Kim

Kim


Capítulo 12

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sahibs, que no tienen en cuenta los gastos, en los salones señoriales de Calcuta; pero, como siempre estaba dispuesto a reconocer, detrás de la sabiduría terrena, hay otra sabiduría, la noble y solitaria ciencia de la meditación. Kim lo observaba con envidia. El babu Hurree que él conocía —empalagoso, efusivo y nervioso— se había evaporado; también había desaparecido el descarado vendedor de medicinas de la noche anterior. Allí quedaba —pulido, educado y atento— un sobrio e instruido hijo de la experiencia y la adversidad, recabando sabiduría de los labios del lama. La vieja dama le confesó a Kim que esas alturas intelectuales escapaban a su entendimiento. Lo que ella quería eran conjuros con mucha tinta que uno pudiera lavar en agua, tragar y así resolver de una vez. Si no ¿para qué servían los dioses? A ella le gustaba la gente y hablaba de pequeños reyes que había conocido en el pasado; de su propia juventud y sabiduría; de los estragos causados por los leopardos y de las excentricidades de amor asiáticas; del efecto de los impuestos, de rentas por las nubes, de las ceremonias funerarias, de su yerno (esto por alusión fácil de captar), del cuidado de los niños y de la falta de decencia de la época. Y Kim, tan interesado en la vida de este mundo como ella en dejarlo pronto, se sentaba con los pies bajo el dobladillo de su ropaje, absorbiéndolo todo, mientras el lama demolía una tras otra cada una de las teorías sobre la cura del cuerpo propuestas por el babu Hurree.

Al mediodía el babu se colgó su caja de medicinas chapada en latón, cogió sus zapatos de ceremonias de charol en una mano, en la otra una alegre sombrilla azul y blanca y partió hacia el norte, al Doon, donde, según dijo, estaba muy solicitado entre los pequeños reyes de esas partes.

—Nos iremos con el fresco del atardecer,

chela —dijo el lama—. Ese doctor, instruido en temas del cuerpo y de la cortesía, afirma que la gente de esas montañas bajas son devotos, generosos y muy necesitados de un maestro. En poco tiempo, eso dice el

hakim, llegaremos al aire fresco y al perfume de pinos.

—¿Vais a las montañas? ¿Y por la carretera de Kulu? ¡Oh, triplemente feliz! —chilló la vieja dama—. Si no estuviera un poco apurada con el cuidado de la hacienda, tomaría un palanquín…, pero sería una desvergüenza y mi reputación se resentiría. ¡Ho! ¡Ho! Conozco el camino, cada paso del camino, me conozco yo. Encontraréis caridad por todas partes, no se niega a aquellos de buen parecer. Daré órdenes para las provisiones. ¿Un sirviente para acompañaros al camino? No… Entonces, al menos voy a cocinaros algo bueno.

—¡Qué mujer, la

sahiba! —dijo el urya de barba blanca, cuando se produjo un tumulto en la zona de la cocina—. En todos estos años nunca ha olvidado a un amigo; nunca ha olvidado a un enemigo. Y su forma de cocinar, ¡wah! —Y se frotó su delgada barriga.

Había tortas, había dulces, había carne de ave fría cocinada en trozos con arroz y ciruelas; suficiente para cargar a Kim como una mula.

—Soy vieja e inútil —dijo—. Ahora nadie me quiere ni me respeta, pero hay pocos que se comparen conmigo cuando invoco a los dioses y me agacho ante mis cazuelas de cocinar. Volved de nuevo, oh gente de buena voluntad. Santo y discípulo, volved. La habitación está siempre preparada; la bienvenida siempre a punto… Cuídate de que las mujeres no sigan al

chela demasiado abiertamente.

Yo conozco a las mujeres de Kulu.

Chela, ten cuidado de que él no se escape en cuanto huela sus montañas de nuevo…

¡Hai! No volquéis la bolsa de arroz… Bendice esta casa, santo, y perdona a tu servidora sus estupideces.

Se secó sus viejos ojos rojos con una esquina del velo y cloqueó con la garganta.

—Las mujeres hablan —dijo el lama al fin—, pero esa es una enfermedad de mujer. Le di un conjuro. Ella está en la Rueda y entregada por completo a las apariencias de esta vida, pero de todas formas,

chela, es virtuosa, amable, hospitalaria, de corazón entero y diligente. ¿Quién dirá que no ha adquirido mérito?

—Yo no, santo —dijo Kim, reacomodando las abundantes provisiones sobre los hombros—. En mi mente, tras mis ojos, he intentado imaginarme alguien así liberado de la Rueda, sin desear nada, sin causar nada, una monja, por así decir.

—¿Y, oh, diablete? —dijo el lama a punto de soltar una carcajada.

—No consigo formar la imagen.

—Yo tampoco. Pero hay muchos, muchos millones de vidas ante ella. Puede ser que consiga un poco de sabiduría en cada una de ellas, tal vez.

—¿Y olvidará en ese camino cómo hacer guisos con azafrán?

—Tu mente se apega a cosas sin valor. Pero ella tiene habilidad. Estoy recuperado por completo. Cuando lleguemos a la baja montaña seré aún más fuerte. El

hakim me dijo la verdad esta mañana cuando comentó que un soplo de las nieves le quita a un hombre veinte años de encima. Subiremos por un tiempo a las montañas, a las altas montañas, hasta donde se oye el sonido del agua de las nieves y de los árboles. El

hakim dijo que podremos regresar a los llanos en cualquier momento porque no haremos más que rozar los sitios agradables. El

hakim está lleno de sabiduría, pero no es en modo alguno orgulloso. Hablé con él, cuando tú estabas hablando con la

sahiba, de un cierto mareo que me coge la parte de atrás del cuello por la noche, y dijo que venía por exceso de calor, que tenía que ser curado con aire fresco. Considerándolo, me maravillo de no haber pensado en un remedio tan simple.

—¿Le hablaste de tu búsqueda? —dijo Kim, un poco celoso. Prefería persuadir al lama con su propia elocuencia, no a través de las artimañas de El babu Hurree.

—Ciertamente. Le conté mi sueño y la manera en la que había adquirido mérito haciendo que te enseñaran la sabiduría.

—¿No le dijiste que yo era un

sahib?

—¿Qué necesidad había? Te he dicho muchas veces que no somos más que dos almas buscando la salida. Dijo, y ahí tenía razón, que el río de la curación surgirá justo como yo soñé, a mis pies, si es necesario. Ves, después de haber encontrado la Senda que me liberará de la Rueda, ¿necesito preocuparme por encontrar un camino por los campos de la tierra que no son sino ilusión? Sería insensato. Tengo mis sueños, que se repiten noche tras noche; tengo el

Jâtaka; y te tengo a ti, Amigo de todo el Mundo. Estaba escrito en tu horóscopo que un toro rojo sobre campo verde, no lo he olvidado, te traería honores. ¿Quién sino yo vio cumplirse la profecía? Cierto, fui el instrumento. Tú me encontrarás el río, tú serás esta vez el instrumento. ¡La búsqueda no fracasará!

Giró su rostro de amarillo marfil, sereno y apacible, hacia las montañas que parecían hacerles guiños; su sombra se alargaba ante él en el polvo.

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