Kepler

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V. Somnium

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Susanna lo besó, rieron y guardaron silencio unos instantes, algo torpes, casi incómodos, compartiendo una vieja complicidad. Cuán feliz había sido aquel día, tal vez el mejor de todos los días de ese matrimonio divertido y respetuoso, mal emparejado y espléndido.

Wallenstein dejó de interesarse por él, incluso por su conversación. Las llamadas de palacio se tomaron raras y luego cesaron definitivamente. El mecenas de Kepler se convirtió en una presencia estilizada e intermitente entrevista cada tanto a lo lejos, más allá de una perspectiva de árboles o bajando la larga ladera de una colina una tarde bañada por el sol, al galope en medio de sus ayudantes, una figura rígida que asentía rítmicamente, como una efigie sagrada paseada en fugaz procesión un día de fiesta mayor. Más adelante, como si algo hubiera sacudido la memoria de una deidad mundana, un día un grupo de trabajadores que arrastraban un carro se acercaron a la puerta de la casa de Kepler y descargaron una máquina inmensa: la imprenta.

Podía volver a trabajar. Tenía la posibilidad de ganar dinero con almanaques y calendarios para navegantes. Pero ese invierno enfermó, estaba mal del estómago y padeció por culpa de la arenilla y la gota. Los años le pesaban. Necesitaba un ayudante. En la página de la dedicatoria de un librillo que le enviaron de Estrasburgo encontró una carta pública que el autor, Jakob Bartsch, le dirigía y en la que ofrecía sus humildes servicios al astrónomo imperial. Kepler se sintió halagado, contestó e invitó al discípulo a que lo visitara en Sagan. Bartsch fue, al mismo tiempo, bendición y maldición. Era joven y estaba deseoso de aprender, pero agotaba a Kepler con su infatigable entusiasmo. De todas maneras, Kepler le tomó cariño y no habría sentido tantos temores de que pasara a formar parte de su familia si Susanna —su hija y novia de Bartsch— no hubiese tenido tantos elementos de la estirpe Müller.

El joven aceptó de buena gana el pesado trabajo de los almanaques y Kepler pudo reanudar un proyecto muy querido: su sueño de un viaje a la luna. Dedicó la mayor parte del último año en Sagan al Somnium. Ningún libro le había proporcionado un placer tan peculiar. Fue como si por fin se desatara un viejo nudo de ansia y amor. La historia del muchacho Duracotus, de su madre —la bruja Fiolxhilda— y de los seres extraños, tristes y achaparrados de la lima, desencadenó en Johannes una sosegada risa interior, risa por sí mismo, por su ciencia y por la afable ridiculez de todo.

—Doctor, ¿pasará la noche aquí?

Frau Billig lo observaba con la aguja en el aire.

—Sí, por supuesto. Muchas gracias.

Hillebrand Billig alzó su embotada cabeza de las cuentas y rió con pesar.

—¡Ojalá pudiera ayudarme con estos números, pues soy incapaz de aclararme!

—Claro, encantado.

En realidad, desean saber qué me trae por aquí. Oh, sí, eso es lo que quieren.

Cuando acabó el Somnium estalló otra crisis, pero ya sabía que ocurriría. ¿Qué era ese deseo desenfrenado de destruir el trabajo de su intelecto y emprender viajes descabellados al mundo real? En Sagan había tenido la sensación de que no era acosado por un espectro, sino por algo semejante a un recuerdo tan intenso que, por momentos, parecía adquirir presencia física. Daba la sensación de que había extraviado una cosa preciosa y pequeña y lo había olvidado, pero la pérdida lo atormentaba. De pronto recordó a Tycho Brahe descalzo ante la puerta de su habitación, mientras el alba surcada de lluvia rompía sobre el Hradschin, su expresión desolada y desconcertada, el moribundo que buscaba demasiado tarde la vida que se había perdido, la vida que su obra le había arrebatado. Kepler tembló. ¿Era la misma expresión que ahora los Billig veían en su rostro?

Susanna lo había contemplado incrédula. No fue capaz de mirarla a los ojos.

—¿Por qué? ¿Por qué? —inquirió—. ¿Qué ganarás?

—Debo irme. —En Linz tenía que cobrar los bonos. Wallenstein había caído en desgracia y lo despidieron. El emperador estaba con la Dieta en Ratisbona para garantizar la sucesión de su hijo—. Me debe dinero, he de concluir algunas cosas,

debo irme.

—Amor mío, si te vas, supongo que veré el día del Juicio Final antes de tu regreso —añadió Susanna, intentando bromear. Ninguno sonrió y la mujer apartó su mano de la de Kepler.

Johannes viajó hacia el sur en medio del cruel clima invernal. No reparó para nada en los elementos. Si era necesario, estaba dispuesto a llegar a Praga, a Tubinga… ¡a Weilderstadt! Pero Ratisbona quedaba muy lejos. Sé que nos encontraremos allí, lo reconoceré por la Rosa Cruz que luce en el pecho, estará acompañado de su señora. ¿Estás aquí? Si ahora me asomo a la ventana, ¿te veré en medio de la lluvia y la penumbra… os veré a todos, reina y caballero intrépido, muerte y demonio…?

—Doctor, doctor, debería acostarse y descansar, está enfermo.

¿Cómo?

—Está temblando…

¿Enfermo? ¿Estaba enfermo? Le chisporroteaba la sangre y su corazón era un trueno con sordina. Estuvo a punto de soltar la carcajada: sería digno de él, convencido como había estado toda la vida de que la muerte era inminente, morir en medio de una dichosa ignorancia. Pues no.

—Supongo que me quedé dormido.

Luchó hasta incorporarse en la silla, tosió y extendió las manos temblorosas hacia el fuego. Muéstrales, demuéstrales a todos que jamás moriré. No había acudido allí a recibir la muerte, sino algo totalmente distinto. ¡Levanta una piedra plana y allí la verás, innumerable y pródiga!

—Billig, he tenido un sueño, ¡qué sueño he tenido!

Es war doch so schön.

¿Qué decía el judío? Se nos dice todo, pero nada se nos explica. Sí, tenemos que aceptarlo todo a ojos cerrados. Ahí reside el secreto. ¡Qué sencillo! Sonrió. Así, no fue un simple libro lo que arrojó, sino el fundamento del trabajo de toda una vida. Al parecer, no tenía la menor importancia.

—Ah, amigo mío, qué sueños…

La lluvia tamborileó sobre el mundo exterior. Anna Billig se levantó y le sirvió más ponche. Johannes le dio las gracias.

No mueras nunca, no mueras nunca.

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