Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXVII

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Capítulo XXXVII

LA INFANCIA DE GRETA

LA linda villa donde moraba la esposa del capitán Malm estaba cada día más silenciosa y solitaria. Malm permanecía en casa breves temporadas, pero cada vez retrasaba su propósito de retirarse de la navegación, y volvía a hacerse a la mar. La desmayada sonrisa de Saga había acabado por extinguirse del todo, y, aunque apenas había cumplido los veinte años, iba apartándose más y más del ambiente de la juventud. Alguna que otra vez, si había una fiesta en que las jóvenes casadas se sumaran también a los bailes, Saga, llevada por un súbito rebrote de su antigua jovialidad, se deslizaba briosamente entre las parejas; pero aquéllos eran sólo destellos de entusiasmo que pronto se desvanecían, y en breve se retiraba silenciosa y con aire hastiado, como si para ella ya hubiesen pasado los tiempos de aquella pueril diversión.

El único ser que lograba iluminar los obscuros ojos de Saga era la hijita de Gustav.

Saga y Greta se habían hecho buenas amigas, y la joven solitaria se complacía en satisfacer los más imposibles antojos de la pequeña tirana. Ella era la que reinaba con poder absoluto en aquel lindo bogar: desgajaba las palmeras, volcaba las macetas, pintarrajeaba los manteles y, en castigo, sólo recibía besos. Saga había dispuesto una salita únicamente para los juegos de la niña, y allí encontraba ésta tal cantidad de juguetes, que ni una princesa hubiera podido pedir más.

El rencor que Katrina había sentido hacia Saga, había dejado paso primero a un sentimiento de compasión y, más tarde, a una viva simpatía. Ahora iba con frecuencia a la villa de Saga, y las dos mujeres tenían siempre sobrados temas de que hablar. Primeramente estaba la pequeña Greta: todo lo que se refería a ella era motivo de interés para una y otra. En cuanto a lo que había ocurrido entre Saga y Gustav, era un punto que quedaba al margen de sus conversaciones.

En el fondo, Katrina compadecía a la joven espesa del capitán Malm, y con el tiempo sentía crecer más y más la estima que le inspiraba. Saga no era mujer que no reconociese las consecuencias de su error. Sola y sin quejas, batallaba con sus sinsabores y soportaba como mejor podía la carga que el destino había puesto sobre sus hombros. Y, mientras su juventud se marchitaba y desvanecía, su espíritu y su inteligencia iban madurando.

Nadie hubiera podido afirmar que se hubiese cambiado nunca una palabra violenta entre Saga y Malm. Por el contrario, se hablaban con un respeto mutuo; dijérase que basta inadecuado entre marido y mujer. Pero cada vez que Malm volvía a su casa, Saga se ponía nerviosa, su humor cambiaba, y un fulgor inquieto brillaba en sus ojos, habitualmente serenos y apacibles. Malm, en sus cotidianas excursiones entre la aldea y Batviken, cada día caminaba menos firme sobre sus piernas contrahechas; su cabeza blanqueaba como si le hubiese caído encima una nevada, y los años iban abriendo en su cara nuevos surcos.

Katrina creía no haber sentido nunca una compasión tan profunda, ni siquiera por Johan o por Serafia, como la que le inspiraba el capitán Malm. De todo su ser parecía brotar un doloroso lamento: «¡Demasiado tarde!…» Los días de fatiga habían sido para él largos y duros, y ahora que llegaba la ocasión de obtener su recompensa, la puerta estaba ya cerrada. ¡Demasiado tarde! «¿Le pasará lo mismo a Einar?», pensaba Katrina. Y ante la imagen lastimosa y ridícula a la vez del capitán Malm, Katrina rogaba a Dios que, de entre todos los peligros, preservara a Einar, sobre todo, de aquella maldición.

Aparte de la kaptenska Malm, había otra persona que hacía todo lo posible para mimar a Greta: era Einar. No cesaba de colmarla de regalos, pese a su inveterado hábito del ahorro. Desde cada puerto que su navío tocaba, llegaban paquetes de juguetes, vestiditos, zapatos y cintas de seda; todo tan delicado y hermoso, que Katrina apenas se atrevía a tocarlo, y mucho menos a ponérselo a aquel diablillo a quien hubieran convenido mejor vestidos de cuero. Se subía a los árboles, saltaba setos y vallas, chapoteaba en los charcos, se deslizaba sentada por los declives y volvía siempre a casa con los vestidos y las braguitas hechos jirones.

Saga cuidaba mucho de la niña. La lavaba aunque llorase, le peinaba los cabellos embadurnados de resina, le ponía vestiditos de seda y adornaba con lacitos encarnados los bucles de su cabello obscuro. En vano se hubiera buscado en todo Torsö chiquilla mejor atendida y más mimada que la hija de la infeliz Serafia. A Katrina, el amor que sentía por la pequeña y el cariño que mostraban a ésta Einar y Saga, la hacían feliz; pero algunas veces se sentía un tanto excluida de aquellas fiestas. La misión que a ella le tocaba cumplir era, en efecto, la más desagradable: la de regañar y castigar a la chiquilla.

Los años pasaban, y mientras Greta, en su feliz inconsciencia, llenaba de risas y sinsabores el pequeño mundo que la rodeaba, el mundo de más allá se debatía en el horror de una guerra mundial. A Torsö apenas llegaban los ecos de la tragedia que obsesionaba a millones de almas [22].

Pero un día de invierno, Västerby se vió súbitamente invadida de extraños hombres tocados con gorros de hirsutas pieles, de jinetes, de cañones. Habían venido del Este, atravesando el helado Delet, y, luego de adueñarse por la noche de casas y corrales, a la mañana siguiente prosiguieron su marcha hacia Fasta Åland a través del fjord. Desde entonces, el paso de las tropas rusas por la isla se convirtió en un espectáculo cotidiano. Los apacibles isleños miraban torvamente a aquellos huéspedes indeseables, que cabalgaban por los campos tronchando arbustos y derribando tiernos arbolillos, que entraban en las casas con las botas cargadas de nieve ensuciando piso y alfombras, y que al marcharse dejaban tras de sí parásitos y hedor a cuero ruso. Sin embargo, algunas veces dejaban también panes de centeno y terrones de azúcar, de los que se apoderaba ávidamente la gente pobre de la aldea.

Al llegar la primavera, cuando dejaron de verse los hielos y se derritieron las nieves, desapareció de Torsö toda aquella agitación. Sólo quedó un poco de heno seco y algunos montones de estiércol de caballo en las colinas. Media docena de soldados rusos habían sentado sus reales en Västerby, en donde suplantaron a Ida de Erka en la Central de Teléfonos. Y en la cubierta del Åland se veía pasear a un barbudo policía con deslumbrante uniforme.

 

Hacia fines de invierno, Greta, un día, llegó corriendo a casa con el rostro mustio.

—Abuelita: tía Saga está llorando —dijo.

—¿No será que tú has sido mala y le has dado algún disgusto? —repuso Katrina con severidad.

—¡No! Ha hablado por teléfono y en seguida se ha puesto a llorar, y yo no he podido consolarla.

—¿Estás segura? Y ¿con quién habló?

—No lo sé. Pero seguramente era con alguien que por lo menos estaba en Mariehamn, porque al hablar gritaba mucho.

—Es extraño. Mejor será que vaya yo misma a ver lo que ha ocurrido. Y cuidado con hacer nada malo mientras yo esté fuera.

Katrina se anudó el pañuelo y salió. Halló a la joven kaptenska en el dormitorio, de rodillas ante un cajón abierto de la mesa escritorio, y revolviendo viejas cartas. Estaba pálida y con el rostro desencajado, pero había dejado de llorar. Katrina avanzó con precaución.

—Saga, ¿qué ocurre? —le preguntó suavemente.

Saga, apoyada de codos en el cajón abierto, hundió la cabeza entre sus manos. Sobre las rodillas tenía un fajo de cartas que estaba leyendo al entrar Katrina.

—Ha llegado un cablegrama del Vega. John… John… ha muerto.

—Pero…, ¿qué dices?… ¡No es posible!… —exclamó Katrina, consternada. Apenas había oído las últimas palabras de Saga.

—Ha muerto en Suramérica.

—¿Ha naufragado?

—No. Se puso enfermo. Le han operado…, y ha muerto.

—Saga: vente conmigo a casa. Pasarás la noche con nosotras.

—No, gracias… Prefiero estar sola. —La voz dolorida de la joven iba subiendo de tono y adquiría un matiz apasionado—. Si hubiese seguido mis consejos, John no hubiera vuelto a embarcar. Estaba demasiado enfermo para emprender un viaje como ése. ¡Qué poco ha disfrutado de la vida! Todo lo he disfrutado yo…

—Todo, menos la felicidad. Y lo mismo le ha ocurrido a Malm, créeme: ha disfrutado de tu juventud; pero eso solo no es la dicha. Los dos fuisteis víctimas de vuestro error. Con todo, piensa, Saga, que a veces los errores son más beneficiosos que los aciertos si sabemos aprovecharnos de las lecciones que Dios nos envía. Malm no encontró lo que deseaba, pero seguramente alcanzó lo máximo que podía conseguir en este mundo. Tú has hecho lo que has podido…, y nadie está obligado a más. Y has vivido en tu hogar momentos felices…, tanto si te has dado cuenta de ello como si no. Con el tiempo, también tú comprenderás que las épocas más tristes de la vida son las que luego te dan más fruto… Y que Dios no nos deja de su mano.

—Sí…, quizá tengas razón… Y, ¿qué voy a hacer ahora, tía Katrina?

—Ante todo, lo que puedas en favor de Malm. ¿No sería posible transportar el cuerpo?

—No, no. Está demasiado lejos. Seguramente ya lo habrán enterrado allá.

—Entonces, encarga a la iglesia los funerales, y con la notificación de la muerte de tu marido, manda invitaciones para el oficio a toda la aldea. Cómo y cuándo, eso has de resolverlo tú, hija mía. Es lo menos que puedes hacer por él… Saga, yo me vuelvo a casa. Ven a verme cuando quieras y no olvides todo lo que hay que hacer. Encomiéndate a Dios y Él te dará fuerzas. Cuanto más pequeños nos mostramos nosotros, más grande se muestra Él. Adiós, hija mía. Ven cuando quieras.

Katrina se fué. Saga cerró el cajón, se levantó y se sentó a la mesa escritorio. Redactó la esquela de defunción y la mandó al Diario de Åland. En días sucesivos dispuso las honras fúnebres en la iglesia y arregló los asuntos que su marido tenía pendientes con la Compañía de Navegación. Luego preparó pastas y dulces e invitó a la aldea a tomar café. Entre una cosa y otra, pasaron las semanas.

 

Al año siguiente, Greta perdió a su madre; pero este golpe no pareció conmover mucho a la pequeña. Serafia había seguido trabajando en Ekön. Cuando la gripe invadió la aldea, ella fué una de sus primeras víctimas. Su enfermedad fué tan fulminante que, aun cuando Katrina acudió en seguida con la niña, no logró llegar a tiempo. El cuerpo de Serafia yacía dentro del ataúd, en la pobre cabaña, miserable y deforme como había sido en vida; pero en su rostro se reflejaba la paz, y no faltaron flores en su tumba. Los Ekvall costearon las exequias. Tras la ceremonia, el féretro fué depositado en un trineo y, a través del fjord, se le condujo a Torsö. Al regresar del cementerio, Katrina recogió las pocas cosas que habían pertenecido a Serafia. Entre éstas el retrato de Gustav, y al llegar a casa volvió a colocarlo en su antiguo sitio, sobre la cómoda. Ahora se sentía contenta de haber permitido a Serafia que se lo llevara al marcharse a Ekön.

 

Otra vez el furioso temporal que reinaba en el exterior volvió a azotar las pequeñas islas.

El espíritu burgués que dominaba en Finlandia era adverso a Rusia y a los rojos. Torsö quedó convertida en punto de concentración de milicianos blancos, que se acuartelaron en la Casa de las Misiones y practicaban ejercicios militares en la plaza de la iglesia. Los habitantes de las islas procuraban no tomar parte activa en una lucha que, en su opinión, no les atañía en nada. Pero la sospecha y la calumnia no tardaron en germinar entre aquellos hogares: «Fulano es rojo, zutano es espía, mengano es rusófilo.» Los chiquillos jugaban a los soldados y correteaban por las calles de la aldea con brazales blancos y palos al hombro como si fueran fusiles; y los apuntaban a las piernas de los mayores, intimándoles a mostrar sus documentos antes de dejarles el paso libre para ir a sus compras o a recoger el ganado.

A poco, llegaron los suecos. Eran fuerzas regulares, muy distintas de la Guardia Blanca: soldados bien pertrechados, bien nutridos, con vistosos uniformes, pulido correaje y morriones blancos como la nieve. El pequeño destacamento que quedó en Västerby se alojaba en la misma casa que habían ocupado los telefonistas rusos. Uno de ellos hacía la ronda por las calles con el fusil en la mano. Pero los otros alternaban amigablemente con la gente del país. Hablaban un idioma que todo el mundo entendía, y lo hablaban de una manera tal, que parecía música, según opinaban los habitantes de Torsö, y muy especialmente las muchachas. ¡Qué buenos mozos, altos y bien plantados! ¡Qué arrogancia, qué porte! ¡Qué sonrosadas mejillas, casi femeniles, y qué ojos tan alegres y expresivos! No: a nadie inspiraba temor su presencia.

Tras ellos llegaron los alemanes. Un puñado de hombres cuadrados, con maltrechos uniformes grises y pesados cascos de acero, subieron con paso recio, cansados e indiferentes, de Batviken. Sobre sus frentes parecía gravitar el peso del mundo entero. Sus ojos pardos, en los que nunca brillaba un saludo a los isleños, estaban empañados por los horrores de la sangrienta guerra. Nada había en ellos de aquella melancólica habla rusa; nada que les granjeara la confianza de los pobres chiquillos finlandeses; nada, ¡ay!, de aquella jovialidad de los bien nutridos suecos. Eran hombres que habían presenciado y sentido algo que les diferenciaba para siempre de los demás.

Una breve voz de mando, y los fusiles quedaron depositados, en pabellón, en medio de la plaza; unos minutos de descanso, otra ruda voz de mando, y de nuevo fueron empuñadas las armas y maquinalmente llevadas a los hombros. Y otra vez los soldados prosiguieron la marcha hacia la Casa de las Misiones. Los aldeanos, que se habían reunido para manifestar su simpatía con cantos y discursos, les siguieron silenciosos, sobrecogidos por una impresión extraña.

El maestro de escuela agrupó su coro, que entonó un himno; un políglota de la Guardia Blanca, en un discurso de salutación, dió la bienvenida a sus hermanos de armas. Pero los ojos de aquellos hombres graves pasaban distraídos por los rostros de la muchedumbre reunida. Sus pies fatigados se movían inquietos; sus brazos parecían ansiar sólo el momento de abandonar las armas. ¿Qué les importaban los cantos y las alocuciones? Estaban allí para matar o morir. Y dondequiera que les mandara el destino, a cualquier tierra desconocida, hasta al mismo círculo polar, cumplirían siempre con la misma consigna: matar o morir. Tiempo había habido, tiempo remoto, en que también tenían un hogar y se habían dedicado a sus pacíficas ocupaciones; pero ahora… ¿Cómo podían comprender los habitantes de aquella tranquila isla toda su tragedia?

No tardaron tampoco en irse las tropas alemanas; dejaron sólo unos cuantos hombres que, por turno, hacían la ronda por las calles. Pero nunca dirigían la palabra a las gentes del país.

Cuando en el Norte volvió a florecer la primavera, Finlandia era una nación libre, como había deseado serlo desde hacía más de un siglo: por fin se había librado de todo yugo extranjero. Pero hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que en las islas Åland recobrara la vida su aspecto normal. Por encima del abismo de un siglo que había mediado entre el despertar de la agricultura en el archipiélago y la llegada a Åland de los voluntarios suecos, se tendía ahora un vasto puente de sentimientos patrióticos, de amor a la lengua materna y a las tradiciones seculares, de recuerdos, de admiraciones, de ensueños sentimentales y de intereses económicos. Era la «gran cuestión de las Islas Åland», que todavía seguía fermentando en los espíritus, y que aun en la misma Torsö manifestó su vitalidad en los apacibles aldeanos y en las autoridades de la isla, los cuales se mostraron reacios a su unión con Suecia.

Katrina, ahora una viejecita gastada por los años y las fatigas, no tomaba parte en aquellos debates. Ella era la tía Katrina de Klinten, y nada más. Sí: hablaba sueco y esperaba poder hablarlo hasta el día de su muerte. Por lo demás…, ella había nacido y crecido en Finlandia, era verdad, pero eso lo tenía ya poco menos que olvidado. Ahora era sólo Katrina de Klinten.

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