Kim

Kim


Capítulo 11

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Dadle al hombre que no esté hecho

Para su trabajo

Espadas para arrojar y atrapar después,

Monedas para lanzar y recoger después,

Hombres para herir y curar después,

Serpientes para engatusar y atraer después…

Y será herido por su propia hoja,

Desobedecido por sus serpientes,

Puesto en evidencia por su torpeza

Ridiculizado por la gente…

¡No pasa eso con quien ha nacido para malabarista!

Una pizca de polvo o una flor marchita,

Una fruta caída o un bastón prestado,

Es lo único que necesita y consolida su poder,

¡Atrae el hechizo o desata la risa!

Pero un hombre que, etc.

La canción del malabarista, Op. 15.

Siguió una reacción tan natural como repentina.

—Ahora estoy solo, completamente solo —pensó Kim—. ¡En toda la India no hay nadie tan solo como yo! Si me muero hoy, ¿quién llevará la noticia y a quién? Si vivo y Dios es bueno, habrá un precio por mi cabeza, porque soy un Hijo del Encantamiento, yo, Kim.

Pocos blancos, pero muchos asiáticos pueden quedarse embelesados repitiéndose a sí mismos sus propios nombres una y otra vez dejando la mente vagar libre y especular sobre lo que se llama identidad propia. Cuando uno se hace viejo, la capacidad normalmente desaparece, pero mientras dura el arrebato puede sobrevenirle a uno en cualquier momento.

—¿Quién es Kim… Kim… Kim?

Se agachó en una esquina de la ruidosa sala de espera, arrinconando cualquier otro pensamiento; las manos cruzadas en el regazo y las pupilas contraídas como puntas de aguja. En un minuto, en medio segundo más, Kim sentía que llegaría a la solución de ese tremendo rompecabezas, pero en ese momento, como siempre sucede, su mente cayó en picado de esas alturas como un pájaro herido y pasándose la mano por los ojos, sacudió la cabeza.

Un

bairagi (santo) hindú de pelo largo, que acababa de comprar un billete, se paró ante él en ese momento y le miró de forma penetrante.

—Yo también he perdido esa facultad —dijo con tristeza—. Es una de la Puertas de la Senda, pero para mí está cerrada desde hace muchos años.

—¿De qué hablas? —preguntó Kim, azorado.

—Te estabas preguntando en tu espíritu qué es tu alma. El impulso te vino de repente.

Yo lo conozco. ¿Quién podría conocerlo sino yo? ¿A dónde vas?

—A Kashi (Benarés).

—Allí no hay dioses. Los he puesto a prueba. Yo voy a Prayag (Allahabad) por quinta vez, buscando la Senda de la Iluminación. ¿De qué religión eres?

—Yo soy también un buscador —dijo Kim usando una de las palabras favoritas del lama—. Aunque —y por un instante olvidó sus ropas del norte— aunque sólo Alá sabe lo que busco.

El viejo santón deslizó la muleta del

bairagi[129] bajo el brazo y se sentó en un trozo de piel de leopardo rojizo mientras Kim se levantaba a la llamada del tren para Benarés.

—Ve con esperanza, pequeño hermano —dijo—. La Senda hasta los pies del Único es larga, pero hacia allí viajamos todos.

Después de esto, Kim ya no se sintió tan solo, y, antes de haber recorrido veinte millas sentado en el compartimento atestado de pasajeros, estaba entreteniendo a sus vecinos con una sarta de los más fantásticos cuentos sobre sus dones mágicos y los de su maestro.

Benarés le pareció una ciudad extremadamente sucia, aunque era agradable constatar el respeto que su ropaje producía. Al menos un tercio de la población reza eternamente a uno u otro grupo de los muchos millones de dioses y por eso reverencian a toda clase de hombres santos. Kim fue guiado al templo de los Tirthankaras, a una milla aproximadamente de la ciudad, cerca de Sarnath, por un campesino punyabí que conoció por casualidad, un kamboh[130] de la zona de Jullundur, que había apelado en vano a todos los dioses de su tierra para que curaran a su pequeño hijo y probaba en Benarés como último recurso.

—¿Eres del Norte? —preguntó, abriéndose paso con los hombros por entre la muchedumbre de las estrechas y malolientes calles, como su buey favorito habría hecho en casa.

—Sí, conozco el Punyab. Mi madre era una pahareen, pero mi padre venía de Amritsar, cerca de Jandiala —dijo Kim, engrasando su afilada lengua para las necesidades del camino.

—¿Jandiala, Jullundur? ¡Oho! Entonces, somos de alguna manera vecinos, por así decir. —El hombre inclinó con ternura la cabeza hacia el niño que lloraba en sus brazos—. ¿A quién sirves?

—A un hombre muy santo en el templo de los Tirthankaras.

—Todos son muy santos y… muy codiciosos —dijo el jat con amargura—. He vagado por entre los pilares y pateado los templos hasta despellejarme los pies y el niño no se pone ni una pizca mejor. Y la madre está enferma también… Hush, ale pequeñín… Cambiamos su nombre cuando empezó la fiebre. Le vestimos como una niña. No hay nada que no hayamos probado, excepto, se lo dije a su madre cuando me despachó para Benarés, ella debió haber venido conmigo, le

dije que el Sultán Sakhi Sarwar[131] nos habría hecho mejor servicio. Conocemos su generosidad, pero estos dioses de la planicie son extraños para nosotros.

El niño se revolvió en el colchón de los grandes y musculosos brazos del padre y miró a Kim por debajo de los pesados párpados.

—¿Y no valió para nada? —preguntó Kim, con sincero interés.

—Para nada, para nada —dijo el niño con los labios cuarteados por la fiebre.

—Al menos los dioses le han dado una buena cabeza —dijo el padre con orgullo—. Pensar que él lo ha entendido todo con tanta claridad. Allí está tu templo. Ahora soy un hombre pobre, conmigo trataron muchos sacerdotes, pero mi hijo es mi hijo y si un regalo a tu maestro puede curarle… yo ya no sé qué más hacer.

Kim reflexionó un instante estremeciéndose de orgullo. Tres años antes se habría aprovechado al instante de la situación y seguido su camino sin pensarlo dos veces; pero ahora, el respeto mismo que le mostraba el jat le confirmaba que era un hombre. Además, ya había sentido un par de veces lo que era la fiebre y sabía lo suficiente para reconocer las señales de la desnutrición cuando las veía.

—Llámale y le daré un vale por mi mejor yunta de bueyes para que cure al niño.

Kim se detuvo ante la puerta exterior del templo que estaba tallada. Un banquero oswal[132] de Ajmer, vestido de blanco, con sus pecados de usura recién purgados, le preguntó qué quería.

—Soy el

chela del lama Teshoo, un santo de Bhotiyal, ahí dentro. Me pidió que viniera. Estoy esperando. Avísale.

—No te olvides del niño —imploró a sus espaldas el inoportuno jat y luego se puso a vocear en punyabí—: ¡Oh santo, oh discípulo del santo, oh dioses por encima de todos los mundos, contemplad la aflicción sentada a la puerta! —Ese grito es tan común en Benarés que los pasantes nunca giran sus cabezas.

El oswal, en paz con la humanidad, llevó el mensaje a la oscuridad trasera y los plácidos e incontables minutos orientales fueron corriendo porque el lama estaba dormido en su celda y ningún sacerdote quería despertarle. Cuando el clic de su rosario volvió a romper el silencio del patio interior, donde estaban las serenas figuras de los Arhats[133], un novicio le susurró:

—Tu

chela está aquí, —y el anciano se dirigió a grandes pasos hacia la puerta, olvidando el final de la oración.

Apenas había aparecido la alta figura en el corredor, el jat corrió hacia él, y, levantando al niño, gritó:

—Mírale, santo; y si los dioses quieren, ¡vivirá, vivirá!

El jat revolvió en su cinto y sacó una pequeña moneda de plata.

—¿Qué es esto? —Los ojos del lama se giraron hacia Kim. Era evidente que él hablaba un urdu mucho más comprensible que tiempo atrás, bajo el Zam-Zammah; pero el padre no estaba dispuesto a permitirles tener una charla privada.

—No es más que una fiebre —dijo Kim—. El niño no está bien alimentado.

—Se pone malo con todo y su madre no está aquí.

—Si se me permite, podría curarle, santo.

—¡Qué! ¿Te han convertido en un sanador? Espera aquí —dijo el lama y se sentó al lado del jat sobre el escalón más bajo del templo, mientras Kim, mirándoles de reojo, abrió despacio la pequeña caja de betel. En el colegio había soñado volver junto al lama como un

sahib —gastarle una broma al anciano antes de darse a conocer— todo fantasías de chicos. Ahora había mucho más suspense en esa búsqueda distraída, con las cejas enarcadas, por entre los frascos de comprimidos, con una pausa aquí y allá para pensar y murmurar de vez en cuando una invocación. Tenía quinina en comprimidos y tabletas de extracto de carne marrón oscuro —ternera muy probablemente, pero ese no era asunto suyo. El pequeño no podía comer, pero chupó la tableta con avidez y dijo que le gustaba el sabor salado.

—Toma entonces estas seis. —Kim se las dio al padre—. Alaba a los dioses y hierve tres en leche y otras tres en agua. Después de que se haya bebido la leche, dale esto (era la mitad de un comprimido de quinina), y arrópale, que esté caliente. Cuando despierte, dale el agua de las otras tres, y luego la otra mitad de ese comprimido blanco. Entre tanto, aquí hay otra medicina marrón que puede chupar de camino a casa.

—¡Dioses, qué sabiduría! —dijo el kamboh, arrebatándole las medicinas.

Eso era todo lo que Kim podía recordar de su propio tratamiento contra un ataque de malaria otoñal, si se exceptúa la labia extra que le añadió para impresionar al lama.

—¡Ahora ve! Vuelve por la mañana.

—Pero el precio, el precio —dijo el jat, echando los poderosos hombros hacia atrás—. Mi hijo es mi hijo. Ahora que se pondrá bueno otra vez, ¿cómo podría volver con su madre y decirle que acepté tu ayuda por el camino y ni siquiera te di un cuenco de cuajada en compensación?

—Estos jats son todos iguales —dijo Kim con afabilidad—. El jat estaba sobre su estercolero cuando pasaron por delante los elefantes del rey. «Oh conductor de la manada», dijo el jat, «¿por cuánto venderías a esos burritos?».

El jat estalló en carcajadas para a renglón seguido asfixiar al lama con disculpas.

—En mi tierra se habla así, exactamente de esa manera. Así somos todos los jats. Volveré mañana con el niño; y la bendición de los dioses del pueblo, que son dioses pequeños y buenos, sea con vosotros… Ahora, hijo, nos pondremos fuertes de nuevo. ¡No lo escupas, pequeño príncipe! Rey de mi corazón, no lo escupas y mañana seremos hombres fuertes, luchadores y manejaremos las mazas.

Se marchó canturreando y murmurando. El lama se volvió hacia Kim y toda su vieja alma cariñosa se reflejó en sus ojos oblicuos.

—Curar al enfermo es adquirir mérito; pero primero uno consigue conocimiento. Se ha hecho sabiamente, oh Amigo de todo el Mundo.

—Tú me hiciste sabio, santo —dijo Kim, olvidando el pequeño teatro recién representado, olvidando San Javier, olvidando su sangre blanca, olvidando incluso el Gran Juego mientras se inclinaba a la manera musulmana, para tocar los pies de su maestro entre el polvo del templo jain—. Mi enseñanza te la debo a ti. He comido tu pan durante tres años. He completado mi tiempo. Estoy liberado del colegio. Y vengo a ti.

—Aquí está mi recompensa. ¡Entra! ¡Entra! ¿Y va todo bien? —Pasaron al patio interior, donde el sol dorado de la tarde descendía en ángulo—. Quédate de pie que te pueda ver. ¡Así! —Lo miró con ojo crítico—. Ya no es un niño sino un hombre, madurado con la sabiduría, ejerciendo como médico. Hice bien, hice bien cuando te entregué a los hombres armados aquella negra noche. ¿Recuerdas nuestro primer día bajo el Zam-Zammah?

—Sí —dijo Kim—. Recuerdas cuando salté del carruaje el primer día que fui a…

—¿Las Puertas de la Sabiduría? Ciertamente. Y el día que comimos juntos los pasteles por donde el río cerca de Nucklao. ¡Aha! Has mendigado para mí muchas veces, pero aquel día yo mendigué para ti.

—Por una buena razón —repuso Kim—. Entonces era un estudiante tras las Puertas de la Sabiduría e iba vestido como un

sahib. No olvides, santo —siguió bromeando—, que todavía soy un

sahib, gracias a tu bondad.

—Verdad. Y un

sahib muy estimado. Ven a mi celda,

chela.

—¿Cómo lo sabes?

El lama sonrió. Al principio gracias a las cartas del amable sacerdote a quien conocimos en el campamento de los hombres armados; pero ahora se ha ido a su propio país y yo he seguido enviando el dinero a su hermano. —Aunque el coronel Creighton, que había asumido la guardia y custodia cuando el padre Víctor se fue a Inglaterra con los Mavericks, no era en absoluto el hermano del capellán—. Pero no entiendo muy bien las cartas de los

sahibs. Me las tienen que interpretar. Por eso escogí un camino más seguro. Varias veces cuando volvía de mi búsqueda a este templo, que ha sido siempre como un refugio para mí, vino alguien buscando iluminación, un hombre de Leh, que había sido, según contó, un hindú, pero que estaba cansado de todos esos dioses. —El lama señaló a los Arhats.

—¿Un hombre gordo? —preguntó Kim con una chispa en sus ojos.

—Muy gordo; pero percibí al instante que su mente estaba completamente dedicada a cosas inútiles, como demonios y hechizos, el modo y manera de tomar el té en los monasterios, y por qué camino iniciamos a los novicios. Un hombre lleno de preguntas, pero era un amigo tuyo,

chela. Me dijo que tú ibas camino de recibir grandes honores como escribiente. Y veo que eres un médico.

—Sí, eso soy; un escribiente cuando soy un

sahib, pero eso queda a un lado cuando vengo como tu discípulo. He cumplido los años establecidos para la educación de un

sahib.

—¿Cómo si fueras un novicio? —dijo el lama, asintiendo con la cabeza.

—¿Estás libre de la escuela? No quisiera que vinieras conmigo siendo aún inmaduro.

—Soy del todo libre. Cuando llegue el momento, entraré al servicio del Gobierno como escribiente.

—No como guerrero. Eso está bien.

—Pero primero vengo a peregrinar… contigo. Por eso estoy aquí. ¿Quién mendiga por ti estos días? —continuó con ansiedad. Kim sentía que estaba pisando terreno resbaladizo.

—Muy a menudo mendigo yo mismo, pero como sabes, rara vez estoy aquí, excepto cuando vengo para ver otra vez a mi discípulo. He viajado de un extremo al otro del Indostán a pie y en el

te-ren. ¡Una tierra grande y maravillosa! Pero cuando regreso aquí, es como si estuviera en mi propio Bhotiyal.

Miró complacido alrededor de la celda pequeña y limpia. Un cojín bajo le proporcionaba un asiento sobre el cual se había colocado con las piernas cruzadas en la actitud del Bodhisattva emergiendo de la meditación; ante él estaba una mesa de madera de teca negra, de menos de veinte pulgadas de alto, ocupada con tazas de té en cobre. En una esquina había un pequeño altar, también de teca muy tallada, con una imagen de cobre dorado de Buda sentado y frente a él había una lámpara, así como un soporte para el incienso y un par de maceteros de cobre.

—El Conservador de las Imágenes de la Casa de las Maravillas adquirió mérito dándome todo eso hace un año —dijo, siguiendo la mirada de Kim—. Cuando uno está lejos de su propia tierra estas cosas traen recuerdos; y tenemos que reverenciar al Señor por haber mostrado la Senda. ¡Mira! —Señaló un curioso montón de arroz coloreado con un extraño ornamento de metal encima—. Cuando era abad en mi monasterio… antes de adquirir un conocimiento más elevado, hacía esta ofrenda a diario. Es el sacrificio del universo al Señor. Así lo hacemos los de Bhotiyal, ofrecer todo el universo diariamente a la Ley Excelsa. Y lo hago incluso ahora, aunque sé que el Excelso está más allá de toda presión y adulación. —Y aspiró rapé de la tabaquera.

—Bien hecho, santo —murmuró Kim, hundiéndose a gusto en los cojines, muy feliz y bastante cansado.

—Y también —-dijo el anciano con una risita complaciente—, hago pinturas de la Rueda de la Vida. Tres días para una pintura. Estaba ocupado con ello, o puede ser que hubiera cerrado mis ojos un poco, cuando me dieron tu recado. Es bueno tenerte aquí. Te enseñaré mi arte, no por orgullo, sino porque tienes que aprender. Los

sahibs no tienen toda la sabiduría del mundo.

Sacó de debajo de la mesa una hoja de un papel chino extrañamente perfumado, los pinceles y un pedazo de tinta india. Con trazos muy precisos y severos había dibujado la Gran Rueda con sus seis radios, cuyo centro era la conjunción del Cerdo, la Serpiente y la Paloma (Ignorancia, Ira y Lujuria), y cuyos compartimentos representaban todos los Cielos e Infiernos, y todas las vicisitudes de la vida humana. Dicen que el mismo Bodhisattva lo dibujó primero con granos de arroz sobre el polvo, para enseñar a sus discípulos la Causa de las Cosas. Muchos años más tarde se había cristalizado en un maravilloso diseño tradicional coronado con cientos de pequeñas figuras, donde cada línea tenía un significado. Pocos logran traducir la parábola de la pintura; no hay veinte personas en todo el mundo que lo puedan dibujar con seguridad, sin un modelo; y sólo tres que pueden a la vez dibujarla y explicarla.

—He aprendido a dibujar un poco —dijo Kim—. Pero esto es la maravilla de las maravillas.

—Lo he escrito durante muchos años —dijo el lama—. Hubo un tiempo en el que podía escribirlo todo entre el encendido de una lámpara y el siguiente. Te enseñaré el arte, después de la debida preparación; y te enseñaré el significado de la Rueda.

—¿Tomamos el camino entonces?

—El camino y nuestra búsqueda. Sólo esperaba por ti. Se me hizo claro en cien sueños, sobre todo en uno que me vino la noche del día en el que las Puertas de la Sabiduría se cerraron por primera vez detrás de ti, que nunca encontraré mi río sin ti. Como sabes, lo aparté de mí una y otra vez, temiendo que fuera una ilusión. Por ello, no te quería llevar conmigo aquel día en Lucknow, cuando comimos los pasteles. No pensaba llevarte hasta que el momento fuera adecuado y propicio. He ido de las montañas al mar, del mar a las montañas, pero en vano. Luego me acordé del

Jâtaka.

Le contó a Kim la historia del elefante con el hierro en la pierna, como se la había contado tantas veces a los sacerdotes jaines.

—No se necesitan más testimonios —concluyó con serenidad—. Tú fuiste enviado para ayudarme. Cuando faltó esa ayuda, mi búsqueda se paralizó. Por ello, saldremos de nuevo juntos, y nuestra búsqueda no fracasará.

—¿A dónde iremos?

—¿Qué importa, Amigo de todo el Mundo? La búsqueda, digo, no fracasará. Si es necesario, el río surgirá del suelo ante nosotros. Yo adquirí mérito cuando te envié a las Puertas de la Sabiduría y te di la joya del conocimiento. Volviste, como he visto, convertido en un seguidor de Sakyamuni, el médico, que tiene muchos altares en Bhotiyal. Es suficiente. Estamos juntos y todo es como era, Amigo de todo el Mundo, Amigo de las Estrellas, ¡mi

chela!

Luego hablaron de asuntos mundanos; pero resultaba extraño que el lama no preguntara detalles de la vida en San Javier, ni mostrara la más mínima curiosidad por los usos y costumbres de los

sahibs. Su mente se movía en el pasado y revivía cada etapa de su maravilloso primer viaje juntos, frotándose las manos y riéndose para sí, hasta que le apeteció enroscarse en el repentino sueño de la vejez.

Kim contempló los últimos rayos polvorientos de sol desvanecerse en el patio y jugueteó con su daga ceremonial y el rosario. El clamor de Benarés, la ciudad más vieja del mundo, despierta ante los dioses día y noche, golpeaba los muros como el rugido del mar contra un rompeolas. De vez en cuando, un sacerdote jain cruzaba el patio con alguna pequeña ofrenda para las imágenes divinas, barriendo el camino delante de él por miedo a que, por accidente, le quitara la vida a algún ser vivo. Una lámpara parpadeaba y a continuación se oía el murmullo de una oración. Kim contempló las estrellas mientras se elevaban una tras otra en la oscuridad tranquila y bochornosa, hasta que se quedó dormido a los pies del altar. Esa noche soñó en indostaní, sin una palabra de inglés…

—Santo, hay un niño a quien le dimos la medicina —dijo, hacia las tres de la mañana, cuando el lama, que también se había despertado de su sueño, quería iniciar la peregrinación—. El jat estará aquí en cuanto se haga de día.

—Me he merecido esa respuesta. En mi prisa, habría cometido una injusticia. —Y el anciano se sentó sobre los cojines y volvió a su rosario—. En verdad, los viejos son como niños —dijo con patetismo—. Desean algo, ves, tiene que ser hecho al instante ¡o se quejan y lloran! Muchas veces cuando iba por la Ruta, he estado apunto de patalear ante el obstáculo de una carreta de bueyes en el camino, o ante una simple nube de polvo. No era así cuando era un hombre… hace mucho tiempo. De cualquier manera, está mal…

—Pero tú eres de verdad viejo, santo.

—El hecho ha sucedido. Una causa fue colocada en el mundo y, viejo o joven, sano o enfermo, sabio o no sabio, ¿quién puede frenar el efecto de esa causa? ¿Se para la Rueda si un niño la gira… o un borracho?

Chela, este es un mundo grande y terrible.

—A mí me parece bueno —bostezó Kim—. ¿Qué hay para comer? No he comido desde ayer.

—He olvidado tus necesidades. Ahí hay buen té de Bhotiyal y arroz frío.

—Con eso no podremos caminar mucho. —Kim sintió las ganas de carne de un europeo, pero esta no está disponible en un templo jain. Sin embargo, en vez de salir de inmediato con la escudilla de mendigo se quedó y aplacó su estómago con bolas de arroz frío hasta que amaneció por completo. Ello trajo al campesino, desbordante y tartamudeando de gratitud.

—Por la noche la fiebre apareció y brotó el sudor —gritó—. ¡Pálpale aquí, su piel está fresca y como nueva! Le gustaron las pastillas saladas y bebió la leche con avidez. —Levantó el paño de la cara del niño y este, medio dormido, sonrió a Kim. Un pequeño grupo de sacerdotes jaines, silenciosos, pero observándolo todo, se reunió junto a la puerta del templo. Sabían, y Kim sabía que lo sabían, cómo el anciano lama había conocido a su discípulo. Siendo personas corteses, la noche anterior habían evitado imponerse de presencia, palabra o gesto. Por lo cual Kim los recompensó en cuanto salió el sol.

—Agradéceselo a los dioses de los jaines, hermano —dijo, sin saber cómo se llamaban esos dioses—. La fiebre ha desaparecido de veras.

—¡Mirad! ¡Ved! —Al fondo el lama sonrió hacia sus anfitriones de los últimos tres años—. ¿Hubo alguna vez un

chela así? El sigue el ejemplo de nuestro Señor, el Sanador.

Los jaines reconocen a todos los dioses del credo hindú, así como al lingam[134] y a la serpiente. Llevan el cordón brahmán; observan todas las normas del sistema de castas hindú. Pero, porque conocían y amaban al lama, porque era un anciano, porque buscaba la Senda, porque era su invitado, y porque debatía durante largas noches con el superior de la orden —un metafísico tan librepensador como para dividir un pelo en setenta— murmuraron asintiendo.

—Recuerda —Kim se inclinó sobre el niño— que el mal puede aparecer de nuevo.

—No si tienes el hechizo adecuado —dijo el padre.

—Pero muy pronto, nos iremos.

—Cierto —dijo el lama a todos los monjes jaines—. Partimos ahora juntos a la búsqueda sobre la que he hablado tan a menudo. Estaba esperando a que mi

chela madurara. ¡Miradle! Nos vamos al norte. Nunca más volveré a ver este sitio de mi reposo, oh gente de buena voluntad.

—Pero yo no soy un mendigo. —El agricultor se puso en pie, estrechando al niño en sus brazos.

—Tranquilo. No molestes al santo —dijo un sacerdote.

—Vete —le susurró Kim—. Nos encontraremos de nuevo bajo el gran puente del ferrocarril y por todos los dioses de nuestro Punyab, trae comida: curry, legumbres, tortas fritas en grasa y dulces. Especialmente dulces. ¡Hazlo rápido!

La palidez del hambre le sentaba muy bien a Kim de pie, alto y delgado, en sus ropas amplias de color apagado; con una mano sostenía el rosario y con la otra hacía el gesto de bendición, copiado fielmente del lama. Un observador inglés podría haber dicho que parecía más bien un joven santo de una vidriera, cuando no era sino un muchacho que estaba creciendo y a punto de desmayarse por el estómago vacío.

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