Kim

Kim


Capítulo 13

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—Curar al enfermo siempre es bueno. Esta es la Rueda de la Vida —dijo el lama—, la misma que te mostré en la cabaña de Ziglaur, mientras llovía.

—… y escucharte cómo la explicas.

Los ojos del lama se iluminaron con la perspectiva de nuevos oyentes.

—Explicar la Senda más Excelsa es bueno. ¿Saben algo de hindi, como el Conservador de las Imágenes?

—Un poco quizás.

Así, absorto como un niño con un juego nuevo, el lama echó la cabeza hacia atrás y empezó con un tono profundo la invocación que el teólogo hace preceder a la revelación de su doctrina. Los extranjeros se apoyaron en sus bastones alpinos y escucharon. Kim, humildemente agachado, contemplaba la luz rojiza del sol reflejada en sus caras y sus largas sombras juntándose y separándose. Vestían unas polainas no inglesas y llevaban ceñidos unos extraños cintos que le recordaron vagamente a los dibujos de un libro de la biblioteca de San Javier:

Las aventuras de un joven naturalista en México, era su título. Sí, se parecían mucho al maravilloso señor Sumichrast de la historia, y en modo alguno a la «gente sin el menor escrúpulo» de las fantasías del babu Hurree. Los culis, mudos e impregnados del color de la tierra, se agacharon con reverencia a unas veinte o treinta yardas de distancia y el babu, los faldones de sus finas ropas aleteando como una banderola al soplo de la fría brisa, quedó de pie a su lado con aire de feliz propietario.

—Estos son los hombres —murmuró el babu Hurree, mientras el ritual continuaba su curso y los dos blancos seguían el amplio recorrido de la brizna de hierba yendo del Cielo al Infierno y vuelta de nuevo—. Todos sus libros están en el

kilta grande con la tapa rojiza, libros, informes y mapas, y he visto la carta de un rey escrita por Hilás o Bunár. La guardan con mucho cuidado. No han enviado nada desde Hilás o Leh. Seguro.

—¿Quién está con ellos?

—Sólo los culis

beegar[160]. No tienen sirvientes. Son tan reservados que incluso cocinan su propia comida.

—¿Pero qué tengo que hacer?

—Esperar y ver. Pero si algo me sucede, sabrás dónde buscar los papeles.

—Esto estaría mejor en las manos de Mahbub Ali que en las de un bengalí —dijo Kim con desdén.

—Hay otras formas de llegar hasta una amante que derribando una pared con la cabeza.

—Mirad, aquí está el Infierno destinado a la Avaricia y la Codicia. Por un lado está flanqueado por el Deseo y por el otro por el Hastío. —Mientras el lama se animaba más y más con la explicación, uno de los extranjeros hizo un boceto de él a la luz que se estaba desvaneciendo con rapidez.

—Es suficiente —dijo al fin el hombre con brusquedad.

—No puedo entenderle, pero quiero esa pintura. Es mejor artista que yo. Pregúntele si la quiere vender.

—Dice que «No,

sar» —replicó el babu. El lama, por supuesto, estaba tan dispuesto a separarse de su mapa dándoselo a un caminante ocasional, como un arzobispo a empeñar los recipientes sagrados de la catedral. Todo Tíbet está lleno de reproducciones baratas de la Rueda; pero el lama era un artista, además de un abad rico en su lugar de origen.

—Quizás en tres días, o cuatro, o diez, si percibo que el

sahib es un buscador y de buen entendimiento, pueda yo mismo pintarle otra. Pero esta es usada para la iniciación de un novicio. Díselo así

hakim.

—La quiere ahora… por dinero.

El lama negó con la cabeza lentamente y empezó a enrollar la Rueda. Por su parte, el ruso no vio más que un sucio anciano regateando por un sucio trozo de papel. Sacó un puñado de rupias y medio en broma le arrancó el mapa que se rasgó al sujetarlo el lama. Un tenue murmullo de horror escapó de los culis, algunos de los cuales eran hombres de Spiti y, para sus luces, buenos budistas. Ante la ofensa, el lama se puso en pie; su mano se dirigió hacia el pesado plumier de hierro que es el arma del sacerdote y el babu angustiado pegaba botes.

—Ahora ve… ve por qué quería testigos. Son personas desprovistas de escrúpulos. ¡Oh,

sar!,

¡sar! ¡

No puede golpear a un hombre santo!

¡Chela! ¡Ha profanado la Palabra Escrita!

Era demasiado tarde. Antes de que Kim pudiera protegerle, el ruso golpeó al anciano en plena cara. Al momento siguiente, rodaba colina abajo con Kim aferrado a su garganta. El golpe había despertado en la sangre del chico todos los demonios irlandeses desconocidos y la caída súbita de su enemigo hizo el resto. El lama se inclinó de rodillas, medio mareado; los culis con sus cargas huyeron colina arriba tan rápido como un hombre de la llanura corre por terreno plano. Habían presenciado un sacrilegio innombrable y más les valía alejarse antes de que los dioses y los demonios de las montañas se vengaran. El francés corrió hacia el lama, tanteando su revólver con el vago propósito de convertirle en rehén a cambio de su compañero. Una lluvia de piedras cortantes —los montañeses tienen muy buena puntería— le ahuyentó y un culi de Ao-chung empujó consigo al lama en la huida. Todo sobrevino tan rápidamente como la repentina oscuridad en la montaña.

—Han cogido el equipaje y todas las armas —gritó el francés, disparando a ciegas en el ocaso.

—¡De acuerdo,

sar! ¡De acuerdo! No dispare. Voy al rescate —y Hurree, bajando pesadamente la pendiente, se tiró en plancha sobre el divertido y asombrado Kim, que estaba golpeando contra una roca la cabeza de su enemigo ya sin resuello.

—Regresa con los culis —le susurró el babu al oído—. Tienen el equipaje. Los papeles están en el

kilta con la tapa roja, pero mira en todos. Coge los documentos y especialmente la

murasla (la carta del rey). ¡Vete! ¡Viene el otro hombre!

Kim trepó montaña arriba. Una bala de revólver rebotó a su lado contra una roca y se puso a cubierto como una perdiz.

—Si dispara —gritó Hurree—, descenderán y nos aniquilarán. He rescatado al caballero,

sar. Todo esto es

terriiblemente peligroso.

—¡Por Júpiter! —pensaba Kim concentrado en inglés—. Este es un buen aprieto, pero

creo que es en defensa propia. —Palpó por su pecho buscando el regalo de Mahbub y con inseguridad (excepto por unos pocos tiros de prácticas en el desierto de Bikaner, nunca había usado la pequeña arma) apretó el gatillo.

—¡Qué le dije,

sar! —El babu parecía estar llorando—. Baje aquí y ayúdeme a resucitar. Estamos todos en la misma cuerda floja, se lo digo yo.

Los disparos cesaron. Se oyó un ruido de pies tropezando y Kim trepó deprisa en la oscuridad, jurando como un gato, o como alguien criado en esa tierra.

—¿Te hirieron,

chela? —preguntó el lama por encima de él.

—No. ¿Y a ti? —respondió Kim metiéndose entre un grupo de abetos enanos.

—Estoy bien. Ven. Iremos con esta gente a Shamlegh-bajo-la-nieve.

—Pero no antes de hacer justicia —gritó una voz—. Tengo las armas de los

sahibs, las cuatro. Vamos abajo.

—Golpeó al santo, ¡lo vimos! ¡Nuestro ganado quedará estéril, nuestras mujeres no volverán a parir! Las nieves caerán sobre nosotros en el camino de vuelta a casa… ¡Encima de todas las otras injusticias!

El pequeño grupo de abetos se llenó de culis protestando, muertos de miedo y, en su terror, capaces de cualquier cosa. El hombre de Ao-chung hizo restallar con impaciencia el pestillo de la recámara de su arma, y mostró su intención de ir montaña abajo.

—Espera un poco, santo; no pueden ir lejos. Espera hasta que vuelva —dijo.

—Es esta persona la que ha sufrido el agravio —dijo el lama, llevándose la mano a la frente.

—Por esa misma razón —fue la réplica.

—Si esta persona lo pasa por alto, vuestras manos estarán limpias. Además, adquiriréis mérito con la obediencia.

—Espera, e iremos a Shamlegh juntos —insistió el hombre.

Durante un instante, justo el que se necesita para rellenar la recámara de un cargador con un cartucho, el lama vaciló. Luego se puso en pie y posó un dedo sobre el hombro del culi.

—¿Has oído?

Yo digo que no habrá matanza, yo que fui abad de Such-zen. ¿Te apetece renacer como una rata, o una víbora bajo un canalón… o como un gusano en el vientre de la bestia más despreciable? ¿Es tu deseo…?

El hombre de Ao-chung cayó de rodillas, pues la voz retumbó como un gong demoníaco del Tíbet.

—¡Ay!, ¡ay! —gritaron los hombres de Spiti—. No nos maldigas. No le maldigas. ¡No era más que su fervor, santo!… ¡Baja el rifle, idiota!

—¡Ira sobre ira! ¡Mal sobre mal! No habrá matanza. Dejemos a los que golpean a sacerdotes que se marchen esclavizados a sus actos. Justa y segura es la Rueda, ¡no se desvía ni un pelo! Renacerán muchas veces, en tormento. —Su cabeza cayó hacia delante y se apoyó con todo su peso sobre el hombro de Kim.

—He estado muy cerca de un gran mal,

chela —murmuró en el silencio sepulcral bajo los abetos—. Estuve tentado de dejar salir la bala; y es verdad, en el Tíbet habrían recibido una muerte lenta y dolorosa… Me golpeó en la cara… sobre la carne… —El lama se dejó caer al suelo, respirando con dificultad y Kim podía oír el corazón sobrecargado latir y pararse.

—¿Le han herido de muerte? —dijo el hombre de Ao-chung, mientras los otros permanecían callados.

Kim se arrodilló sobre el cuerpo con un miedo mortal.

—Nay —gritó vehemente—, es sólo debilidad. —Luego recordó que era un hombre blanco, con los accesorios de acampada de un hombre blanco a su disposición—. ¡Abrid los

kiltas! Puede que los

sahibs tengan alguna medicina.

—¡Oho! Entonces sé cuál es —dijo el hombre de Ao-chung con una sonrisa—. Después de haber sido cinco años

shikarri del

sahib Yankling, ¡como para no conocer esa medicina! También yo la probé. ¡Mira!

Sacó de entre sus ropajes una botella de whisky barato, como el que se vende a los exploradores en Leh, y con destreza introdujo a la fuerza un poco del líquido entre los dientes del lama.

—Así lo hice cuando el

sahib Yankling torció el pie más allá de Astor. ¡Aha! Ya he mirado en sus cestos, pero haremos un reparto igualitario en Shamlegh. Dale un poco más. Es buena medicina. ¡Siéntelo! Su corazón va mejor ahora. Colócale con la cabeza baja y frótale un poco el pecho. Si hubiera esperado en silencio mientras yo daba cuenta de los

sahibs, esto no habría pasado. Pero quizás los

sahibs nos persigan aquí. Entonces no estará mal dispararles con sus propias armas, ¿heh?

—Uno de ellos ya ha cobrado, creo —dijo Kim entre dientes—. Le pateé en la ingle cuando rodábamos montaña abajo. ¡Si le hubiera matado!

—Es fácil ser valiente cuando uno no vive en Rampur —dijo uno cuya cabaña estaba situada a unas pocas millas del desvencijado palacio del rajá—. Si cogemos mala fama entre los

sahibs, ninguno nos empleará más como

shikarris.

—Oh, pero estos no son

sahibs angrezi, no son hombres de carácter alegre como

sahib Fostum o

sahib Yankling. Son extranjeros… no pueden hablar

angrezi como lo hablan los

sahibs.

En ese momento el lama tosió y se sentó, buscando a tientas el rosario.

—No habrá matanza —murmuró—. ¡Justa es la Rueda! Mal sobre mal…

—Nay, santo. Estamos todos aquí —el hombre de Ao-chung le palmeó los pies con timidez—. Si no es por orden tuya, no se matará a nadie. Reposa un rato. Haremos un pequeño campamento aquí, y más tarde, cuando se ponga la luna, iremos a Shamlegh-bajo-la-nieve.

—Después de un golpe —dijo un hombre de Spiti con tono dogmático—, es mejor dormir.

—Tengo una molestia en la parte de atrás de mi cuello y como un pinzamiento. Déjame reposar la cabeza en tu regazo,

chela. Soy un hombre viejo, pero no estoy libre de pasiones… Tenemos que pensar en la Causa de las Cosas.

—Dale una manta. No nos atrevemos a encender un fuego por miedo a que los

sahibs lo vean.

—Es mejor irse a Shamlegh. Nadie nos seguirá hasta allí.

Este era el hombre nervioso de Rampur.

—He sido el

shikarri del

sahib Fostum y soy el

shikarri del

sahib Yankling. Debería haber estado ahora con el

sahib Yankling si no fuera por este maldito

beegar (trabajo forzado). Que dos hombres vigilen abajo con las armas, por si acaso los

sahibs hacen más tonterías.

Yo no dejaré a este santo.

Se sentaron un poco aparte del lama y, después de escuchar un rato, se pasaron entre ellos la pipa de agua cuya cazoleta era un viejo frasco de betún negro de Day y Martin. Mientras pasaba de mano en mano, el resplandor del carbón al rojo vivo iluminó los ojos oblicuos y parpadeantes, los huesos altos de las mejillas chinas y las gargantas de toro que se hundían entre los pliegues de las oscuras ropas de lana alrededor de los hombros. Parecían duendes de alguna gruta mágica, gnomos de las montañas en cónclave. Y mientras hablaban, los rumores del agua de lluvia a su alrededor enmudecieron uno a uno a medida que la helada de la noche atascaba y bloqueaba los regatos.

—¡Cómo se revolvió contra nosotros! —dijo admirativo un hombre de Spiti—. Recuerdo, hace siete estaciones, un viejo íbice, que el

sahib Dupont perdió por errar el disparo en el camino de Ladakh, revolviéndose justo como él. El sahib Dupont era un buen

shikarri.

—No tan bueno como el sahib Yankling. —El hombre de Ao-chung tomó un trago de la botella de whisky y la pasó a los otros—. Ahora escuchadme, a menos que alguno piense que sabe más.

Nadie recogió el desafío.

—Iremos a Shamlegh cuando salga la luna. Allí dividiremos con justicia el equipaje entre nosotros. Yo me doy por contento con este pequeño rifle nuevo y todos sus cartuchos.

—¿Es que los osos son fieros sólo en tus terrenos? —preguntó un compañero, chupando su pipa.

—No pero ahora las bolsas de almizcle valen seis rupias la pieza, y tus mujeres pueden quedarse con la tela de las tiendas y algunos de los cacharros de cocinar. Haremos todo eso en Shamlegh antes del alba. Luego cada uno seguirá su camino, recordando que nunca hemos visto o estado al servicio de estos sahibs, porque siempre podrían contar que les hemos robado su equipaje.

—Eso está bien para ti, pero ¿qué dirá nuestro rajá?

—¿Quién se lo va a contar? ¿Esos sahibs, que no pueden hablar nuestro idioma, o el babu, que nos dio dinero por razones que sólo él conoce? ¿Va a lanzar

él un ejército contra nosotros? ¿Qué prueba quedará? Lo que no necesitemos, lo arrojaremos en el muladar de Shamlegh, donde nadie ha puesto todavía el pie.

—¿Quién está en Shamlegh este verano? —Shamlegh era sólo un lugar de pastos con tres o cuatro cabañas.

—La Mujer de Shamlegh. A

ella no le gustan los sahibs, como sabemos. Los otros se alegrarán con pequeños regalos; y aquí hay suficiente para todos nosotros. Palmeó los laterales abombados del cesto más cercano.

—Pero… pero…

—He dicho que no son sahibs verdaderos.

Todas sus pieles y cabezas fueron compradas en el bazar de Leh. Conozco las marcas. Os las enseñé durante la última marcha.

—Cierto. Fueron todas compradas, las pieles y las cabezas. Algunas tenían incluso polillas.

Ese era un argumento sagaz, y el hombre de Ao-chung conocía a sus compañeros.

—Si sucede lo peor, se lo contaré al

sahib Yankling, que es un hombre de buen temperamento y se reirá. No hacemos nada malo a ningún

sahib conocido. Esos son apaleadores de sacerdotes. Nos asustaron. ¡Huimos! ¿Quién sabe dónde dejamos tirado el equipaje? ¿Creéis que el

sahib Yankling permitirá a la policía de la llanura andar por las montañas, espantando la caza? Hay mucha distancia de Simia a Chini, y más aún de Shamlegh al fondo de la sima de Shamlegh.

—Que así sea, pero yo me llevo el gran

kilta. El cesto con la tapa roja que los

sahibs empaquetaban ellos mismos cada mañana.

—Así pues está demostrado —dijo el hombre de Shamlegh con astucia—, que son

sahibs de poca monta. Quién ha oído que el

sahib Fostum, o el

sahib Yankling, o incluso el pequeño

sahib Peel que hace guardia por la noche para cazar cabras serow, digo, ¿quién oyó que estos

sahibs fueran a la montaña sin un cocinero de la llanura, ni un porteador, ni… ni toda clase de gente bien pagada, altanera y tiránica en su séquito? ¿Cómo pueden

esos darnos problemas? ¿Qué pasa con el

kilta?

—Nada, sólo que está llena de la Palabra Escrita, los libros y los papeles en los que escribían y de extraños aparatos, como para el culto.

—La sima de Shamlegh los acogerá a todos.

—¡Cierto! ¿Pero qué sucede si con ello insultamos a los dioses de los

sahibs? No me gusta tratar la Palabra Escrita de esa manera. Y sus ídolos de latón escapan a mi entendimiento. No es un botín para la gente sencilla de las montañas.

—El viejo todavía duerme. ¡Hst! Preguntemos a su

chela. —El hombre de Ao-chung tomó un trago y se hinchó con el orgullo del liderazgo—. Tenemos aquí —susurró—, un

kilta del que no conocemos su naturaleza.

—Pero yo sí —dijo Kim con cautela. La respiración del lama indicaba que su sueño era normal y apacible, y Kim había estado pensando en las últimas palabras de Hurree. Como jugador del Gran Juego, estaba dispuesto en ese momento a honrar al babu—. Es un

kilta con una tapa roja lleno de cosas maravillosas que no deben ser manejadas por tontos.

—Lo dije; lo dije —gritó el portador del bulto—. ¿Crees que nos delatará?

—No, si me la dais a mí. Yo puedo sacarle la magia. De lo contrario, causará un gran daño.

—Un sacerdote siempre toma su parte. —El whisky estaba desmoralizando al hombre de Ao-chung.

—No tiene interés para mí —respondió Kim, con la astucia de su tierra materna—. ¡Repartidlo entre vosotros y veréis lo que ocurre!

—Yo no. Era sólo una broma. Da la orden. Hay más que suficiente para todos nosotros. Al amanecer cada uno cogerá un camino desde Shamlegh.

Los culis hicieron y rehicieron sus pequeños y simples planes durante una hora más, mientras Kim temblaba de frío y de orgullo. La ironía de la situación cosquilleaba al irlandés y al oriental en su alma. Aquí estaban los emisarios del temido poder del norte, muy posiblemente tan importantes en su país como Mahbub o el coronel Creighton, reducidos de repente a la impotencia. Uno de ellos, Kim lo sabía en su interior, estaría cojo durante un tiempo. Ambos habían hecho promesas a los reyes. Y esa noche yacían en algún sitio por ahí abajo, sin mapas, sin comida, sin tienda, sin armas, sin guía, excepto por el babu Hurree. Y este colapso del Gran Juego (Kim se preguntaba a quién tenían que informar), esa huida nocturna en medio del pánico, no había acaecido por las artes de Hurree o por la contribución de Kim, sino de forma simple, admirable e inevitable como la captura de los amigos faquires de Mahbub por el joven y expeditivo policía de Ambala.

«Están ahí, sin nada, ¡y por Júpiter, está frío! Yo estoy aquí con todas sus cosas. ¡Oh, qué rabiosos estarán! Lo siento por el babu Hurree».

Kim hubiera podido ahorrarse su compasión porque en ese momento aunque el bengalí sufría agudamente en sus carnes, su alma estaba henchida de orgullo. Una milla más abajo, al borde del bosque de pinos, dos hombres medio congelados —uno con náuseas a intervalos— oscilaban entre recriminaciones mutuas y los insultos más vejatorios dirigidos al babu, que parecía fuera de sí por el terror. Exigieron un plan de acción. Hurree explicó que tenían mucha suerte de estar vivos; que sus culis, si no les estaban acechando en ese momento, se habían largado sin esperanza de echarles el guante; que el rajá, su señor, estaba a noventa millas, y, lejos de prestarles dinero y un séquito para el viaje a Simia, les arrojaría seguramente a un calabozo si oyera que habían golpeado a un sacerdote. Hurree se extendió sobre este pecado y sus consecuencias hasta que los hombres le ordenaron que cambiara de tema. Su única esperanza, dijo, era una huida discreta de pueblo en pueblo hasta que alcanzaran la civilización; y, deshecho en lágrimas por centésima vez, preguntó a las altas estrellas por qué los

sahibs «habían golpeado a un hombre santo».

Habrían bastado diez pasos en la oscuridad llena de crujidos para poner a Hurree completamente fuera del alcance de los dos extranjeros y camino del refugio y la comida del pueblo más cercano, donde los doctores con buena labia eran raros. Pero prefería soportar el frío, pinchazos en el estómago, palabras hirientes y golpes ocasionales en compañía de sus honorables patrones. Agachado junto al tronco de un árbol, sorbía compungido por la nariz.

—¿Y has pensado —preguntó enfadado el hombre que salió ileso— qué clase de espectáculo vamos a dar errando por estas montañas entre estos aborígenes?

El babu Hurree no había pensado casi en otra cosa durante las últimas horas, pero el comentario no iba dirigido a él.

—¡No podemos caminar! Apenas puedo andar —gimió la víctima de Kim.

—Quizás el santo tendrá compasión en su bondad,

sar, de lo contrario…

—Me prometo a mí mismo un placer especial vaciando mi cargador en ese joven bonzo, la próxima vez que nos encontremos —fue la poco cristiana respuesta.

—¡Revólveres! ¡Venganza! ¡Bonzos! —Hurree se encogió aún más. La guerra estaba empezando de nuevo—. ¿No tienes consideración por nuestras pérdidas? ¡El equipaje! ¡El equipaje! —Podía oír al hablante agitar los pies por la hierba—. ¡Todo lo que llevábamos! ¡Todo lo que habíamos conseguido! ¡Nuestras ganancias! ¡Ocho meses de trabajo! ¿Sabes lo que eso significa? «Desde luego ¡somos

nosotros los que podemos tratar con orientales!». Oh, buena la has hecho.

Se pusieron a discutirlo en varias lenguas y Hurree sonrió. Kim estaba con los

kiltas y en los

kiltas había ocho meses de buena diplomacia. No había medio de comunicar con el chico, pero uno podía confiar en él. En cuanto al resto, Hurree pudo organizar las etapas del viaje por las montañas de tal modo que Hilás, Bunár y cuatrocientas millas de caminos de montaña contarían la historia durante una generación. Los hombres que no podían controlar a sus propios culis son poco respetados en las montañas y los montañeses tienen un agudo sentido del humor.

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