Katrina

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KATRINA » Capítulo XX

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Capítulo XX

GRAN BODA EN LA ALDEA

AQUEL invierno tuvo lugar en la aldea una boda importante. Janne Eriksson se casó con una muchacha de Storby, hija única de un rico armador de aquel lugar. Janne era también hijo único varón, por lo que nada tenía de extraño que, con tal motivo, se celebraran fiestas de las que dejan recuerdo perdurable.

La boda se efectuó en los más crudos meses de invierno, cuando las nieves son más abundantes y el frío alcanza su máximo rigor. Nada menos que cinco mujeres estuvieron durante dos semanas sin dar descanso a sus manos, de la mañana a la noche, amasando y cociendo pasteles y preparando roscas. Se amasó pan moreno, pan ácimo, pan de maíz y pan pintado; y después, tantos y tan variados pastelillos que fué necesario pedir prestados los moldes de casi todas las casas de la aldea. A éstos siguió la fruta de sartén, para la cual había huevos y manteca en abundancia. Katrina recibió el encargo de elaborar la cerveza, y la coció en tal cantidad que no recordaba haber manipulado jamás caldera tan grande.

Beda la ayudaba a transportar al secadero el pesado centeno, que había pasado veinticuatro horas de remojo en el depósito. La pobre Beda había llegado a un estado tal de agotamiento, que mientras llevaban entre las dos la espuerta, cayó varias veces en la nieve espesa y helada. En el momento de depositar la espuerta en el sobradillo donde se ponía a secar el centeno, la acometió un acceso de tos y tuvo que sentarse en un peldaño de la escalera de mano, abatida y quejumbrosa, mientras Katrina subía sola la espuerta y desparramaba el centeno por el rellano ennegrecido por el humo.

—¿Por qué no te vas a casa a descansar? —le dijo Katrina—. Éste no es trabajo para ti.

—¿Cómo puedo hacerlo? —suspiró Beda—. Todas las mujeres trabajan, de una manera o de otra. Además —añadió—, cuando una yegua ha estado siempre uncida al carro, sigue arrastrándolo hasta que revienta. Yo he aprendido de sobra a trabajar; pero a descansar, nunca.

—Pues sería hora ya de que aprendieras a hacerlo.

—No, hija mía; ahora es demasiado tarde: perra vieja no cambia de costumbres.

A Katrina y a Beda les tocó ir a recoger vajilla y todo lo que hacía falta para la mesa, en distintas casas del lugar. Provistas de una enorme cesta, transportaban viaje tras viaje pesadas cargas de platos de porcelana que los Svensson, los Nordkvist y los Seffer prestaban para la boda. Beda arrastraba fatigosamente por la nieve sus helados zapatos untados con grasa, y tosía cada vez más.

Entre tanto, los hombres preparaban estandartes y banderas, y habían levantado ya las astas a cada lado de la verja de entrada. Las sirvientas de Erka adornaban el salón destinado para la fiesta. El día anterior a la boda, llegó la novia al lugar. Era un día de febrero, muy frío pero magnífico.

De todas partes había acudido gente para presenciar la llegada del cortejo. Un nutrido grupo se había estacionado frente al patio. Todos miraban hacia el norte; unos señalaban con el dedo, otros hacían comentarios. Los chiquillos se escapaban de sus casas, y no había autoridad que pudiera impedirles que corrieran al encuentro de los novios.

—¡Ya están aquí! ¡Ya llega la novia! —se oyó de súbito, como una sucesión de ecos.

Y las banderas tremolaban cada vez más altas y sus vivos colores resplandecían a la luz del sol invernal. En el collado asomó la primera pareja; una tras otra la iban siguiendo las demás hasta que, por fin, se hizo visible en su totalidad el magnífico cortejo. Apareció el primer trineo: siguieron luego dos o tres más. Los conductores, con las riendas tensas, frenaban a los caballos para mantenerlos a un trote lento y solemne. A la cola de la caravana iban algunas carretas llevando el ajuar de la novia.

Para los que habían de ocuparse en los preparativos, la jornada nupcial empezó a las cuatro de la madrugada. A aquella hora matinal. Katrina, abatida por la fatiga y el sueño, bajaba el sendero de la aldea. Caminaba contenta, pensando en que por fin iban a dar comienzo las tan esperadas fiestas, porque le parecía que aquel trasiego incesante nunca había de terminar.

Hacia las once empezaron a llegar algunos invitados. Los primeros fueron los que venían de más lejos. De Fasta Åland llegaron por lo menos doce trineos trayendo a los novios. Había trineos de una plaza, otros de dos o más. Con un alegre retiñir de cascabeles aparecían por el lado de Batviken y entraban veloces en la aldea. Los viajeros, a medida que iban llegando, se apeaban y se desprendían de sus pieles y chales. Siempre había allí alguien para encargarse de los caballos: aquel día hacía fiesta la aldea entera, sumándose todos al regocijo; cada casa de propietario se había convertido en una posada.

Más tarde fueron llegando los de las islas vecinas: pescadores y marineros, parientes todos de Far Eriksson. Habían recorrido muchas millas en trineo o en patines, pues eran pocos los que tenían caballo. Los hombres se vistieron para la ceremonia, porque para protegerse del frío habían llegado vestidos con recias chaquetas forradas, pantalón de cuero y botas de piel de foca, indumentaria nada a propósito para ser lucida en una solemnidad nupcial. Las mujeres se cubrieron la cabeza y los hombros con sus chales de luengas franjas, que se ataban en tomo del talle. A todos se les veía rebosantes de alegría y de buen humor, y, a medida que llegaban, iba creciendo la animación en la casita roja.

Los campesinos de Fasta Åland eran hombres reposados; sus conversaciones giraban con preferencia en torno a los cultivos de los campos y a la cría del ganado. Los pescadores, por el contrario, se entregaban de lleno a la alegría. Viejos lobos de mar soltaban sonoras carcajadas entre sus barbas níveas, hasta que sus rostros, bronceados por la intemperie, se contraían en mil arrugas. Los invitados, según iban llegando, eran acogidos con renovado alborozo y con alguna que otra cuchufleta. Cuando se trataba de alguna de las mujeres de la propia casita, la algazara llegaba al paroxismo.

Después de los forasteros, empezaron a acudir los invitados de la aldea. Los primeros entre ellos fueron los propietarios y los capitanes jóvenes con sus familias; los últimos en llegar, los potentados de la aldea, los grandes capitanes propietarios, porque su dignidad exigía que hiciesen su aparición lo más tarde posible.

Cuando todos los invitados se hallaron en la casa donde se celebraba la boda, la aldea pareció desierta, abandonada. Encerrados en sus casas sólo quedaron algunos vejetes al cuidado de los chiquillos, y dos o tres pobres mujeres que no podían ser de ninguna utilidad. Los mozos de labranza y las sirvientas, una vez dado el pienso a los caballos de los forasteros, no tuvieron ya nada que hacer, pues se les había dejado el día libre.

Allá arriba, en Klinten, Johan y los muchachos, mustios y ateridos de frío, estaban acurrucados en la mísera estancia, en la que la habitual miseria aparecía hoy más patente que de costumbre.

—¿Hasta cuándo va a estar mamá en esa condenada boda? En cuanto ella se va no podemos comer un bocado —lloriqueaba Erik.

—¡El mariquita! ¡Siempre estaría pegado a las faldas de su mamá! ¡Y pensar que un meón como ése quería ser marinero! —mascullaba Gustav.

—¡A callar! Si volvéis a las disputas cuando mamá no está aquí, se lo contaré todo en cuanto vuelva —dijo Johan.

—¡Vaya! ¡Serías capaz hasta de hacer de soplón! —exclamó Gustav con insolencia. Erik, sentado, mohíno y callado, en el hueco de la ventana, desde donde se veían los gallardetes nupciales, le miró con aire de desafío.

En la casa de la boda, por el contrario, todo era holgorio y alegría. Terminada la ceremonia religiosa, vino el banquete, y, ya anochecido, empezó el baile. Cada mujer debía bailar con el novio y cada hombre con la novia. Hasta las cocineras, a pesar de tener las piernas demasiado fatigadas para poder seguir el compás, se vieron obligadas a cumplir la consigna. Mientras Katrina bailaba un vals con el hermano de Elvira —pareciéndole más bien que la forzaban a girar en torbellino, ya que tenía el cerebro demasiado exhausto para seguir la melodía—, sonaron inopinadamente unos disparos en la calle. Los bailadores se detuvieron alarmados; pero pronto volvió a reanudarse la danza entre risas: era una salva de los muchachos estacionados ante la casa. En cuanto cesaron las detonaciones, se elevaron sus voces gritando a coro:

—¡Que salgan los novios! ¡Que salgan los novios!

En un cerrar de ojos, Elvira arrebató a Janne de los brazos de Katrina, cogió a la novia de la mano y, arrastrándola tras sí, enlazó quieras que no su brazo con el de Janne, los llevó a la puerta y, a empujones, los echó a ambos a fuera. Los músicos siguieron tocando, y cuando pudieron abrirse paso salieron a agruparse en torno a la pareja. Sólo cuando ésta se situó en la meseta superior cesó la música. Las damas de honor de la novia se colocaron a ambos lados de los desposados, con velas encendidas.

Al pie de la escalera, en la obscuridad, estaba un grupo formado por gentes humildes de la aldea y por jóvenes que no habían sido invitados a la boda; se limitaban a contemplar gozosamente y en silencio a los desposados. La luz que salía de las ventanas iluminaba el rostro de los más próximos; los más lejanos quedaban hundidos en las sombras de la noche.

Apenas Katrina se vió libre, corrió a mirar por una ventana. Con cierta tristeza, estuvo contemplando aquel grupo de infelices reunidos al pie de la casita. De pronto, distinguió en él a Gustav. Estaba sonriente, con los cabellos revueltos. Su chaqueta mostraba un gran agujero muy visible en la parte delantera; los pantalones también estaban rotos en las rodillas. «¡El muy bribón! —pensó Katrina—. ¡Bien se ve que no he estado en casa estos días para zurcir y remendar!» Con gran sorpresa suya descubrió también al otro: sí, allí estaba Erik, aterido de frío. Y a su lado se encontraba el propio Johan, con las manos en los bolsillos del pantalón. ¡Qué flaco y lívido se le veía, sin ni siquiera un mal abrigo! ¿Y Einar? Einar no aparecía por ninguna parte. Estaría en algún rincón de casa, devanándose los sesos, según su costumbre, con sus ideas sombrías.

La novia empezó a sentir frío, y la pareja se retiró para volver al calor de la sala, iluminada con profusión de luces, donde se comía y se bebía abundantemente. Los músicos volvieron a ocupar sus puestos y de nuevo empezaron a tocar. De entre el grupo de los que se quedaban fuera escapáronse algunos débiles vítores; sonó todavía alguna detonación aislada, y luego se fueron dispersando, perdiéndose en la obscuridad de la noche.

A Katrina se le habían pasado las ganas de divertirse.

La imagen de aquellos tres seres suyos, dejados en la calle con aquel frío glacial, no se apartaba de su mente. Y el cuarto, el que no se había dejado ver, la inquietaba más aún que los demás.

El resto de la noche lo pasó lavando platos; al compás del ruido de la vajilla, iba dando vueltas a sus tristes pensamientos. Apenas si se daba cuenta de dónde estaba ni de lo que hacía. La cháchara de las demás sirvientas y el bullicio que llegaba de la sala, todo parecía un rumor confuso y sonaba en sus fatigados oídos como el fragor del mar. Hacia la madrugada —ni siquiera sabía qué hora era— ella, Beda y algunas de las demás mujeres, se acostaron, sin quitarse siquiera los mandiles húmedos ni las pesadas botas, sobre un lecho de pieles, improvisado en el suelo de una pequeña estancia.

A la madrugada siguiente recomenzaron los festejos; el mismo trajín esperaba a las ya exhaustas mujeres. La novia, quitado ya el velo, apareció con el vestido de paño obscuro de las recién casadas. Por la noche volvió a empezar el baile en las dos piezas. Al tercer día la alegría de la fiesta continuaba sin decaer. La novia vestía de paño verde. Empezaron a despedirse algunos de los huéspedes, pero muchos de ellos permanecieron allí hasta la mañana del día siguiente.

Invitóse aquel día a toda la gente del lugar, incluidos los trabajadores, a tomar café. La joven esposa hizo los honores de la casa. Colocada en el umbral de la puerta, iba recibiendo a los humildes huéspedes, que, uno tras otro, le daban la bienvenida a la aldea. Fué una fiesta fraternal, en la que todos los comensales fueron obsequiados con la misma esplendidez con que lo habían sido los demás anteriormente; se les sirvió café, pan candeal y bizcochos en abundancia.

Por fin, Katrina, tras los varios días de ausencia, pudo ver reunidos a Johan y a sus hijos. Gustav llevaba la misma chaqueta rota; pero esta vez había juntado como mejor había sabido el agujero con un alfiler imperdible. Iba despeinado y sin lavar. Cuando Katrina, al verterle el café en la taza, se dió cuenta de lo sucias que llevaba las manos, se sintió enrojecer.

No le pasó por alto la glotonería con que Johan y los chicos saboreaban el café caliente y el pan blanco; y, a hurtadillas, les sirvió una nueva taza y otra rebanada. En pocos bocados uno y otros se zamparon el pan; Gustav se guardó el terrón de azúcar para saborearlo después. Mientras Katrina volvía a llenar la taza de Johan, éste la miró con sus ojos de perro fiel y le preguntó en voz baja:

—¿Volverás pronto, Katri?

—Mañana —dijo ella con tono resuelto. E idéntica contestación dió a Erik y a Gustav, que la habían asediado con la misma pregunta.

Pero el mayor, mientras su madre le estuvo sirviendo el café y la rebanada de pan, permaneció en silencio y sin mirarla. Ella esperaba que le haría la misma pregunta que los otros, pero esperó en vano. Y cuando fué a servirle la segunda taza, le preguntó para hacerle decir algo:

—¿Sigues yendo a la escuela parroquial, Einar? ¿Trabajas mucho en el bosque de los Svensson?

Einar contestó mascullando unas palabras ininteligibles.

—¿Qué dices? —volvió a preguntar ella.

Su hijo levantó entonces la cabeza y le dijo irritado:

—¿No puedes dejar de hablar aquí? Todo el mundo nos está mirando. ¿No somos aún bastante el dominguillo de toda la aldea?

Katrina sintió como si Einar le hubiese dado un bofetón y se alejó confusa con la cafetera. Al llegar al ángulo de la chimenea, en donde lavaba las tazas, volvióse a mirar furtivamente a su hijo. Éste sorbió de un trago el café hirviente, se encasquetó la gorra y salió apresurado de la casa. Katrina le siguió con la vista y vió su desmedrada figurilla perderse poco a poco por el camino de Batviken. Caminaba con la cabeza baja y con los hombros caídos; nadie hubiera dicho que se trataba de un muchacho de dieciséis años. La madre suspiró angustiada. ¿Había sido aquello un brusco impulso irreflexivo propio de la edad o una manifestación voluntaria de desamor hacia ella? ¡Dios mío! ¡Qué no hubiera dado ella por desandar los años y volver al amanecer de aquel día en que Einar debía irse al mar, a aquellos momentos en que le estuvo viendo en camiseta, arreglando la lumbre para preparar el café! Lo que más le oprimía el corazón era la certeza de que su hijo no era feliz como los de su edad, de que sufría sin confiar a nadie la pena que le consumía. ¡Qué importaba que su amargura procediese de una causa real o fuera pura aprensión! El hecho era que sufría y que aquella tortura destruía en él la radiante alegría de la juventud. Y le parecía ver cumplir a su hijo el tránsito de la juventud a la virilidad sin que disfrutase apenas de aquellos años.

Hasta que el hogar de Erka recobrara el ritmo normal, quedaba aún mucho por hacer; pero Katrina se excusó, y manifestó resueltamente que no podía dejar por más tiempo desatendidos los quehaceres de su casa.

Desde su ausencia, la barraca parecía triste, desolada. En cuanto llegó se apresuró a encender la lumbre, a ponerlo todo en orden, a rehacer los camastros. Cuando todo estuvo en su punto y volvió a verse rodeada de los suyos, le pareció que, una vez más, la vida recobraba su curso de siempre.

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