Katrina

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KATRINA » Capítulo II

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Capítulo II

DONDE MADURAN LAS MANZANAS

EL viaje hacia el sur se realizó con viento propicio; el bergantín efectuó la travesía en menos de una semana. Tanto el patrón como los marineros convenían en que era una cosa insólita y que no dejaba de tener sus alicientes aquello de llevar a bordo a una recién casada. A Johan se le había hecho el honor de prepararle un camarote privado, lo más pulido y cómodo que había sido posible. El joven marinero no perdía ocasión de manifestar a Katrina que a bordo se le consideraba muy por encima de los demás muchachos; y su alegre y joven esposa, que nunca había salido a alta mar, daba pleno crédito a todas sus palabras.

Pero el idilio no había de tener muy larga duración.

Johan era de una isla de mediana importancia situada al este de Fasta Åland, la isla mayor en torno a la cual se agrupaban las innumerables islas e islotes que formaban el archipiélago. Aquella isla, llamada Torsö, venía a tener la forma de una estrella de cuatro puntas, al extremo de cada una de las cuales se levantaba una aldea. El conjunto de los isleños constituía en total una población de unos quinientos habitantes. En el centro de la isla se levantaban la iglesia y la escuela.

A primeras horas de la mañana de un día caluroso de verano, el bergantín ancló en una pequeña bahía situada cerca de la punta occidental de la isla; y mientras la embarcación se aprovisionaba, Johan obtuvo permiso para conducir a la joven esposa a su nuevo hogar. En un bote, en el que iban también el patrón y dos marineros, la pareja fué llevada a tierra. La barca amarró en un muelle construido con groseros troncos al pie de un declive rocoso que descendía hacia el mar. Allí fueron dejados Katrina y Johan, que emprendieron la subida al interior de la isla. Al principio, el camino se deslizaba por una estrecha faja de tierra que se extendía entre el mar y la mole grisácea de una montaña; pero, inesperadamente, se adentraba en la isla, y la persona forastera, con gran sorpresa suya, veía entonces abrirse ante sus ojos un paisaje completamente distinto del que le podía haber hecho sospechar la inhospitalaria playa donde había desembarcado. A la derecha del camino, la montaña descendía en declive, y en lugar de los árboles raquíticos que crecían junto al mar, se veía allí un bosque de altos y enhiestos abetos y, entre ellos, abundantes y frondosos pinos. A la izquierda, las aguas de la bahía ascendían hasta besar dulcemente una plácida costa cubierta de hierba, donde crecían en abundancia las plantas acuáticas, mientras que, algo más lejos, un espeso cañaveral se mecía al viento del estío. Allí se veían barcas y botes varados y chozas con techumbres de paja. A la otra parte de la pequeña bahía, a poca distancia de la orilla del mar, elevábase otro bosque de abetos, umbroso y denso como un espeso muro. En la pendiente, y destacándose sobre el fondo obscuro del bosque, se veía una casita roja con ventanitas blancas. Los dos bosques se dilataban hacia la parte alta de la isla, pero el valle que quedaba entre ellos se iba ensanchando gradualmente, dejando espacio suficiente de tierra para los campos y los prados. Allá, en el fondo del valle, se entreveía la aldea y, más lejos aún, los obscuros contornos de las elevadas aspas de los molinos de viento, recortados sobre el fondo azul del cielo.

Aquella aldea era Västerby, y los dos bosques que se extendían a uno y otro lado de la punta de la «estrella», como dos brazos amorosamente abiertos para protegerle de los fuertes vientos del mar, se llamaban Norröjen y Söderöjen.

Katrina estaba impaciente de curiosidad por ver toda aquella tierra, nueva para ella. Mientras iba andando, no había piedra ni arbusto que escapara a su ávida mirada. Caminaba en silencio, y, por primera vez, parecía no prestar oídos al interminable parloteo de Johan. Cuando el hombre se hubo convencido de que era imposible entablar conversación, substituyó su inútil discurso por una canción marinera, acompañando la tonada de un rítmico movimiento de hombros a su manera descuidada, y columpiando adelante y atrás el lío de ropa de Katrina.

La aldea empezaba ya a verse mejor; las casas aparecían más claramente a uno y otro lado del camino. «La carretera es bonita, pero demasiado estrecha», pensaba Katrina.

—¡Bueno! ¡Ahí tienes a Västerby! —exclamó de pronto Johan; y sin más, se puso de nuevo a cantar.

Katrina vió algunas viejas casuchas de color terroso que parecían surgir de una cavidad, y medio ocultas entre árboles y matorrales. Acá y allá, en la cima de alguna colina, aparecía alguna casita moderna pintada con tonos claros. Sintió como si se le parase el corazón. ¿Cuál de aquéllas sería la suya? Allí, a la derecha del camino, se veía una preciosa: tenía dos plantas y también un balcón; pero no era blanca: era amarilla. Y Johan continuaba su camino; no, no podía ser aquélla. Allí había otra: una casa magnífica, de un color gris claro, rodeada de un jardín y de un huerto con árboles frutales. ¿Sería aquélla? Johan levantó el brazo y le indicó con el dedo aquel regio edificio; a Katrina se le colorearon súbitamente las mejillas.

Pero su marido dijo:

—Allá vive el capitán Nordkvist, el rey de la isla. Tiene la granja mayor de Torsö, una tienda muy grande y una verdadera flota de embarcaciones. Es todo un potentado: varias veces millonario. El Frida también es de él. ¡Es un diablo de hombre! Figúrate: el armador más poderoso de toda Finlandia.

Y se contoneaba como un pavo. Pero, entre tanto. Katrina había puesto los ojos en otra de las casitas de color claro, que se levantaba a la izquierda del camino. Johan tendió el dedo hacia ella y dijo con orgullo:

—En esta casa vive el capitán Svensson, otro gran propietario, el más avaro de toda la aldea.

—¡Oh!… —exclamó Katrina.

Enclavada en un delicioso declive, se destacaba ahora sobre el fondo obscuro del bosque de Norröjen una casita de color verde claro. «Aquélla —pensó Katrina—; apostaría a que es la que se ve allí. Es de un color tan claro que casi puede decirse que es blanca; y también tiene balcones.» No se atrevió a hacer una pregunta directa y le dijo a Johan:

—Johan, mira qué casita más linda aquélla que se ve allí.

—Ah, sí —declaró Johan—; es una de las más bonitas. En ella vive el capitán Engman. Ése no tiene fincas, pero tiene el dinero a espuertas. El mejor amigo de los marineros que existe en el mundo.

—¡Oh!… —volvió a exclamar Katrina—. ¿Y quién vive en aquella casita de la verja azul? Se parece a las de mi tierra.

—Pues allá vive Kalle Seffer. —Y con el tono de quien hace una confidencia extraordinaria, añadió—: Los Seffer son la gente más sucia y ladrona de toda la aldea. Llevan más piojos encima de los que podrías encontrar en la casa entera de tu padre.

—¡Dios mío! —exclamó Katrina—. Pero, ¿cuándo vamos a llegar a los campos? —preguntó a continuación.

—¿Los campos? Ya los hemos pasado casi todos.

—¿Aquellos cultivos pequeños? ¿Y por qué están divididos por tantas vallas?

—Pues porque tienen que estar así. Como puedes ver, cada aldeano tiene su prado al este, sus sembrados al oeste, su huerto al norte y sus pastos al sur. En cuanto a madera, tenemos toda la que queremos y podemos levantar todas las vallas que nos dé la gana.

—¡Oh!… —exclamó una vez más Katrina. Le parecía que la tierra se cerraba a su alrededor y se volvía cada vez más estrecha y confusa.

Casi al borde mismo del camino se levantaba una casita roja con sus ángulos pintados de blanco. Estaba circundada por un jardín, y a Katrina le pareció entrever por uno de los lados un vergel. A lo largo de la fachada crecían girasoles y caléndulas: una verdadera fiesta de colores. En las ventanitas, cuyas ligeras cortinas ondeaban impulsadas por la brisa, llameaban los geranios. A lo largo de la empalizada, pintada a listas blancas y rojas, se levantaban cinco grandes y frondosos árboles, algunas de cuyas ramas se asomaban al camino.

Katrina se detuvo boquiabierta a mirarlos.

—¡Manzanos! —murmuró al cabo de un rato.

—Manzanos, sí —añadió Johan—. Ésta es la casa de Frun[2], como la llamamos nosotros. Aquí vive una anciana, viuda de un párroco. En cuanto a manzanas, las tiene buenísimas, te lo aseguro. Mírala: es aquélla que está allí sentada; está enseñando a escribir a Elvira Eriksdotter. Sí: algunos de nuestros campesinos quieren dárselas de señores. La niña de Erka también viene aquí para aprender a leer y a escribir, ¡y se da unos aires de hija de capitán rico!…

—Y, ¿dónde está la casa de Erka?

—Al otro lado; es aquella casa roja que está cerca de la de Nordkvist. Eriksson no es ninguna lumbrera en la aldea, pero su mujer es la más hermosa de Åland.

—¡Oh!… —volvió a exclamar Katrina. Empezaba a sentirse un poco cansada; sus anhelos no se veían todavía cumplidos. ¿Cuándo llegaría el momento en que Johan diría: «¡Ésta es nuestra casa!»…?

Llegaron a una plazuela situada en medio de la aldea: Johan declaró que aquello era la «plaza» donde se reunía los domingos toda la gente del lugar.

—¿De veras? —dijo Katrina.

—Sí. Y esta casa alta, pintada de rojo, que ves allí, es de Blom. Su hijo, Víctor Blom, es el hombre que tiene las piernas más torcidas de toda la aldea, y, además, es tartamudo. Y allí tienes la tienda del capitán Nordkvist.

El camino doblaba hacia el sur, y el sendero que ahora empezaron a seguir a través de la aldea era estrecho y pedregoso. El camino iba haciéndose más y más empinado; el terreno era más árido, sin ninguna belleza y cortado a cada instante por moles de rocas desprendidas de la montaña. Las casas que se veían entre elevaciones rocosas parecían pequeñas y miserables.

—Y aquí, ¿quién vive? —preguntó Katrina.

—¿Aquí? Jornaleros.

Johan iba llevando a su mujer más y más arriba. En aquellos lugares ya todo era roca desnuda; las moradas que encontraban a su paso parecían barracas de gente pobre. En el punto más elevado se levantaban los molinos de viento de la aldea. Una urraca, situada en lo alto de un aspa, dejó escapar su risa burlona. Katrina sentía que la tristeza le oprimía el corazón, pero esperaba todavía que de un momento a otro apareciera ante sus ojos, como por milagro, la magnífica casa blanca con balcón y rodeada de un jardín. De pronto, el hombre se detuvo ante una de aquellas barracas.

—¡Bueno!… ¡Ya hemos llegado! —exclamó tendiendo hacia allí el brazo con expresión satisfecha y de legítimo orgullo.

Katrina miraba y miraba. Ante sus ojos no veía sino un bajo tugurio, sin blanquear y sin entablado, de paredes inclinadas y agrietadas, y con un tejado de tablas retorcidas. Allí estaba la casa, situada en un espacio rocoso, sin una brizna de hierba alrededor salvo alguna ortiga que había arraigado entre las inmundicias acumuladas bajo la escalerilla y se había abierto paso por entre las resquebraduras de los peldaños. Algunas estacas que se veían por el suelo no lejos de allí, recordaban que en algún tiempo la casa había estado protegida por una empalizada. Por ninguna parte se veía la menor sombra de establo ni de leñera; en cambio, había una letrina, obscura y tan ruinosa como la casa, y cuya puerta colgaba ladeada, sostenida por un solo gozne.

La mirada de Katrina se posó de nuevo en la casa. Tenía dos ventanales con viejísimos cristales que habían adquirido un color verdoso; uno de ellos estaba roto y el agujero aparecía tapado con algunos trapos. En la parte inferior de la puerta los ratones habían abierto un enorme agujero.

La joven casada permanecía allí sin moverse, muda, como petrificada de asombro. Recobróse por fin y se volvió hacia su marido. Mirándole de arriba abajo y señalando con el dedo a la barraca, le dijo en tono sarcástico:

—¿Conque ésta es tu gran casa blanca con balcones? —Y paseando la mirada por la roqueda y las ortigas, añadió—: ¿Y tus campos, y tus manzanos?

Pero el hombre la miró sin inmutarse y arqueó las cejas con expresión atónita.

—¿Mi gran casa blanca? —De súbito su rostro se iluminó como si recobrara la memoria—. ¡Ah, sí, es verdad! ¡Ja, ja, ja!… ¡Bueno! Espero que no habrás ido a creer todo lo que te dije, ¿eh?

Katrina iba a contestarle agriamente, cuando a sus espaldas resonó una sonora carcajada. Ambos se volvieron sorprendidos. Un hombre llegaba hasta ellos por el empinado sendero.

—A lo que parece te has traído una mujer a casa, Johan —exclamó el hombre, en tono jocoso; y otra vez dejó escapar su ruidosa risa.

—Es el capitán Nordkvist —susurró presuroso Johan a su mujer; y, al instante, se irguió, esforzándose en adoptar un aire desenvuelto.

«El capitán Nordkvist, el rey de la isla —pensó Katrina—. El propietario de aquella hermosa casa blanca.» Y le observó con toda atención. Era un hombre alto, de robusta constitución, con el pecho abombado, y de maneras jactanciosas. De toda su persona emanaba un aire de rudeza y de vigor. Tenía la frente alta, la nariz larga y un poco aguileña, los ojos grandes, vivos y algo saltones, la boca ancha. Hubiera sido, con todo, un tipo hermoso a no ser por la expresión de arrogancia y de brutalidad que deformaba sus facciones.

Él y Johan cambiaron un apretón de manos, y otra vez soltó el capitán una franca risa.

—¿Y cómo te prueba?

—Pues no del todo mal, como decía el otro cuando se iba a fondo. Y a usted, ¿cómo le va, capitán?

—Tampoco mal del todo —contestó el interpelado.

«¿Qué lenguaje es ése?», pensaba Katrina un tanto desconcertada.

El capitán había clavado en ella sus ojos penetrantes y la consideraba de la cabeza a los pies, sin dar muestras de mucha delicadeza. Volvió a soltar una sonora carcajada, y en tono zumbón dijo a Johan:

—¡Te has traído una real moza por mujer, a fe mía!

Johan dió un paso adelante. Su figura aparecía menuda, encorvada y enclenque al lado de la arrogante corpulencia del otro. Pero su mirada se mantenía imperturbable, su hablar era firme y sereno.

—¡Ah! Es que mi Katrina es una gran mujer; es de… —y aquí volvió a desatar su infinita verborrea. Y Katrina volvió a oír una nueva retahíla de fantasías. Pero ahora no se referían a Åland sino a Österbotten; eran ella, sus hermanas, sus padres y su casa lo que constituía el tema de aquel elocuente discurso. A medida que Johan hablaba, la propiedad de su suegro aumentaba de una manera fabulosa hasta llegar a abarcar la mitad de la aldea. Triplicaba el número de cabezas de ganado y cuadriplicaba el de los caballos.

Nordkvist le escuchaba con expresión divertida, plegados los labios en una sonrisa burlona. Katrina veía claramente que el capitán no creía una palabra de la letanía que le iba soltando su marido. En pocos minutos vió desplomarse todo el castillo de ilusiones que se había forjado, todos sus sueños, todo el amor y la admiración que había sentido por su esposo. Ante sus ojos apareció la realidad cruda y desnuda. Por aquello, por aquella ruinosa cabaña, por aquellos pelados riscos, sólo por aquello, había abandonado su propio hogar. Y en cuanto a su marido no era sino un vagabundo sin carácter, el hazmerreír de la aldea, un hombre a quien nadie prestaba el menor crédito. Nadie sino ella, que, con su infantil candor, se había dejado arrastrar por sus palabras.

Finalmente, el capitán se puso serio.

—Muy bien, Johan: procura no hacer tarde a bordo. No estaréis aquí más que el tiempo preciso para cargar las provisiones: un poco de carne y algunas patatas.

—Sí, capitán; no tema: llegaré a tiempo —prometió Johan dócilmente.

Nordkvist se volvió entonces a Katrina, y en tono autoritario le dijo:

—Y tú baja mañana a casa: ayudarás a escoger los nabos; y luego continuarás trabajando al llegar la siega del heno.

Y sin esperar respuesta volvió la espalda y se fué.

Katrina se quedó mirándole asombrada. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso tenía ella que ir a trabajar en los campos de los demás? Y sin que se le rogara siquiera: ¡se le ordenaba!

Johan se sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura de la desvencijada puerta.

—Ven, Katrina; yo he de marcharme en seguida, de lo contrario el patrón armará jarana.

Johan entró en la casa. Katrina le siguió por el pequeño y obscuro förstuga [3].

—¿Marcharte? ¿Adónde? —preguntó Katrina.

—¡A bordo! ¡A bordo! No vayas a creer que a los marineros nos quede mucho tiempo para divertimos en tierra. ¿Qué creías? —Echó el pequeño lío de ropa al suelo y se fué apresuradamente hacia la puerta.

Katrina le llamó, azorada:

—Pero, ¿es que vas a irte tan pronto? ¿Vas a dejarme así sin más? ¿Y qué voy a hacer yo? Aquí soy una forastera.

—¡Oh, lo que es por eso!… Tú sabrás de sobra salir del paso, Katri. Ve a casa de Nordkvist para la siega del heno. Yo estaré de vuelta en otoño…, bueno, pongamos para Navidad.

De pronto, estrechó a Katrina entre sus brazos.

—¡Ay, Katri! ¡Cuánto me gustaría quedarme aquí contigo un día al menos! Pero el barco no espera; el patrón estará ya de un humor de todos los diablos. Cuídate mucho, Katri; volveré junto a ti en otoño.

Se marchó. Katrina le vió bajar por el sendero pedregoso, afirmando un pie delante del otro, como un chiquillo miedoso. Antes de que ella pudiese volver en sí de su asombro, Johan había ya desaparecido.

Katrina empezó a examinar aquella pobre morada que, a partir de ahora, habría de ser la suya. A un lado, la casucha se dividía en dos obscuros cuchitriles: el förstuga y la despensa. El resto de la barraca lo constituía una sola estancia, y aun ésta distaba mucho de ser grande. Las ventanas carecían de cortinas; el maderaje estaba roído por la carcoma. El empapelado de las paredes había perdido el color y estaba deteriorado y obscurecido por el humo; el cielo raso aparecía negro de hollín. El pequeño hogar estaba también ennegrecido por dentro y por fuera. Bajo la chimenea y sobre un montón de cenizas, veíanse unas trébedes con una olla esmaltada encima, y en un rincón colgaba de la pared un mal cazo que debía de haber servido para hacer café. Lanzó una mirada a la olla: en el fondo se veía una costra seca de papilla de cebada, que ya contaría algunos meses, con una cuchara de madera clavada en ella. En el fondo del cazo del café veíase también un poso negro y pestilente.

En el rincón, al lado de la puerta, había un sucio aparador, al que faltaba un pie, que había sido substituido por una piedra. En los anaqueles aparecían unas pocas toallas polvorientas y hechas jirones, y algunos mendrugos de pan seco y enmohecido. Una rata salió corriendo de debajo del armario. Delante de una ventana había una mesa coja y sucia; junto a uno de los ángulos estaba la cama, y, adosada a la pared, se veía la armazón de un sofá. La manta y el colchón de la cama estaban tal como debía de haberlos dejado Johan algunos meses antes. A uno y otro lado de la ventana había dos sillas arrimadas a la pared; en otro ángulo aparecía una vieja cómoda, y encima de ella un espejo roto. Entre la cómoda y el hogar se encontraba un pequeño cajón destinado a servir de depósito de leña.

Katrina se sentó en una silla y se puso a contemplar el conjunto de aquella estancia miserable e inhospitalaria. Sentía como si un gran peso le hubiese caído sobre los hombros; las piernas le pesaban también como si fuesen de plomo, y notaba un extraño sabor amargo en la boca. Con un gran esfuerzo consiguió levantarse y empezó a hacer la limpieza de la casa. Pero sus movimientos eran lentos y pesados como los de una vieja. Encontró un cubo de madera y salió para buscar agua; no había siquiera un pozo en aquel pedazo de tierra, y se fué a ver si lo había en la casa más cercana —también una barraca, tan mezquina como la suya—; pero tampoco allí encontró agua. Por fin, descubrió un pozo en el borde del camino, a alguna distancia de la casa, y consiguió así finalmente llenar el cubo.

Cogió toda la ropa de la cama y la tendió al sol sobre las rocas. Sacó fuera todos los utensilios de cocina y los amontonó en la escalerilla de entrada. Y entonces, con algunas ramas viejas que aun quedaban en el cajón de la leña, encendió fuego para calentar agua. Luego empezó a lavarlo todo y a sacarlo al exterior para que se secara al sol. En cuanto a toallas, no pudo encontrar ninguna. Cuando hubo barrido y fregado toda la casa, volvió a entrar la poca ropa que había encontrado y se puso a hacer la cama. Así que lo tuvo todo arreglado se sentó otra vez poniéndose las manos sobre las rodillas y paseó de nuevo la mirada por toda la estancia. Parecía ofrecer ahora un aspecto más alegre; pero ¡qué pobre era todo, Dios mío, qué miserable! Katrina dirigió la mirada hacia afuera, a través de la ventana. Por la parte de occidente vió cómo el sol descendía hacia su ocaso sobre la aldea. Se preguntó qué hora podría ser. De una pared colgaba un reloj viejo, y apenas le hubo dado cuerda empezó a andar con un fuerte tic-tac; pero era preciso averiguar la hora que era para ponerlo en su punto. Katrina se ató el pañuelo a la cabeza y se encaminó a una casa vecina, todavía más baja y pobre que la suya, aunque mejor cuidada, y con las tablas pintadas de rojo.

Encontró a su paso a un rapazuelo, muy pobremente vestido, que estaba jugando con un barquito de madera en un charco de entre las rocas, y deteniéndose le preguntó:

—¿Cómo te llamas, pequeño?

—Obeto.

—¡Ah, ya; Roberto! ¿Cómo te va?

—Pes no del toro mal, como desía el oto —repuso el pequeñín.

Katrina no pudo contener la risa. Ahora estaba segura de hallarse en Åland. Pero su risa parecía casi un sollozo.

Dentro de la casita jugaban cinco o seis niños; iban con los pies desnudos y en sus ojos se reflejaba el hambre. Katrina se dirigió a una chiquilla ya crecidita que mecía a un niño de corta edad en sus rodillas.

—Se me ha parado el reloj: ¿podrías decirme qué hora es? Soy vecina vuestra.

—El reloj está allá, en la pared: pero me parece que adelanta media hora —dijo la muchacha mirando a Katrina con curiosidad.

—Mil gracias —dijo ésta; y se marchó corriendo.

Mientras, vuelta de espaldas a la puerta, ponía el reloj a la hora, oyó una débil voz masculina detrás de ella. Volvióse y vió a un hombre gordinflón y de baja estatura, con una cara redonda y rosada, y ojillos lacrimosos. Con sus dedos gruesos y menudos daba vueltas al puño de un rico bastón.

—¡Ah! ¿Conque eres la nueva vecina? Bienvenida seas a Västerby.

—Gracias —repuso brevemente Katrina.

Y en el mismo tono melifluo, el hombre prosiguió:

—Permíteme que me presente. Soy el capitán Svensson. Puedes venir a casa para el heno. Mañana empezaremos la siega.

—Pero… es que ya me ha hablado otro señor: el capitán Nordkvist —balbuceó Katrina asombrada.

La voz del hombre cambió de una manera radical:

—¡Al diablo con él! ¡Ya he llegado tarde! —Entonces se puso a reflexionar—. Bien: entonces vendrás a casa para la trilla. Acuérdate, ¿eh? —Y se alejó cojeando, apoyándose en su bastón.

Katrina, desde la ventana, le estuvo mirando mientras se alejaba. «Vendrás a casa para la trilla…», musitaba para sí. ¿Acaso en adelante no podría disponer de su propia vida? Se sentó en una silla junto al marco de la ventana y se abismó en sus reflexiones. El tiempo pasaba. Se puso el sol. La luz del crepúsculo iba palideciendo y el cielo se obscurecía. Katrina se sentía cansada y notaba la comezón del hambre; pero ¿qué importaba aquello? ¿Qué decisión debía tomar? ¿Reemprender el camino de Österbotten y volver al hogar paterno? No; nunca volvería allí como una hija pródiga y para que la viesen humillada. No le quedaba otra solución que continuar lo empezado: ir a casa del capitán Nordkvist a escoger los nabos, continuar allí para la siega del heno, y luego ir a ayudar a la trilla en la finca de Svensson. No quedaba otro remedio: tenía que poner a contribución todo el vigor de su cuerpo para ganarse el pan cotidiano; tal era su porvenir.

De la misma manera que en el cielo se habían ido apagando todos los hermosos colores del crepúsculo, así también se apagaron en su alma los últimos destellos de su despreocupada alegría juvenil. Muy lentamente, Katrina se desnudó, y se acostó en la dura cama de Johan.

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