Pero… pero ¿qué tipo de hijo de hombre blanco eres que necesitas un escribiente de cartas del bazar? ¿No hay un maestro en el cuartel?

—Sí, y el Infierno está también lleno de la misma especie. ¡Haz lo que te digo, tú… od[85]! ¡Tu madre se casó bajo un cesto! Sirviente de Lal Beg (Kim conocía al dios de los barrenderos), corre con mi recado o tendremos de nuevo unas palabras.

El barrendero salió pitando en su busca.

—Por donde los barracones, esperando bajo un árbol, hay un chico blanco que no es ningún chico blanco —balbuceó al primer escribiente de cartas del bazar que cruzó—. Te necesita.

—¿Pagará? —dijo el aseado escribiente, recogiendo ordenadamente su atril, sus lápices y la cera de sellar.

—No lo sé. No es como los otros chicos. Vete a verlo. Merece la pena.

Kim brincaba de impaciencia cuando el delgado y joven kayeth[86] apareció a la vista. Tan pronto como pudo oír su voz, le maldijo con generosidad.

—Primero cogeré mi paga —dijo el escribiente de cartas—. Las palabras ofensivas han subido el precio. Pero ¿quién eres, vestido de esa manera y hablando de esa forma?

—¡Aha! Eso está en la carta que debes escribir. Nunca hubo una historia igual. Pero no tengo prisa. Otro escribiente me servirá. La ciudad de Ambala está llena de ellos, como en Lahore.

—Cuatro annas —dijo el escribiente, sentándose y extendiendo su paño a la sombra del ala de un barracón desierto.

Mecánicamente Kim se acuclilló a su lado, como sólo pueden los nativos, a pesar de los abominables pantalones apretados.

El escribiente le miró de reojo.

—Ese es el precio que se les pide a los

sahibs —dijo Kim—. Ahora dame uno de verdad.

—Un anna y media. ¿Cómo sé que no levantarás el vuelo una vez escrita la carta?

—No debo ir más allá de este árbol y hay que tener también en cuenta el sello.

—No cobro comisión por el sello. Una vez más, ¿qué tipo de chico blanco eres?

—Eso se contará en la carta que es para Mahbub Ali, el tratante de caballos en el caravasar de Cachemira, en Lahore. Él es mi amigo.

—¡Maravilla de maravillas! —murmuró el escribiente, mojando un junco en el tintero—. ¿Debe ser escrita en hindi?

—Desde luego. Para Mahbub Ali entonces. ¡Empieza!

«He bajado con el viejo hasta Ambala en tren. En Ambala llevé la noticia del pedigrí de la yegua zaina». —Después de lo que había visto en el jardín, no iba a escribir sobre sementales blancos.

—Vete más despacio. ¿Qué tiene que ver una yegua zaina…? ¿Es este Mahbub Ali el gran tratante?

—¿Quién si no? He estado a su servicio. Coge más tinta. Otra vez.

«Como era la orden, así lo hice. Después fuimos a pie hacia Benarés, pero al tercer día encontramos un cierto regimiento». ¿Está esto escrito?

—Sí,

«pulton» —murmuró el escribiente todo oídos.

«Fui a su campamento y me atraparon y gracias al amuleto alrededor de mi cuello, que tú conoces, se comprobó que yo era el hijo de algún hombre del regimiento, según la profecía del toro rojo, que, como sabes, era conocida por todos en nuestro bazar». —Kim esperó hasta que este dardo entró en el corazón del escribiente, se aclaró la garganta y continuó—:

«Un sacerdote me vistió y me dio un nuevo nombre… Pero el otro sacerdote era un tonto. Las ropas son muy pesadas, pero soy un sahib

y mi corazón está también pesaroso. Me mandan a un colegio y me pegan. No me gusta el aire ni el agua de aquí. Ven y ayúdame, Mahbub Ali, o envíame un poco de dinero, porque no tengo suficiente para pagar al escribiente que está escribiendo esto».

—«Que está escribiendo eso». Es culpa mía que me hayas tomado el pelo. Eres tan listo como Husain Bux, el que falsificó los sellos del Tesoro en Nucklao. Pero ¡qué historia! ¡Qué historia! ¿Es también cierta por casualidad?

—No trae cuenta contarle mentiras a Mahbub Ali. Es mejor ayudar a sus amigos prestándoles un sello. Cuando llegue el dinero te pagaré.

El escribiente refunfuñó dudándolo, pero cogió un sello de su atril, selló la cana, se la dio a Kim y se fue. Mahbub Ali era un nombre poderoso en Ambala.

—Esa es la manera de ganar una buena cuenta con los dioses —le gritó Kim a su espalda.

—Págame el doble cuando llegue el dinero —gritó el hombre por encima del hombro.

—¿Sobre qué estabas cotorreando con ese negro? —dijo el tambor cuando Kim regresó a la veranda—. Te estaba viendo.

—Sólo estaba hablando con él.

—Tú hablas lo mismo que los negros ¿verdad?

—¡No-ah! ¡No-ah! Sólo hablo un poco. ¿Qué haremos ahora?

—En medio minuto los clarines tocarán para el rancho. ¡Dios! ¡Ojalá hubiera ido al frente con mi regimiento! Es horrible no hacer nada aquí excepto ir a la escuela. ¿No la odias?

—¡Oh, sí!

—Me escaparía si supiera adónde, pero, como los hombre dicen, en esta maldita India no eres más que un prisionero en todas partes. No puedes desertar sin que te atrapen de nuevo al momento ¡Ya estoy harto!

—¿Has estado en Be[87]… en Inglaterra? —le preguntó Kim.

—Claro, llegué con mi madre justo en el último reemplazo de tropas. Yo diría que he estado en Inglaterra. ¡Pero qué ignorante y pequeño mendigo que eres! Creciste en la calle, ¿verdad?

—Oh, sí. Cuéntame algo de Inglaterra. Mi padre vino de allí.

Aunque no se lo diría, Kim, por supuesto, no creyó una palabra de lo que el tambor le contó sobre el suburbio de Liverpool, que para él era toda Inglaterra. Mataba el interminable tiempo antes del rancho, una comida de lo menos apetitosa, servida a los chicos y a unos pocos inválidos en una esquina de la habitación de un barracón. Si no le hubiera escrito a Mahbub Ali, Kim estaría casi deprimido. Estaba acostumbrado a la indiferencia de los gentíos nativos; pero esa gran soledad entre los hombre blancos le corroía.

Agradeció cuando, en el curso de la tarde, un soldado alto le condujo hasta el padre Víctor, que vivía en otra ala, a través de otra polvorienta explanada para hacer la instrucción. El sacerdote estaba leyendo una carta en inglés escrita con tinta púrpura. Miró a Kim con más curiosidad que nunca.

—¿Y qué te parece, hijo, lo que has visto hasta ahora? No demasiado bien, ¿eh? Debe ser duro, muy duro para un animal salvaje. Ahora escucha. He recibido una carta increíble de tu amigo.

—¿Dónde está? ¿Está bien? ¡Oah! Si puede escribirme cartas, entonces está bien.

—¿Le tienes cariño entonces?

Desde luego que le tengo cariño. Él también me tenía cariño a mí.

—Eso parece a la vista de esto. Él no puede escribir inglés, ¿verdad?

—Oah no. No que yo sepa, pero, claro, encontró a un escribiente que pudo escribir en inglés muy bien y así lo hizo.

Espero que lo entiendas.

—Eso lo explica ¿Sabes algo de sus asuntos financieros? —La cara de Kim mostraba que no.

—¿Cómo podría saberlo?

—Eso es lo que pregunto. Ahora escucha a ver si tú puedes descifrar esto. Saltaremos la primera parte… Está escrita desde la carretera de Jagadhir…

«Sentado vera del camino en profunda meditación, confiando en ser favorecido con aplauso de su Honorable al presente paso, el cual recomiendo a su Honorable que ejecute para gloria del Todopoderoso. Educación es bendición más grande si de la mejor clase. De lo contrario ningún uso terrenal». (A fe mía que el viejo dio en el clavo esta vez).

«Si su Honorable condesciende a dar mejor educación de Javier a mi chico» (supongo que se trata del San Javier en Partibus)

«en términos de nuestra conversación en su tienda fechada el 15 del presente» (¡he aquí un toque de negocios!)

«entonces Dios Todopoderoso bendecirá a sucesores de su Honorable hasta tercera y cuarta generación y», ¡escucha ahora!,

«confíe en humilde servidor de su Honorable para adecuada remuneración per hoondi[88] per annum

trescientas rupias al año para educación cara en San Javier, Lucknow y espere un poco para que le envíe lo mismo per hoondi

a cualquier parte de India a la que su Honorable se dirija. Este sirviente de su Honorable no tiene ahora ningún sitio donde reposar su coronilla, pero va a Benarés en tren por culpa de persecución de vieja señora que habla demasiado y poco deseoso de residir en Saharunpore en capacidad doméstica». Ahora, ¿qué rayos significa esto?

—Ella le ha pedido que sea su

puro, el sacerdote de la casa, en Saharunpore, creo. Él no podía aceptar por culpa de su río. La mujer

largaba de lo lindo.

—Está claro para ti ¿verdad? A mí me supera.

«Así que voy a Benarés, donde encontraré dirección y enviaré rupias para chico que es niña de mis ojos y por la gracia de Dios Todopoderoso guíe su educación y su solicitante en deuda rezará siempre inmensamente. Escrito por Sobrao Satai, Suspendió Admisión Universidad de Allahabad, para Venerable Teshoo Lama, el sacerdote de Such-zen buscando un río, dirección de remite templo de Tirthankaras, Benarés. P. D.: Por favor, recuerde, chico es niña de mis ojos y rupias serán enviadas per hoondi

trescientas per annum.

A la gloria del Dios Todopoderoso». —Ahora bien, ¿esto es una locura rabiosa o una proposición de negocios? Te pregunto porque yo no le veo ni pies ni cabeza.

—¿Dice que me dará trescientas rupias al año? Entonces me las dará.

—Oh, esa es la manera que tienes de verlo ¿verdad?

Claro. ¡Si él lo dice!

El sacerdote silbó; luego se dirigió a Kim como a un igual.

—No lo creo; pero lo veremos. Tú ibas a ir hoy al orfanato militar de Sanawar, donde el regimiento te mantendría hasta que fueras lo suficientemente mayor como para alistarte. Serías educado en la Iglesia de Inglaterra. Bennett arregló esto. Por otra parte, si vas a San Javier recibirás una mejor educación y… y también la religión. ¿Ves mi dilema?

Kim no veía nada, excepto una imagen del lama yendo al sur en un tren sin nadie que mendigara por él.

—Como se suele hacer, voy a tratar de ganar tiempo. Si tu amigo envía el dinero desde Benarés… ¡por los poderes de las tinieblas de abajo!, ¿de dónde va a sacar un mendicante trescientas rupias?… irás a Lucknow y yo pagaré el viaje porque no puedo tocar el dinero de la suscripción si pretendo, como hago, hacerte un católico. Si no lo envía, irás al orfanato militar a cuenta del regimiento. Le daré tres días de gracia, aunque no me lo creo. Incluso en ese caso, si él fallara en los pagos más tarde… pero eso está más allá de mi capacidad. Sólo podemos dar un paso de cada vez en este mundo, ¡Dios sea loado! Además enviaron a Bennett al frente y a mí me dejaron aquí. Bennett no puede esperar que se haga todo a su gusto.

—Oah, sí —dijo Kim con aire distraído.

El sacerdote se inclinó hacia delante.

—Daría la paga de un mes por descubrir qué da vueltas en esa pequeña cabeza redonda.

—Nada —dijo Kim y se rascó. Se preguntaba si Mahbub Ali le enviaría tanto como una rupia. Entonces él podría pagar al escribiente y escribir cartas al lama a Benarés. Quizás Mahbub Ali le visitara la próxima vez que viniera al sur con caballos. Seguramente él ya sabía que la entrega de la carta por parte de Kim al oficial de Ambala había causado la gran guerra que los hombres y los chicos habían discutido tan acaloradamente en la mesa durante la cena en el cuartel. Pero si Mahbub Ali no lo sabía, sería demasiado peligroso decírselo así. Mahbub Ali era muy duro con los chicos que sabían, o ellos creían que sabían, demasiado.

—Bien, hasta que tenga más noticias. —La voz del padre Víctor interrumpió la divagación—. Puedes irte ahora y jugar con los otros chicos. Te enseñarán algo, pero no creo que te guste.

El día pasó con lentitud hasta llegar a su término. Cuando Kim quiso dormir fue instruido en cómo doblar sus ropas y colocar sus botas; los otros chicos se mofaban de él. Los clarines le despertaban de madrugada; el maestro le pilló tras el desayuno, le plantó delante de las narices una página de caracteres incomprensibles, le dio nombres sin sentido y le pegó sin razón. Kim planeó envenenarlo tomando prestado un poco de opio de uno de los sirvientes; pero luego cayó en la cuenta de que, como todos comían en una misma mesa en público (lo cual era especialmente repulsivo para Kim, que prefería darle la espalda al mundo durante la comida), la tentativa podría acabar mal. Luego intentó escaparse al pueblo donde el sacerdote había tratado de drogar al lama, el pueblo donde vivía el viejo soldado. Pero los centinelas, con el ojo avizor en cada salida, dieron la vuelta a la pequeña figura escarlata. Los pantalones y la chaqueta paralizaban por igual su cuerpo y su mente, así que abandonó el proyecto y, a la manera oriental, confió en el tiempo y la oportunidad. Pasaron tres días de tormento en las grandes habitaciones blancas con ecos. Salía por las tardes escoltado por el tambor y todo lo que oía de su compañero eran las pocas palabras insustanciales que parecían formar dos tercios de los insultos de los hombres blancos. Kim los conocía y despreciaba desde hacía tiempo. Al tambor le molestaba su silencio y falta de interés y se vengaba, como era de suponer, pegándole. A él no le interesaban ninguno de los bazares de los alrededores. Llamaba a todos los nativos «negros»; en revancha, los sirvientes y barrenderos le soltaban a la cara burradas que el chico, confundido por su actitud deferente, nunca comprendía. De alguna manera esto compensaba a Kim por las palizas.

Al cuarto día por la mañana, al tambor le sobrevino una fatalidad. Habían salido juntos hacia las carreras de caballos de Ambala. Él regresó solo, llorando, con la noticia de que el joven O’Hara, a quien no había hecho nada en particular, había llamado a un negro con barba escarlata que iba a caballo; en un instante el negro se le vino encima, le atizó con un látigo muy pegajoso, alzó al joven O’Hara y se lo llevó a todo galope. La noticia llegó a oídos del padre Víctor y este frunció su gran labio superior. Estaba ya lo suficientemente estupefacto por una carta del templo de los Tirthankaras en Benarés, incluyendo un pagaré de un banco nativo por trescientas rupias y una oración increíble al «Dios Todopoderoso». El lama se hubiera enfadado más que el sacerdote si hubiera sabido cómo el escribiente del bazar había traducido su frase «adquirir mérito».

—¡Por los poderes de las tinieblas de abajo! —El padre Víctor titubeó con el papel—. Y ahora él se ha escapado con otro de sus amigos vagabundos. No sé lo que me aliviaría más, traerle de vuelta o perderle de vista. Todo esto me desborda. ¿Cómo demonios, sí, a

ellos me refiero, puede un mendigo callejero conseguir dinero para educar a chicos blancos?

A tres millas de allí, en las carreras de caballos de Ambala, Mahbub Ali, montando un semental gris de Kabul, con Kim sentado delante de él en la montura, estaba diciendo:

—Pero, Pequeño Amigo de todo el Mundo, tengo que considerar

mi honor y reputación. Todos los oficiales

sahibs de todos los regimientos y toda Ambala conocen a Mahbub Ali. Me han visto recogerte y castigar a ese chico. Ahora nos ven en esta explanada desde gran distancia. ¿Cómo puedo llevarte lejos, o explicar tu desaparición si te dejo bajar y escapar entre los cultivos? Me meterían en la cárcel. Ten paciencia. Una vez

sahib, siempre

sahib. Cuando seas un hombre, ¿quién sabe?, le estarás agradecido a Mahbub Ali.

—Llévame más allá de sus centinelas, donde pueda quitarme este traje rojo. Dame dinero y me iré a Benarés y me reuniré de nuevo con mi lama. No quiero ser un

sahib y recuerda, yo entregué el mensaje.

El semental dio un brinco salvaje. Mahbub Ali le había clavado en el lomo, sin darse cuenta, los extremos de los afilados estribos. (Él no era de la nueva clase de ricos tratantes de caballos que llevan botas inglesas con espuelas). Kim sacó sus propias conclusiones de aquel reflejo.

—Ese era un asunto sin importancia. Estaba en la ruta directa a Benarés. Yo y el

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