Kepler

Kepler


IV. Harmonice mundi

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IV
Harmonice mundi

Loretoplatz

Colina del Hradschin

Praga

Miércoles de Ceniza de 1605

David Fabricius: en Friesland

¡Honrado amigo! Ya puede abandonar la búsqueda de una nueva teoría de Marte: está determinada. Sí, mi libro está acabado… o casi. Le he dedicado tantos desvelos que podría haber muerto diez veces. Con la ayuda de Dios he resistido y he llegado al punto en que me doy por satisfecho y tengo la seguridad de que la nueva astronomía ha nacido realmente. El hecho de que no me alegre positivamente, no se debe tanto a las dudas en cuanto a la verdad de mis descubrimientos, sino a la visión de que de repente se han aclarado ante mí las profundas consecuencias de lo que he forjado. Amigo mío, nuestras ideas sobre el mundo y su funcionamiento no volverán a ser las mismas. Se trata de un pensamiento fulminante que provoca en mí un estado de ánimo sombrío y reflexivo, concordante con las generales del momento. Como prometí, incluyo la receta del pastel de Pascua de mi esposa.

Camarada de armas, usted sabe perfectamente cuál es mi situación. Seis años he permanecido bajo el ardor y el fragor de la batalla, cabizbajo, desesperándome por lo particular. Por fin ahora puedo dar un paso atrás y tener una panorámica general. Como ya he dicho, no dudo de que he ganado. Lo que me preocupa es qué tipo de victoria he conseguido y qué precio yo y nuestra ciencia, quizá todos los hombres tendremos que pagar. Copérnico postergó treinta años la publicación de su obra majestuosa, en mi opinión porque temía el efecto que ejercería sobre las mentes humanas el hecho de que quitara la Tierra del centro del mundo y la convirtiera sólo en un planeta más entre planetas. Estoy convencido de que lo que he hecho es aún más radical pues he transformado la forma misma de las cosas: me refiero a que he demostrado que el concepto de la forma y el movimiento celestiales, concepto que hemos defendido desde Pitágoras, está profundamente equivocado. El anuncio de esta novedad también se demorará, no por una timidez copernicana de mi parte, sino en virtud de la tacañería de mi señor, el emperador, que me impide pagar a un impresor digno.

Mi propósito en la Astronomia nova consiste en demostrar que la máquina celeste no es un ser vivo y divino, sino una especie de reloj (y quien cree que el reloj tiene alma atribuye la gloria del hacedor a la obra), en la medida en que prácticamente todos los movimientos múltiples responden a una simple fuerza magnética y material, del mismo modo que los movimientos del reloj se deben a una simple pesa. Empero, y aún más importante, lo que más me preocupa no es la forma o la apariencia de ese reloj celeste, sino su realidad. Insatisfecho con la representación matemática del movimiento planetario, como creo que durante milenios ha estado la astronomía, me propuse explicar dichos movimientos a partir de sus causas físicas. Antes de mí, nadie había intentado semejante cosa, nadie había concebido sus pensamientos de esta manera.

¡Vaya, señor, tiene un hijo! Para mí ha sido una gran sorpresa. Interrumpo brevemente esta epístola porque tengo asuntos acuciantes que atender —mi esposa vuelve a estar enferma— y en el ínterin desde Wittenberg me escribe un tal Johannes Fabricius para referirse a ciertos fenómenos solares y se recomienda a sí mismo a través de mi amistad, con usted, su padre. ¡Confieso mi sorpresa y cierta inquietud porque en las cartas siempre me he dirigido a usted como si fuera un hombre más joven! ¡Me pregunto si en ocasiones no he adoptado el tono de un maestro que se dirige a su discípulo! Le pido mil disculpas. Tendríamos que habernos conocido. Temo que soy corto de vista no sólo en el sentido físico. Siempre me llevo este tipo de sorpresas cuando lo que tengo ante las narices se convierte súbitamente en algo distinto a lo que yo creía. Lo mismo aconteció con la órbita de Marte. Volveré a escribirle y le resumiré la historia de mi lucha con el planeta, pues podría divertirle.

Vale

Johannes Kepler

Casa Wenzel

Praga

Noviembre de 1607

Hans Geo. Herwart von Hohenburg: en Múnich

Entschuldigen Sie, mi queridísimo señor, por la larga demora en responder a su última carta, calurosamente recibida. Como de costumbre, los asuntos de la corte devoran mi tiempo y mis energías. Cada día que pasa, Su Majestad se muestra más caprichosa. Por momentos olvida mi nombre y me mira con enojo, gesto tan conocido por cuantos lo conocen, como si no me reconociera. De pronto llega una convocatoria urgente y debo precipitarme a palacio con mis gráficos astrales y mis cartas astrológicas. Concede mucha fe inocente a la interpretación de los astros que, como usted bien sabe, yo considero un asunto sórdido. Reclama informes escritos sobre diversas cuestiones, por ejemplo, el horóscopo del emperador Augusto y el de Mahoma, el sino que puede esperarse del imperio turco y, desde luego, aquello que hoy todos practican en la corte, la cuestión húngara: su hermano Matías se muestra cada vez más osado en su afán de poder. También está el agotador asunto del llamado Trígono Ardiente, la traslación de la Gran Conjunción de Júpiter y Saturno, que supuestamente señaló el nacimiento de Cristo, el de Carlomagno y por la cual ahora, transcurridos 800 años, todo el mundo pregunta qué gran acontecimiento se avecina. Osé decir que el gran acontecimiento ya había tenido lugar con la llegada de Kepler a Praga: no creo que Su Majestad haya celebrado la ocurrencia.

Dado el ambiente, la Nueva Estrella de hace tres años provocó una profunda conmoción que aún perdura. Como cabía esperar, se habla de una conflagración universal y del día del juicio final. Al parecer, lo mínimo que se aceptará es la llegada de un grande y nuevo monarca: nova stella, novus rex (¡opinión que, sin duda, Matías alienta!). También debo producir muchas palabras sobre esta cuestión. Es una tarea agobiante y desagradable. Acostumbrada a las demostraciones matemáticas, la mente se resiste tanto como puede a contemplar las imperfecciones de los fundamentos de la astrología, mente como una pertinaz bestia de carga, pero al final, compelida por los golpes y las invectivas, también mete el pie en el barro.

Mi posición es inestable. Rodolfo ha caído muy pronto en manos de hechiceros y de toda índole de charlatanes. Más que instrumento profético, considero que la astrología es un arma política de la que debemos cuidamos y no sólo debe ser desterrada del senado, sino de las mentes de quienes asesoran al emperador en pro de sus más legítimos intereses. ¿Y yo qué puedo hacer si Su Majestad insiste? En el presente es prácticamente un ermitaño en palacio y pasa los días a solas, entre sus juguetes y sus bonitos monstruos, ocultándose de la humanidad de la que teme y desconfía, nada dispuesto a tomar siquiera la más nimia de las decisiones. Por las mañanas, mientras el mozo de cuadra pasea a sus corceles españoles e italianos por el patio, el emperador mira taciturno desde la ventana de sus aposentos, cual un pagano impotente que se come al harén con los ojos, y luego llama a esto su ejercicio. Reconozco que, pese a todo, no es nada ineficaz. Parece actuar regido por una especie de movimiento de Arquímedes, tan delicado que apenas se nota pero que, con el paso del tiempo, produce el movimiento de toda la masa. Hasta cierto punto, la corte funciona. Es posible que la energía nerviosa, común a todos los organismos, mantenga en marcha los asuntos, del mismo modo que la gallina sigue correteando después de que le han cortado el gañote. (Este comentario se considera una felonía).

Huelga decir que mi salario está dolorosamente atrasado. Calculo que me deben alrededor de dos mil florines. No tengo la más mínima esperanza de que la deuda sea saldada. Las arcas reales están casi vacías por la manía imperial del coleccionismo, así como por la guerra con los turcos y sus intentos de proteger los territorios de sus turbulentos parientes. Me duele depender de las rentas de la modesta fortuna de mi esposa. Mi estómago hambriento mira como un perrillo hacia el amo que antaño le dio de comer. Como siempre, no me desanimo y deposito mi confianza en Dios y en mi ciencia. Por estos pagos el clima es atroz.

Su sirviente, señor,

Joh: Kepler

Aedes Cramerianis

Praga

Abril de 1608

Dr. Michael Maestlin: en Tubinga

Salud. El canalla de Tengnagel. Estoy tan furioso que apenas puedo sostener la pluma. La perfidia de este hombre no tiene límites. Claro que no es peor que los demás miembros de la maldita pandilla ticónica… sólo un poco más escandaloso. Es un asno rebuznón, vanidoso, presumido e irredimiblemente estúpido. Que Dios me perdone, pero lo mataría. El único punto de luz en la horrorosa oscuridad de este asunto consiste en que aún no le han pagado, ni es probable que cobre jamás, los 20 000 florines (¡o 30 piezas de plata!) por los que vendió al emperador los inestimables instrumentos de Tycho Brahe cuando el cadáver del danés todavía no se había enfriado en la tumba. (Recibe mil florines por año como intereses de la deuda, el doble de la suma a que asciende mi salario de matemático imperial). Confieso que a la muerte de Tycho aproveché rápidamente la falta de circunspección de sus herederos para poner bajo mi amparo sus observaciones o, podríamos decir (y sin duda ellos lo dicen), las hurté. ¿Quién puede culparme? Los instrumentos, antaño una de las maravillas del mundo, hoy están dispersos por media Europa, oxidados y a punto de romperse. El emperador los ha olvidado y a Tengnagel le basta con su cinco por ciento anual. ¿Debo permitir que sufra el mismo sino la masa de observaciones maravillosamente exactas e inestimables que Tycho recogió a lo largo de toda su vida?

Motiva esta disputa la naturaleza recelosa y la falta de modales de la familia Brahe y, por otro lado, mi carácter apasionado y burlón. Debemos reconocer que en todo momento Tengnagel tuvo sobrados motivos para recelar de mí: las observaciones estaban en mi poder y me negué a entregarlas a los herederos. Sin embargo, no tiene motivos para perseguirme como lo hace. ¿Sabía que se hizo católico para que el emperador le concediera un puesto en la corte? Este hecho muestra con toda claridad el carácter del hombre. (Su señora, Elizabeth, lo aguijonea… pero no, no hablaré de ella). Lo han nombrado consejero de apelación y, en consecuencia, puede imponerme sus condiciones con fuerza imperial. Me prohibió imprimir cualquier obra basada en las observaciones de su suegro antes de acabar las tablas rudolfinas. A continuación me dio libertad de imprimir, siempre y cuando incluyera su nombre con el mío en la portada, para llevarse la mitad de los honores sin haber hecho el menor esfuerzo. Accedí a cambio de que me otorgara la cuarta parte de los 1000 florines que recibe del emperador. Fue una jugada astuta por mi parte porque, fiel a su naturaleza, Tengnagel consideró que 250 florines anuales era un precio demasiado elevado a cambio de la inmortalidad. Acto seguido, en su cuadrada cabeza se metió la idea de que emprendería personalmente la extraordinaria tarea de acabar las tablas. Maestro, ría conmigo pues se trata de una tontería, dado que el junker no tiene la capacidad ni la tenacidad que la tarea requiere. Ya había notado que muchos creen que podrían hacerlo tan bien, no, mejor que yo, si tuvieran tiempo y ganas de ocuparse de los insignificantes problemas de la astronomía. Me río cuando se desfogan: pura fanfarronería y bufidos. ¡Que lo intenten!

Por fortuna, Tengnagel fue lo bastante presuntuoso para prometer al emperador que acabaría la tarea en cuatro años: durante ese período, se apoderó del material como el perro del hortelano, incapaz de utilizar el tesoro al tiempo que impedía que otros lo hicieran. Los cuatro años han transcurrido y no ha movido un dedo. En consecuencia, avanzo con la Astronomia nova, cuya impresión por fin ha comenzado en la casa Vogelin de Heidelberg. No está mal. ¡Y ahora el idiota quiere que el libro lleve el prefacio escrito y firmado por él! Soy incapaz de pensar en las tonterías que dirá. Dice temer que haya utilizado las observaciones de Tycho para refutar su teoría del mundo, pero sé que lo único que le interesa es el tintineo de las monedas. Ay, se trata de un imbécil despreciable y nefasto.

K

Gutenbergplatz

Heidelberg

Víspera de San Juan de 1609

Helisaeus Röslin, médico de Hanau-Lichtenberg: en Buchsweiler, Alsacia

Ave. Tengo tu interesante e instructivo Discurs von heutiger Zeit Beschaffenheit que, además de muchas especulaciones, despierta en mí múltiples recuerdos agradables y nostálgicos de aquellos debates fraternales que sosteníamos en nuestra época de estudiantes en Tubinga. Pretendo responder con un Antwort público a mis opiniones sobre la Nova de 1604 que pones en cuestión con tanta vehemencia y arte, pero antes me gustaría hacerte algunos comentarios privados, no sólo en honor de nuestra prolongada amistad, sino con el propósito de clarificar algunas cuestiones que prefiero no poner en letra de molde. Cada día que pasa se vuelve más precaria mi posición en Praga. El personaje real ya no confía en nadie y, en concreto, está muy atento a todo lo que se refiere a la ciencia que tú defiendes con tanto ímpetu, a la que asigna un gran valor. Yo preferiría llamarla pseudociencia. Por favor, destruye esta carta inmediatamente después de leerla.

Reconozco en ti, mi querido Röslin, la presencia del instinctus divinus, una claridad especial para la interpretación de los fenómenos celestes que, de todas maneras, nada tiene que ver con las reglas astrológicas. Al fin y al cabo, es verdad que en ocasiones Dios da lugar a que simplones puros anuncien cosas extrañas y prodigiosas. Nadie puede negar que cosas inteligentes e incluso sagradas pueden salir de la tontería y el ateísmo, del mismo modo que de sustancias sucias y viscosas surgen el bonito caracol o la ostra, o el gusano de seda a partir de la mugre de la oruga. La gallina laboriosa puede extraer un grano de oro incluso del estercolero apestoso. Opino que la mayoría de las reglas astrológicas son estiércol y que es más difícil decidir cuáles son los granos dignos de recuperar.

Expresaré con sencillez la esencia de mi posición. Se ve claramente que los cielos ejercen alguna influencia en la gente, pero sigue en pie el misterio de qué es, concretamente, lo que hacen. Estoy convencido de que los aspectos —es decir, las configuraciones que los planetas configuran entre sí— tienen un gran significado en la vida de los hombres. Empero, sostengo que es disparatado hablar de aspectos buenos y malos. En el firmamento no se plantea la cuestión del bien ni del mal: sólo son válidas las categorías de armónico, rítmico, bello, fuerte, débil y desordenado. Los astros no obligan, no anulan el libre albedrío ni deciden el destino particular de cada individuo, aunque impriman determinado carácter en el alma. En el primer encendido de su vida, la persona recibe el carácter y el modelo de todas las constelaciones celestiales o de la forma de los rayos que caen sobre la tierra, modelo que perdura hasta su muerte. Este carácter crea rasgos perceptibles en las formas de las carnes, así como en los modales y los gestos, las propensiones y simpatías. Así, alguien se convierte en un ser agudo, bueno y alegre, y otro en una persona soñolienta, indolente y oscurantista. Estas cualidades pueden parangonarse con las configuraciones bellas y exactas o extensas y desagradables de los planetas, así como con sus colores y movimientos.

¿En qué se basan esas categorías de bello y feo, fuerte y débil, etcétera? Ni más ni menos que en la división de los círculos hecha mediante los polígonos regulares cognoscibles, es decir, que pueden construirse, como me propuse demostrar en Misterium cosmographicum, o sea, en las relaciones armónicas y primordiales prefiguradas por el ser divino. Así, todas las cosas animadas, humanas y de otro tipo, además del mundo vegetal, quedan influidas desde el cielo por el instinto geométrico adecuado que les compete. Todas sus actividades están afectadas, individualmente conformadas y guiadas por los rayos de luz presentes aquí abajo y percibidos por todos esos objetos, amén de por la geometría y armonía que tiene lugar entre ellos en virtud de sus movimientos, de la misma manera que el rebaño es influido por la voz del pastor, los caballos de un carruaje por los gritos del cochero y la danza de los campesinos por el sonido de las gaitas. Esto es lo que creo y ninguna de tus diabluras me persuadirá de lo contrario.

Mi querido Röslin, confío en que esta sincera charla germánica no te ofenda. Siempre estás vivo en mi afecto, aunque por momentos muerda y gruña, como es costumbre en

tu amigo y colega,

Johannes Kepler

Edificios Cramer

Praga

Septiembre de 1609

Frau Katharina y Heinrich Kepler: en Weilderstadt

(Para ser leída en su presencia por el notario G. Raspe. Se incluyen emolumentos).

Queridos míos: Escribo para avisaros que hemos llegado a casa sanos y salvos. Friedrich tiene tos pero, por lo demás, sigue fuerte. Están muy avanzados los preparativos para la boda de nuestra querida Regina: es extraordinariamente hábil para atender este tipo de cosas. Su futuro marido es un hombre admirable, honorable y bien situado. Esta semana vino a presentamos sus respetos. Había estado antes en casa, pero no como prometido. Lo encuentro algo formal y me pregunto si no resultará inflexible. Todo fue de lo más amable. No me caben dudas de que Regina será bien tratada por él y hasta es posible que sea feliz. Después de los desposorios se trasladarán a Pfaffenhofen, en el Alto Palatinado. Dicen que en esa región hay peste.

Seguimos en nuestras habitaciones de los viejos Edificios Cramer y creo que, de momento, no nos mudaremos. Es un alojamiento satisfactorio porque estamos sobre el puente y contamos con el beneficio del río. Como el edificio es de piedra, no hay tanto peligro de que estalle un incendio, algo que, como sabéis, siempre he temido. Nos encontramos en un buen barrio de la ciudad. En el Colegio Wenzel, en la Ciudad Vieja, donde vivíamos antes, todo era distinto: allí las calles son fatales, están mal empedradas y siempre están cubiertas de todo tipo de porquerías; las casas son fatales, con techo de paja o de zarzos y el hedor es tal que expulsaría a los turcos. De todas maneras, nuestro casero de aquí es un rufián descortés y tengo grandes diferencias con él, lo que perturba mi digestión. Barbara me aconseja que no le haga caso. Me gustaría saber por qué las personas se portan tan mal las unas con las otras. ¿Qué se consigue con tormentos y disputas? Creo que en el mundo hay algunos que viven de hacer sufrir a los demás. Es tan cierto respecto del casero que persigue a sus inquilinos como del infiel que tortura a sus esclavos hasta matarlos: la diferencia no está en la calidad, sino en el grado de perversidad. Pienso en estas cosas cuando mis deberes en la corte y mis estudios científicos me dejan un poco de tiempo libre para pensar. No es que ahora me dedique mucho al trabajo científico, ya que mi salud flaquea, tengo fiebres frecuentes, una inflamación intestinal y la mayor parte del tiempo mi mente cae postrada en una frialdad lamentable. Pero no me quejo. Dios es bueno.

Aquí, en Praga, nos codeamos con la sociedad distinguida. Johann Polz, consejero imperial y primer secretario, tiene un gran afecto por mí. Su esposa y toda su familia destacan por su elegancia austríaca y sus modales nobles y distinguidos. Sería gracias a su influencia que en el futuro yo hiciera progresos en este sentido aunque, desde luego, aún estoy muy lejos (existen diferencias entre ser un matemático de nota y alcanzar la dignidad social). Pese a la pobreza de mi morada y a mi poca categoría, soy libre de entrar y salir de casa de los Polz como me plazca… ¡y eso que se considera que pertenecen a la nobleza! También tengo otras relaciones. Las esposas de dos guardias imperiales fueron madrinas de bautismo de Susanna. El tesorero imperial Stefan Schmid, el abogado de la corte Matthäus Wackher y su excelencia Joseph Hettler, embajador de Baden, abogaron por nuestro Friedrich. En las ceremonias por el pequeño Ludwig estuvieron presentes los condes palatinos Philip Ludwig y su hijo Wolfgang Wilhelm von Phalz-Neuburg. ¡Cómo veis, comenzamos a ascender en el gran mundo! De todos modos, no me olvido de los míos. Pienso en vosotros a menudo y me preocupo por vuestro bienestar. Cuidaros y sed buenos. Madre, recuerda las advertencias que te hice la última vez que hablamos. Heinrich, honra a tu madre. Y en vuestras plegarias recordad a

vuestro hijo y hermano

Johannes

(Herr Raspe, sólo para usted: como le pedí, vigile las actividades de Frau Kepler y manténgame informado. Le pagaré este servicio).

Aedes Cramerianis

Praga

Marzo de 1610

Signor Prof. Giorgio Antonio Magini: en Bolonia

Es como si al despertar uno descubriera dos soles en el cielo. Desde luego, sólo se trata de una figura retórica. Dos soles serían un milagro u obra de la magia, mientras que esto fue forjado por la mente y el ojo humanos. Me parece que hay momentos en los que, de repente, después de siglos de estancamiento, todo empieza a fluir al unísono como con asombrosa premura, momentos en los que por todas partes afloran torrentes que unen sus aguas y esa gran confluencia corre cual un río caudaloso, arrastrando en su discurrir los restos partidos y patéticos de nuestras concepciones erróneas. Así, no ha pasado un año desde que publiqué mi Astronomia nova, la cual cambió definitivamente nuestra idea del funcionamiento celeste: ¡y ahora de Padua llega esta noticia! Sin duda ustedes, en Italia, ya la conocen y reconozco que en poco tiempo hasta las cosas más sorprendentes se tornan vulgares. Pero para nosotros sigue siendo algo nuevo, maravilloso y un poco aterrador.

Me enteré por mi amigo Matthäus Wackher, abogado de la corte y consejero privado de Su Majestad, que lo supo por el recién llegado embajador de Toscana. Wackher acudió a verme de inmediato. Hacía un día límpido y ventoso, que contenía la promesa de la primavera, y siempre lo recordaré como sólo se recuerda un puñado de días de toda una vida. Desde la ventana de mi estudio divisé el coche del consejero traqueteando sobre el puente y al viejo Wackher, con la cabeza asomada por la ventanilla, azuzando al cochero. ¿Agitaciones como la que él sentía aquel día transmiten emanaciones palpables? Al verlo llegar, experimenté perturbaciones nerviosas en mi interior, a pesar de que nada sabía de lo que venía a contarme. Bajé corriendo y acudí a recibir el carruaje que había frenado ante mi puerta. Wackher balbuceaba incluso antes de que yo pudiera entender lo que decía. Galileo de Padua había dirigido al firmamento un perspicillum de dos lentes —de hecho, un catalejo holandés común y corriente— y, gracias a sus 30 aumentos, había descubierto cuatro planetas nuevos.

Mientras escuchaba la extraña nueva, experimenté una emoción excelsa. Me sentí conmovido en lo más hondo de mi ser. Wackher estaba pletórico de gozo y era presa de febril agitación. En cierto momento ambos reímos a causa de la confusión y al siguiente mi amigo prosiguió su narración y le presté suma atención: la explicación no tenía fin. Estrechamos nuestras manos, bailamos y el perrito de Wackher corrió en círculos a nuestro alrededor, ladrando agudamente hasta que, dominado por nuestra hilaridad y fuera de sí, dio un salto y me agarró la pierna amorosamente, como hacen los perros, se lamió los belfos y sonrió como loco, lo que nos hizo reír aún más. Entramos en casa y, más serenos, nos sentamos a dar cuenta de una jarra de cerveza.

¿Es verídico el informe? En caso afirmativo, ¿de qué tipo son esos cuerpos celestes recién descubiertos? ¿Son compañeros de las estrellas fijas o forman parte de nuestro sistema solar? Aunque católico, Herr Wackher comparte la opinión del infortunado Bruno, según la cual las estrellas son soles, infinitas en número, que ocupan el espacio infinito; está convencido de que el descubrimiento de Galileo es prueba de ello y que los cuatro cuerpos nuevos son compañeros de las estrellas fijas: en síntesis, que el paduano ha descubierto otro sistema solar. Empero, como bien sabe, para mí es impensable la idea del universo infinito. También me parece imposible que esos planetas giren alrededor de nuestro sol porque la geometría del mundo planteada en mi Misterium sólo incluye los cinco planetas del sistema solar. Por consiguiente, creo que lo que Galileo ha visto son lunas que giran alrededor de otros planetas, del mismo modo que nuestra luna gira en tomo a la tierra. Es la única explicación verosímil.

Como se encuentra más próximo al escenario de los hechos, es posible que usted conozca la explicación correcta… ¡quizás ha sido testigo de los nuevos fenómenos! Ah, lo que daría por estar en Italia. De Medici, el enviado toscano que dio la noticia a Wackher, ha regalado un ejemplar del libro de Galileo al emperador. Espero verlo pronto. ¡Y después hablaremos!

¡Escríbame y cuénteme todas las novedades!

Kepler

Praga

Abril de 1610

George Fugger, legatus imperatorius: en Venecia

Por miedo a que el silencio y la tardanza lo llevaran a pensar que coincido en todo lo que dice en su última carta y en virtud de que su posición es sumamente relevante en estas cuestiones —ya que Galileo está al servicio de la República de Venecia—, consideré prudente interrumpir mis estudios y escribirle de inmediato. Mi querido señor, le aseguro que estoy profundamente conmovido por sus comentarios relativos a las pretensiones de preeminencia entre el paduano y yo. Empero, no libro con él una carrera pedestre que sólo podría interesarme por los aplausos y la difusión partidaria. Sin duda, es verdad lo que usted sostiene: que el paduano reclama urgentemente que sus descubrimientos y pretensiones cuenten con la bendición del matemático imperial. Como usted sostiene, es posible que éste sea el único motivo por el que se ha dirigido a mí. ¿Y por qué no? Hace unos doce años, antes de que me hiciera famoso, cuando acababa de publicar el Misterium, yo me dirigí a él. Es verdad que por aquel entonces no se tomó demasiadas molestias en mi nombre. Tal vez estaba demasiado ocupado con su obra o no sintió una gran estima por mi librillo. Sí, estoy enterado de su fama de arrogante e ingrato: ¿y qué? Señor, la ciencia no es como la diplomacia, no progresa mediante gestos de asentimiento, guiños y calculados cumplidos. Siempre he tenido por costumbre alabar aquello que, en mi opinión, otros han hecho bien. Jamás desdeño la obra de otros en razón de los celos, nunca minimizo el conocimiento de otros si es mi carencia. Por la misma regla, nunca me olvido de mí mismo si algo he hecho mejor o si he descubierto antes algo. Es verdad que me hice muchas ilusiones con respecto a Galileo cuando apareció mi Astronomia nova, pero el hecho de que no recibiera nada no me impide tomar ahora la pluma contra los agrios críticos de todo lo nuevo, que consideran increíble todo lo que les es desconocido y que consideran una terrible percepción aquello que se encuentra más allá de los límites de la filosofía aristotélica. No pretendo sacar a relucir sus defectos, como usted dice, simplemente me propongo reconocer lo valioso y poner en duda lo que es cuestionable.

Excelencia, nadie debe confundirse ante la brevedad y simplicidad aparente del libro de Galileo. Como una mera ojeada a sus páginas demuestra, Sidereus nuntius es una obra altamente significativa y admirable. Es cierto que no todo lo que contiene es completamente original, como él afirma… ¡hasta el emperador ha dirigido un catalejo a la lima! También otros han conjeturado —sin presentar pruebas— que, en un examen más minucioso, la Vía Láctea podría disolverse en una masa de incontables estrellas reunidas en enjambres. Ni siquiera la existencia de los satélites planetarios (creo que, en realidad, eso son sus cuatro planetas nuevos) es tan sorprendente dado que, si la luna gira alrededor de la tierra, ¿por qué los demás planetas no habrían de tener lunas? Empero, existe una gran diferencia entre especular sobre la existencia de miríadas de estrellas invisibles y anotar sus posiciones en el mapa, entre mirar distraídamente la luna a través de una lente y anunciar que no se compone de la quinta essentia de los escolásticos, sino de una materia muy similar a la de la tierra. Copérnico no fue el primero en afirmar que el sol ocupa el centro del mundo, pero fue el primero en crear en tomo a ese concepto un sistema que matemáticamente se sustenta, poniendo fin de esta forma a la era tolemaica. Como Galileo, ha planteado clara y serenamente (¡con una serena precisión de la cual, reconozco a mi pesar, podría aprender mucho!) una visión del mundo que asestará tal puñetazo en la barriga de los aristotélicos que se quedarán sin aliento durante mucho tiempo.

En la corte no se habla más que de Sidereus nuntius, como supongo que ocurre en todas partes. (¡Ojalá Astronomia nova hubiese llamado tanto la atención!). El emperador tuvo la gracia de dejarme hojear su ejemplar y por lo demás tuve que esperar hasta la semana pasada, cuando recibí el libro que me envió Galileo, así como la petición de que le exprese mi opinión que, supongo, se propone publicar. El correo regresa a Italia el 19, por lo que sólo tengo cuatro días para concluir mi respuesta. Por lo tanto, ahora debo despedirme con la esperanza de que perdone mis prisas… y de que no tome a mal mi respuesta precedente a su apreciado y conmovedor gesto de apoyo a mi persona. En las cuestiones de la ciencia, no se trata tanto del individuo como de la obra. Galileo no me gusta, pero lo admiro.

A propósito, me gustaría saber si durante su reciente estancia en Roma oyó algo o vio al enano de Tycho y a su compañero, al que llamaban Félix. Si tiene noticias de ellos, me gustaría conocerlas.

Señor, soy su servidor,

Johannes Kepler

Aedes Cramerianis

Praga

Marzo de 1611

Dr. Johannes Brengger: en Kaufbeuren

Todo se ensombrece y tememos lo peor. Una gran tragedia ha caído sobre el pequeño mundo de nuestra casa y, dada la malsana confusión de nuestra pena, pensamos que de alguna manera está relacionada con los espantosos acontecimientos del gran mundo. Creo que en ocasiones Dios se cansa y el Demonio aprovecha la oportunidad, se lanza sobre nosotros con toda su furia y su maldad cruel y causa estragos a diestro y siniestro. Mi querido doctor, ¡qué lejanos parecen esos días felices en que nos escribíamos con tanto entusiasmo y deleite sobre la recién nacida ciencia de la óptica! Gracias por su última carta pero temo que, de momento, soy incapaz de ocuparme de las interesantes cuestiones que plantea: es posible que en otra ocasión les dedique mi mente y responda con la energía que requieren. Ahora no tengo valor para trabajar. Casi todo mi tiempo se consume con los deberes de la corte. Las excentricidades del soberano se parecen cada vez más a la pura demencia. Se encierra en palacio, se oculta de sus despreciados congéneres y, mientras tanto, su reino se desmorona. Su hermano Matías ya lo ha despojado de Austria, Hungría y Moravia y se dispone a apoderarse del resto. Durante el verano pasado y el otoño en la ciudad se celebró un congreso de príncipes que aconsejó la reconciliación entre hermanos. Pese a sus antojos y peculiaridades, Rodolfo muestra una férrea testarudez. Con la idea de frenar a Matías y a los príncipes, y tal vez con el propósito de dejar de lado las libertades religiosas que los representantes luteranos de aquí le arrebataron con la Carta Real, intrigó con su pariente Leopoldo, obispo de Passau y hermano del venenoso archiduque Fernando de Estiria, mi antiguo enemigo. Vil y traidor como el resto de la familia, Leopoldo dirigió su ejército contra nosotros, los que estamos aquí, y ha ocupado parte de la ciudad. Las tropas bohemias se concentraron contra él y se habla de terribles excesos por ambos bandos. Corre el rumor de que Matías viene acompañado del ejército austríaco, a petición de los representantes… ¡y del propio Rodolfo! Esta situación sólo puede tener un fin: el emperador perderá el trono. Por eso he empezado a buscar refugio en otra parte. Algunas personas influyentes han insistido en que me traslade a Linz. En lo que a mí respecta, miro con ansias hacia mi Suabia natal. He enviado una petición al duque de Württemberg, mi antiguo mecenas, pero abrigo pocas esperanzas. ¡Qué duro es saber que no te quieren en tu propia tierra! También me han ofrecido la antigua cátedra de Galileo en Padua, dada su partida a Roma. Galileo en persona me ha recomendado. No soy ajeno a la paradoja de semejante situación. Italia… la idea no me regocija. En consecuencia, Linz parece la perspectiva más prometedora. Se trata de una ciudad provinciana y de miras estrechas, pero conozco a alguna gente y también tengo un amigo peculiar. A mi esposa le encantaría dejar Praga, que nunca le gustó, y retornar a la Austria que la vio nacer. Ha estado muy enferma de fiebres húngaras y de epilepsia. Soportó con entereza estos males y todo habría ido bien si poco después nuestros tres hijos no hubiesen contraído la viruela. La mayor y el benjamín sobrevivieron, pero Friedrich, nuestro querido hijo, sucumbió. Tenía seis años. Fue una muerte muy dura. Era un niño encantador, un jacinto matinal de los primeros días de la primavera, nuestra esperanza, nuestro gozo. Doctor, confieso que a veces no comprendo los designios del Señor. Mientras el pequeño yacía en su lecho de muerte, del otro extremo de la ciudad nos llegaba el fragor de la batalla. ¿De qué modo puedo expresarle adecuadamente todo lo que siento? Esta pena no se parece a nada de lo que existe en el mundo. Debo despedirme.

Kepler

Gasthof zum Goldenen Greif

Praga

Julio de 1611

Frau Regina Ehem: en Pfaffenhofen

¡Ay, mi querida Regina! Frente a los desastres que nos han agobiado, huelgan las palabras y el silencio es la expresión más veraz de los sentimientos. Sin embargo, al margen de mi situación, debo hacerte el relato de las últimas semanas. Si me muestro torpe o parezco despiadado o frío, comprende que son la pena y la vergüenza las que me impiden expresar adecuadamente todo lo que siento.

¿Quién puede decir cuándo comenzó realmente la enfermedad de tu madre? La suya fue una vida plagada de dificultades y pesares. Es cierto que jamás quiso cosas materiales, por mucho que me culpara de mi falta de éxito en el gran mundo social, mundo del que siempre quiso formar parte. Sin duda ser doblemente viuda a los veintidós años fue muy duro, lo mismo que la pérdida de nuestros primeros hijos y ahora de nuestro amado Friedrich. Últimamente le había dado por las devociones secretas y andaba de aquí para allá con su devocionario. Su memoria ya no era la de antaño, a veces reía por nada o súbitamente estallaba en llanto como si algo la afligiera. Su envidia se había agudizado y no hacía más que lamentarse de su sino, se comparaba con las esposas de los consejeros y de los funcionarios menores, que parecían moverse en un esplendor muy superior al suyo, pese a ser la consorte del matemático imperial. Claro que todo esto sólo ocurría en su mente. ¿Y yo qué podía hacer?

Su enfermedad del invierno pasado, la fiebre y la epilepsia, le preocuparon mucho, pero se mostró muy valiente y fuerte, con una determinación que dejó atónitos a cuantos la conocían. La muerte del niño en febrero fue un golpe demoledor. Cuando a fines de junio retomé de una visita a Linz, había vuelto a caer enferma. Las tropas austríacas trajeron enfermedades a la ciudad y tu madre contrajo tifus exantemático o fleckfieber, como lo llaman aquí. Podría haberse debatido, pero ya no le quedaban fuerzas. Azorada por los horrorosos actos de la soldadesca y por el espectáculo de los sangrientos combates que se libraban en las calles, consumida de desesperación por un futuro mejor y por el anhelo insaciable de su amado hijo perdido, exhaló su último suspiro el tercer día del mes presente. Al final, mientras le ponían una bata limpia, pronunció unas últimas palabras para preguntar: ¿Es la túnica de la salvación? En sus últimas horas te recordó y a menudo habló de ti.

La culpa y los remordimientos me corroen. Nuestro matrimonio se frustró desde el principio porque se realizó contra nuestra voluntad y bajo un cielo calamitoso. Tu madre era de naturaleza pesimista y resentida. Me acusaba de burlarme de ella. Interrumpía mi trabajo para hablar de sus problemas domésticos. Tal vez fui impaciente cuando me hacía infinidad de preguntas, pero jamás la llamé tonta, aunque quizá considerara que la tenía por tal ya que, en algunos sentidos, era una mujer muy susceptible. En los últimos tiempos y debido a sus repetidas enfermedades, había perdido la memoria y yo la encolerizaba con mis recordatorios y consejos, porque no quería señor alguno y, a menudo, no daba abasto consigo misma. Con frecuencia fui más impotente que ella pero, en mi ignorancia, seguí discutiendo. En síntesis, desarrolló una naturaleza cada vez más irritable y, aunque lo lamento, la provoqué, pues en ocasiones mis estudios me volvieron desconsiderado. ¿Fui cruel con ella? Cuando comprendí que tomaba a pecho mis palabras, habría preferido arrancarme el dedo a mordiscos antes que seguir ofendiéndola. En lo que a mí atañe, tampoco recibí mucho amor. Pero nunca la odié. Y ahora, como comprenderás, ya no tengo con quien hablar.

Mi querida niña, piensa en mí y recuérdame en tus oraciones. Me he trasladado a la posada —¿recuerdas el Grifo Dorado?— porque la casa se me hizo insoportable. Las noches son muy tristes y no puedo conciliar el sueño. ¿Qué haré? Soy viudo, tengo dos hijos pequeños y a mi alrededor se extiende el turbulento desorden de la guerra. Si puedo te haré una visita. Me encantaría que vinieras a verme, pero los riesgos son excesivos. Firmo, como en los viejos tiempos,

Papá

Post scriptum. He abierto el testamento de tu madre. No me dejó nada. Saludos a tu marido.

Kunstadt, en Moravia

Abril de 1612

Johannes Fabricius: en Wittenberg

Salud, noble hijo de noble padre. Disculpe mi prolongada demora en responder a sus numerosas cartas, tan bien acogidas y fascinantes. Estos últimos meses estuve muy ocupado con asuntos tanto privados como públicos. Sin duda está enterado de los trascendentales acontecimientos que se han producido en Bohemia y que, amén de otras consecuencias, han provocado mi práctico destierro de Praga. Estaré unos pocos días en Kunstadt, en casa de una conocida de mi difunta esposa, una viuda de buen corazón que se ha ofrecido a cuidar de mis hijos huérfanos de madre hasta que halle alojamiento y me establezca en Linz. Pues sí, a Linz me dirijo para ocupar el cargo de matemático regional. Ya ve cuán bajo he caído.

El año transcurrido ha sido el peor de mi vida. Rezo por no ver nunca más otro semejante. Era impensable que a un hombre le acontecieran tantos infortunios en un período tan breve. Perdí a mi amado hijo y, poco después, a mi esposa. Podríamos decir que ya era suficiente pero, a lo que parece, cuando aparecen las desgracias, se presentan cual espantosos ejércitos. Fue la entrada de las tropas de Passau en Praga la que trajo las enfermedades que se llevaron a mi hijito y a mi esposa. Al cabo de poco tiempo se presentaron el archiduque Matías y sus secuaces y mi mecenas y protector fue destronado: ¡el pobre, triste y bueno de Rodolfo! Hice cuanto pude por salvarlo. Ambos bandos en pugna estaban muy influidos por las profecías astrales, algo que siempre ocurre con soldados y estadistas, y fueron ansiosamente solicitados mis servicios como matemático imperial y astrónomo de la corte. Sinceramente, aunque más me habría convenido compartir la suerte de sus enemigos, fui leal a mi señor y llegué al extremo de fingir ante Matías que los astros favorecían a Rodolfo. Pero todo fue en vano. El resultado de la batalla estaba decidido antes de que comenzara. Después de la abdicación, en marzo, me mantuve junto a Rodolfo. A pesar de los pesares, fue bueno conmigo y no quise abandonarlo. El nuevo emperador no me es hostil y el mes pasado llegó al extremo de confirmarme en el cargo de matemático. Sin embargo, Matías no es Rodolfo y estaré mejor en Linz.

Estaré mejor: no dejo de repetírmelo. Al menos en la Alta Austria hay seres que valoran mi persona y mi trabajo. Es más de lo que puedo decir de mis compatriotas. ¿Está enterado de mis intentos de regresar a Alemania? Apelé una vez más, hace poco, a Federico de Württemberg y le supliqué que, si no una cátedra de filosofía, al menos me concediera un humilde cargo político para disponer de alguna paz y de un espacio reducido en el que proseguir serena y tranquilamente mis estudios. La oficina del canciller no hizo oídos sordos e incluso sugirió que me apuntaran entre los aspirantes a ocupar la cátedra de matemáticas en Tubinga, dado que el doctor Maestlin ya cuenta con muchos años. Pero el Consistorio fue de otra opinión. Sus miembros recordaron que en una petición anterior tuve la honestidad de advertir que no podía suscribir incondicionalmente la Fórmula de la Concordia. También sacaron a relucir la vieja acusación de que soy proclive al calvinismo. A la larga, todo significa que soy definitivamente rechazado por la tierra que me vio nacer. Que se olviden de mí si quieren, pero desde aquí los envío al fondo del infierno.

Tengo cuarenta y un años y lo he perdido todo: mi familia, mi honroso nombre, hasta mi país. Ahora afronto una vida nueva, sin saber qué problemas me aguardan. Pero no desespero. He realizado grandes obras que algún día serán reconocidas en su auténtico valor. Mi trabajo aún no está cumplido. La visión de la armonía del mundo siempre está ante mis ojos y me anima a seguir adelante. Dios no me abandonará. Sobreviviré. Llevo conmigo una copia del grabado del gran Durero de Núremberg que se titula El caballero, la muerte y el demonio, imagen de grandeza estoica y entereza que produce en mí un gran solaz: así debemos vivir, afrontando el futuro, indiferentes a los terrores y sin dejamos engañar por vanas esperanzas.

Incluyo una vieja carta que encontré entre mis papeles. Alude a cuestiones de interés científico y quiero que la tenga porque imagino que pasará un tiempo antes de que tenga ánimos para volver a dedicarme a ese tipo de especulaciones.

Su colega,

Joh: Kepler

Praga

Diciembre de 1611

Johannes Fabricius: en Wittenberg

Ah, mi querido y joven señor, cuánto me alegra saber de sus investigaciones sobre la naturaleza de las misteriosas manchas solares. No sólo me siento lleno de admiración por el rigor y el ingenio de sus investigaciones, sino que también me recuerdan un período más dichoso de mi vida y me apartan de esta época odiosa. ¿Es posible que sólo hayan transcurrido cinco años? ¡Afortunado de mí, que fui el primero en observar esas manchas en este siglo! No lo digo con la pretensión de robar su fuego, si me permite que lo exprese así (ni pretendo sumarme a la agotadora disputa entre Scheiner y Galileo en tomo a la prioridad del descubrimiento), sino para convencerme de que hubo una época en que podía proseguir felizmente y con inocencia mis estudios científicos, antes de que acontecieran los desastres de este año espantoso.

Observé por primera vez el fenómeno de las manchas solares en mayo de 1607. Hacía semanas que contemplaba seriamente Mercurio en el firmamento. Según los cálculos, el planeta debía entrar en conjunción inferior con el sol el 29 de mayo. Como la noche del 27 se desató una gran tormenta y tuve la impresión de que ese aspecto era el motivo de semejante perturbación climática, pensé que la conjunción debía fijarse antes. En consecuencia, la tarde del 28 me decidí a observar el sol. Por aquel entonces me alojaba en el Colegio Wenzel, cuyo rector, Martin Bachazek, era amigo mío. Aficionado donde los haya, Bachazek había construido una torreta de madera en uno de los desvanes del colegio y allí nos retiramos aquel día. Los rayos del sol se colaban por las delgadas grietas de las tablillas y pusimos un trozo de papel bajo uno de los rayos, papel en el que se formó la imagen del sol. Y patapán. En la trémula imagen del sol divisamos una manchita muy negra, aproximadamente como una pulga reseca. Convencidos de que observábamos la culminación de Mercurio, fuimos presa de una gran agitación. Para evitar errores y comprobar que no era una mácula del papel, lo desplazamos de un lado a otro para que la luz se moviera: la manchita negra apareció en todas partes con la luz. Inmediatamente redacté un informe y pedí a mi colega que lo confirmara. Corrí hasta el Hradschin y envié la noticia al emperador por intermedio de un ayuda de cámara, ya que esa conjunción era del máximo interés para Su Majestad. Después acudí al taller de Jost Bürgi, mecánico de la corte. Como había salido, tapamos la ventana con uno de sus ayudantes y, a través de una minúscula apertura, dejamos que la luz iluminara una plancha de hojalata. La manchita volvió a aparecer. Busqué la confirmación de mi informe y pedí al ayudante de Bürgi que lo firmara. Tengo el documento sobre el escritorio y veo la firma: Heinrich Stolle, oficial relojero, de mi puño y letra. ¡Con cuánta claridad lo recuerdo!

Claro que, como tan a menudo, me equivoqué. Como usted sabe, no había presenciado la culminación de Mercurio, sino una mancha solar. Me pregunto si ha desarrollado alguna teoría acerca del origen del fenómeno. Aunque desde entonces lo he visto a menudo, aún no he encontrado una explicación satisfactoria. Tal vez se trata de una formación nubosa, como en nuestro cielo, pero maravillosamente negra y densa y, por consiguiente, fácil de percibir. ¿Serán emanaciones de gas candente que se elevan de la superficie al rojo vivo? En lo que a mí respecta, no son del máximo interés por su causa, sino por el hecho de que, en virtud de su forma y de su movimiento evidente, demuestran satisfactoriamente la rotación del sol, rotación que había postulado sin pruebas en mi Astronomia nova. Me asombra todo lo que pude hacer en ese libro sin la ayuda del telescopio, instrumento al que usted ha dado tan buen uso en su trabajo.

¿Qué haríamos sin nuestra ciencia? Incluso en estos tiempos de temor supone un gran consuelo para mí. Cada día que pasa, mi señor, Rodolfo, se muestra más extraño: no creo que sobreviva. En ocasiones parece no darse cuenta de que ya no es emperador. No lo desengaño. El mundo es un lugar muy triste. ¿No sería mejor ascender a las cumbres diáfanas y silentes de la especulación celestial?

Le ruego que no tome a pecho mi mal ejemplo y que vuelva a escribirme pronto. Señor, quedo con usted,

siempre suyo,

Johannes Kepler

Gasthof zum Goldenen Greif

Praga

Septiembre de 1611

Frau Regina Ehem: en Pfaffenhofen

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