Katrina

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KATRINA » Capítulo XV

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Capítulo XV

EL DESHIELO

CUANDO el capitán Nordkvist se avino a reconocer el gran temple de la joven dueña de la vaca, cesó como por ensalmo el aislamiento en que los aldeanos tenían a Katrina. Nordkvist, que siempre estaba dispuesto a burlarse de todo y de todo el mundo, tenía, en el fondo, un espíritu generoso, y cuando una persona había sabido ganarse su consideración no vacilaba en manifestarlo. Para él no había nada tan digno de simpatía y estima como un trabajador activo y que supiera bien su oficio. Por ello, en cuantas ocasiones se le ofrecían, contaba con franqueza por toda la parroquia cómo la trabajadora se había atrevido a desafiarlo y cómo le había vencido ella en toda la línea.

—¡Si la hubieseis visto encararse conmigo cuando llegó con el animal! Yo no sabía qué admirar más, si a la vaca o a la mujer. Y no os miento: se me rió en mis propias narices. Hay que confesar que no es una mujer corriente.

Apenas Nordkvist volvió a dar trabajo a Katrina, los otros propietarios siguieron su ejemplo Y de este modo pudo ella terminar aquel invierno bastante felizmente.

Cercana ya la primavera, volvió a trabajar a Ekön y permaneció allí unas semanas. Se había llevado consigo a la niña, no sólo porque no quería separarse de ella, sino también porque había notado que la buena alimentación que recibía en la rica casa probaba muy bien a la pequeña.

En la mañana de un sábado de fines de marzo, se dispuso a volver a casa. Había ido y venido tantas veces entre Ekön y Torsö que podía seguir el camino a ojos cerrados. Aquella vez iba sola con la niña, a la que había acomodado en un trineo que empujaba delante de ella. Ekvall le había recomendado mucha precaución y que estuviese atenta a las hendiduras y a los canales que hubieran podido formarse: en aquella época ya no era posible fiarse del hielo. Katrina prometió que sería prudente; pero se marchó confiada porque desconocía en absoluto los peligros que ocultaba el deshielo.

El hielo tenía un sucio color azul grisáceo debido a la acción del sol y el agua que lo iban corroyendo. Se andaba con dificultad, resbalando a cada instante; en algunos puntos el agua llegaba casi a las rodillas. Entre Lökö y la tierra de Torsö, donde, según Katrina había oído decir, existía una corriente, vió con horror que aparecían ya hendiduras en muchos puntos. Al propio tiempo notó que el hielo cedía bajo sus pies. Aterrorizada dió vuelta al trineo y se dispuso a tomar otra dirección; pero, de improviso, el hielo se quebró bajo su peso, y, asiéndose convulsa a la parte trasera de los patines del trineo, quedó sumergida hasta medio cuerpo en el agua helada. El trineo se inclinó, con su parte delantera al aire, y la niña, llorando, rodó hacia atrás. Katrina, dejando el trineo, cogió a la pequeña con una mano y la levantó en alto para evitar que la alcanzara el agua helada, mientras con la otra se esforzaba en subir a la superficie. Pero a cada esfuerzo que hacía para levantarse, el hielo se quebraba bajo el peso de su cuerpo; y cada vez se hundía más y más en la resquebradura que se iba ensanchando. Desesperada, luchaba como un animal salvaje; gotas de sudor le inundaban la frente. La niña chillaba y lloraba cada vez más. Pero todo intento resultaba inútil: el agua había ido royendo el hielo y éste no ofrecía ningún punto de apoyo. Con las fuerzas agotadas, se mantenía inmóvil al borde de la resquebradura, mientras negros pensamientos cruzaban su mente. ¡Dios mío! ¿Qué iba a hacer? Sentía sus piernas rígidas e inmovilizadas. ¡Y con lo cerca que estaban las orillas a uno y otro lado! ¿Y la niña? ¿Y si probase a empujar el trineo un poco más allá del borde? Pero ¿y si el hielo se quebraba también al leve peso de la niña y había de ver a su hijita morir ahogada ante sus propios ojos? ¿Y si ella acababa por irse a fondo y la niña había de morir de frío abandonada en medio de aquellas heladas soledades? No: no la soltarían sus manos.

La pequeña Sandra, mientras tanto, había perdido la voz; y enloquecida de terror se había aferrado al cuello de su madre y sollozaba calladamente.

Katrina se acordó de sus hijos y de Johan, y pensó en lo mucho que la necesitaban. Les sería imposible vivir sin ella. Sí, era preciso intentar un nuevo esfuerzo. Una vez más, probó a avanzar braceando; pero tenía las manos entorpecidas y los brazos sin fuerzas. Sólo entonces se le ocurrió la idea de pedir socorro.

—¡Socorro!… ¡Socorro!… ¡Socorro! —gritó.

Escuchó por un momento; y pudo oír que las rocas de Lökö le devolvían, a través de la desolada llanura helada, el eco de sus propios gritos: «¡Socorro!… ¡Socorro!… ¡Socorro!…»

Entonces, de lejos, de muy lejos, como si viniera de otro mundo, llegó a sus oídos un grito débil, pero claro:

—Oho… o… o…

Katrina contuvo la respiración, y luego, con desesperado esfuerzo, volvió a gritar:

—¡Socorro!… ¡Socorro!…

—¡Vamos!… ¡Vamos!… ¡Aguantad! —gritaba a lo lejos una voz masculina. Una mancha obscura apareció en el horizonte por la parte del fjord de Torsö: la mancha iba creciendo, creciendo, y se convirtió pronto en un grupo de hombres.

—Oho… o… o… ¿Dónde estáis? —gritaban las voces, ahora más cercanas.

—Aquí… aquí… ¡de este lado! —gritaba Katrina. Con el ánimo en tensión, sus ojos seguían a los hombres que se iban acercando. Parecía que ya estaban allí, pero ¡cuánto tardaban en llegar! ¿Resistirían sus fuerzas? El brazo con que sostenía a la pequeña le dolía como si se le hubiera roto; tenía las piernas insensibles: sólo se las sentía como un peso muerto que la arrastraba hacia el fondo. ¿Qué le ocurría a la niña? Estaba inmóvil, callada como si estuviera muerta; pese a los esfuerzos de la madre, tenía el cuerpecito empapado, frío, rígido. Katrina intentó gritar otra vez, pero la voz le falló: a duras penas pudo emitir un sonido ronco.

Los hombres llegaban corriendo. Katrina tenía los ojos nublados y no pudo ver cuántos eran. A veces le parecía ver seis cuerpos, otras veces tres o dos que corrían dando vueltas y tanteando el hielo. De pronto, los hombres se tendieron en el suelo y uno de ellos le lanzó una cuerda. Ella la cogió con su mano entumecida; pero no tenía fuerzas para tirar de ella. Como entre nieblas vió que los hombres hacían llegar a ella una tabla o un tronco —no acertaba a distinguir lo que era—, hasta que sintió que alguien le quitaba a la niña de su brazo helado; después, que unas manos la cogían por los hombros y la sacaban del agua. Luego no tuvo conciencia de nada, salvo de que se hallaba sentada en un trineo y de que alguien le metía en la boca un frasco de una bebida fuerte que ella se vió obligada a beber.

—¡Sandra! —murmuró.

—¿La pequeña? No corre ningún peligro; puede estar tranquila —dijo alguien en un dialecto que parecía de otra aldea.

—¡Sandra! —repitió Katrina con labios temblorosos.

—¡Tráela aquí! Dale la chiquilla: deja que la vea —dijo uno de los hombres: y acto seguido se la pusieron entre los brazos. Estaba completamente envuelta en mantas y pañuelos, y parecía que durmiera. Como en sueños, Katrina se daba cuenta de que iba sentada en un trineo, que los hombres empujaban a toda prisa. Uno de ellos corría a la cabeza para asegurarse del hielo. A veces tenían que dar grandes rodeos para salvar agujeros y hendiduras; en otras partes la resquebradura era de tal amplitud que se veían en la necesidad de tender un puente con las tablas que habían traído.

Los hombres se dirigieron directamente a una barraca de pescadores de Batviken y con todo cuidado trasladaron a su interior a Katrina y a la pequeña. Unas mujeres desnudaron a la madre y frotaron con nieve sus entumecidos miembros; luego le pusieron una camisa seca y la acostaron en una cama previamente calentada. A Sandra se la trató de igual manera. Con gran alegría, Katrina oyó que la pequeña estaba bien y que no tardaría en quedarse dormida.

Los hombres que habían llevado a cabo el salvamento, sentían también los efectos del frío y de la fatiga; pero una buena taza de café caliente devolvió pronto el vigor a sus cuerpos. En espera de que se secasen sus ropas, que colgaban de la pared, se sentaron en círculo ante la chimenea llameante.

Cuando Katrina despertó del letargo en que había caído, vió a Johan sentado al lado de su cama. Con la cabeza inclinada sobre su mujer, la miraba angustiado.

—Katrina… —murmuró.

Ésta no recordaba, de momento, nada de lo sucedido ni se daba cuenta de dónde estaba: pero, de pronto, recobró la memoria, y se incorporó estremecida.

—¿Dónde está Sandra? —preguntó con inquietud.

—Allí —le dijo Johan señalando la otra estancia con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo está?

—Las mujeres dicen que bien.

—¿Duerme?

Katrina esperaba la respuesta, pero Johan sentía un nudo en la garganta y no podía hablar. Miraba a su mujer con expresión tan desolada que, por un momento, ella se olvidó de la pequeña para pensar en su marido.

—¿Qué tienes, Johan? —le preguntó.

De pronto, Johan inclinó la cabeza sobre el pecho y dió rienda suelta a las lágrimas que se agolpaban a sus ojos. Katrina le cogió por el cabello y le obligó a levantar la cabeza.

—¿Por qué lloras, Johan? —le preguntó impaciente.

—¡Si… si te hubieses ahogado!… —sollozaba Johan. Y, anegado en llanto, le dirigió una mirada de sumisa devoción.

Katrina, conmovida, le sonrió y procuró animarlo:

—Ya ha pasado el peligro.

Pero inmediatamente, con una sensación de fatiga, volvió el rostro hacia la pared. ¡Incluso ahora! ¡Siempre había de ser ella la que había de infundir ánimos! «¿Cuándo voy a ser la que reciba consuelo y ayuda?», se decía.

Pero a los pocos minutos, va recobrada, volvióse de nuevo a Johan, que esperaba pacientemente que la atención de su mujer volviera a su pequeño mundo.

—¿Dónde está mi ropa. Johan? Quiero levantarme; debemos irnos a casa —dijo.

Cuando, al salir del cuartito, entró en el comedor, pudo ver a sus salvadores que, calzados con las recias botas de piel de foca, se disponían a marchar. Antes de darles las gracias quiso asegurarse de que su hija estaba fuera de peligro. Yacía ésta tan inmóvil y pálida en la cuna que le había preparado la familia, que Katrina se sobresaltó. Pero en aquel momento. Sandra abrió sus ojitos azules y sonrió a su madre, que se sintió así reconfortada.

Volvió entonces para ver a los hombres. Eran vecinos de Kumlinge: cuatro alegres pescadores, jóvenes y barbudos. Se disponían a cruzar el fjord de Torsö para seguir su ruta de Fasta Åland a Kumlinge. A las palabras de gratitud que les dirigió Katrina, respondieron con alegres chanzas en su propio dialecto, dialecto que pareció a Katrina mucho más cercano al dulce hablar de Österbotten que el de Torsö. ¡Qué agradables eran aquellos sencillos isleños!… Pero los mozos tenían prisa. Habían de pasar por Delet y llegar a casa antes de que el sol acabara de fundir los bancos de hielo. Con muchos «Dios os bendiga» y «Tened cuidado en adelante» a Katrina y a la niña, se despidieron de todos y emprendieron el camino.

Katrina no tardó en rehacerse del terrible accidente, aunque la impresión perdurase en ella mucho tiempo. A Sandra, en cambio, aquel baño frío le produjo un fuerte catarro.

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