Kim

Kim


Capítulo 9

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9

S’doaks era hijo de Yelth el Sabio,

Jefe del clan del Cuervo

Itswoot el Oso le tenía a su cuidado

Para hacer de él un curandero.

Era rápido y más rápido aún para aprender,

Atrevido y más atrevido aún para arriesgar:

¡Bailó la temible danza Kloo-Kwallie

Para hacerle cosquillas a Itswoot el Oso!

Leyenda de Oregón

Kim se lanzó con todas sus ganas en el siguiente giro de la rueda. Por un tiempo, sería de nuevo un

sahib. Con esa idea en mente, tan pronto como alcanzó la ancha carretera por debajo del ayuntamiento de Simia, buscó a alguien a quien impresionar. Un niño hindú, de unos diez años, estaba acuclillado bajo una farola.

—¿Dónde está la casa del señor Lurgan? —preguntó Kim.

—No entiendo inglés —fue la respuesta, y entonces, Kim cambió de lengua.

—Te la enseñaré.

Juntos se pusieron en camino en el crepúsculo inquietante, lleno de voces de la ciudad bajo la pendiente y del soplo de un viento fresco desde la cima del Jakko coronado de deodares con un trasfondo de estrellas. Las luces de las casas, esparcidas a cada nivel del terreno, hacían como de doble firmamento. Algunas eran luces fijas, otras pertenecían a los

rickshaws de los ingleses, despreocupados y parlanchines, que salían a cenar.

—Es aquí —dijo el guía de Kim y se paró en una veranda al nivel de la calle principal. Ninguna puerta les detuvo, sino una cortina de corales que filtraba en estrías la luz de la lámpara del interior.

—Él ha llegado —dijo el niño con una voz un poco más alta que un suspiro y desapareció. Kim se dio cuenta de que, desde el principio, el niño había sido apostado para guiarle, pero poniendo cara de valor ante la situación, descorrió la cortina. Un hombre de barba negra, con una visera verde sobre los ojos, estaba sentado a la mesa y con manos pequeñas y blancas cogía, una a una, bolitas de luz de un recipiente que tenía ante él, las enhebraba en un hilo de seda brillante y tarareaba para sí todo el tiempo. Kim notó que más allá del círculo de luz, la habitación estaba llena de cosas que olían como todos los templos de Oriente. Una fragancia de almizcle, un aroma de madera de sándalo y un efluvio pegajoso de aceite de jazmín llegó hasta sus dilatadas fosas nasales.

—Estoy aquí —dijo Kim al fin, hablando en la lengua nativa: los olores le hicieron olvidar que allí tenía que ser un

sahib.

—Setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno —el hombre contaba para sí, ensartando perla tras perla tan rápido que Kim podía apenas seguir sus dedos. Se quitó la visera verde y miró fijamente a Kim durante medio minuto. Las pupilas de sus ojos se dilataron y se contrajeron, como a voluntad, hasta parecerse a las cabezas de una aguja. En la Puerta de Taksali había un faquir que tenía justo ese don y hacía dinero con él, especialmente cuando maldecía a mujeres tontas. Kim observó con interés. Su amigo de dudosa reputación podía también mover las orejas, casi como una cabra y Kim estaba decepcionado porque este desconocido no podía imitarle.

—No tengas miedo —dijo el

sahib Lurgan de repente.

—¿De qué debería tenerlo?

—Dormirás aquí esta noche y te quedarás conmigo hasta que llegue el momento de volver a Nucklao. Es una orden.

—Es una orden —repitió Kim—. ¿Pero dónde dormiré?

—Aquí, en esta habitación. El

sahib Lurgan señaló con la mano hacia la oscuridad detrás de él.

—Que así sea —dijo Kim con aplomo—. ¿Ahora?

El

sahib asintió y sostuvo la lámpara por encima de su cabeza. Cuando la luz bañó la habitación, saltó de las paredes una colección de máscaras tibetanas de danzas demoníacas colgando sobre ropajes bordados de demonios usados para aquellas horribles ceremonias, máscaras con cuernos, máscaras deformes y máscaras de un terror demencial. En una esquina un guerrero japonés, con malla y penacho, le amenazaba con una alabarda, y cantidad de lanzas,

khandas y

kuttars[106], reflejaban la claridad de la luz irregular. Pero lo que interesó a Kim, más que todas esas cosas —él había visto ya máscaras de danzas demoníacas en el Museo de Lahore— fue una mirada fugaz del niño hindú de ojos dulces, que le había dejado a la puerta; este estaba sentado con las piernas cruzadas debajo de la mesa de perlas con una pequeña sonrisa en sus labios escarlata.

—Creo que el

sahib Lurgan quiere asustarme. Y estoy seguro que ese mocoso del demonio debajo de la mesa desea verme asustado. Este sitio —dijo en voz alta— es como una Casa de las Maravillas. ¿Dónde está mi cama?

El

sahib Lurgan señaló un edredón nativo en una esquina al lado de las odiosas máscaras, recogió la lámpara y dejó la habitación a oscuras.

—¿Era este,

sahib Lurgan? —preguntó Kim mientras se arrebujaba. No hubo respuesta. Sin embargo, podía oír al niño hindú respirando y, guiado por el sonido, se arrastró por el suelo y dio un puñetazo en la oscuridad, gritando:

—¡Da una contestación, demonio! ¿Es esta la forma de engañar a un

sahib?

Le pareció oír el eco de una risita sofocada que venía de la oscuridad. No podía ser su compañero de blandas carnes porque estaba llorando. Así que Kim alzó la voz y gritó fuerte:

—¡

Sahib Lurgan! ¡Oh

sahib Lurgan! ¿Es una orden el que tu sirviente no hable conmigo?

—Es una orden. —La voz vino de detrás de él y le sobresaltó.

—Muy bien. Pero recuerda —murmuró mientras volvía al edredón—, te pegaré por la mañana. No me gustan los hindúes.

No fue una noche agradable; la habitación estaba repleta de voces y música. Kim fue despertado dos veces por alguien llamándole por su nombre. La segunda vez se dispuso a inspeccionar y acabó dándose de narices contra una caja que hablaba de veras con lengua humana, pero no con acento humano. Parecía acabar en una trompeta de hojalata y estar unida por cables a una caja más pequeña en el suelo, al menos hasta donde podía juzgar al tacto. La voz, áspera y runruneante, salía de la trompeta. Enfurecido, Kim se frotó la nariz, pensando, como siempre en esas situaciones, en hindi.

—Esto puede estar bien con un mendigo del bazar, pero… yo soy un

sahib y el hijo de un

sahib, y lo que es dos veces más en comparación, un estudiante de Nucklao. Sí (aquí cambió al inglés), un alumno de San Javier. ¡Malditos los ojos del señor Lurgan! Es alguna especie de maquinaria como una máquina de coser. Oh, esto es una gran caradura de su parte, en Lucknow no nos asustamos por tan poco. ¡No! —Luego, de nuevo en hindi—: ¿Pero qué gana

él? Es sólo un comerciante, estoy en su tienda. Pero el

sahib Creighton es un coronel y creo que el

sahib Creighton dio orden de que así debe ser. ¡

Qué paliza le voy a dar a ese hindú por la mañana! ¿Qué es esto?

La caja de la trompeta estaba soltando una retahíla de los insultos más refinados que el mismo Kim hubiera oído, con una voz alta y monótona, poniéndole el vello del cuello de punta por un momento. Cuando el vil objeto tomó un respiro, Kim fue tranquilizado por el suave zumbido como de máquina de coser.

¡Chûp! (Cállate) —gritó, y de nueva oyó una risita que le decidió—.

Chûp, o te rompo la cabeza.

La caja no le hizo caso, Kim tiró de la trompeta de hojalata y algo se abrió con un clic. Era evidente que había levantado una tapa. Si había un diablo dentro, había llegado su hora. Olfateó, exactamente así olían las máquinas de coser del bazar. Eliminaría a ese

shaitan. Se quitó la chaqueta y taponó con ella la boca de la caja. Algo largo y redondo se dobló bajo la presión, hubo un runrún y la voz se detuvo, como se detendrían las voces si uno embutiera un abrigo doblado tres veces por el cilindro de cera en la maquinaria de un fonógrafo caro. Kim terminó su sueño con la conciencia tranquila.

Por la mañana notó que el

sahib Lurgan le estaba observando de pie.

—¡Oah! —dijo Kim, resuelto firmemente a mantener su estatus de

sahib—. Ayer por la noche había una caja que me largó una ristra de insultos. Así que la paré. ¿Era su caja?

El hombre extendió la mano.

—Choca los cinco, O’Hara —dijo—. Sí, era mi caja. Guardo estas cosas porque a mis amigos los rajás les gustan. Esta está rota, pero valió la pena. Sí, mis amigos, los reyes, son muy aficionados a los juguetes, y, a veces, yo también.

Kim le miró de reojo. Era un

sahib en cuanto que llevaba ropas de

sahib; pero el acento de su urdu, la entonación de su inglés, mostraban que era cualquier cosa menos un

sahib. Parecía entender lo que bullía por la cabeza de Kim antes de que el chico abriera la boca y no se tomó la molestia de explicarse, como hubiera hecho el padre Víctor o los maestros de Lucknow. Lo mejor de todo, trataba a Kim como a un igual por parte asiática.

—Siento que no puedas pegar a mi chico esta mañana. Dice que te matará con un cuchillo o con veneno. Está celoso, así que le he castigado en la esquina y hoy no hablaré con él. Acaba de intentar matarme. Tienes que ayudarme con el desayuno. Ahora mismo está demasiado celoso para confiar en él.

Un

sahib genuino, importado de Inglaterra, habría montado un gran revuelo por una historia así. El

sahib Lurgan hizo la constatación con la sencillez con la que Mahbub Ali solía narrar sus asuntillos en el Norte.

La veranda trasera de la tienda estaba construida sobre la colina casi en vertical, abajo podían verse las chimeneas de sus vecinos, como es costumbre en Simia. Pero incluso más que la comida, exclusivamente persa y preparada por el

sahib Lurgan con sus propias manos, a Kim le fascinaba la tienda. El Museo de Lahore era más grande, pero aquí había más maravillas —dagas ceremoniales[107] y molinos de oración tibetanos; collares de turquesas y ámbar en bruto; brazaletes de jade verde; palos de incienso empaquetados de forma curiosa en jarros con incrustaciones de granates en bruto; las máscaras demoníacas de la noche anterior y una pared tapizada de tela color azul pavo real; figuras doradas de Buda y pequeños altares portátiles lacados; samovares rusos con turquesas en la tapa; juegos de porcelana china, tan fina como una cascara de huevo, en extrañas cajas octogonales de mimbre; crucifijos de marfil amarillo, nada menos que de Japón, según dijo el

sahib Lurgan; alfombras en embalajes polvorientos, oliendo atrozmente, apiladas detrás de biombos de dibujos geométricos, rotos y destartalados; aguamaniles persas para lavarse las manos después de comer; quemadores de incienso deslustrados, ni chinos ni persas, recubiertos con frisos de demonios fantásticos; cinturones de plata deslucida que se anudaban como si fueran de cuero sin curtir; horquillas de jade, marfil y calcedonia; armas de todas clases y formas, y otras mil rarezas en cajas, apiladas o simplemente tiradas por la habitación, dejando sólo un espacio libre alrededor de la desvencijada mesa de pino donde trabajaba el

sahib Lurgan—.

—Estas cosas no son nada —dijo su anfitrión, siguiendo la mirada de Kim—. Las compro porque son bonitas y a veces las vendo, si me gusta la pinta del comprador. Mi trabajo está sobre la mesa, una parte de él.

A la luz del sol matinal las gemas resplandecían, lanzando multitud de brillos rojos, azules y verdes, atravesados aquí y allá por el despiadado destello blanquiazul de un diamante. A Kim se le abrieron los ojos como platos.

—Oh, estas piedras están muy bien. No les hará daño tomar el sol. Además, son baratas. Pero con piedras enfermas es diferente. —Llenó de nuevo el plato de Kim—. No hay nadie, aparte de

, que pueda tratar a una perla enferma y devolver el azul a las turquesas. Admito que con los ópalos… cualquier tonto puede curar un ópalo, pero una perla enferma, sólo yo. ¡Supón que me muero! Entonces no quedaría nadie… ¡Oh no!

no puedes hacer nada con las joyas. Será suficiente si comprendes un poco sobre la turquesa… algún día.

Lurgan fue hacia el final de la veranda para rellenar del filtro el pesado jarro de agua de arcilla porosa.

—¿Quieres beber?

Kim asintió. A quince pies de distancia, el

sahib Lurgan puso una mano sobre el jarro. Al instante siguiente, este estaba junto al codo de Kim, lleno hasta media pulgada del borde, sólo una pequeña arruga en la tela blanca delataba el sitio por donde se había deslizado.

—¡Wah! —dijo Kim con un asombro mayúsculo—. Esto es magia. —La sonrisa del

sahib Lurgan mostraba que el cumplido le había agradado.

—Lánzalo de vuelta.

—Se romperá.

—Digo que lo lances de vuelta.

Kim lo tiró al tuntún. El jarro cayó, se rompió en mil pedazos y el agua resbaló por entre los toscos tablones de la veranda.

—Ya dije que se rompería.

—No importa. Mira. Fíjate en el pedazo más grande.

El casco yacía con un centelleo de agua en su cavidad, como si fuera una estrella sobre el suelo. Kim miró con atención. El

sahib Lurgan puso una mano suavemente sobre su nuca y le dio uno o dos golpecitos, murmurando:

—¡Fíjate! Volverá de nuevo a la vida, pedazo a pedazo. Primero el gran pedazo se unirá a los otros dos a la izquierda y a la derecha, a la izquierda y a la derecha. ¡Mira!

Aunque le hubiera ido la vida en ello, Kim no hubiera sido capaz girar la cabeza. El ligero roce le tenía como clavado y la sangre le cosquilleaba agradablemente por el cuerpo. Donde antes había habido tres pedazos, había ahora uno grande y sobre ellos el contorno difuminado del recipiente entero. A través de él podía distinguir la veranda, pero se condensaba y oscurecía con cada latido de su pulso. Sin embargo, el jarro, ¡qué lentos vienen los pensamientos!, el jarro se había hecho pedazos ante sus ojos. Otra ola de fuego hormigueante le corrió cuello abajo, mientras el

sahib Lurgan movía su mano.

—¡Fíjate! Está tomando forma —dijo el

sahib Lurgan.

Hasta ese momento Kim había estado pensando en hindi, pero le sacudió un temblor y con un esfuerzo como el de un nadador que, perseguido por tiburones, se impulsa a sí mismo medio fuera del agua, su mente saltó fuera de una oscuridad que le estaba tragando y se refugió en… ¡la tabla de multiplicar en inglés!

—¡Mira! Está recobrando la forma —murmuró el

sahib Lurgan.

El jarro se había roto… sí, roto… no la palabra nativa, no pensaría en ella… sino roto… en mil pedazos y dos veces tres eran seis, y tres veces tres eran nueve y cuatro veces tres eran doce. Se agarró desesperadamente a esa repetición. El contorno difuminado del jarro se disolvió como una neblina después de frotar los ojos. Quedaban los cascos rotos; quedaba el agua derramada secándose al sol y a través de las rendijas de la veranda aparecían, acanalados, los muros blancos de la casa de abajo… ¡y tres veces doce eran treinta y seis!

—¡Fíjate! ¿Está tomando forma? —preguntó el

sahib Lurgan.

—Pero

está roto… roto —jadeó Kim; el

sahib Lurgan había estado murmurando suavemente durante medio minuto. Kim apartó la cabeza a un lado—. ¡Mira!

¡Dekho! Está ahí como estaba antes.

—Está ahí como estaba —dijo Lurgan, mirando a Kim de cerca mientras el chico se frotaba el cuello—. Pero tú eres el primero de muchos que lo ha visto así. —Y se secó la ancha frente.

—¿Era más magia? —preguntó Kim desconfiado. El cosquilleo había desaparecido de sus venas; se sentía extrañamente despierto.

—No, eso no era magia. Era sólo para comprobar si había… un defecto en la joya. A veces, las gemas más finas se deshacen en mil pedazos cuando un hombre las coge en la mano y conoce la forma adecuada. Por esa razón uno debe ser cuidadoso antes de engastarlas. Dime, ¿viste la forma del jarro?

—Durante un momento. Había empezado a crecer del suelo como una flor.

—Y entonces ¿qué hiciste? Quiero decir, ¿cómo pensaste?

—¡Oah! Sabía que estaba roto, y entonces, creo que fue lo que pensé… y

estaba roto de verdad.

—¡Hm! ¿Te ha hecho alguien antes el mismo tipo de magia?

—Si fuera así —dijo Kim—, ¿cree que lo permitiría otra vez? Me escaparía.

—Y ahora no estás asustado, ¿eh?

—Ahora no.

El

sahib Lurgan lo miró de forma más penetrante que antes.

—Le preguntaré a Mahbub Ali… ahora no, pero en unos días —murmuró—. Estoy satisfecho contigo… sí; estoy satisfecho contigo… no. Eres el primero que se ha salvado a sí mismo. Me gustaría saber qué fue lo que… Pero tienes razón. No debes decirlo, ni incluso a mí.

Regresó a la sombra polvorienta de la tienda y se sentó a la mesa frotándose las manos con suavidad. Un sollozo ronco y breve llegó de detrás de un montón de alfombras. Era el niño hindú que, obediente, estaba de cara a la pared. Sus hombros delgados estaban contraídos por la pesadumbre.

—¡Ah! Está celoso, muy celoso. Me pregunto si intentará envenenarme de nuevo con mi desayuno y obligarme a prepararlo dos veces.

Kubbee, kubbee nahin (Nunca, nunca. ¡No!) —brotó la respuesta entrecortada.

—¿Y si matara a este otro chico?

Kubbee, kubbee nahin.

—¿Qué crees

que hará? —Se volvió de repente a Kim.

—¡Oah! No lo sé. Déjele ir, quizás. ¿Por qué quiso envenenarle?

—Porque me quiere mucho. Supon que tú quieres mucho a alguien y ves llegar a otra persona y el hombre al que tienes cariño está más complacido con esa persona que contigo, ¿qué harías?

Kim meditó. Lurgan repitió la frase lentamente en la lengua nativa.

—No envenenaría a ese hombre —dijo Kim reflexionando—, pero pegaría a ese chico,

si ese chico le tuviera cariño a ese hombre. Pero primero le preguntaría al chico si es verdad.

—¡Ah! El piensa que todos deben quererme.

—Entonces creo que es tonto.

—¿Lo oyes? —dijo el

sahib Lurgan dirigiéndose a los hombros temblorosos—. El hijo del

sahib cree que eres una especie de tonto. Sal y la próxima vez que tu corazón esté turbado, no uses el arsénico blanco de forma tan evidente. ¡Apuesto a que hoy el diablo Dasim era el señor de nuestra mesa! Podría haber enfermado, niño, y entonces sería un extranjero el que hubiera tenido que vigilar las joyas. ¡Ven!

El niño, con los ojos hinchados de tanto llorar, salió con cautela de detrás del embalaje y en un arrebato se arrojó a los pies del

sahib Lurgan, con un remordimiento tan exagerado que impresionó incluso a Kim.

—Me encargaré de los charcos de tinta[108]… ¡guardaré fielmente las joyas! ¡Oh, padre mío y madre mía, échale! El niño señaló a Kim dando una coz con su talón desnudo.

—Todavía no, todavía no. En breve se irá de nuevo. Pero ahora está en el colegio, en una nueva madraza, y tú serás su maestro. Juega al juego de las joyas con él. Yo llevaré la cuenta.

El chico se secó las lágrimas al momento y se precipitó a la trastienda, de donde regresó con una bandeja de cobre.

—¡Dámelo tú! —dijo al

sahib Lurgan—. Que vengan de tu mano, porque si no, puede decir que ya las conocía antes.

—Despacio… despacio —replicó el hombre y de un cajón bajo la mesa sacó un puñado de piedras tintineantes y las puso sobre la bandeja.

—Ahora —dijo el niño, agitando un periódico viejo—. Míralas tanto tiempo como quieras, desconocido. Cuéntalas y, si es necesario, tócalas. A

, un vistazo me basta. Y con orgullo le volvió la espalda a Kim.

—¿Pero de qué va el juego?

—Cuando las hayas contado y tocado, y estés seguro de que puedes recordar cada una, las cubriré con este papel y tú tienes que hacerle el recuento al

sahib Lurgan.

Yo escribiré el mío.

—¡Oah! —El instinto de competición se despertó en el corazón de Kim. Se inclinó sobre la bandeja. Sólo había quince piedras en ella—. Es fácil —dijo después de un minuto. El niño deslizó el papel sobre las piedras centelleantes y garabateó en un libro de contabilidad nativo.

—Bajo ese papel hay cinco piedras azules: una grande, una más pequeña y tres pequeñas —dijo Kim de un tirón—. Hay cuatro piedras verdes, una con un agujero; hay una piedra amarilla a través de la que se puede ver y una como la caña de una pipa. Hay dos piedras rojas y… y… conté quince, pero he olvidado dos. ¡No! Deme tiempo. Una era de marfil, pequeña y amarronada; y… y… deme tiempo…

—Uno… dos —el

sahib Lurgan contó hasta diez. Kim sacudió la cabeza.

—¡Escucha mi recuento! —soltó el niño, sin poder contenerse, con un gorgorito risueño—. Primero, hay dos zafiros defectuosos, uno de dos

ruttees[109] y uno de cuatro, diría yo. El zafiro de cuatro

ruttees tiene una melladura en una esquina. Hay una vulgar turquesa del Turquestán con vetas negras y hay dos con inscripciones, una con el nombre de Dios en dorado y la otra, como está atravesada por una fisura porque viene de un anillo antiguo, no la puedo leer. Ahora tenemos las cinco piedras azules. Y hay cuatro esmeraldas defectuosas, una está perforada en dos sitios y una está un poco tallada.

—¿Sus pesos? —preguntó el

sahib Lurgan sin alterarse.

—Tres… cinco… cinco… y cuatro

ruttees, me parece. Hay un trozo de una vieja pipa de ámbar averdosado y un topacio tallado de Europa. Hay un rubí de Burma, de dos

ruttees, sin defecto, y hay un rubí rosa pálido defectuoso, de dos

ruttees de peso. Hay también un marfil tallado de China representando a una rata sorbiendo un huevo; y, para acabar, hay, ¡ah ha!, una bola de cristal tan grande como una judía, engastada en una hoja de oro.

El niño batió las palmas al final del recuento.

—Él es tu maestro —dijo el

sahib Lurgan, sonriendo.

—¡Huh! Él sabía los nombres de las piedras —dijo Kim, enrojeciendo—. ¡Probemos otra vez! Con cosas normales que conozcamos los dos.

Llenaron de nuevo la bandeja con objetos varios cogidos de la tienda e incluso de la cocina, el niño ganó una y otra vez, al extremo de provocar la admiración de Kim.

—Venda mis ojos, déjame palparlo una vez con mis dedos e incluso así, te dejaré atrás a ti con los ojos sin vendar —le retó.

Kim pateó de rabia cuando el mocoso cumplió su desafío.

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